domingo, octubre 28, 2007

Apatía otoñal

En diez días transcurridos, el otoño ha anunciado el invierno. Las dos últimas noches ha empezado a helar en el prado; tejados y hierbas se han cubierto de esa mancha de blanco desvaído que apaga los colores con una vaga y triste transparencia, visión que absorbe tristeza desde el mismo aire del pensamiento; se anticipa el frío del exterior. Este año se ha dejado llevar por una apatía que le ha alejado de escribir y ocupando el tiempo entre leer y nada, ha disfrutado de la segunda opción caminando por el jardín, paseando a Goyerri, hablando con Ana contemplando el sol, que cada vez más bajo, entre desde primeras horas en la casa arrastrando a su paso las sombras de los muebles. Se ha producido de nuevo el milagro del cambio de apariencia de las cosas al que el pensamiento estético clásico japonés ha sido siempre tan constante. Las cosas son siempre otras, diferentes cuando la luz les ocupa y las descubre.

Los caballos vagan por los cercados masticando las últimas hierbas que ya son ralas, restos del esplendor del verano. El camino del bosque, que lleva hasta el pueblo por la pista de tenis y la parte de atrás de l piscina, es sombrío y frío y el mismo territorio de la zona estival, inmensa pradera que se curva en pequeñas colinas habitadas por grupos de árboles, sosteniendo el frontón, la balsa de los niños, la instalación de tamaño olímpico,, los vestuarios y la cafetería, está ahora desierta, con las puertas cerradas y los carteles que anuncin el precio de entradas y servicios, envejecen en su inutilidad.

Los hielos han llegado de golpe, sin avisar; las temperaturas han bajado del 0º de la noche a la mañana y le han sorprendido a medio recoger las plantas que son susceptibles de helada. Llegó a tiempo de sacar de sus posiciones a los geranios, enmacetarlos y meterlos en el invernadero después de sacar de ellos las matas de tomates con los últimos frutos, todavía verdes, que ahora enrojecen con lentitud en la cocina, sobre el mármol, al sol; es casi milagroso percibir como la superficie verde y brillante va tomando un rubor rosado que día a día sube hacia un rojo brillante. Serán los últimos del año y en el invernadero han quedado, en macetas, algunas plantas de pimientos que siguen, en el cálido acogimiento de cristales y reforzada la temperatura por un calefactor, creciendo, dando flor y entregando esta sus frutos.

Las begonias han sufrido el hielo y después de tres años de floración continua parecen haber renunciado a seguir mostrando su modestia de tonos verdes, pardos y rosados. Espera el hombre del Prado que encerradas en el invernadero, puedan sentir la recuperación a través del tibio aliento del sol que cruza sobre ellas de este a oeste, respaldadas del norte por el seto vegetal. El jardín, ahora, aparece despoblado de flores: los tubérculos de las dalias ya están en sitio seco y fresco, cubiertos por el serrín mientras que en sus bandejas, los bulbos vuelvan a ser enterrados en conjuntos. Ha pasado la moto azada por los parterres y ha levantado la tierra que, rastrillada después, forma una superficie ligera que chupa la escarcha y brilla al sol. Los bulbos irán a ocupar allí su lugar y a partir de abril empezarán a aparecer, vigorosos y plenos, en busca del sol de la primavera.

El jardín es pues la ocupación de su apatía y el lugar en que trabajar con las manos y pensar forman el hogar más acogedor que se puede desear. Tocar la tierra suelta y ligera, profundizar en ella, deshacer entre los dedos un terrón que escapó a la herramienta, oler el olor último del verano que ofrece como despedida, es un placer sensual. Durante estos días ha ajustado las tuberías de riego para evitar pérdidas y ha cuidado que una buena capa de tierra las cubra, para en lo posible evitar la helada. Tendrá que volver a hacerlo en primavera, pero no importa por el placer que causa hacerlo. El martes llegarán plantas de brezo que cerrarán los parterres, ahora abiertos por el lado que se muestra a la casa. Aguantarán la flor hasta las nieves e incluso después asomarán sus diminutas manchas de color, rojas o blancas, por encima del nivel de aquella. El brezo, en su tosquedad, es de una belleza humilde y tímida, que solo se percibe por la cantidad de flor que ofrece, pinceladas puntillistas en un paisaje que muda hacia el invierno con la resignación de la tierra.

Piensa en una naturaleza sin estaciones en la que el hombre envejezca en continuidad, sin otra referencia que la del espejo; la Naturaleza ofrece un guión de variaciones que componen una sinfonía con la duración de un año; el cuerpo recibe la estación y a ella responde acomodando el ánimo y el calendario es uno para todo, y la naturaleza toda espera el cambio ilusionada. Piensa que caminar por el jardín resume el esplendor perdido que ha de volver y en ese retorno eterno, en esa combinación de variables que forman lo que es la vida plena se sintetiza toda la serenidad que es necesaria para seguir adelante. No es sabiduría lo que aportan el jardín, el prado, el bosque, sino serenidad.

Hoy, domingo, vendrán a comer unos buenos amigos y han preparada una fuente de embutidos, otra de quesos, y una carne asada que prepara Ana con una receta que se ha adaptado de otras, y que recomienda a cualquiera que lea estas líneas si quiere saber lo que es conjugar sabores, lo dulce y lo salado. La escribe en este texto por si fuera de utilidad a los amantes del otoño, dejando claro que puede utilizarse para chuletas de cordero, donde la grasa que acompaña la carne, al deshacerse le confiere un toque aún más silvestre, o para asados de buey. La receta es sencilla:

Se hace una mezcla de dos cucharadas de vinagre, dos de aceite, dos de miel y dos de soja, y se bate. Se pone la carne a macerar dándole vueltas a la pieza para que empape bien y al cabo de una hora se introduce en el horno, en fuente de barro, echando por encima la mezcla líquida. Cada veinte minutos se da vuelta a la carne y se riega con el líquido al que se va uniendo su jugo. Pasado el tiempo, según hornos o costumbres, se saca y deja enfriar para el corte. Puede tomarse fría o caliente, según se prefiera, regada con la salsa que en cualquier caso deberá estar cuando menos tibia para deshacer cualquier resto de grasa.

La regará con vino de Toro, que es uno de los vinos olvidados de nuestra geografía, recio, con sabor y cuerpo, de entrada suave y color carmesí. De postre, bocaditos de limón que hacen en la Pastelería La Española de San Rafael. La historia de estos bocaditos, de la pastelería y de la afición del General Franco a los mismos, merece una explicación aparte que se hará mañana, vencida finalmente la apatía que hoy, por decisión y voluntad del Hombre del Prado, termina.

Por cierto que ha reaparecido el dios menor, confabulado con Goyerri en una extraña aventura que no es oportuno narrar ahora. Mañana con los bocaditos se dará cuenta de todo.

domingo, octubre 21, 2007

A todo hombre le cabe tener una conciencia viva, que por no estar dentro de él no termine por ser su cómplice, sino en aprobación si en silencio; una conciencia externa, una amistad combatiba, violenta, un hambre exagerada de dignidad oponiéndose al instinto. La conciencia interior no mira a los ojos sino que actúa directamente en el entendimiento, como una carcoma que no cesa de morder, de roer, en un punto indeterminado de la parte superior de la cabeza. Roe y roe creando entre las neuronas un sendero tortuoso, de minúsculo diametro, reconocible porque se siente a primer pensamiento. Se la puede inmovilizar, basta coger un libro u ocuparse en otro menester más exigente de esfuerzo: caminar, semillar, mover tierra, cambiar una bombilla. Hay mil y un remedios para acallar la conciencia interior: recordar una pasión que atenuada, fué a dormirse en el fondo de la memoria hasta quedar convertida en una estampa del imaginario personal; tomarse una cerveza bien fría bajo el sol o relajarse en una butava tratando de adormilarse y por lo tanto de adormilarla a ella; repetirse mil veces "que bien se está aquí" cuando esté aquí no es sino un lugar accidental.

