miércoles, mayo 31, 2006

La permanencia oscura - 1

El futuro no existe, es una irrealidad. El pasado tampoco existe. Fué presente durante el tiempo en que estuvo, en que duró el presente. En lugar de ser una irrealidad, podríamos decir que es memoria. A fin de cuentas los hechos que tuvieron su tiempo, fueron y estuvimos en ellos; o estuvieron otros y nos lo han contado. Diga lo que diga quien quiera, el futuro no existe y no existirá. Llegarán acontecimientos en presente, en nuestro presente y tendremos que vivirlos. Al que dice que le asusta el futuro habría que decirle que lo que le asusta es un presente que está por llegar. El tiempo, en sentido de eternidad, tampoco existe. Existe nuestro tiempo, la duración de nuestra vida, de las categorias, de las cosas. Cuando alguien dice que quisiera vivir eternamente habría que preguntarle: ¿en que tiempo? La historia se ha escrito casi siempre con los ojos puestos en una eternidad inexistente: la divina, que además de eternidad es infinitud y la del poder. Las dos son vanidosas y prepotentes, la divina tiene una osadía por demás sorprendente: es increada. Recomiendo leer sobre el Islam para ver hasta que extremos este concepto de increación genera problemas de modernidad. También en las otras dos religiones del Libro, pero la modernidad ya está aquí, así que habrá que conformarse; la religión calla o se inventa "la evolución inteligente" que es el círculo cuadrado hecho chapuza. La soberbia del poder se traduce en anhelos de perduración: la guardia personal de Darío la componían 4.000 jinetes a la que se llamaba "Los Inmortales". Vestidos igual y vistos en la distancia, eran todos el mismo y cuando moría alguno la reposición confería al conjunto siempre el mismo aspecto. Superchería del poderoso, superstición del humilde; ambas bebiendo de la misma mentira. A los hombres de la guardia de Al Hakem, uno de los Omeyas, se les llamaba Los Mudos; no sabían hablar la lengua de los cordobeses y no les hablaban; se conformaban con aterrorizarles. Esto era psicología casera al margen de inmortalidades fastuosas. La soberbia del poder es el Reich de los Mil Años o el Celeste Imperio o la Sublime Puerta o La unidad de destino en lo Universal. El hombre, vanidoso, se atreve a definir lo eterno sin entender lo absurdo del significado. Ciro, a punto de invadir Grecia, para atravesar el estrecho, construyó un puente de barcos y el mar, con una simple tempestad, lo destrozó; el emperador castigó al Mediterráneo azotándolo; sentado en un trono contempló el castigo ante un millón de hombres, que resignadamente, tuvieron que esperar a una bonanza mejor para cruzar. Cuando uno de nosotros dice "te amaré toda la vida" es algo más modesto, ciertamente porque no promete una eternidad sino una larga duración, que es la personal. Aún así exagera y mejor sería que dijera "te querré toda la vida" si las cosas no se estropean, porque se tiene la tendencia a unir amor con pasión y esa unión es de dudosa duración eterna. Amor y cariño si forman, o deberían aunque solemos estropearlo con demandas impropias, un continúo en las vidas de aquellos que ambicionan envejecer juntos.
Tiempo y muerte forman los dos vectores de la tragedia convertida en folletín. La muerte podría ser tomada también como una irrealidad si consideramos que es el fin natural de la vida. El problema no está en que la muerte nos sorprenda cualquier día y eso constituya la excusa para bajar los brazos; el problema está en no tener proyecto, de uno mismo en su continuidad, de uno mismo en su construcción de la persona que es hasta que la vida dure todo lo que tiene que durar y llegue a su fin de manera natural. Aquí no hay metafísicas, como casi en ninguna cosa, y no lo siento porque soy poco dado a ellas. Prefiero las hermosas físicas en que habitamos que componen el paisaje, el entorno y otras buenas químicas que componen las relaciones entre nosotros. Insisto en el proyecto: si no se tiene los días serán largos.
Hoy, los filósofos van de la mano de los físicos porque ya sabemos que no sabemos un montón de cosas, con nombres y apellidos y categorización, pero tenemos hipótesis acerca de ello y nuestra ignorancia es menor. No tenemos dogmas de fe ni irrealidades etéreas. Para los romanos el alma moría con el cuerpo, para nosotros el alma es una irrealidad poética: tenemos conciencia, inteligencia y percepción y un endiablado sistema multifuncional de neuronas aplicadas a diversas funciones, programadas en diversos subsistemas de los que se empieza a suponer que ninguno de ellos ostenta el liderazgo. Somos una máquina de vida y de su propia conservación; la persona no es sino la reunión de experiencias, la compilación de memoria, el ejercicio experimental de tomar decisiones. El ciclo que nos explican en Atapuerca es sencillo, experimentar, socializar el conocimiento, aprender, aplicar y progresar. Desde la primera herramienta ajena ajena a nuestros dedos, sorpresivamente encarados todos ellos con los pulgares. Desnudos nos podemos reir de nosotros mismos, pero estamos obligados a amarnos porque somos lo único que tenemos. No somos el fundamento del universo, nuestra vida en la tierra se reduce a pocos años comparada con las de las bacterías. En caso de catástrofe (nuclear o no), de nosotros no sobreviviría el menor rastro: las bacterías permanecerían, mutarían a otro organismo dada su simplicidad. Ellas son las reinas de la supervivencia y nosotros no somos sino esclavos del equilibrio medio ambiental. Nuestra cultura es simplemente nuestra, nadie la comparte. Lo bello, lo sublime, lo excepcional, el éxtasis, todos los conceptos enaltecedores tienen solamente valor para nosotros. Lo bello, si no existieramos nosotros estaría condenado a lo que Sartre llama "la permanencia oscura".

martes, mayo 30, 2006

El perro de Nápoles


El perro de Nápoles llegó el día de mi cumpleaños, un 5 de enero, al anochecer, en la VíaToledo: no fué un regalo: el y yo nos encontramos callejeando.
Celebrar mi cumpleaños en Roma y hacer viajes a lugares cercanos durante nuestra estancia se convirtió durante un tiempo en una liturgia. No hablábamos de ir a otra ciudad sino a Roma. No veíamos alrededores que no fueran los romanos y las horas de callejear cuentan entre las más hermosas y recordadas de las que hemos viajado. La atmósfera italiana es, para mi, fuente vital. Amo el idioma, el paisaje, la historia, el arte y la vida real de cada día. Si pudiera escojer me haría romano, con un velo de trascendencia que vendría tejido desde la última república y remedaría sus rotos en el cine de Federico Fellini o de Antonioni, pasando por Rosellini. Entre Cicerón y el director de "Ocho y medio" dista un suspiro, una manera diversa de entender una vida que se extiende por dos mil años de nuestra historia pero también una bonhomía, una manera de mirar y ver las cosas, un gusto por materialidades y por poesías. Tíbulo y Cátulo podrían recitar sus poemas en los burdeles de "ROMA" y Clodia vestiría los inmensos tocados de los sesenta en blanco y negro, y llevaría un lunar pintado sobre el labio carnoso. Esta Clodia a quien el poeta bautizó Lesbia y a la que dedicó este poemita prodigioso de tres versos que se resumen en una rabiosa modernidad sentimental:

"Odio y amo.
¿Por qué hago eso?, acaso me preguntas.
No se, más eso siento. Y me torturo."

Todos ellos se juntarían en los balnearios de Baias o Cumas, en la costa de Campanía y allí comerían pescado, beberían Falerno y hablarían y hablarían de los problemas políticos de la urbe, que como la actual política italiana, siempre parecía no tener arreglo.
Nada más natural que coger un coche alquilado y bajar a pasar dos días de nuestras vacaciones romanas a la misma Nápoles, que se fija en la ladera de las montañas sobre la bahía más hermosa que yo conozco: la más hermosa. Mirando hacia el mar desde su puerto, más allá de las moles de las fortalezas, un rosario de islas se agrupa sobre el azul turquesa del mar centelleante. Capri levanta la cabeza orgullosa. A la izquierda, mirando el mar, Herculano y Pompeya. Delante, el levante español al otro lado de este sub mar mediterráneo que desborda de azules y de luces solanas. Las ciudades españolas de levante, las mediterráneas, con ser del mismo aire y color, y olor que esta Nápoles de que hablo, difieren en el sol, que en aquellas sale por el mar desde el este y las baña una luz primeriza, de rosas tímidos. Después, la plenitud es más o menos la misma. Las ciudades de esta costa de Italia ven ponerse el sol y el chorro dorado que las inunda, con reflejos castaños de oro viejo, es inimiganible hasta que no se vive. En mi recuerdo, consigo aproximarme, pero la magia de la realidad es irrecuperable.
Objetivos del viaje: visitar Pompeya, visitar el Museo para ver al Toro Farnesio y comer un arroz con almejas en un restaurante ante el Vesubio el día de mi cumpleaños. Un vistazo rápido a una ciudad que merece nuevas visitas. Otro objetivo del viaje, callejear en una noche del cinco de enero, con prendas de abrigo encima, cubiertos de una fina llovizna, mirando escaparates por la Vía Toledo, que me recuerda mucho a calles valencianas y barcelonesas, y sobre todo a la calle Fernando de esta última, que desde la Rambla va a parar a la plaza más renacentista que tiene Barcelona. O eso creo yo. Paseamos de noche entre una multitud de napolitamos que se preparaban para la Epifanía. He dicho que lloviznaba, apetecían los cafés abiertos al te con pastas y las tratorias, no demasiado evidentes. En las callejas laterales las cuerdas de la ropa, solitarias sin sus frutos de hilo, soportaban el peso de las gotas. Las iglesias ofrecían el espectáculo de los nacimientos de terracota pintados a mano. La felicidad es dificil que se agote en un viaje, a lo sumo escasea por el cansancio, pero guarda para el siguiente día su reserva. Todo se mira con ojos de sorpresa inmersos como estamos en un circo reconocible pero al fin ajeno. Llegan hasta mi, agrupados, mojados, tres perros que vagabundean, que es maldición suficiente cuando es la necesidad la que te obliga. Se cruzan con nosotros, se ponen en fila acostumbrados a no molestar, a pasar desapercibidos. Reparo en ellos: son de tamaño grande, con planta residual de pastores, orejas gachas por la pérdida de la gallardía racial en innumerables coitos olvidados, a salto de mata. Me sorprende su saber caminar, su silenciosa procesión. Primero y segundo han pasado ya y siento el irrefrenable impulso de bajar mi mano y acariciar el lomo del tercero. Ambos seguimos nuestro camino, veinte o treinta metros yo, hasta llegar a un semáforo. Espero la luz verde y siento, noto, en la palma de mi mano la caricia, una presión hacia lo alto muy suave y bajo la mirada. Allí está el perro de Napolés, que con la cabeza acogiéndose a mi mano me pide asilo, ya que unos metros antes le acaricié. Miré hacia atrás y vi la silueta de los otros dos que indiferentes seguían su camino entre el gentío. Le imaginé un instante antes sorprendido, reconociendo la caricia como algo extraño pero bueno, girando sobre sus patas, buscándome con la mirada y siguiéndome hasta el semáforo. El cariño es reconocible, por indiferente que sea, cuando se está falto de él, cuando se está con hambre de una mano que acaricie un lomo. Crucé la calle, encogido en mi impermeable y en mi mismo y me fuí de su lado. ¿Quien puede llevarse un perro vagabundo de Nápoles? ¿Donde? ¿Cómo? No volví la cabeza. Nunca he podido olvidarlo.

