viernes, agosto 29, 2008

La música de una Noche de Verano

Subir hasta el Alcazar de Segovia a las diez de la noche, ligera brisa suave y cálida, caricia en el rostro y rastro de perfume en las callejas, recoletos jardines, lejos ya de lo que es el turismo, donde se vive cada día y noche y el paso de un coche obliga a meterse en un portal de macetas, frescor de verde ordenado sobre baldosas, dameros en penumbra, el sonido de los propios pasos y la compañía de una conversación que ni es, palabras sueltas que llegan, subiendo hasta el Alcázar, lenta procesión de conversos al encuentro de la música.

Iba el Hombre del Prado al encuentro de un concierto, preparados para lo sinfónico, en una noche conocida, repetida, de encuentros al aire libre, cultura de verano, después de una cena satisfactoria en el fresco jardín de unos amigos, un tanto -no podía negarlo- hastiado de ese estar y saber estar, amabilidad extrema, susurrar del momento y del tiempo, con la digna informalidad de quien se sabe vestido y acicalado para una ocasión, con la sensación de haber vivido el momentok, otros muchos momentos todos uno solo, recogido del archivo que los colecciona. Se puede asegurar que todos los tiempos de uno tienden a agruparse en series y pueden ser clasificados: como diría Charlie Parker en el cuento de Cortazar, esto ya lo toqué ayer y cabe, si, ser muy distraído para no darse cuenta de que la vida que se pierde es la que se repite sin más.

El Alcazar de Segovia tiene una arquitectura de chocolate, o el chocolate tiende a la arquitectura del Alcazar, que parece que tiene rebordes de crema y nata, y final virutas de huevo trazando en los muros una red sutil y airosa -¿cómo se puede ser sutil sin ser al mismo tiempo airosa?- mientras los focos, de descomunal potencia, iluminan la proa afilada que parece alzarse sobre una ola de piedra, pero movimiento que resume todo el movimiento dinámico del universo al quedarse detenido en esa cresta, con los dos muros formando un ángulo de agudeza imposible que engañan a la vista y al sentimiento, pues tanto aire grácil no hacen sino levantar unas murallas del mundo, unas más, que son para encerrar a quienes desde dentro no quieren ver las afueras: callejas que ascienden culebreando desde la plaza donde la Catedral abruma con su monumentalidad, el techo más alto, la nave más amplia, y sin embargo por arte la empatía de la piedra, tanta ligereza tiene esa Catedral que mira hacia arriba al Alcázar, como ese Alcázar que se diría que la protege a ella, allí abajo.

Pero el Hombre del Prado no se sentía sinfónico esa noche. Pensaba en Praga, en su Castillo al que Kafka convirtió en siniestra oscuridad, dédalo de tinieblas, y en la Catedral allí en lo alto, donde la piedra se protege de lo que queda abajo, la riqueza y la fe intramuros, la vida afuera, abajo, encontrando los caminos de la herejía en el llano terreno del mundo, derribando murallas. La subida al Castillo de Praga es solitaria, por una rampa que abandona la ciudad y permite ascender, como a los cielos, en solitaria procesión de uno consigo mismo, cual si esa ascensión no fuera sino un previo examen de conciencia y la bajada un acto de contrición. En Segovia sucede al revés, que la subida es entre las casas y estas se detienen formando círculos que acogen a las piedras monumentales y estas se asoman al despeñadero.

Hay que sentarse entre los muros de piedra granítica que enmarcan ventanas de contorno primoroso: ¡ah, este gótico que se diría pícaro y sonriente!. Es la hora de la sinfonía y la mano de Ana se acoge entre las del Hombre del Prado, un tímido terciopelo mientras en el escenario unos muchachos vestidos de negro, cada cual a su manera, toman asiento con sus instrumentos y afinan, concertino que da la nota, ese susurro de notas que van y vienen entre toses. El programa de mano ofrecía música árabe y judía y alguna pieza clásica, Chopin para que el piano negro al fondo a la derecha de la tarima tuviera razón de ser. Y un breve Wisam Gibran -¿quien es?- de gesto nervioso, sumido en su propia esencia de hombre que empuña una batuta y la mueve en el aire, ya está, ya ha empezado el concierto y algo se desordena en el orden esperado: los músicos son jóvenes, guapos, chicas, chicos, de cabellos rizados o cortados al cepillo, con gafas de concha, de cristal sin montura, con flequillos sobre la frente, una falda que abraza un violonchelo y una camisa negra de cuello abierto que soporta el violín... No es la orquesta que se esperaba, piensa el hombre del Prado, y el sonido tampoco, que es casi etéreo, inconsistente, fuera de la norma que uno espera y para la que se ha adornado de seriedad. ¿Que seriedad puede haber si esos muchachos que tocan una música desconocida ríen al tocar? Se miran entre sí y sonrien, tiene su encanto esa risa de niños mayores, esos mohines de complicidad, ese aparente desorden del pasar la hoja de la partitura y dejar de tocar sin que se note, que quedan dos chelos haciendo el sonido que correspnde y un guiño de ojo de él a ella. El Hombre del Prado sintió que el ánimo se llenaba de gozo, tal era la ligereza de la audición, cuando en medio del Preludio Op. 28 de Chopin un saxo soprano se lanzaba a una improvisación de jazz mientras la cuerda le hacía un fondo por debajo, un sonido sordo que iba y venía y a ellos se les veía gozar, ¿es que los músicos no gozan cuando tocan sus instrumentos en las noches de concierto? En una lunga de origen egipcio la música bailaba con los cuerpos de los músicos y estos con el público que a estas alturas había dejado de ser algo serio y contenido y movía la cabeza, los pies, los dedos, en inimaginables direcciones sin partitura. Era el camino del cielo y ... ¿Es que solamente se llega al cielo ocultando la sonrisa?