La conciencia exterior, digamos que es la amistad, puede dejarse de lado cerrando las puertas de la casa a todos. Le viene a la cabeza aquel hermoso verso fraile: "¿quien eres tú que mi amistad procuras"? ¿NO hay en esas palabras tan bien puestas una clara y sencilla altivez. Aunque sea cosa de Dios en quien la altivez no es sino la incomodidad que muestra a quien le encuentra. ¿No hemos quedado que los dioses no se preocupan de lo humano?

viernes, octubre 19, 2007

De mentiras y verdades (1)

No es un nostálgico, nunca lo ha sido; melancólico si, en el sentido que se da a la palabra hoy en día, ligeramente triste, cayendo en una muelle depresión que debe ser pasajero; pero nostálgico. Nunca ha añorado nada del pasado y menos aún del ensoñador pasado inexistente, de aquello que se ha construido como un castillo en el aire. Probablemente tiene además la suerte de que vive en un país en el que el pasado fue peor a causa del marco general, y si el marco es feo la pintura queda desfavorecida.

Por otra parte, ¿de que podría tener nostalgia viviendo en el prado? Cuando, como hoy, sale un sol tan cálido y pleno que su luz lo llena todo con un alegre ímpetu, se impregna a si mismo de otra sensación de nostalgia: la del tiempo por venir. Habrán, como siempre, momentos mejores, pero ¿cómo reconocer los? La más propia sensación de plenitud de lo humano es el estar conscientemente en el momento en que se está sin dejar que el pensamiento vaya y venga: divagar es una pérdida de tiempo, un sinvivir, dicho en castizo.

La extensión del prado la cruza el hombre que mentía, mientras Goyerri desayuna junto al hombre del Prado en la cocina. Hoy desayunan solos, Ana no está. Goyerri, exquisito, toma porciones de tostada con una crema de queso ligeramente agrio, mojada en el café con leche; se planta junto a la silla y espera que de cada dos o tres bocados le llegue a él uno minúsculo: lo toma con la boca y lo mastica mirando al suelo. Si tarda en llegar el siguiente levanta la patita y con ella presiona la pierna de su amigo. "No hay más, se ha acabado", le dice este. Goyerri sale entonces al jardín y desaparece un rato mientras da vueltas por él y husmea.

La sombra del hombre que miente es una sombra de anécdota a contar en cenas entre amigos. Al Hombre del Prado nunca le fue simpático porque nunca le ha caído bien un tipo de gente que hace presunción de sus pequeñas bajezas tratando de mostrar a los demás que son ellos, los afortunados, los que hacen de su moral un sayo. Es cierto lo que dicen que "piensa el ladrón que todos son de su condición", pero a él le indigna sentirse pensado por una mente simple que considera que engañando al otro se siente feliz, y además lo explica públicamente.

Goyerri vuelve del jardín mientras el Hombre del Prado toma el sol junto a las puertas acristaladas del salón. Ana no está y su lugar frente a él, al otro lado del espacio, en ese pos desayuno matinal, es un vacío. Ha tenido que salir temprano para hacerse unos análisis y el espacio vacío es un hueco en el que, no estando en ella, aletean divagaciones. Cuando Goyerri vuelve del jardín, invariablemente, se pone dando el culito al Hombre del Prado para que este le masajee el lomo: el perrillo disfruta con ello y permanece así unos minutos mientras la mano frota vigorosamente su cuerpo; al cabo de un tiempo se dirige a Ana y se sitúa de la misma manera y es ella quien debe proceder al mismo ejercicio. Cuando considera que ha acabado con los dos, se va junto al hogar, sube de un salto ágil al sofá, se acurruca y se dispone a pasar allí una hora más o menos, hasta que le toque salir a su paseo diario.

La sombra del hombre que miente es solamente una sombra, que algunos llaman recuerdo. Le cuesta ver en él rasgos, que los tenía e incluso centrar las dimensiones de altura, peso. Ese tipo que miente se ha disipado en el aire y solo queda su acción, que recorre las carreteras que conducen de una real Barcelona y un hotel en la Gran Vía a la ciudad de Astorga, en la otra punta de la tierra.

Los ligeros ronquiditos de Goyerri ponen marco a la historia mínima que recuerda. El sol calienta leve y cariñosamente su piel y adorna en sus ojos el optimismo. El hombre que miente era un aventurero matrimonial. Recuerda que cuando la historia sucedió eran todos jóvenes, parejas jóvenes, con niños de poca edad y se reunían los finales de semana en excursiones al campo o en cenas en casas de uno de ellos. Eran la viva expresión de la vida en marcha. El Hombre que miente y su mujer eran una pareja bonita; a él no le recuerda bien, pero a ella si: era guapa, dulce, inteligente, moderna. "A las tontas, dijo alguien una vez, cuesta más engañarlas, porque solo piensan en protegerse. A las listas menos, porque cuando llegan a la conclusión de que no se las engaña, es para siempre" Quien dijo eso era el Hombre que Miente.

Era de esos tipos que están siempre coqueteando con una y con otra: si no lo intentas, decía, no pasa nunca. Y te aseguro que nunca se sabe. Las cosas de la vida tienen siempre una doble vertiente, aquella en que uno está y la otra, que es exactamente la contraria, aunque no se sepa cual es. Aquel hombre aventurero y conquistador, cuando tenía una aventura prometedora alquilaba una habitación en el Hotel Gran Vía de Barcelona y se iba allí un par de días con su amiga. ^¿Porqué al Hotel Gran Vía? le preguntó un día el del Prado. Estaba en Barcelona, ¿no te preocupa eso? No le preocupaba, era un tipo inteligente. El Hotel Gran Vía estaba en una zona céntrica y en una manzana de la Gran Vía prácticamente sin tiendas o comercios. Era improbable que su mujer, habitante de la Vía Augusta, mucho más hacia la montaña, cayera por allí.

¿Y que le dices para estar fuera dos días? Cabe tener en cuenta que en aquella época las comunicaciones por teléfono eran más complicadas que ahora en materia de tecnología y además eran fijas, de punto a punto. Si alguien te quería localizar tenía que hacerlo discando un número. El Hombre que Miente había pensado en ello. Realmente había pensado en dos cosas: las comunicaciones y en como disponer de un destino ilocalizable para sus aventuras. Era hombre que viajaba por trabajo, pero lo hacía a Madrid, Bilbao o Sevilla y esos destinos, le parecían a él de poca entidad para mentir.