Las ventanas

(Dedicado a Ana María: auxiliar de 23 años del Hospital de Torredolones, vivaz y simpatica, que hoy me ha dicho, mientras escribía este post: "tu emanas vida". Nunca me han dicho algo tan hermoso)

Yo no se cuando se tiene una más vívida sensación de uno mismo: si durante el día despierto o durante el sueño soñando, o en la duerme vela de la distracción. Porque es verdad que en mis sueños me se y me siento, pero no se si soy yo o es otro yo que se viste de otra identidad hecha de pedazos y novedades, de saldos y retales arrojados al vertedero interior. Si me sé durante el día cuando estoy despierto en mi inconciencia a través de la que maquinalmente hago las cosas que debo y quiero hacer, sean estas pasear por el bosque o trabajar el jardín o leer o ir al pueblo a comprar o hablar con algún vecino encontrado durante mis paseos, o esperar en este Hospital unos días más mirando por la ventana al paisaje exterior de colinas de matorral, jara y monte bajo.Porque vivo no lo estoy siempre, o sea, atento. No siempre estoy atento a la vida y supongo que eso sería demasiado fatigoso, dudo que el corazón pudiera soportarlo. Estar totalmente atento a la vida debe ser como dicen que es la cocaína: un enorme estimulante vital que quema las etapas y acorta los días. No siempre estoy atento y creo que nadie lo está, siempre, continuamente. Hay, a lo largo del día, claros en el bosque, cuevas umbrías, hamacas al sol, bancos para sentarse, lugares para dejar vagar el pensamiento en el bien entendido que no habló de la abducción televisiva; lugares propios, encontrados en el deambular por nuestros días que nos sirven de posada transitoria. Hay quienes, relajados por estas posadas y fatigados por el "estar atentos" van parando más que atendiendo y terminan viviendo en un limbo del que hay que sacarles pronunciando su nombre. "¿En que pensabas?" En nada, estaba distraído. Una ventana es un buen lugar para alcanzar una cierta inconsciencia, o una conciencia adormilada y perezosa; porque más allá del vano sucede lo otro, como una película sin sonido. Sabemos lo que vemos, no lo que oímos, sabemos lo que vemos y también, crédulos, lo que imaginamos. Construímos historias con fragmentos de realidades intuidas: pasa lo que pasa y la realidad, se conocerla, podróa atropellarnos. Imágenes son ideas e ideas son hechos y certezas. Para cada cual, una situación o una persona, entrevistas desde la ventana del ausente, es el reflejo de un arquetipo que rescatamos de su nivel de almacenaje. Vi una vez, desde la planta once de un edificio de apartamentos en que vivía en la calle Orense, en Madrid, a una pareja de mujeres en el parque Picasso, que caminaban entre los setillos del boj recién plantado, trabajosamente, apoyándose la una en la otra. La visión desde una planta alta es la ideal para viendo poco verlo todo, porque la generalización permite concebir desde una imagen una historia. La más joven de las dos mujeres, reconocible por su figura erguida, sujetaba a la otra, mayor, que se apoyaba en ella y caminaba trabajosamente. Madre e hija, pensé, y también en lo duro de ese paseo cotidiano y por extensión en la dureza de una vida tendente a cuidar a quien perdiendo la vida pierde las facultades y se convierte, lentamente en un vegetal del que desaparece incluso la belleza. No fué hasta varias semanas más tarde en que me crucé con ellas al atravesar ambos, en sentidos opuestos, el parque cuando la evidencia fue mi desconcierto grande, porque la mujer pequeña, la madre, mermada de fuerzas por la edad pero no de voluntad y decisión, sujetaba a la hija, joven, que al apoyarse en la otra parecía llevarla y era al revés: la joven sin equilibrio ni fuerza. No era la juventud la que aportaba el bastón, sino la vejez y no era esta la que necesitaba apoyo sino la otra. Errores de la vida que no se perciben desde una planta once, heroicidades de lo cotidiano que no alcanzamos a ver en la generalidad. Los arquetipos nos confunden porque los miramos desde la ventana desconectando cercanía y sonido. Hay imágenes terribles que no pueden rescatarse del modelo y dejan abierta a la imaginación circunstancia y autor.

Siempre, detrás de una imagen hay una historia en dos direcciones: lo que vemos y lo que está detrás del punto de vista, de la cámara, del observador. Todo ante nosotros es un escenanrio desde la ventana de los ojos, de los nuestros o del primero que las vió y las retrató. Vi, una vez, en el campo de concentración de Dachau, próximo a Munich, dos fotos que me impactaron, hechas desde una ventana al exterior. Cortinas de visillo, de hilo y encaje, semi velaban en una carretera estrecha a la que se asomaban chalecitos de verano (Dachau era antes de la llegada de los nazis al poder una zona de veraneo de la capital cercana, después fué uno más de los nombres de la ignominia) una columna de prisioneros del cercano campo, decrépitos, cadavéricos, dispersos por la carretera, caminando al desgaire entre algunos militares armados, envueltos en mantas unos, semidesnudos en la dignidad de sus pijamas a rayas los otros, mostrándole al verdugo la única verdad que puede herir al asesino, la de la verdad y la vesanía como arma cargada de futuro (en frase de Gabriel Celaya), caminando, saliendo del campo, trasladados a otro lugar a pie, a punto de perecer el Reich, ya sin transportes, yendo hacia ninguna parte entre los chalets burgueses del hermoso paisaje de Baviera. Di en pensar que detrás de las terribles dos fotografías, solamente dos, había una mano desconocida (para mi, no supe nada de ella, nio lo se ahora) que hizo las fotos escondiendo el objetivo entre los visillos, tratando de que nadie viera, sabiendo como lo terrible permanecía y permanecerá siempre para que arquetipo y realidad coincidian en una prueba: "por aquí pasaron perdiendo su última oportunidad de vivir". Aquí las víctimas, aquí los verdugos. Algunas ventanas duelen porque se abren al corazón de las tinieblas.

Detrás de las ventanas las ventanas: detrás del cristal los ojos, y aún detrás de estos la mirada y detrás la adaptación neuronal y el pensamiento. Una tras otra, pueden correrse o no las cortinas para captar dos realidades: la cierta que sucede o la incierta que imaginamos cierta; Y en ambas una corriente de emociones, un flujo de ideas, un pensamiento derivado a un pricipio ético, a una repulsa o a un parabién. Nada hay más hermoso y humano, creo yo, que sentarse a mirar con los ojos abiertos y las cortinas de visillo corridas. Que quien pase por el parque, al vernos, pueda imaginar nuestra vida y compararla con sus arquetipos.