Pensaba el Hombre del Prado al abandonar Segovia en las caras sonrientes del público que abandonaba el patio de armas y que en lugar de ser digno juez de un concierto se sentía magníficamente llevado por toda aquella irrespetuosa alegría de la Orquesta que ha formado Barenboin.

jueves, agosto 28, 2008

Nostalgias de verano

¿Es la nostalgia constatar la diferencia que hay entre el hoy y el ayer? El Hombre del Prado se lo pregunta ahora, cuando acabando este verano raro, sale a un jardín que no ha llegado a ser lo que debía, maltratado por un tiempo inconstante en el que las temperaturas han agotado la paciencia de lo plantado, que al cabo de todo se han abandonado a la pereza. Ni el huerto ha mostrado una voluntad de ser en plenitud, ni las flores su deseo de parecer más bellas. Una atonía morosa e intranscendente ha hecho olvidar el ser de aquello que debía. Se trata, antes que de una ruina del deseo insatisfecho, de un abandono en la decadencia como si la carrera a través del estío hacia el otoño estuviera ganada de antemano y todo tendiera a expirar antes que a mostrarse esplendoroso. Solamente lo pétreo y su arbolado, formando el circo inamovible del paisaje, permanecen bajo un sol débil.

El extraño verano que llega a su fin, rendido de antemano, ha pasado por Ibiza, donde Ana y el Hombre del Prado, han estado invitados en casa de unos amigos. La vida, según se cree, guarda recuerdos de sitios y lugares. Fue Henry Miller quien escribió algo así como que la retina guarda todo lo maravillosos que se vio, tal vez llevado por la nostalgia. Simone Signoret estableció un día una máxima de profunda veracidad: la nostalgia ya no es lo que era, dijo. Tiene uno la impresión de que las frases más relevantes y certeras son siempre de los otros, y le queda al oyente el contento de alimentarse de ellas, incapaz de esa contundencia. También puede ser que al no acceder el que escribe a los medios de comunicación, se pierda la oportunidad de la celebridad.

Ibiza, como la nostalgia, ya no es lo que era. No para quien estuvo allí y la recuerda con su encarnadura de hace cuarenta años, cuando pasó por allí camino de Formentera, isla entonces abandonada a su existencia mediterránea, en la que habitó cuarenta días. Roberto Rivera, buen amigo, decía ayer (el día de antes a este en que se escribe) que da cierto vértigo referirse a hechos que sucedieron hace más de esos años que se apilan en los huesos y en el cerebro. Tiene el Hombre del Prado, ahora que ha vuelto al jardín que tampoco es lo que era, la sensación de que este es un diálogo para supervivientes, pues aquellos que ahora en barcos cargados de veraneantes llegan a las islas, encuentran un paisaje que sí es lo que es, y así permanecerá en su memoria para el futuro y se convertirán en aquel verano del 2008 en Ibiza. El doctor Acedo, que operó a Ana hace algo más de dos años, les decía hace menos de una semana, que la única manera de ir a Ibiza, en estos tiempos, es con un barco propio para alojarse en el centro de una cala rodeado de un paisaje para acariciar con la vista, en el que la playa repleta de seres llegados de la manera más turística que cabe, permanecen ajenos: una masa anónima en la distancia, anónima en lo que quiere decir ese vocablo, desconocida e impropia para la naturaleza de uno mismo.

Un concejal del municipio de Santa Eularia, les decía una noche, después de la cena, con las copas, en su propio restaurante, que el futuro de la isla estaba en esa masificación gregaria que provocaban las luces del ayer. ¿Quien piensa ahora en otra Ibiza? Ana, que hace treinta años visitaba la isla con regularidad estival, no ha querido abrir los ojos a un San Antonio muy diferente a este de ahora en que el turismo inglés abarrota las calles equipado con litronas y botellas de tónica cargadas de ginebra. En la Vila, a los pies del Castillo, se produce cada noche uno de esos hechos mágicos que narran los cuentos infantiles: el público que abarrota tiendas y terrazas antes de las doce de la noche, después de esa hora se transforma en otro público que lleva en si el estilo guapo de la moda de ayer. Bromeando, decía el hombre del Prado que era el cambio de turno: los seguidores de los fantasmas solo aparecen después de la medianoche.

La nostalgia de cada uno dibuja el ayer con rasgos imprecisos que carga de tinta la emoción. La realidad se transforma en un hecho sentimental y la hilera de transbordadores que puede cargar cada uno setecientas personas, para salir con regularidad de hora en hora, hacia Formentera, donde pasarán el día comiendo en merenderos impensables. Cuando el Hombre del Prado llegó a la isla, solamente dos barcas hacía: La Joven Dolores, un bou de pesca en el que se viajaba en cubierta, no más de quince personas, y la Tanit, un pequeño transbordador con treinta plazas. En aquella isla del ayer la gasolinera cerraba los jueves porque agotaba el combustible y los coches que lo necesitaban procuraban aparcar cerca de ella, dejándolos durante unos días hasta que alguien decía que la gasolina había llegado al fin. ¿Que es lo mejor? Los tiempos son los que son y conviene parecerse a ellos para no quedar descolocado en la auténtica vejez, que es no reconocer el mundo que le rodea a uno.

El Hombre del Prado, al volver a su bosque, ha encontrado que el jardín se ha quedado a medias, y que incluso este paisaje se ha ido transformando. Cuando hace poco más de cinco años construyó su casa, solamente había dos más y ahora son treinta las edificaciones de piedra de estilo pirenaico que cumplen funciones de segunda vivienda para fines de semana. Conviene acomodarse, piensa, si se quiere con resignación; siempre con ironía.