Astorga fue la clave. No se sabe porqué, pero dio con el nombre, la ubicación y un cierto sentido provinciano que flotaba repentinamente al soltar el nombre. "Me voy a Astorga de nuevo, cielo" decía y repentinamente flotaba en la casa un ambiente aburrido, de notable poderío pueblerino. Pero, ¿que tienes tu en Astorga? Un cliente, un falso cliente, pero cliente al fin al que le dio figura, posición, presencia física, entidad y al que pobló de gente cuyas existencias iba relatando a menudo que se sucedían los viajes. El astorgano era un cliente que le obligaba a ir de vez en cuando a inventariar existencias siendo como era un distribuidor de zona muy importante. Él se alojaba en un hotel pequeño, cercano. Siempre llamaba a hora fija: es importante, decía, si la haces esperar quiere llamarte ella y te sorprende, así que tienes que dejarla segura de que solo le queda esperar a que llegue la hora de hablar, cada día.

Goyerri ha desaparecido de su lado y no lo ve en el jardín. Ahora está tratando de concretar los recuerdos con el objetivo de escribir estas líneas. El Hombre que Miente se instalaba en su hotel de la Gran Vía con su amiga y llamaba a su mujer a hora fija, cada noche. ¿Que haces? le preguntaba ella. Aburrirme, ¿que quieres que se haga en Astorga. He pensado en ir al cine, pero ya la hemos visto. Ella le compadecía, pensaba que dos días en Astorga, con sus noches, era un difícil castigo. A veces, en alguna cena, lo explicaba y lo miraba a él, con ojos tiernos, apoyaba la mano en su brazo: "pobre, decía, ¿lo imaginas? Si por lo menos fuera Madrid..."
El Hombre que Miente, que ha entrado en el salón y sigue siendo un tipo sin facciones, parece flotar por los rincones. En aquellos días de mediada juventud, consciente como era de la necesidad de que la historia de Astorga tuviera la entidad suficiente, empezó a aprender cosas de la ciudad: buscó guías, artículos y en una ocasión, esta vez solo, marchó a Astorga y la recorrió entera para conocerla: compró postales en el mostrador del hotelito en que se alojaba y volvió a Barcelona cargado de información astorgana. Cuando nos hablaba, del palacio del obispo o de la catedral, le preguntaba alguien siempre "pero, ¿es que tienes tiempo para pasear?" y ella, contestaba por él: si es que después de las siete tiene tiempo para todo.

Las mentiras, decía el, deben ser grandes, enormes, casi imposibles. Es más fácil creer un disparate, por improbable, que una mentira sencilla por repetida. Nadie falta al trabajo con veracidad si dice que tiene anginas, pero si asegura que se ha quedado encerrado en el baño y que no podía cerrar el grifo de la bañera y estaba solo en casa, y puebla la situación de una disparatada plenitud, será veraz, enteramente veraz. ¿Como alguien, va a inventarse eso?

El mundo paralelo que estaba creando en Astorga crecía: los hijos de los empleados cumplían años, hacían la comunión, moría algún padre de vez en cuando, se casaba algún hijo. Aprendió de los equipos de fútbol de la zona y de las manifestaciones culturales; despidieron a alguien y otros se jubilaron. El Hombre del Prado llegó a creer que aquel mentiroso se había inventado un mundo imposible que en realidad le gustaba más que el propio y real y a base de fabular había construido un escenario de una sustancia que no era el pretexto sino la evidencia. ¿Evidencia de qué? le preguntaba el Hombre que Miente. No lo sabía, pero estaba allí, creciendo, una Astorga doble, una ciudad repetida de otra ciudad, sacada de unas guías turísticas, y unas postales que llevaba a casa y dosificaba la entrega: te traigo postales cielo, en vez de enviarlas, para que las guardes con las fotos.

Los dos Hombres, prado y mentira, trabajaban juntos y eran buenos amigos. Al primero le molestaba tremendamente tener que mentir en público, seguirle a él en su mentira como cómplice; no podía hacer otra cosa, no había elegido él su papel en la obra y lo que más le inquietaba era no conocer el desenlace. Se lo dio ella, una noche de cena en casa, tomando copas, cuando la gente dispersa había formado pequeños grupos. Le llamó o hizo para sentarse junto e él, no lo recuerda bien, pero lo cierto es que quedaron encajados juntos en un sofá y ella le miró y pidió una promesa: quería que le dijera la verdad. ¿Quien puede no prometer eso? Iba a mentir, el Hombre del Prado iba a mentir y le turbaba tanto como la presencia de ella, sus ojos mirándole directamente, su mano sobre su antebrazo, el leve perfume que la envolvía... Yo sé, le dijo, que me engaña, que tiene a otras. Son muchos viajes, muchas salidas a deshoras, y cuando me dice que se va a Bilbao o a Madrid, o a Valencia, pienso que se va con otra. ¿Tu sabes algo de eso? No sabía, le dijo, no sabía nada de eso. Tenía que viajar por su trabajo, eso era cierto, y sabía que iba a ciudades a resolver problemas de clientes. Te lo pregunto a ti, le dijo ella, porque tu y tu mujer me parecéis honrados, sinceros, se os ve que os queréis, y yo no sé, si él me quiere o está con otra. ¿Sabes? le dijo, lo unico que se que es verdad es que va Astorga y me quedo tranquila cuando va allí. Pero a Madrid o a Bilbao, no sé, las mujeres notamos esas cosas.

Un mes después de esa conversación en la que no había tenido que mentir en absoluto, el Hombre del Prado se separó de su pareja, cogió un avión y salió de su ciudad. No volvió a ver nunca más al Hombre que Miente.

Goyerri sale del invernadero, que ha quedado abierto extrañamente. ¿Que hacías ahí? le pregunta al perrillo y este gruñe evasivo: Nada. No me gusta que entres ahí dentro, no quiero que revuelvas... y mientras habla percibe un movimiento en el fondo del jardín, un vago flotar de color blanco que desaparece tras el seto. Goyerri insiste: ¿que revuelva qué? El Hombre que miente ya no está en el jardín, pero el movimiento de color que acaba de ver era blanco y aquel vestía de oscuro. Se vuelve a Goyerri: ¿quien estaba en el invernadero? El perrillo se aleja sin contestar, como ofendido...

lunes, octubre 15, 2007

Sobre la patria y la bandera

El Hombre del Bosque no se mete en estas cosas porque ya se metió en tiempos, no tan lejanos, y no tiene ahora muy claro en donde ni para qué. Se debe esta falta de claridad a que creyendo que estaba colaborando a construir un edificio sólido, no de la materia con que construyen los sueños, sino soñado y construido con la fe de los hombres en un país mejor, llega a la conclusión de que el incierto presente, el teórico futuro y el incomprensible pasado, derivan en una sustitución de tiempos verbales y de voces estentóreas, y a él le queda la incomprensión. Por eso se vino al bosque.

Ahora, en el otoño, este bosque tan hermoso, se balancea entre aceptar su propia realidad o proyectar el sueño del aislamiento. Emboscarse es encerrarse en un espacio propio, privado, escondido, y dejar que pasen por el sendero inmediato todas las figuras de la comedia en la que uno ha rechazado al papel. Emboscarse es mirar desde el escondite, el paso de cada uno de los actores y construir la crítica a cada traje, vestido o ademán, con la emocionante independencia del que, aislado, no recibirá de nadie petición de cuentas, y a nadie las dará por estar camuflado. Como el espectador en las últimas filas del cine, puede ir al espectáculo a vivir una pasión amorosa, comer palomitas o dormitar con ligeros ronquidos. Esa es la misión de las últimas filas de la platea o de los pisos altos, camuflar a los que, conscientemente, van a otra cosa.