lunes, mayo 29, 2006

Una razón personal



Tengo la sensación de haber estado ya aquí, no en cualquier sitio, aquí, en mi silla giratoria, en mi mesa de cerezo, en mi biblioteca junto a mi ventana. Yo se donde estoy aunque no estoy donde yo se que estoy. Habitar el bosque y despertar en el mar, sobre la arena de la playa. Eso es todo. No es un mal sueño, no una pesadilla, es la sensación de torpeza del que sale de la anestesia en la cama de un hospital. ¿Porqué están hablando todas esas personas? ¿Quien grita? Los corzos no gritan, ni los zorros; las cornejas si y desagradablemente; no están hechas de armonía. El sol no grita, tampoco, ni la luz de la mañana. Me siento donde siempre y no estoy en ningún lugar. Hay que centrar el vértice desde el cual se ven las cosas que nos rodean. Y hasta esas mismas cosas parecen inanimadas, cuando por lo común me hablan: los prismáticos para ver las aves, el limpiador de la pipa, un abrecartas, el estuche de las gafas, el reloj de sobremesa; no puedo seguir haciendo inventario que se me antoja función inacabable. Ocasionalmente, cuando busco algo me pierdo por los vericuetos de otros objetos que me salen al paso y termino perdido yo en medio de mis cosas. Desde la pared frontera me mira socarrón un busto de Julio Cesar al que en un rapto de buen humor le puse gafas de sol. La escayola marmoleada forma sobre los hombros muñón un amplio y elegante pliegue de la tela. No aprecio a Julio Cesar, no especialmente, por lo que fué: aristócrata, militar y golpista. Aunque tampoco me gusta lo que sin él podía ser: salvo Cicerón, nadie tenía la menor idea de como evitar la destrucción del estado. Cuando algo se descompone tiende a la putrefacción. Tengo anotada una frase sin mención del autor, puede que la Arendt, puede que Camus, no lo se. La frase dice: "Nada que el totalitarismo pretenda corregir será peor que el totalitarismo". Me doy cuenta de que la mención al romano ha sido un subterfugio para encontrar un asidero que impida que los pensamientos me lleven de aquí, pero me llevan. Mientras las dos figuras se alejan corriendo por la playa en mi memoria y yo, sentado, tecleo palabras, me ambarga un sentimiento de historia buscando una razón personal. Anochece en el espectacular crepúsculo de una luz que se niega a perderse por el oesta y va lenta, lenta, desobediente, sin ganas de dejarnos. Una razón personal sin saber para qué ni porqué. Se trata de algo sin precedentes en mi vida: tengo la absoluta necesidad de encontrar una razón personal y no la tengo. Por asociación incontralada de ideas viene a mi memoria el perro de Nápoles, preferiría que no fuera así porque no llegamos a ser amigos, pese a que él me lo pidió. Y tampoco es el día adecuado, porque ha sido un día feliz. Los días felices no son como las cerezas, unos tiran de las otras; los días felices pasan muy a menudo desapercibidos; dejado el éxtasis como paradigma de la felicidad, a un lado o detrás, los días felices son los días calmos, en los que la tragedia la pone la televisión y manteniendo el sonido bajo y una cortés indiferencia, no llega a molestar. Vuelvo a la razón personal que no tengo porque no se con que finalidad me la estoy pidiendo, pero el recuerdo del perro de Napolés vuelve a mi, y eso me afecta penosamente. Preferiría que no fuera así para no tener que contarlo.
Tengo claro que no estoy en la playa y que no he estado en ella durante los últimos seis meses, en contra de lo que ha venido siendo en los últimos años mi costumbre. Allí no voy nunca en verano, hago visitas esporádicas en invierno, primavera y otoño. Desde mi terraza veo el mar y los barcos que esperan entrada en el puerto. Vivo en lo alto de un cabo y a la derecha del paisaje veo el otro, largo como una flecha de tierra de color pardo. Enfrente mismo, porque estoy mirando verticalmente al sur, está África. La humedad del Mediterráneo es pegajosa, pero me gusta sentirla en la piel mientras dejo vagar la mirada por el horizonte. Ellos están muy cerca, me digo y entonces recuerdo un cuento de Ballard del que no recuerdo el título. Tampoco tengo el libro, lo debí prestar a un desaprensivo que no me lo ha devuelto. El cuento de Ballard es sencillo: una pareja vive en un paisaje estepario, en una casa lujosa rodeada por un hermoso jardín lleno de rosales. Cada noche se visten para cenar, los dos amantes: smoking, vestido largo. Son felices. Cada noche, antes de la cena, salen al jardín y miran la inmensidad desierta que les rodea: generalmente nadie, pero en ocasiones un rumor a lo lejos antecede a la presencia de una inmensa multitud de caminar lento, tenaz, que llegarán a la casa. Esa masa compacta y rumorosa es amenazante. El hombre, cuando los ve, coge una rosa y pasa la mano por sus pétalos arrancándolos. Tiene el gesto un efecto analgésico, si se quiere: la masa que se acerca desaparece. Así día tras día en un larga y feliz vida. Ambos se aman y quieren envejecer juntos. Pasan los días y los años y los rosales van quedándose sin rosas que no vuelven a brotar. Cada vez la masa avanza y está más cercana; ya se distinguen las caras, los rostros. No recuerdo si Ballard humaniza el cortejo que yo veo miserables y obstinados. El cuento termina cuando esa noche, la del último capítulo, el hombre, elegante en su smoking, unido a su compañera por la mano de ella que reposa suave y ligera en el antebrazo de él, coge la última rosa para detener a la masa que está ya en el mismo seto que rodea el jardín. FIN. En cierta ocasión leí una frase de José Luis Gómez que viene ahora, con la entera libertad que tienen mis recuerdos para saltar de neurona en neurona, al teclado desde mi bloc negro de apuntes MOLESKINE que me regalaron mis hijos para mi cumpleaños: "La única parcela de libertad que puede conseguir una persona que vive en sociedad, es un desapego profundo hacia las cosas materiales y emocionales." Estas dos figueas que corrían por la playa ya se han ido y al sol le quedan minutos para llegar de verdad a su ocaso. Al nombrar la marca de los cuadernos en los que escribo notas y recordar que son regalos de mis dos hijos por mi cumpleaños, vuelve a llegar silenciosamente a mi lado el perro de Napoles. No es a mi lado, sino a mi pensamiento en un eterno retorno. Se ha quedado habitando en mi, yo estoy habitado por él. Lo contaré mañana.

sábado, mayo 27, 2006

Piel de elefante


En el bosque hay mucha piedra berroqueña, de granito de la sierra de Madrid, aunque por esta vertiente es de la provincia de Segovia. Es el granito limpio con el que se construyó El Escorial. De él escribiré en otra ocasión, de mi encuentro con su fábrica lejana y de la amorosa seducción que ejerció sobre mi. Vivo a pocos kilómetros de él lugar y cuando me parece que le echo en olvido, subo al coche y me voy para allá. El reencuentro tiene siempre el mismo nivel de intensidad afectiva. Volveré sobre él.
Esta piedra berroqueña se va cubriendo, con los años, de musgo oscuro, verde casi pardo, que parece un terciopelo algo irsuto, basto, pero muy táctil, que transfiere sensaciones cuando se pasa la palma de la mano por encima. De hecho forma parte de la tradición constructiva de las casas de piedra de esta zona, chaparlas con lajas de esta piedra de entre ocho y doce dentímetros de grosor. Se conserva el musgo que está vivo, se asienta en la casa y va recubriendo la piedra, se quema un poco en el verano y vuelve a revivir con la llegada del invierno. La piel de las casas serranas es oscura, de piedra irregular en sus contornos que si está bien aposentada parece la de un animal prehistórico, con resistente caparazón, pàra defendeerse de los peligros de la vida natural. Para conseguir el efecto, la junta entre las piedras debe acomodarse buscando que las formas sellen el espacio entre ellas y ser de color gris oscuro; aquí a esa junta la llaman llaga y el nombre, transfiere todavía más al conjunto, la idea del animal. Vivimos pues dentro de animales de la prehistoria, posados e inmóviles, sobre una pradera de pasto verde y jugoso, rodeados por un bosque de espesura considerable. En el pueblo no es así, allí las casas son blancas, dicen que por una vieja ordenanza dictada hace trescientos o cuatrocientos años, destinada a evitar las enfermedades contagiosas, gracias a la cal; las casas modestas, está claro, que las señoriales eran de piedra y algunas blasonadas en hermosas labraduras de lineas orgullosas. Mi casa no, es de piedra caliza casi blanca, de Campaspero, que es una zona segoviana famosa por ese tipo de piedra, que adopta con la luz un ligero tono rosado y cuando el sol la trata le da un resplandor que parece dotarla de luz propia.
Con el tiempo, la vida va mineralizando sobre la esencia palpitante de la memoria y de los sentimientos, en los gajos del presente que se vive, un recubrimiento similar al de las casa del prado o a la piel blinadad de los rinocerontes. Mentimos cuando gracias a la piel que nos recubre, ofrecemos la apariencia tranquila y reposada de la serenidad, capaces como queremos hacer creer que somos, de defendernos de cualquier agresión. Eso que llamamos experiencia es piel, es pura piel recrecida con el paso de los inviernos. De dentro a fuera va consiguiendo dureza, de tal manera que ningún resquicio, en condiciones normales, dejamos a merced de los ataques externos. Con nuestra piel a cuestas defendemos el sentimentalismo, la timidez, el miedo al fracaso y la inseguridad. Puesto que no soy psiquiatra no puedo dar a estas sensaciones expresiones más sabias y especializadas, que todo se resume a dominar con el conocimiento el lenguaje tribal de los especialistas. Todo dentro bien defendido, para hacer ver, como las viejas fortalezas, que somos inexpugnables. Las casas no lloran, nosotros tampoco. Bien es cierto que no hay siempre motivos para ello. Digamos pues también que las casas no ríen: nosotros tampoco. Acechantes en la placidez del prado esperamos el futuro lo más despaciosamente que sea posible convertidos en los animales que hivernan en el fondo de sus guaridas. El mundo exterior está fuera del prado y llega un momento en el que no lo percibes. Ni me gusta ni me disgusta: es como es y me ha sido dado, no vas a ponerte ahora a transformarlo. Me aterra la profesión de mesias y desprecio la de salvador. Optimista por naturaleza (es distintivo de algunos individuos de la especie) prefiero pensar que siempre va todo mejor, mirado a gran distancia, sin bajar al detalle donde se mezclan las miserias con el renqueante progreso. Hace unos años me definí epicureo y por esa razón creo, que salvo por dramáticas realidades que no son al caso, es mejor no intervenir en la cosa pública cuando tantos voluntarios hay para ello. A las criaturas del bosque, guarecidas en nuestras casas, no nos imponen el camino, nos indican la dirección a seguir y vamos por ellas o cogemos atajos. Nos hemos vuelto, los que venimos de la cultura de capital, autosuficientes y nos basta el paisaje, unos libros, una panadería, un par de tiendas de comestibles, uno o dos bares, una carretera que intermedie entre el norte y el sur, una gasolinera, un pc y una línea adsl. En primavera, cuando se produce la tala, dicta el ayuntamiento un bando y los vecinos podemos subir al bosque a recoger la leña que talada de los troncos mayores, no sirve para la serrería. Con gusto enorme hago cada año el camino de subir con mi todo terreno y mi sierra de gasolina, por la ladera de Aguas Vertientes, en busca de ramas que son tan gruesas como troncos. Allí mismo las corto en secciones y las meto en el coche; en dos o tres viajes de corte y acarreo y posteriormente en casa de estiba, consigo la leña de pino para el invierno. Me produce un enorme placer hacerlo, con mis manos y mi esfuerzo personal. Se que la encina comprada arde mejor, pero este pino que trajino yo es mi presente y puedo tocarlo con las manos. Además, en este bosque mío no hay encina, que es árbol de dehesa.
Mientras algunos aspiramos a vivir en el bosque, en nuestras casas de piel prehistórica, a un paso de la fuente y de los senderos, los jóvenes del pueblo aspiran, con razón, a vivir en pisos de noventa metros cuadrados o en casitas adosadas de tres plantas y pequeño garage para un solo coche. Si mi modernidad y la aportacioón creativa que pueda hacer a ella es el retorno a la casa recubierta de piedra, la aportación de la juventuid del pueblo, aposentada en su modernidad (que debe ser la misma que la mía, al fin y al cabo, porque es fruto del tiempo), es recorrer el camino hacia los modos de la urbe, la pequeña Segovia o la mastodóntica Madrid. En el prado, las casas de piel de piedra de musgo, parecen una manada de viejos elefantes reunidos en su cementerio escondido. En el pueblo estalla la vida moderna. No es un contraste, es un complemento.