El bosque real es metáfora, eso ya se sabe. El bosque, los árboles, el cielo, las montañas, el pueblito, todo es metáfora de una realidad que está formada por el bosque, los árboles, el cielo, las montañas, el pueblito. Uno mismo es metáfora de sí mismo, y todo lo que el ojo puede ver y enviar al cerebro la imagen para que la piense: metáforas que llenan la vida, los días, tomando de la realidad otro sentido paralelo. Un amigo lejano le solía decir al Hombre del Bosque que las metáforas tenían que significar siempre cosas escondidas, porque si no más valía usar las expresiones cabales que describían a la realidad sin subterfugios. Nunca entendió la ocupación de poeta.

Cuando llegó al bosque tenía la impresión de que el mundo que lo encerraba, como una circunferencia llena de vacíos, era hostil a él y le aprehendía en su hostilidad convirtiéndolo a una paranoia de moda. Todo es hostil, pues me bajo, parodiaba aquella expresión del Mayo del 68. Y se bajó en la parada de bosque, convencido de sus buenas razones para, estando molesto, optar por la retirada. Todos estos, se decía, están tan lejos de la razón, de la historia, de la lógica... También es cierto que alguien le dijo en una ocasión que cuando alguien piensa que todo el mundo se le enfrenta, debería concluir que en realidad es él quien se enfrenta a todo el mundo.

El Hombre del Bosque sentía que sus dos tierras, sus dos lenguas, sus dos sentimientos, se engallaban dura y violentamente y cada vez, aquella construcción soñada en la que colaboraba de una manera u otra, perdía de vista el paisaje soñada, la tierra de promisión, el paraíso perdido, y lo que le ofrecía era una confrontación sentimental disfrazada de política. Nadie es culpable por tener sentimientos, salvo que ellos sean infernales; nadie puede ser criticado por sentir que las cosas debieran ser siempre de otra manera o que, de la noche a la mañana, los signos y los himnos fueran además de los mismos los otros. Claro que sintió irritación para los demás: para los políticos que preconizaban el cambio y para los que les seguían, transformándose repentinamente en alguien que nunca habían sido.

Pensó que al mundo suyo, lo hacían cambiar en cierta manera en contra suya; como si todos se hubieran puesto de acuerdo y repentinamente fue alguien sin palabra, sin voz, porque separado del coro, de los coros, cuando estaba en un sitio indignaba a los otros, y si para allá se acercaba sucedía lo contrario con los de aquí. Dificl decir que él sentía que toda esa transformación del mundo que le rodeaba llegaba a violentarle: si nunca había sido demasiado amante de patrias, ahora dos, como lo de taza de caldo, le parecía hartazgo. Quería un mundo sencillo y cayó de bruces en un aula de nuevo patriotismo.

Es cierto que el Hombre del Bosque maneja con cierta soltura una liberal dosis de inteligencia: liberal porque no siempre es la misma y además se acomoda al pensamiento más relajante. Por ello, tomó la decisión de emboscarse encerrado en su verdad: "no es bueno que todo cambie ni tan deprisa ni al mismo tiempo". Porque, porque ese cambio contaba con él y con su voiluntad de aprendizaje: para ser debía estudiar, aprender a escribir un idioma que hablaba pero no escribía (tampoco lo hace ahora), aprender historia, aprender de los sentimientos correctos y de las nostalgias adecuadas; era simplemente el nieto de unos emigrantes acunando por dos culturas cercanas, que amaba a su ciudad, a los pueblos cercanos, algunos caminos de montaña, unas cuantas playas y otras ciudadaes y paisajes más allá de la vista.

Esa fue la revelación: no era un paranoico,los demás no eran los malos, sino que simplemente, se negaba a cambiar su pensamiento, su sentimentalismo, su sensibilidad, por el simple hecho de que ya que ha muerto el abuelo podemos segregar la casa familiar y ocuparla por pisos. Él tenía por la casa familiar una dosis de nostalgia alimenticia, pero para él se dirá y es cierto, es razonable decirlo. En la casa familiar se encerraba en un cuarto para leer a un poeta de Arenys o bajaba a la planta para zambullirse en otro que nació en un patio sevillano.

Es verdad que los jóvenes se parecen a los tiempos en que viven, pero los que llegan a la sesentena se parecen a si mismos, desprendidos del tiempo que ya es demasiado largo para andar mudando las actitudes y los comportamientos. Cabía reflexionar que si alguna culpa había, en todo eso que le había llevado a emboscarse en la sierra, la tenía él y solamente él por negarse a mudar con los tiempos. No se aprende a insultar lo que se ha amado de la noche a la mañana, hace falta tiempo y preparación. No se aprende a aplaudir todo lo que viene, hace falta estar dispuesto a acudir a la representación. Si el gran invento griego de la tragedia fue el coro, que no era sino (así lo piensa) el mismo espectador dotado de voz común y sentimiento, él lo abandonó, caló el chapeo, requirió la espada, miró de soslayo, fuese y no hubo nada.

Emboscarse es aceptar que, en frase brillante de Simone Signoret, la nostalgia ya no es lo que era. Emboscarse es aceptar que vayan las cosas por los caminos que vayas, la única manera de apearse es mantener el sentimiento a flote, y encerrarse en el hortus clausus de la vida retirada. Por los años que quedan, se diría, ¿a que viene ahora tanta exigencia?

Estos días, en que patrias, lenguas y banderas, han ondeado de un lado a otro como espectros arrojadizos, se ha emboscado más que nunca. Le molesta el escándalo, los sabelotodo, los presuntuosos, los dioses tonantes, los maestros de la cordura, los enseñantes de la historia, y hasta los mensajeros de la razón. Ha decidido seguir en su bosque.El cree que un hombre llevando una bandera es siempre el preludio de una tragedia porque le parece, en cierta manera, un hombre ridículo. Y cuando un hombre grita "¡viva!" hay de inmediato un "muera" que es su negativo.

Alguna razón tiene Confucio cuando dice que un hombre no debe tratar de verse en el agua que corre, sino en la quietada y tranquila, porque solo lo que es tranquilo proporciona tranquilidad.

viernes, octubre 12, 2007

Bostezo: pero tu comnentario es un ejemplo de lo que digo, seguramente inconsciente. Y me explicaré tratando de que mi comentario, siendo crítico, te resulte amable. Lo contrario me molestaría mucho y de antemano pido excusas, por si llegara a suceder. Se de antemano que no soy quien para dar lecciones pero no se puede debatir sin oponerse al otro, y debe de ser con razones construídas.

Escribes:

Luis Rivera, estoy bastante de acuerdo contigo. No hay ni buenos ni malos y el rollo de la “memoria histórica” en cualquier otro país daría risa. El problema es que con la Transición, se aplicó la amnistía, con la cual se olvidaban los crímenes de guerra y los hechos objetivos de la historia. Esto fue así hasta el punto de que aún hoy mucha gente reivindica a Franco y la política falangista, lo cual sería inaudito en un país europeo...