viernes, mayo 26, 2006

Los engarces de la sabiduria



Siento que el gato que trata de beber agua en el estanque de los jardines del Generalife en Granada es casi feliz; el sol le ofrece tibieza a su piel y el agua promete frescor; la piedra y la losa del suelo ofrecen un juego de luces que no deslumbra y el aire huele a boj, a arrayán y a jazmín, y por el caño de la fuente se precipita hacia lo alto un surtidor de agua cristalina. Yo siento lo que creo que él debe sentir. Ajeno a la historia y a la lírica, el gato está frente a su reflejo en el agua y en mi fotografía parece haberse detenido el instante del reconocimiento. Felino como el que más, con el cuerpo casi descoyuntado por una forzada posición que parece armónica y casi flotante, la imagen se ha fijado en el papel y se ha convertido en eternidad. Dice la filosofía oriental que nunca entrarás dos veces en el mismo río, porque cambiante de manera permanente, como es su curso, la corriente de agua es engañosa: asemeja la misma pero es otra a cada instante mensurable que pasa. Hasts que llegó la fotografía y se detuvo el gesto en la instatánea, esa maravilla del lenguaje que quiere decir "ya" y luego todo sigue su curso dejando el rastro, la huella de lo que fué el río en un momento dado. El río que nos lleva hace eso, llevarnos, integrarnos en su paisaje y dejarnos flotantes. No caben sentimentalismos excesivos con las imágenes que se supone que reflejan la vida. También una noche oscura o una reyerta en callejas inciertas, o el asalto a un chalé, o el secuestro de una muchacha o el bebé encontrado en un contenedor de basura. No cabe ser demasiado sentimental con la vida, pero tampoco trágico. Las noticias del periódico tiuenen la ventaja de la escritura, la oficialización de la letra impresa. Cuando una noticia terrible aparece en su plana ya deja de afectarnos de manera personal: es ahora de todos, se ha convertido en información y ante ella aceptaremos lo terrible sin que se nos resienta el sentimiento. Todo tiene su sitio en la vida, el gato es buena muestra. Este gato ya debe haber muerto aunque no se lo deseo, pero no debe haber sobrevivido a los avatares de un mundo no hecho para gatos sino para humanos destrozones que de vez en cuando, cámara en ristre, ejercen de indecentes curiosos, voyeurs de toda naturaleza con vocación de muerta. Los jardines del Generalife desparraman una maravilla nostálgica que se huele y ve en el aire y en el límpido cielo que soportan su horizonte. Abajo, la ciudad renancentista que es Granada, henchida de juventud universitaria durante el curso, despliega un saber estar muy italiano. Es lo que tiene la naturalidad, el saber estar del gato convertido en presencia cósmica a nivel urbano. Ibn Jayra al-Saabbág, plasmaba en versos la idea aterna: bebe y goza de la vida en un jardín; diviértete, pues la vida se va. Henry Pérès escribe en su libro Esplendor de Al-Andalús (Hiperión) Una de las impresiones dominantes que sacamos de la lectura de la poesia andaluza es que el hombre, sea la que sea la situación a la que pertenece, tiene conciencia de su debilidad. "El hombre ha sido sacado de la nada, dice Bakkar al-Marwànì; el corazón del hombre abandonado es como la hoja seca expuesta a todos los vientos" Al-Sumaysir escribe Es humilde... el hombre inteligente sabe humillarse y también Si quieres conservar tu situación, no dejes al deseo de prestigio invadir tu espíritu.

El único habitante verdadero de estos jardines es el gato, que desciende de un linaje irreconocible y siente el derecho a beber del estanque y a saciar su sed de aromas y de tibieza de la mañana. Los visitantes, turistas que han reservado los billetes por Internet, son como las bandadas de pájaros que están de paso entre su constante cambiar el norte por el sur y a la inversa. El gato solamente, y me atrevería a ponerme también yo entre esta demanda de naturaleza verdadera, porque le he visto y comprendido. Cuando acabo de hacer la foto constato que ni se ha inmutado, seguro como está de su territorialidad, por mi presencia. No creo que reconozca en mi al fascinado por esta historia que nos ha sido difulminada en los libros de texto y que yo descubrí por casualidad en uno de mis veranos de estudio, cuando escogí como tema el islam en España y estuve casi cuatro años rodeado por materiales portadores del conocimiento. ¡Cómo me fascinó la lectura de La Historia de los Musulmanes de Dozy, o la de los mozárabes de Simonet! . Durante cuatro años dediqué los veranos al completo y parte de las horas del resto del año a buscar en Asín Palacios, en Pérès, en Mújica Pinilla, en Rubiera, en Lings y en una no muy abundante presencia en librerias, a conocer, que es mi principal adicción. Y del islam en la península pasé a Sicilia y al Mediterráneo, de Algeciras a Estambul, y bajé por Siria e Irak hasta alcanzar la Mesopotamia y las llanuras y montañas de Arabia y del Yemen, donde se forjó una cultura asombrosa que en menos de sesenta años nació, se afirmó, creció y expandió por todo el Meditarráneo: norte y sur. Para una tan gran ignorancia como tenemos en este pais que nos ofrece pasaporte a cambio de amor y dedicación, cabría pensar que Al-Andalus no era de nuestra naturaleza y que en aquella cultura califal de proporciones vastísimas que deslumbró a la Europa semi bárbara del Norte, no era cosa nuestra. El gato fija su atención en el agua y yo en la memoria difulminada, de tal manera que llegamos a creer que estos jardines y el palacio vecino de la Alhambra son cosas de otras gentes perdidas para siempre, cuando muchos llevamos su ADN.

La belleza es la belleza y el horror es el horror y comparten historia, momentos, situaciones y acciones. No cabe olvidar que toda recopilación histórica pasa por miles de cadáveres, de cuerpos torturados, de mentes destrozadas, de hogares perdidos. La historia de la humanidad es la hisrtoria de una ilimitada vesanía, no descubro nada a nadie, y por ello no es cuestión de ejercer el maniqueismo. Construyeron y vivieron en medio de la más absoluta belleza y fueron crueles y sanguinarios. Durante la época de las taifas, se escribían los documentos políticos en versos bien compuestos, tan alto era el refinamiento. Hay una Guía de la Córdoba de Abderramán escrita por Antonio Muñoz Molina que recomiendo y siento no poder dar la editorial, porque no la encuentro ahora entre mis libros. Y leer El Collar de la paloma, de Ibn Hzem, ofrece sorpresas muy grandes para la imaginación. Fué y pasó y quedan las piedras y las palabras, como este verso de Ibn Arabí que siempre me ha producido una impresión profunda por lo que tiene de penetrante e intencionada mirada en la religiosidad de la época: Detrás del rostro de Alá, hay una tristeza de la que pocos hablan. El gato y yo hemos de despedirnos, pero volveré a Granada.

jueves, mayo 25, 2006

Cuando sea mayor...

Afirma Julián Marías en "Persona" que "el primer rasgo de la muerte personal no es la destrucción de la corporeidad, con todas sus consecuencias, sino la eliminación del futuro, es decir, de una irrealidad. Cuando alguien muere desaparecen con él sus proyectos, aquello en que más propiamente consistía." Desde mi punto de vista es totalmente cierto, y confieso que cuando leí esta frase, sin ser yo un lector aficionado al filósofo, sentí por él un enorme agradecimiento y sin esfuerzo alguno terminé este librito (por lo breve del texto comparado con otras divagaciones filosóficas a las que en muchas ocasiones sobran palabras y faltan ideas) con gran placer. Sucede, a mi por lo menos, que en un libro encuentro una frase que me abre una puerta por la que debo entrar. Puede tratarse de una idea fuerte, concreta, novedosa o como en este caso, de un punto de vista diverso sobre la muerte: cuando morimos, viene a decir el filósofo, perdemos la oportunidad de nuestro futuro; no se me había ocurrido adscrito como estaba a que la idea de la muerte venía muy concretamente añadida a la del fin de la vida como presente. Marías propone una imagen subyugante: somos lo que somos más los proyectos que anhelamos realizar y en los que debermos de empeñar esfuerzo e inteligencia para concluirlos a la espera de que la muerte no interrumpa la tarea. Y la tarea es construir lo que vamos a ser, que es la suma de lo que somos hasta el momento en que reflexionamos, más los proyectos que ocuparán un teórico futuro y el empeño a poner en ellos. El futuro es una irrealidad, no cabe duda, de la misma manera que el tiempo es una ilusión. Filósofos y científicos están de acuerdo en que no se puede hablar en términos de tiempo, de pasado y futuro como realidades de esta vida, sino tan solo de presente. No existe la flecha del tiempo, salvo en la física. El tiempo somos nosotros, cada uno de nosotros encerrado en su tiempo, en su propia duración. Naturalmente, el inexistente e irreal futuro es un lugar a convertir en presente a lo largo de la duración restante de la vida y de ahí la importancia de encararlo bien (con lo que esta palabra quiera decir para cual y para sus proyectos) con propósito de construcción. Porque, insisto, lo que seremos de verdad está por venir, que lo que somos ahora, ya lo somos.
Ni soy filósofo ni soy capàz de perderme en excribir textos de filosofía. Además de abrumarme los resultados podría perder amistades, pero se con certeza donde estoy y de ahí mi interés en este punto de vista. En contra del Pienso, luego existo prefiero el Existo, luego pienso , y puesto a pensar lo hago en la existencia que me queda para acabar siendo el que seré y del que ahora no puedo hacerme idea. No es pensamiento baladí porque de la conciencia que tenga ahora de mi mismo dependerán los empeños en llegar a ser, y eso me obliga a reflexionar y a preguntarme si estoy, ahora, satisfecho conmigo mismo. Y aún más, puedo, sin estar satisfecho, decidir no empeñar esfuerzo alguno en cambiar aduciendo la conformista excusa del fracaso anticipado. ¿Para qué molestarme? ¿Quien soy yo para cambiar el curso de mis acontecimientos? O aceptar que el grupo exterior al que denomino cabalísticamente la sociedad me impedirán cambiar. Todo está escrito se puede pensar y de hecho hay muchas personas que lo hacen negándose a pensar; pero no, no puedo negar el potencial del futuro con respecto a mi propia vida, la restante, que me queda por vivir. Cuando éramos niños y nos preguntaban que era aquello que deseábamos ser (laverdad es que a mi esa pregunta no recuerdo que me la hiciera nadie) contestábamos que futbolistas o bomberos, policias por entonces no; ahora es otra cosa. El claro proyecto de un niño, vinculado a su sueño de asimilación del héroe nos describe una vida dividida en dos partes: la que representa el presente y el proyecto futuro, tan largo como quepa pensar. El ejemplo es claramente demostrativo. El niño olvidará su proyecto y lo sustituirá por otro o por otros y aprenderá a vivir si es que a esto se aprende: yo creo que si. Pero: ¡Ah, los adultos! Es otra cosa porque nuestro presente ya acumula una manera de ser por la que nos revelamos a los demás. No cabe ahora soñar en ser bombero sino saber si vamos a llegar a alguna parte si la muerte no lo impide. Aparentemente esta pregunta nos sumerge de manera precipitada en una incomodidad, nos precipita en la duda porque "llegar a alguna parte" ya es en si un enunciado problemático que más bien presupone el fin de un mal o mediocre camino, subjetivamente imaginado. Sin lirismos estilistas, lo ideal sería hacernos, hacerme, una pregunta básica, un poco incómoda y a la vista de la respuesta proceder a la siguiente y a la otra, hasta llegar a una conclusión. Naturalmente, cualquier "no sabe, no contesta" anula el test en el mismo lugar en que se produce la respuesta. La pregunta sería "Si me muriera ahora, ¿estaría satisfecho con mi "ser de esta manera que soy"?" Si o No. No valen subterfugios a los que con tanto anhelo y palabrería somos propensos. No vale empezar a cuestionar la pregunta o a tratar de establecer la manera, el modo, el lugar y toda la parte circunstancial del deceso. Si o No. ¿Te vale o no te vale ser como eres? ¿Estás satisfecho ahora, hoy, no mañana? De acuerdo, tenemos la respuesta y nos prolongamos la vida, vamos a darnos más años de vida, en mi caso si me atengo a la estadística entre diez o doce, me parecen pocos, pero en la estadística se puede estar entre los que la cumplen y los que no, siempre hay esperanza. ¿Cómo quiero ser de aquí diez años? Ya tengo mi otra pregunta, el siguiente escalón. De lo que me responda tenré que certificar que mis proyectos son válidos para llegar a aquel objetivo. ¿Tengo proyectos? Esa es otra, porque a veces el proyecto es seguir. Partes de mi vida hay en las que tengo la sensación de haber salido de ellas conducido por otro y como en un sueño: perdí el pulso, el sentido y la orientación, me cuestiono a mi mismo y tal vez, me digo también, no fué tan grave. pero es ya pasado y forma parte de mi "forma de ser" hoy en día. Y día tras día, deberé, deberemos, construir el presente ganado fracciones de esa irrealidad que es el futuro hasta llegar a ser lo que de verdad quiero ser cuando ya sea mayor, vaya y me muera.

miércoles, mayo 24, 2006

La foto robada


A través del cristal de una vitrina en el Museo Capitolino de Roma, alcanzo a ver y retratar, la cara de una muchacha interesada en unas cerámicas romanas. Las luces llegan de atrás, de una rotonda anterior iluminada y un poco de donde estoy yo con mi cámara. Es una chica joven, acompañada por alguien del cual vislumbramos una porción de frente y cabello detrás del vaso central. Ella ha desviado sus ojos al caballo de nuestra derecha: su izquierda. Permanecerá así durante el tiempo en que se conserve esta imagen, aunque no lo sabrá nunca. Detenida en un momento de su vida, en una visita de un día laborable, por la tarde, con su acompañante. No la oí hablar, no puedo afirmar que fuera una turista o una romana. Aquella tarde, recién llegados a Roma, fuimos a los capitolinos porque queríamos ver anochecer sobre el Foro desde el Tabulario. Este edificio forma parte del conjunto de los museos, situados sobre el Capitolio, la colina de los dioses sin lugar a dudas. Los edificios fueron dedicados a varios usos antes de ser museos y la plaza central entre los tres, la rediseñó Miguel Angel. En el centro está ahora una copia exacta y perfecta de un Marco Aurelio a caballo, lleno de serena majestad, de aplomo, de dignidad humana antes que imperial, cuyo original se guarda (se acaba de terminar la restauración) dentro de los museos. Se ha conservado intacta porque la confundieron con una estatua de Constantino, emperador ya cristiano; las casualidades y la ignorancia pone siempre en ridículos a los tiranos. Una calle romana une los museos por el subsuelo y por ella, conservada con lápidas e inscripciones, atravesando toda la plaza, se llega a los enormes arcos del Tabulario. Fué este el archivo de Roma durante siglos; dominaba el Foro, o los foros para expresarnos mejor. Aquí se guardaba la memoria de la urbe en placas de bronce. Ver anochecer bajo los arcos que dominan el templo de Saturno y la Vía Sacra, dirigida como una flecha hacia el Coliseo, es retomar el pulso de nuestra esencia, desde el lenguaje hasta la moral, cambiados brevemente el uno y la otra, pero al fin descendientos directos, impregnados directamente, del olor a humanidad de estos recintos. Yo me afirmé romano en Roma despojándome de cualquier nacionalidad que pudiera al fin desviarme del pulso de los tiempos. Mediterráneo y romano en conciencia, todo lo demás me da igual, o para no ser tan absoluto, todo lo demás carece de auténtica significancia. Son las fuentes las que me alimentan, de la misma manera que la Fuente de la Yedra en el prado en que habito sacía mi sed después de una caminata, antes de llegar al agua fresca de la nevera de mi cocina. Visito Roma con el anhelo de reencontrar el punto de partida de esta aventura vital que es la parte norte del Mediterráneo de la misma manera que visito Córdoba para respirar el aliento bárbaro y poético de la orilla sur. En Granada vi llorar a una ciudadano marroquí por el esplendor perdido, asomado a la ciudad desde los jardines del Generalife. Le pregunté por sus fuentes literarias y no conocía a Wasington Irving. Sus lágrimas venían directamnente de la nostalgia emanada de padres a hijos. En Marrakesh guardan con celo unos sarcófagos de marmol andalusís como parte de su propio patrimonio. En Córdoba Ibn Rush (o Averroes) diría con certera ironía: "los árabes sacaron lo mejor de sí mismos al llegar a Al Andalús". He citado de memoria, pero el significado es exacto. Ibn Rush era descendiente de habitantes de la península con nombre visigodo: ese Rush se emparenta directamente con Rojo, Rodrigo, Rodriguez, Roig, etc. Una mañana cordobesa esperé en la Puerta del Perdón de la Mezquita a que descorrieran los cerrojos, conseguí entrar el primero, sólo yo en el patio rodeado por el murmullo del agua de la fuente y por ese sonido de las palomas satisfechas que sale de lo más profundo de su buche. Fresca la mañana y frescos los pensamientos entré en la Mezquita pensando en la belleza que el hombre ha creado mientras destruía otras bellezas tanto o más importantes, entre ellas la vida. Me llama la atención que la catedral de Córdoba siga siendo La Mezquita y recuerdo las palabras de Quin Shi Huang Ti, el primer emperador, que afirmaba que el poder está en manos de quien puede denominar las cosas. La Mezquita no ha perdido su nombre ni su grandiosidad; la Catedral, muy bella en su interior, está realquilada por el déspota orgullo de quienes no han conseguido ni cambiarle el nombre al edificio. Sugiero ver el conjunto de catedral desde el exterior en una posición alzada; gótico levantando su piedra al cielo sobre el orden plano de tejados de la Mezquita. En el centro de ésta la Catedral asemeja una araña, clavando los arbotantes en la carne extenuada de la primera, sorbiendo la religiosidad y la naturaleza; no hay que rasgarse las vestiduras, antes la Mezquita fué iglesia cristiana, compartida primero, expoliada después. Estas cosas hay que verlas dejando de lado las ideologías. No hay que hacer más poesia de la historia que la justa para que no nos salpique la barbarie, tan propia del ser humano, aunque mejor estaría decir del "no ser humano". Sin lugar a dudas, yo navego por esa romanidad que vislumbra el mundo a su alrededor y por esa razón vuelvo a Roma con frecuencia. Sugiero, que cuando alguien no sepa que leer, que coja a Tácito o a Tito Livio: es divertido y sorprendente. O a Suetonio, Salustio, los dos Plinios, que se yo... Visitar Roma, como visitar Córdoba, no son visitas cultas en el sentido retórico de la palabra; son visitas vitales, que requieren una saltimboca romana con vino italiano, o una estofado de rabo de toro. No hay que ser elitista, la cultura se bebe en las tabernas y en las calles, sorbiendo el sol y oliendo los meados de los gatos; la cultura se recoge en la vida de hoy entre el decorado de ayer. No hay que ser turista sino viajero con el ánimo empeñado en volver a casa, sin saber si eso sucederá en el viaje de ida o en el de vuelta. Mientras tanto mi muchacha en flor del museo capitolino no sabe que tengo una foto de ella, robada, una tarde de invierno, era noviembre.