Yo me estoy refiriendo concretamente a la manera de denominar una Ley y a los antecedentes que han llevado a ello. Utilizar un término acuñado en Francia y darle en prensa y en la clase política (el orden no viene al caso) una denominación que actúa como síntesis, pero que (según mi punto de vista mal recogida, por el simple hecho de que memoria e historia son radicalmente contraias: individual y subjetiva, la primera y colectiva y (dificilmente pero obligatoriamente, por definición) objetiva la segunda.

Naturalmente yo no entro en ello a valorar la razón, alcance y oportunidad de la Ley.

Sigues escribiendo:

La amnistía, por un lado, no pudo dormir las conciencias de tanta gente que ha sufrido las consecuencias de dichos actos acontecidos en, al menos, medio siglo. Por otra parte, a nivel jurídico, no se ha podido condenarlos, con lo cual la historia ha quedado “parada”, “ignorada”. Ahí se puede entender el concepto de memoria histórica, desde un prisma de “ignorancia” militante, de no querer saber.


Entras directamente en la parte polémica que tú deseas mostrar. Tienes todo el derecho, pero sin haber terminado de dirimir la conveniencia o no de la denominación, pasas directamente a dar una explicación que es "sectaria" del proceso vivido. Ahí ya conviene discrepar siempre que se acepte el territorio del debate. Y aceptado, la discrepancia estriba en el ehecho de que mezclas conciencias de tanta gente que ha sufrido las consecuencias de dichos actos con “ignorancia” militante, de no querer saber, que contiene en sí los elementos constructores de esa opinión que he llamado sectaria, ya que determinar a unos como conciencias de tanta gente frente a militancia ignorante, con el sentido peyorativo de este segundo concepto, establece una posición clara de quien lo menciona en un bando de los dos en que se divide el comentario.


Pasas luego a una exposicíón un poco de corrido a explicar las razones que dan una posición histórica perdedora, en el seno del debate, al bando que tu consideras perjudicado, terminando por situarte en la plataforma catalano/española que te es tan cara, cosa que en ningún momento considero reprobable y de la que en parte participo, como participo de la que es tu adversaria.

Ahora bien, sugiero ante todo la lectura del Proyecto de Ley, que será debatido en el Congreso y sufrirá modificaciones, que pienso pueden ser considerables.

http://www.mpr.es/NR/rdonlyres/3834DA97-8D86-4CD0-AE2E-7C8AA123725A/77934/ProyectodeLey.pdf

El texto del Proyecto es para mi asumible, si bien creo que en él deberían explicitarse mejor, y la palabra explicitar la uso en el sentido concreto del diccionario ( verbo transitivo Expresar una cosa con claridad). Por:

Esta Ley debiera concretar los períodos en los que el enfrentamiento civil se larvó, produjo, y las etapas de sus consecuencias posteriores. Desde mi punto de vista hay tres fases que produjeron víctimas:

1934 - Levantamiento sedicioso con asesinatos de clase en Asturias y posteriores fusilamientos sobre el terreno por parte de las tropas que lo reprimieron.

1936 - Alzamiento militar con su propia represión y consecuente actividad revolucionaria en la parte republicana que entrañaron confiscaciones patrimoniales

1939 - 1975 - Dictadura política

En los dos primeros es evidente que se produjeron hechos constitutivos de "memoria histórica" en ambos bandos en conflicto. Se bien lo discutioble que es establecer 1934 como integrado en este conjunto temporal, pero no fué sino el preludio de lo que vino a acontecer después, y como tal debiera ser tratado.

El tercer período está claro.

Sobre el primero tengo poca información e ignoro si la legalidad vigente en aquellos momentos, legalidad republicana, actúo ya en consecuencia, en cuyo caso lo retiraría con gusto de este comentario. Es decir: si los asesinatos de clase en Asturias, y los fusilamientos sin juicio previo fueron sancionnados, debiera dejarse ese tema al margen: si no fue así debiera mantenerse, siempre en mi opinión.

En la Exposición de Motivos de la Ley aparecen dos párrafos que llaman mi atención, no porque esté en contra de ellos, sino porque me resultan de dificl entendimiento, leídos en su conjunto:

Es la hora, así, de que la democracia española, y las generaciones vivas que hoy disfrutan de ella, honren y recuperen para siempre a todos los que directamente padecieron las injusticias y agravios producidos, por
unos u otros motivos políticos o ideológicos, en aquellos dolorosos períodos de nuestra historia. Desdeluego, a quienes perdieron la vida. Con ellos, a sus familias. También a quienes perdieron su libertad, al padecer prisión, trabajos forzosos o internamientos en campos de concentración dentro o fuera de nuestras
fronteras. También, en fin, a quienes perdieron la patria al ser empujados a un largo, desgarrador y, en tantos casos, irreversible, exilio.

La presente Ley parte de la consideración de que los diversos aspectos relacionados con la memoria personal y familiar, especialmente cuando se han visto afectados por conflictos de carácter público, forman parte del estatuto jurídico de la ciudadanía democrática, y como tales son abordados en el texto. Se reconoce, en este sentido, un derecho individual a la memoria personal y familiar de cada ciudadano, que
encuentra su primera manifestación en la Ley en el reconocimiento general que en la misma se proclama en su artículo 2.


Pareciéndome impecable el primero en su formulación, encuentro en el segundo que es consecuente con el anterior un término que, (no soy jurista ni nada que se le parezca) por no ser aclarado resulta extraño, y es el que está en negrita, el reconocimiento el derecho individual a la memoria personal y familiar de cada ciudadano. Como este párrafo termina remitiendo al Artículo 2, lo cito expresamente:

Artículo 2. Reconocimiento general.
1. Como expresión del derecho de todos los ciudadanos a la reparación de su memoria personal y familiar, se reconoce y declara el carácter injusto de las condenas, sanciones y cualquier forma de violencia personal producidas, por razones políticas o ideológicas, durante la Guerra Civil, cualquiera que fuera el bando o la zona en la que se encontraran quienes las padecieron, así como las sufridas por las mismas causas durante la dictadura que, a su término, se prolongó hasta 1975.
2. Las razones políticas o ideológicas a que se refiere el apartado anterior incluyen la pertenencia o colaboración con partidos políticos, sindicatos, organizaciones religiosas o militares, minorías étnicas, sociedades secretas, logias masónicas y grupos de resistencia, así como el ejercicio de conductas vinculadas con opciones culturales, lingüísticas o de orientación sexual
.

Tal y como lo leo la Ley entiende que la Memoria personal y familiar debe ser reparada, la pregunta es, ante o para quien: ¿Para ellos? ¿Para la sociedad que pueda recordar a sus familiares represaliados como delincentes? ¿Para quienes expropiaron sus propiedades?

¿Es que la memoria personal, al unirse en un todo denominado memoria histórica, va a cambiar las memorias personales de cada individuo en sentido diferente al que ahora tienen?

Esta Ley es una Ley de reparaciones que abarca, desde la búsqueda de cadáveres hasta la desaparición de símbolos pasando por reparaciones económicas.

Y fijémonos por último que al alambicado contenido de esos dos párrafos, sobre todo el segundo, se opone la denominación del Proyecto, que es

PROYECTO DE LEY POR LA QUE SE RECONOCEN Y AMPLIAN DERECHOS Y SE
ESTABLECEN MEDIDAS EN FAVOR DE QUIENES PADECIERON PERSECUCIÓN O
VIOLENCIA DURANTE LA GUERRA CIVIL Y LA DICTADURA


sin que "memoria histórica aparezca por ningún lado? ¿A qué pues complicar las cosas?

Resumo: La Ley era para mi necesaria. Creo que abarca a todos los participantes en la contienda. Borra los símbolos (salvo casos de interés público). Se refiere vexclusivamente a la memoria personal y en ningún caso se identifica con el concepto, para mi absurdo, de Memoria Histórica.

Espero no haberte aburrido.

jueves, octubre 11, 2007

La ciudad invisible - Madrid II

Hay algo intangible en Madrid que sin embargo a él, le salta a la vista. El mestizaje como una elipse que se cierra sobre si misma, gente sobre gente, emigración como las capas de la cebolla.

miércoles, octubre 10, 2007

La ciudad invisible . Madrid I

Anda Juan Pedro Quiñonero por Madrid y en su blog "Una temporada en el infierno" escribe ráfagas de palabras que endulzan el aire del lector. En la última, escribe una hermosísima metáfora la de las "ciudades invisibles" que es ciertamente real, como los Castillos en el Aire.

Desde que llego a Madrid y ella entró en él, habitándole, como lo había hecho antes Barcelona, y mostrándole juntas su enorme capacidad de convivencia, no ha hecho sino perseguir las sombras por las esquinas, ese constante "aquí tal" o aquí cual", que son los pilares de la sabiduría de esta ciudad, y que ahora con el, permiso de Quiñonero se apropia para derivarlo en su Madrid Invisible que empieza en la esquina de Mayor donde tres sicarios mataron a Escobedo y donde dicen con falsedad que el rey Felipe espió el aprisionamiento de la Éboli.

Solamente el extranjero puede, siguiendo el aire de una idea, el desatinado andar vagabundo, apreciar la hondura de la imaginación construyendo una ciudad invisible que es la suma de una ciudad real hecha a la medida de uno. Sol y lluvia y viento recrean las constantes sombras que se niegan a perderse en los olvidos. Vivir es habitar un lugar en el mundo, uno tal vez con más fiera dedicación que otros, con el apasionado descubrir lo que no se percibió en la infancia para instalarse en costumbre. En la propia ciudad cuesta despojarse del vestido de la ciudadanía, de ese "ser desde siempre" que confiere al nacido allí, al mismo tiempo, la posesión y el desconocimiento del descubrir desde el viaje desapasionado en lugar del viaje de nacer y vivir; descubrir pues en una piedra un hecho, en una fuente un acto, en un cruce una cita de quien escribió su desasosiego.

La ciudad se construye ensoñándola y haciendo de ella un escenario, que siendo siempre provisional, mudando decorado de continuo, permanece en pie como el texto de la obra. No importa realmente cuanto cambie, cuanto la piqueta acabe transformando y de más está maldecirla por su obra destructora, porque los tiempos corren sobre la sustancia material de las ciudades, pero nunca las despojan. Sucede así en Madrid, cuando corriendo por la Nacional VI en dirección al sur, el cielo de Madrid perfila rascacielos a un lado y al otro, en el oeste, la silueta del Palacio Real y de la nueva Catedral de la Almudena que se asoman a la Casa de Campo, mirándola desde su alto, reposando en la boscosa superficie de las copas de los árboles. No hay más bella entrada a Madrid que esa que baja del norte castellano, de los fríos de la sierra y del azul limpio, el más puro de los colores.

Penetrar en Madrid es abrirse a ella mientras ella se abre: se diría un acto de amor. Más acto de amor cuando llegando desde un etiquetado concepto político, el nombre de la ciudad se viene utilizando como símbolo sonoro de lo más opresivo, terrible, lo más sombrío que pueda suceder en todo el ámbito de la geografía. ¿Cómo no entrar de buenas a primeras en Madrid con resquemor, cuando durante años se ha venido asumiendo que esta es una ciudad antigua y atrasada, de gente que no trabaja y que sestea, de poderosos de uniforme, de despiadados verdugos, de cerril incultura? ¿Como no entrar desconfiado cuando se llega desde la cima del cielo, de la ciudad más hermosa, del país mas adelantado y culto de la piel del toro?

No hubo diálogo sino inmediato convencimiento acerca de la conveniencia de iniciar, con trámite de urgencia, una deconstrucción de lo dado y aceptado. Convenía entender como a tan acogedora ciudad se la maltrataba de manera tan feroz y como a sus habitantes se les hundía en un demoledor desprecio; demoledor por cuanto arrasaba con la verdad más evidente: una ciudad sin murallas, en medio de una meseta, abierta al campo de cereal, a los cuatro vientos (así se llamaba su primer aeródromo) y cubierta solamente por la inmensidad de su celaje, habitada de gente cordial ya fectuosa, no puede ser culpable, se decía, y en todo caso, culpable ¿de que? ¿Quien la acusa?. No era Madrid feroz, cuando la vio por vez primera, alojado con veinte años, en un hotelito barato de la calle San Bernardo por venir a la segunda boda de su padre, y al asomarse a la ventana de su habitación, le deslumbró una extensa pradera de teja, adaptada su superficie a los vientos dibujando curvas, hundimientos, que el tiempo había construido como arrugas en la vejez serena de cualquiera.

Tan fácil era encontrar a Baroja, enfundado en un abrigo amplio y encasquetada una boina en su cabeza de cazurro malhumorado, caminando por el retiro por las alamedas amplias que lo forman. O sentarse en Ciriaco ante un plato de revuelto de patatas a lo Camba y así, comiendo, evocar a un escritor brillante de los que ya no se leen; buscar con la mirada en el alto de la Castellana las sombras de los asistentes a la Residencia de Estudiantes que dispersos en las dos orillas del Atlántico no supieron parar la vida desastrosa que se les venía encima. En la calle del Gato están los espejos que deforman la vida formando el esperpento a los que aludió Valle Inclán, para explicar su visión triste de la España triste. En la puerta del Español la Xirgu y Borrás abandonaban el lugar después de la última función, sonando los aplausos. Desde Alcalá la perspectiva de la avenida que curva delicádamente el trazado para pasar por la puerta, por Cibeles y dirigirse a morir en Sol, plaza de pueblo enorme, suma de las plazas de pueblo hechas de humanidad ociosa, la perspectiva escribe pues, de la avenida se llena de la luz del atardecer, el sol por el oeste, la luz púrpura y roja por todos los tejados, derramada generosamente por las paredes de piedra; ahora lo que fue el banco Central es el Instituto Cervantes y ese es, como tantos otros, un buen cambio. Yendo o vininedo del trabajo pasaba muy cerca del chalecito de Wellingtonia donde se convertía en olvido Vicente Aleixandre.

El empaque, que existe y tiene Madrid, se esconde bajo una capa de humanidad que la usa como si se tratara de un oasis en medio del desierto y de repente una calle se llena de caravansers que son ahora pequeñas tabernas, restaurantes, locales de copas y gentío. Hasta que otro oasis ofrezca un frescor más sugerente. El conserje del edificio en que vivió unos meses charlaba con él a las tres de la madrugada para aliviar ambos la soledad de extraños, en la noche el primero, en la ciudad el segundo y la telefonista de la oficina en que trabajaba llamaba a todo el mundo "bonito": "dime bonito" les decía cubierta de pies a cabeza por una enorme sonrisa: Ángela se llamaba y vivía, cosa de la casualidad, en la Ciudad de los Ángeles. ¿Hace un cafelito? y convenía tomar la costumbre de saber que el cafelito es con leche y si no lo quiere así tiene que llamarlo por nombre y apellido: un café sólo.