martes, mayo 23, 2006

Hola, ¿cómo estás?

Una mujer desconocida se acerca caminando por el centro de la franja de arena que forma la playa. Atardece en enero. Goyerri, que trota unos metros por delante mío, la ve y se apresta al cortejo: consiste en caminar despacio en línea recta hacia ella: a unos pocos pasos, dos o tres, se detendrá y tensará su cuerpo; la cabeza hacia la figura que viene, los ojos fijos en ella, el hocico alzado; diríase que husmea la caza y es así, probablemente. Según el comportamiento de la persona, Goyerri actúa de una u otra manera: si es evidente que le han visto e incluso que han fijado su atención en él, una sonrisa, un gesto, el pequeñito, sin más, trotará hacia ella y alzará la cabeza al llegar a su lado esperando una caricia o una palabra amable; si sucede se alzará sobre sus cuartos traseros y le ofrecerá el hocico olisqueando. A ese gesto, que es como dar besitos, lo llamamos "hacer morritos": tonterías de la liturgia de cada uno. Si la que viene caminando no le hace caso, Goyerri permanecerá quieto, pendiente, con la cabeza ladeada como si mirase a otro lado, pero atento a cualquier gesto. Si no sucede y pasan por su lado sin hacerle ni caso, la mirará, la seguirá con la mirada y permanecerá unos segundos viéndola alejarse; justamente, pienso yo, el tiempo que tardará en digerir el desengaño. Lo cierto es que no encanta a todo el mundo y eso le sorprende, tarda unos segundos en aceptarlo, pero luego, reemprende el trote caminando por el centro de la franja de arena. Hasta el siguiente encuentro.
Cuando era cachorro, estos encuentros sin gestos ni caricias, le dejaban triste. Se alejaba cabizbajo, miraba hacia atrás, seguía la marcha del que se alejaba. Creo que le costaba comprender lo que habia sucedido y que en el fondo de su pequeña gran conciencia sentía congoja, tanto le importaba el contacto con las otras personas. Ahora, después de once años de vida regalada y azarosa al mismo tiempo, se ha acostumbrado a entender que hay personas que no corresponden a su deseo de contacto, gozoso y esperanzado y si eso no se produce el agujero en su ánimo es ahora mínimo. Herida quedará, estoy seguro, pero con rápida cicatrización.
Cuanto más le veo actuar más pienso en las personas. Creo que pasamos gran parte de nuestras vidas pendientes de un contacto deseado que aminore la falta de compañía, la autoestima decaida, la sensación ineludible de que ya es hora de alguien nos sonría, nos hable, le hablemos, acordemos una simpatia mutua y una relación confiada. No hablo de amor ni de pasión, sino de compañía. En esta sociedad de tímidos impenitentes no existe una asignatura especial para progresar en los encuentros y uno aprende la gramática parda de lo que ve, lo que ha leído, lo que puede hacer por causa del impulso.
Hace años, recién llegado a Madrid y alojado, sólo, en un apartamento de un piso 18 en la calle Orense, sin conocer a nadie, imaginaba desde la terraza alta del edificio, la cantidad de personas con las que allí abajo podría conversar acerca de cualquier cosa, condenado como estaba a convivir con un televisor. En las horas de madrugada tuve la suerte de contar con un conserje dado al cuba libre y a la charla deportiva. Yo bajaba hasta el vestíbulo y le hacía compañía, miento: me hacía compañía él a mi mientras desgranama las penas inacabables del Atlético de Madrid. Me hacía el encontradizo, salía a la calle y daba la vuelta a la manzana, llegaba paseando hasta la Castellana o hasta Capitán Haya y volvía despacio hasta encarar de nuevo el portal. Allí estaba, con una mata de cabello de plata y una nanriz afilada, camisa blanca y corbata, en verano con manga corta. ¿Qué pasa? le preguntaba yo como al pasar y él me contestaba invariablemente: "aquí andamos, matando el tiempo". Yo me paraba frente a él, ¿que pasó el domingo? y él "lo que tenía que pasar, esta gente son un desastre". Hablaba del Atlético. Me quedaba un rato junto a él, al resguardo de una palmera que rodeada por una bancada de marmol me brindaba asiento. Bromeábamos: "¿no le importará que me tome un cubata?" me decía. ¿Cómo me iba a importar? Y así pasaba con él quince o veinte minutos, el tiempo necesario para alimentarme con una voz humana. Soledades hay que no las cura ningún conserje y que necesitan de la compañía de un buen barman de la última hora, la de antes del cierre. No era mi caso cuya cura ya he explicado, pero en mi deambular nocturno las he visto, acodadas en las barras de los bares, mirando la televisión de costado, ladeada la cabeza e inclinada hacia lo alto y comentando de vez en cuando con el camarero cualquier acontecimiento. Una amiga mía, abogada, al poco de separarse, me preguntaba ¿cómo voy a conocer ahora a un tio majo, no quiero vivir sola el resto de mi vida? No llegaba a los cuarenta. Y su pareja perdida, saliendo de un romance roto que no aguantó tres meses, me preguntaba lo mismo. ¿Llegaría a conocer a una chica maja? ¿Cómo? ¿Donde estaban los unos y los otros?
Goyerri ha aprendido a dejar de lado los desplantes, a no darle más importancia que la de unos segundos. Debe tener en su constitución y gestualidad una manera de encojerse de hombros que todavía no he descubierto; tal vez en las orejas, o en sus enormes cejas de inglés. Temo que no es así con las personas y tardamos demasiado en encojernos de hombros. A lo largo de la vida uno hace uno, dos, tres, cuatro, cien intentos, doscientos o más, de acercarse a los demás, uno por uno y ofrecerle un pacto. Vivimos acompañados y practicamos la íntima individuación, la conversión de espacios en singulares y propios, lugares del pensamiento que reservamos para cada uno de nosotros y en ocasiones nos agobia la presencia de los otros alrededor y clamamos por el retorno al instante privado, alacena en la que depositamos aquello que llamamos nuestros pensamientos. Cuesta saber en que piensa el otro cuando está ensimismado y si le preguntamos nos contestará "en nada" No se puede pensar en nada: "yo si". Mejor no preguntar entonces. Pienso que lo mejor de la soledad es la compañía y lo mejor de la compañía es la soledad. Pero siempre, siempre, acabamos caminando hacia otra persona y alargando la mano le ofrecemos un pacto: Hola, ¿cómo estás?