Tantas manos escribieron lo que ha leído que sus nombres se esconden y corretean por las calles: aquí tal o aquí este otro devuelven la presencia y van construyendo una ciudad sin muros, invisible que dice Quiñonero, que va entrando a habitarle como una dependencia. De vez en cuando ha de bajar a ella, cruzar la puerta del Círculo de Bellas Artes, irse a ver galeristas por la zona de Serrano, callejear el Madrid de los Austrias, asomarse al Mercado de San Miguel (ahora en reconstrucción) y acariciar la pintura del Prado o mecerse en la vegetación del Botánico. A mano, muy a mano, la Cuesta de Moyano le ofrece comprar libros de lance junto al Ministerio de Agricultura, que es edificio bellísimo al que se puede acceder ahora de visita.

Desde la ventana de aquel hotel de la calle San Bernardo, ignoraba que acabaría enamorado por tanta seducción. Luego, al cabo del tiempo, debería reconocer que había sido esa ciudad y su proyección invisible creada día a día quienes le había enseñado el dificil arte de ser extranjero, única manera posible de ser amante.

sábado, octubre 06, 2007

Los caballos bajo la lluvía

La noche del miércoles al jueves llovió torrencialmente; cortinas de agua barrían el prado y la corta calle que lo atraviesa se convirtió en un río turbulento. A la luz de los rayos pudo ver desde la ventana del dormitorio las siluetas impávidas de los caballos, de pie sobre la hierba, inmóviles, con la cabeza gacha. Le cuesta comprender esa tenacidad paciente del equino al que parece que nada le afecte, sobre todo porque uno de esos que pacen en cercado, gris moteado, de unos seis o siete años, cada vez que le ve pasar por delante camino del bosque, se separa del resto y se acerca trotando a la cerca y llegando allí asoma la cabeza entre el alambre para que el Hombre del Prado le acaricie la frente. Es verdad que a veces, no siempre, que lo olvida, le lleva pan duro. Ese caballo gris non es un desconocido pues, y como ignora su nombre le llama "Mi amigo el caballo" que es a la voz a la que el viene al trote.

La lluvia siguió durante la mañana. Mientras se duchaba oyó una llamada en el teléfono que sonó hasta cortarse y luego la olvidó. Desayuno y sacó a Goyerri a dar una vuelta. Hay gestos en todo, no solamente en las personas, gestos en el paisaje, en la calle, en el bosque, gestos de cuanto rodea al hombre que dicen todo cuanto un gesto puede decir que es anunciar una realidad que se nos viene encima. Delante de la puerta de la casa de Jerónimo estaban aparcados una docena de coches o algunos más. Supo pues de la muerte del anciano y volvió con Goyerri sobre sus pasos para dejarlo en su casa. Caló de nuevo el gorro impermeable y el anorak y emprendió el camino de la casa del anciano al tiempo que, recordando la llamada de teléfoino miraba en la memoria de aquel: le había llamado el hijo de aquel.

Jerónimo, el anciano que hace cosa de dos o tres semanas le dijera cuando le pregunto "¿que tal estamos, Jerónimo?", "aquí andamos, muriéndome" ha cumplido su palabra de hombre cabal y en esa noche de tormenta, mientras caían chuzos de punta, mientras dormía plácidamente, dejó de respirar. Como dice Lucrecio en La Naturaleza, y cita no elverso sino el sentido: el alma empieza a abandonar el cuerpo desde las extremidades hacia el centro, de aquí que aquellas se enfríen antes y sale por la nariz con el suspiro, y se apaga el espíritu, quedando solamente lo que es sustancia, ya sin vida. Así debía haber sido, así es siempre.

Le conmovió la muerte de Jerónimo, seguramente porque le había conmovido la vida que llevaba, de resistente frente al paso del tiempo, o bajo él, acunado por él. Este hombre de casi noventa años caminaba siempre apoyado en su garrota de nudos, con la gorra calada sobre los ojos, entornados como rajitas dentro de las que destellaba un pálido azul de su mirada. Todo hombre acaba siendo dueño de su silueta que es un resumen de si mismo, una especie de firma que proyecta a los demás y les interpela. Con los años la silueta de uno es más uno, como si en ella se depositaran los sedimentos de la vida que salen al exterior, por los poros de la piel. Silueta de uno es escultura de uno, trabajo del esfuerzo de vivir, obra de arte que lleva la firma de los días vividos. Caminaba esa silueta que era el resumen de Jerónimo, ligeramente encorvado, menudo, casi flotante, temblando por el Parkinson, calle arriba para darse una vuelta por la casa del hijo por si hubiera algo.

A la antigua, el cuerpo se veló en la casa y en una salita a la izquierda de la entrada, según se cruza una salita que da a la entrada por el jardín, entre dos filas de sillas, estaba la caja de madera, barnizada en cerezo, con un cristal ventana en la parte superior bajo la que el anciano parecía dormir envuelto en el sudario blanco de tejido especial que da a todo cadáver de la modernidad aspecto de cartujo. Gente del pueblo, diseminados por las habitaciones, en cháchara informal, poniéndose al día de sus vidas, tenemos que vernos, ¿que ha sido de tal o de cual?, pues ya ha tenido un niño, ¿que me dices? que pronto pasa el tiempo... Absurdo sería en estas ocasiones hablar solamente del muerto. Las cosas de velar adquieren una simpleza tremenda, se trata de estar un rato, saludar a los conocidos, dar condolencias y salir de allí para volver a casa. Como seguía lloviendo la luz que entraba por las ventanas era limpia, sin el brillo del sol ni la lechosidad de la niebla: luz limpia, pura luz, sin maquillaje alguno, modelando volúmenes en grises y verdes del jardín al otro lado de los cristales. Pensó que era una luz real, una luz del tiempo en que la veía como lo que era, diafanidad de las cosas, contornos y límites de las cosas, sus propios brillos, la cariciosa madera envejecida, el suelo de baldosa deslucida, el color de las paredes en un blanco roto; con el tiempo la luz se convertiría para el Hombre del Prado en un arte transformador sobre las cosas que las enfatiza, pero no aquella en aquella casita limpia como una tacita de plata, según decían antes; aquella luz de la mañana le devolvió a las cosas la patina original de la sencillez y entrando allí entraba en casa del abuelo en San Andrés: el mismo pasillo, las mismas puertas, las alcobas pequeñas, las ventanas abiertas al jardín, los verdes umbríos bajo la lluvia. El eterno retorno sucedía mientras con la gorra mojada entre las manos buscaba a los hijos y a Antonia para decirles algo.

En la cocina tomaban café y en el salón alguien fumaba. En la cabecera del ataúd, sentada en una silla, menuda y afligida, esperaba Antonia con resignación a que algo pasara. El Hombre del Prado se acercó a ella y le dio un abrazo, intentó que no se levantara pero fué inútil y la mujer diminuta, de cara de rosa enrojecida, con los ojillos abiertos, azules también, y pensó que sería la edad que los vuelve un poco acuosos, le decía cuanto les quería Jerónimo a ellos dos, a Ana y a él. Lo repetía y luego se quedaba callada, mirándole a él, a los ojos, con carita de lágrima, pero sin ella, fruncidos los labios, iluminada por su diminuto ser encerrado en si misma. Fue de improviso entonces, cuando ella dijo "cincuenta y tres años juntos, Luis, cincuenta y tres años... ¿Y que haré yo ahora?" Estaba de más decirle que los hijos la cuidarían, que todo cuanto le hiciera falta y ellos pudieran porque ella no hablaba de eso. Al Hombre del Prado no se le dan bien las fórmulas corteses de la muerte, así que permaneció en silencio. Ella repitió, "cincuenta y tres años juntos, ¿se da cuenta Luis? Él se daba cuenta.