lunes, mayo 22, 2006

El cielo más hermoso

Ha llegado el momento de volver al bosque y sobre nuestras cabezas, mientras circulamos por la carretera en dirección noroeste, el cielo más hermoso extiende un manto de azul puro y limpio, en el que copos de nubes se arremolinan señalando la dirección. Es la luz, la más limpia luz que pueden ofrecer los mil reflejos que ofrece la atmósfera de la sierra del retorno a casa. Rodeados por el prodigiosdo atardecer de la meseta al norte de Madrid, nos envuelve una pincelada de color que es pura luz y nuestros ojos la acojen con gozo. "Mira" le digo a Ana y señalo hacia delante y hacia arriba y ella asiente. Bienvenidos de nuevo, pienso, a la luz que nos envuelve, al manto protector de las miradas, al velo desvelado de cuanto acontece, a la física más evidente y a la magia mejor soñada. Es la luz, de nuevo la que se nos aparece; después del conocimiento, pienso yo, está la luz. Por ella vemos el prodigioso album de imágenes que nos rodean y que forman el mundo a nuestra medida. La belleza y el arte, son representaciones que alcanzamos a concebir y producir gracias a la intuición que tenemos de nuestras fuerzas, de nuestra relación con el entorno. Nada humano es ajeno a lo humano; la belleza es nuestra proyección y nuestra escala; lo trágico nuestro sentido de la vida; el poder la proyección de nuestro instinto. Desde la primera terracota hasta el arte más contemporáneo y vanguardista, nada escapa a las limitaciones que a nuestra visión de la cosmogonía de lo humano alcanzan. La luz nos revela la realidad física en la que nos movemos, en la que nos anclamos, en la que nacemos, vivimos y morimos. La luz señala nuestro ciclo vital más inmediato, de luz a luz, de alba a alba; siendo el principio de toda medida es la creadora del tiempo. La luz, que explosivamente en su belleza nos ha recibido hoy al salir de la clínica en la que hemos vivido los últimos dos meses con una leve pausa de diez días de libertad condicional, nos ha recordado que ya es hora de volver a la belleza de la vida, contradictoria en si misma si la intentamos comprender como un todo, fragmentaria y fragmentada si la miramos con atención de entomólogo; allá cada cual con su punto de vista. Hay, a lo largo de la vida, hechos que se nos antojan dramáticos y de los cuales pensamos que podemos aprender no se que parte de experiencia vital que nos tendrá que ser útil; verdad a medias es, y como tal, poco fiable. Nunca aprendemos del todo nada que pueda estar sometido a los sentimientos de permanencia o temor, a los agobios del cariño y a sus propias carencias; las cosas que nos hieren en la propia carne del sentimiento más vivo, en esa incruencia que representa la herida en el ánimo, no enseñan nada más que el mandoble fulminante de lo desproporcionado: miedo y dolor. Dejamos de dormir un tiempo anonadados por las circunstancias que han roto el curso seguro de los días, la placida marcha de las cosas más nimias, y que repentinamente nos han dejado en desolación. De tales cicatrices casi nunca nos reponemos del todo, quedan marcadas en la piel y son evidentes al mirarnos al espejo de nuestro propio reconocimiento. ¿Qué hemos aprendido? Todos vivimos y todos morimos, pero los más cercanos mueren mucho más que los que no tienen rostro ni lazos de afecto directamente unidos a nuestra respiración.
Los ojos que han perdido la mirada de alguna estatuaria romana, parecen vagar por el Hades terrible que visitaran Odieso y Eneas en vida, en muerte todos los demás. Estos dos héroes alcanzaron a ver a los suyos vagando por los infiernos de los muertos en un mundo en el que no existían paraisos más allá de la vida, solamente las tinieblas del mundo subterráneo, y de aquellos recibieron noticia y consejo. Siguieron su camino, el uno hacia la eterna Itaca convertida en poema por Cavafis y cantada tan expresiva y trágicamente por LLach; hacia la fundación de Roma el otro, portador en su empeño de todas las virtudes del varón romano: Virgilio fué su propagandista. Estos ojos que intentan penetrar sin ver en el visitante me desconcertaron durante una visita a los Museos Capitolinos de Roma. Perdidos los ojos a lo largo de los años, parece mirar ahora con angustia y de su boca entreabierta surge un lamento largo, inacabado, el grito escondido en la piedra que hiela el sentimiento de quien alcanza a oirlo. Joven y hermoso, ha perdido su capacidad de ver la luz y esta mutilación le despuebla del manto protector de la imagen del todo en que habita. Le quedará la vida, es cierto, pero mutilada, porque lo bello que se percibe por la luz no tendrá nunca palabras para ser descrito. Ese milagro nuestro, natural y cotidiano, y prodigioso, se abría hoy ante nuestros ojos al correr en coche hacia el ocaso del día y de la propia luz del sol y nos ha dado la bienvenida, de nuevo, a la vida.

jueves, mayo 18, 2006

DISCULPEN LAS MOLESTIAS

Por razones privadas esta página permanecerá sin actividad a la espera de la reparación de averias personales de la propiedad durante dos días o tres.

miércoles, mayo 17, 2006

Creer y no creer


Malcom Lowry ha escrito algunas de las novelas y narraciones que más me han impactado a lo largo de mis lecturas: "Bajo el Volcán" se ha convertido en un libro de referencia para quien quiera conocer a fondo la peripecia humana de la desgracia construida por uno mismo: el alcohol, los celos y la incertidumbre juegan en un fresco autodestructivo de dificil superación por lo que tiene de ejemplar; cuanto sucede en la novela nos mueve a compasión erigidos en compañeros jueces de un viaje al fondo más oscuro de la noche íntima. Yo no soy crítico literario, me libren los dioses, pero se leer desde niño. Digan lo que digan, entre líneas no hay nada que no sea nuestra percepción de las cosas y percibimos al autor desesperado. Lowry era alcohólico, profundamente alcohólico. "Escúchanos, Oh Señor, desde el cielo, tu morada" tiene, además de un título fascinante dos de los mejores relatos cortos que yo he leido por lo que guardan en su interior de naturalidad, frescura, amor, naturaleza y placidez: "El más valiente de los barcos" y "El camino que lleva a la fuente". Dibujan el mundo naíf de la desesperanza esperanzada; siempre hay un paisaje mejor, una oportunidad de encontrar el jardín del edén (lo escribo en minúsculas con la intención de no darle una importancia indebida), el afán de reencontrar la compañía, que es en lo que se convierte el camino vital de cualquier ser humano, a medida que se va quedando solo. Lowry era alcohólico, no trataba de abandonar la influencia de esa droga que hemos convertido en infernal amigo de una sociedad que necesita estimularse para actuar ( la palabra actuar está escrita aquí intencionadamente dentro y fuera de contexto). Entre el cielo y el infierno de un hombre, entre su paraiso y su degradación, se interpone una botella de wisky, o para ser exacto en la escritura, una botella de wisky tras otra. Lowry murió alcoholizado, pero no convirtió su vida en una tragedia, ni escribió sobre él, por lo menos no de manera directa. Cuando habla del alcohólico no escribe sobre él, pero sabe por él como escribir sobre ello; cuando habla de Yvonne no habla de la mujer que le dejó tras su primer matrimonio, pero sabe cuales son los efectos del abandono. Una vida al servicio de una obra y una obra al servicio de la esperanza de conseguir acabar una Obra que no se puede acabar. Leyó a Ortega y Gasset y le gustó la idea de que el hombre es el novelista de su propia vida. Vagó por el mundo e hizo de la vida el escenario sobre el cual escribiría sus dramas, porque la realidad es que en absoluto narró una línea en tono de comedia. En Lowry no hay, no veo yo, el menor atisbo de autocompasión, seguramente porque entiende que la naturaleza humana está toda ella alcoholizada por diversas sustancias adictivas, desde "la materia con se tejen los sueños" hasta las m´´as destructivas y más demolesdores. Pequeños paraisos atisban por entre sus páginas que parecen nuestros pequeños paraisos atisbados cotidianamente. Hay escritores que practican la autocompasión en su obra, marcadamente autiobrográfica. Lowry no. Una obra no nexiste hasta que no llega al lector, a cada uno de los lectores; en cada caso el torrente de autocompasión se verá recompensada por ríos de piedad; esta catarsis la ignora el escritor pero escribe con la esperanza de que suceda. Independientemente de si la obra es buena (cosa en absoluto subjetiva) él autor es un mal escritor, busca la complicidad, se alivia con la piedad de los demás, en suma y como tantas personas en la vida común, chantajea a su público: "dame piedad y sufriré menos". Y piadosos al fin, y compasivos, acuden los otros a la caricia sin otro objetivo que la autosatisfacción del victimario, que no víctima. Hay una frase en "Balthazar", una de las cuatro novelas que componen "El Cuarteto de Alejandría", de Lawrence Durrell, que me impresionó profundamente y que no he olvidado desde que la leí hace ya un montón de años. A partir de ella cambió mi comportamiento en determinadas cosas de mi aventura humana, en las relaciones con las otras personas y en mis relaciones con mis lecturas y autores favoritos. Acepto la vida como experiencia en las novelas, pero no la autobiografia expiatoria; las autobiografías deben escribirlas los otros. Como escribía, la frase que me encandiló hasta afectar a mi actitud y a mi comportamiento frente a los demás, la pronuncia Melissa, una mujer destrozada por el abandono: "Cuando se fué, el mundo entero desapareció. ¡Pero nadie tiene derecho a ocupar un lugar semejante en la vida de otro, nadie! (1) Una buena novela propicia que le contemos nuestra intimidad, en el silencio dialogado de las palabras escritas y el pensamiento. Entre línea y línea surge una nube que no es del autor, que es nuestra y que deriva nuestra atención hacia hechos cercanos. Pensamos en nosotros conjuntamente con la aventura de los personajes que estamos conociendo. Podemos repasar nuestra existencia al tiempo que asistimos como espectadores a las de los demás y al fin, comparar por comparar, podemos atisbar que en muchas ocasiones no se trata de nuestro infierno sino de nuestro aburrimiento. No existe el Paraiso, eso es cierto, pero hay momentos en que lo tocamos con la mano y eso nos basta. Volvemos al libro. El Consul de "Bajo el Volcán" se consume entre su propia autocompasión y autodestrucción y le miramos como si fuéramos entomólogos; no podemos arrebatarle de su destino, y además, si se tratara de una historia abierta, ¿porqué tuvo que entrar en ella? Coinjeturamos que esta historia acabará mal porque él va a morir, pero no es cierto, acaba bien porque es lo que ha estado buscando durante 400 páginas. Va y se muere y nosotros sorbemos el último dedo de vodka con naranja y hielo.