Al anochecer, paseando con Goyerri pasaron Ana y él por delante de la casa, ya vacía. Presencia inanimada, sin gesto alguno, la tapia blanca con la puerta verde de traza serrana permanecía como una referencia. Hoy, le dijo a Ana, Antonia estará sola por vez primera en cincuenta y tres años, fíjate... Y Ana le contestó, estaba pensando eso, justamente. Después, al pasar junto al prado de los caballos, el gris moteado trotó hacia él y sintió profundamente no haberse acordado de coger una bolsa de El Corte Inglés en que guarda trozos de pan duro.

viernes, octubre 05, 2007

Escribe Lola en un comentario una frase que le llama la atención y le obliga, realmente le obliga, a meditar sobre ella. Escribe "imagino tu bosque como un bosque encantado" Puede que sea cierto, que alguien lo pueda imaginar así y el hombre del Prado se siente halagado mientras rechaza la expresión. Pero durante todo el día de ayer llovió torrencialmente y un color gris preñado de brillos se extendió por el prado, un color gris hecho de infinitos colores grises. En lo alto de las montañas se eternizaban nubes bajas que penetraban entre los huecos del pinar creando volúmenes. Casi nadie en las tres calles que cruzan el prado. ¿Se puede ver con los ojos de otro, en este caso de otra?


Un hehcho concreto

lunes, octubre 01, 2007

Desde el invernadero

Desde el interior del invernadero puede ver a través de los cristales, todas ellas son de cristal y eso le da el aspecto de una jaula de tal material, como cae una fina llovizna y las cimas que le rodean se cubren de espesas masas grises de nubes bajas, que corren de oeste a este. Es otoño, se dice, ya está aquí y de nuevo el calendario marca un hito, cruza una señal, determina una vez más el paso del tiempo. En su mente, como en los calendarios agrícolas, que desde el principio de la cultura agrícola el hombre estableció como norma, señal del tiempo, garantía de futuro, enciclopedia del saber necesario, se muestran las tareas que tiene que hacer para prepararse a las nieves que están por llegar.

La pradera de césped, los árboles que todavía no han perdido la hoja pero empiezan a desteñirse de su olor de estío, los arbustos que han perdido la flor y han sido recortados para fortalecer las yemas cuando apunten y las flores, en matas todavía habitadas de sus colores y agracia arquitectónica, esa geometría en la que la naturaleza muestra el patrón humano que describe todo; los caminos de grava están húmedos y el tono rosado de las piedrecillas adquiere un brillo tímido pero presente. Abandonado por dejado atrás el tiempo de la exaltación, el desmayo otoñal del jardín y del campo penetra por los poros de la mirada y facilita un cierto sosiego, algo dulce y sereno que le hace mirar hacia fuera con cariño y sonrisa complacida.

Hay un tiempo para todo, para el amor y el desamor, la exaltación y el sosiego, la ira y la ternura, el silencio y el grito. Codicioso como es de aquello que impele dentro de sí la felicidad, como una fuerza serena que le invita al reposo, se dedica a preparar esquejes en una función repetitiva que suele ser llenar de turba una maceta, recortar el extremo de una rama, recortar las hojas, cubrir el corte de hormonas de enraizamiento y depositar el tallo bien erguido en la maceta y esta en una bandeja manteniendo todo húmedo y a temperatura adecuada.

Los gestos repetidos se le van antojando como movimientos inscritos en una danza que a fuerza de repetirse va adquiriendo ritmo y compostura. Ayer noche, en medio de un castillo de fuegos artificiales espectacular, acabaron las fiestas. Piensa y sonríe que en esta noche de final de fiesta, bailando hasta la madrugada junto a la enorme hoguera pagana hecha de troncos enteros talados del bosque, de una altura de dos metros, elevándose las llamas a lo alto de la noche, llamas que se abren camino a la oscuridad que por su empuje se retira, el rito del verano se repite y se consuma una comunión con la naturaleza que se repite desde los tiempos de Dióniso. No suenan las flautas sino los altavoces, pero fuego y oscuridad son la misma cosa y cuerpos también. está seguro de que esta noche, durante y al final, bucarán los cuerpos el placer con el ímpetu de la fiesta báquica. ¿En que cima, en que monte, se pregunta, estamos ahora? Mirando hacia el norte ve que se levanta, débil, la columna de humo de los rescoldos últimos de la fiesta, que aspira a disolverse en una altura incierta. Cuando a las seis y media de la mañana ha dejado de sonar la música, se ha levantado para mirar por la ventana y el resplandor rojizo de la hoguera todavía alumbra un final.

Mientras procede a la ceremonia del esquejado siente un fulgor pagano, un impulso que le invita a creer en la existencia de hombre y naturaleza, un ser solitario mirando alrededor al todo en que habita y comprendiendo que siendo el dueño de cuanto ve lo es también de la soledad y del desvarío. Un día, se dice, los hombres perdieron un paganismo vital que dejaba a la voluntad de los dioses dispersa en sus propios asuntos y a los asuntos de los hombres en las manos de la naturaleza. Oh, gran casa del bosque, se dice, que lejos de aquí los asuntos humanos que sin embargo son tan nuestros y tan necesarios, pero ¿que asuntos? ¿Y cual es su necesidad? El diosecillo que un día inventó se ha perdido en las brumas de lo moderno y él querría remontarse a los tiempos primigenios del bosque y los pastores, a las edades de la leche y la miel.

Desestimada la patria, palabra que le parece obscena por lo que tiene de propietaria y absorbente, le queda un rastro de lenguaje; desestimada la juventud por haberla dejado atrás le queda cierta serenidad escéptica; desestimado el quehacer político le queda una mirada ética (o eso cree) sobre una moral que no siempre comparte. La patria era una calle recorrida, piensa, el recoveco que lleva a una plazuela de San Felipe Neri en el barrio Gótico de Barcelona, donde manaba una fuente de piedra y vivía el silencio. La patria se reduce a esto, a escoger un lugar como todos los lugares del mundo y de la vida, y recogerse allí para volver a casa. Acunando en esta memoria que suena y huele, encerrado entre los cristales de un invernadero, sabe que lo importante es hacer bien las funciones del calendario de agricultura que lleva aprendido y las funciones del vivir que no tiene todavía bien aprendidas, pero que se pueden resumir, de alguna manera en: mirar, escuchar, guardar el silencio, dormitar un poco y acabar los esquejes mientras el jardín se abandona hacia el invierno. Apátrida pues, habitante de lengua y de palabras; cerrando años cuando acaba la fiesta y el fuego se apaga; siendo como pretende el menos político de los hombres, defiende su derecho a la memoria y a la vida: esta tarde, después de comer, cogerá un libro ya leído y volverá a enfrascarse en su texto.