(1) La cursiva es mía

martes, mayo 16, 2006

Goyerri. Patrocinador Universal de la ternura


Rematada la faena ya es de noche y recuerdo que Goyerri tiene una cita con Movie. Ahí está, es puntual remoloneando. Obedece a la voz cariñosa y le encantan las mujeres, los hombres también pero menos. De natural es como una alfombra pequeña y para sentirse feliz necesita tener visitas.
Recuerdo aquí a todos los amigos perros que estuvieron o han estado cerca de amigos humanos y les regalaron su humanidad. Por Plaf, por Yalo, los dos tan lejanos ya, por el enorme Yeico y por la femenina Gina, por Nero del que supe hace poco, por Sira, por Togo que se nos va irremediablemente, por Harri que aguanta dos operaciones de cadera, por Dora minúsucula y coqueta, por Mata y por Hari, siempre juntas, por Troilo el amigo de Gala que al morir mereció una crónica que hizo llorar a miles de personas (iba a escribir a toda España, pero es exageración), por Gos que ya habrá muerto, ya...
Cita cumplida.

Del fondo de los fósiles




¿Cómo comprender que solo soy una persona? ¿Y que este bosque es solamente un bosque? El paisaje se cierra en círculo en torno a la individualidad y un día se descubre uno mineral. Es así como empiezan los fosiles, felices consigo mismo, acurrucados en el placentero sentir y estar. El culpable, no debe quedar la menor duda, es el café con leche de la mañana y el cielo radiante que a través de las ventanas mira el interior de la casa escrutando los rincones. Le gritarás al cielo, "no me persigas, estoy aquí, lo sabes" y él permanenece inalterable en su labor de espionaje. Lo que quiere es que salgas, que compartas su luz. Ah, si todas las madrigueras fueran iguales no habría habitantes sobre la superficie del planeta y nos veríamos, vecinos mudos, a la luz del silencio. Conviene recordar que estamos en la superficie y que andamos a medio camino entre el caracol y el elefante, animales del planeta con un cerebro de 1,300 gramos que contiene la mayor capacidad de inteligencia que es posible. Años enteros hay en que se encienden las velas y se vive en su oscuridad, cargada la atomósfera de desasosiego. Acontece que todo parece ir de mal en peor y solo nos queda el rincón inestable de la cueva, en la que los cambios de estación producen miserable angustia. Le gritarás a la cueva "déjame ir, me esperan fuera" y obligada y a regañadientes abrirá su boca y te mostrará el camino de la luz que seguirás hasta dar con el bosque. Ya estás afuera, te dices, soy valiente. Engañosa circunstancia, cualquier ruido te acongoja. Nombrarás, detestables, a los dioses que puedas invocar, inventados sobre la misma marcha y abandonados en los márgenes del camino, condenados al fracaso por fracasados; ¿no les pediste ayuda y no te la dieron? ¿No te dejaron inerme ante un peligro que desconocías? Sobrecogido por el terror invocaste al dios de la compañía y estaba fuera, de copas, no se ocupa de los temas de los mortales en final de semana, deberás esperar hasta el lunes, no hay dioses de guardia. Sobrtecogido por el futuro invocarás a los dioses de la seguridad y oirás su respuesta serie y conspicua: ¿acaso crees que esto es un banco? Cielos, claro que no, yo solamente pedía ayuda. Felices los tiempos en que los dioses y los hombres convivían en un paisaje de escepticismo y no existía el pecado que despiadadamente se impuso a la humanidad. "Solo quisiera saber para apurar mis desvelos / dejando a una parte, cielos, / el delito de nacer, / ¿que más os pude ofender para castigarme más? / ¿No nacieron los demás, pues si los demás nacieron,/ ¿que privilegio tuvieron /que yo no gocé jamás? Calderón puro y duro condenado a los infiernos por dudar, por invocar contra la malignidad del pecado de nacer. Felices los tiempos del paganismo placentero, de los ritos de Eleusys, de los oráculos, del Mediterráneo universal, suma de todos los mediterráneos, lugar privilegiado que renunció a la atlanticidad, que se lleva en la sangre. De abandonar los tiempos de la ciencia, crueles y venturosos, ¿cabría la posibilidad de volver al paganismo sabio, cuando en Roma crecía cualquier templo que quisiera porque ninguno de ellos tenía poder sobre la vida? Crueles, si, pero suficientemente morales, los días de ayer mantenían a los dioses en los altares y para que no molestaran demamsiado les llevaban alguna que otra ofrenda. Pues estos dioses fatales del bosque, se disuelven en la tierra y desaparecen, si deshaces el camino ya no les encuentras abandonados en el margen; se fueron, no están, no eran nada. ¿A qué tanto soñar y pedir? En el arroyo recién encontrado mojarás el talón de tu pie, y como Aquiles llevarás esa mancha toda la vida. Tu bautizo ha sido fresco y cristalino. Bajo un roble de hojas alveoladas tomarás el refrigerio de una fruta, una manzana de piel roja y brillante y un trago de agua. ¿Qué hacemos aquí? te preguntará tu amigo perro y le contestarás: Renazco, ¿no te das cuenta? Un poco torpe como es, no te contestará, porque no está para tonterías. Y volverás a casa y dirás: "he renacido". Bueno, bueno, te dirán, pero ¿que vas a querer para comer? Por un momento, pensarás, tuve la impresión de que me iba a quedar convertido en piedra, como el espíritu de un asombroso cuento de Robert Graves, "El Grito", en el que en el interior de una piedra existe un grito espantoso, cautivo. Durante un instante pensaste que la luz del día radiante te iba a disolver y que en ti convivía otra persona que iba a encerrarse en tu caparazón. Esta manía de escribir confundiendo las personas hizo que hace muchos años, tu primera mujer (que estudiaba psicología trabajando de maestra, por entonces) te preguntara si no era posible que convivieran en tu dos personas. Ya se por donde vas, le digiste, no estoy esquezofrénico. Hoy en día eso está a la orden del día: Robert Hare, profesor emérito de Psicología de la Universidad de British Columbia, afirma basándose en estadísticas fiables, que el 1% de la población padece esquizofrenia: ¿serás tú o seré yo ese 1 entre 100? Y ese índice es estadísticamente algo menor que el de psicópatas. Vamos av er, te dices, ¿que es todo esto? Ha empezado con el café con leche, ¿a que viene este lío mental? te contestas: hace más de dos meses que no bajas a una capital decente, quiero decir, una ciudad donde convicen 5 millones de personas con una tasa de conflictividad (cualquiera, da lo mismo) suficiente para figurar en tus miedos, más o menos. Hombre político como has sido siempre, pasas olímpicamente de la organización social que te rodea y en la que estás inmerso, es cierto que a veces no, pero es el poder de enrabietar que tiene la televisión, ya la conoces, además es nueva y muy buena. Te has vuelto, te sigues diciendo, un huraño, un ermitaño. Pero no, que va, si todo el mundo cree que soy un tipo simpático y dicharachero, si creen que soy cordial y culto. No les creas, te lo dicen a la cara, porque ¿quien va a decirte que te odia? Ya estamos otra vez, es el café con leche. Olvídalo, ahora estás escribiendo un post, ¿que tiene que ver eso con el café con leche?. Oyes trajinar a Ana abajo, afortunadamente activa, volviendo del fondo de otra cueva. Y llegado aquí dejas de teclear y te dices... nada, no te dices nada, porque no sabes quien a quien. Miras por la ventana y ves Cabeza Reina, han vuelto las golondrinas, no las de Bequer, que ya son fósiles. ¡Ya estamos otra vez! Que no, hombre, que no, que era una broma. Haz algo razonable, se te va a ir la mañana sin hacer nada. ¿Y porque hay que hacer algo? ¿Que es algo? Te ries para ti mismo, has vuelto a la razón que nunca has perdido, porque escribes llevado por la lógica y la espontaneidad hay dinteles que nunca atravesarás. Conjuras los peligros con la fórmula de los vencedores: "Vae victis". ¿Nunca? Venga ya, deja de bromear. Te ries, me rio, me pregunto si el post, que voy a dejar tal y como ha salido, a vuela tecla, destinado a esta república intangible de pequeños cordones vitales, se entenderá, ¿y de que manera? Pero me digo, y esto es definitivo, que no hay porque hay que acabar, que poco hay que entender de esta confusión, de este amado caos que es la vida.

lunes, mayo 15, 2006

Las mañanitas

Los pasos en punto de Goyerri son las 9,00 de la mañana. Más puntual imposible. Sale de debajo de la cama y se acerca a mi, con su pata me sacude el cobertor y cuando abro los ojos tengo los suyos en primer plano, acuosos y confiados; su mirada fija (la paciencia es el arte consumado de los perros, nadie como ellos sabe esperar) y su gesto expectante parecen decirme "vamos ya, tenemos tanto quer hacer" y yo voy, obediente. Me acompaña paso a paso, sube y baja las escaleras varias veces y espera en la cocina (aquí si que algo nervioso) mientras preparo el desayuno. Algo hay que darle aunque sea para engañarle, porque él cree que debe desayunar. tengo el íntimo conven cimiento que cree que es humano y que se siente en conciencia (la cantidad de ella de que pueda disponer) igual a nosotros. Le damos una miga de pan, minúscula sin mantequilla, y la toma vorazmente poniendo las cosas en su sitio. Después tenemos por costumbre sentarnos frente a la cristalera del salón, frente al jardín y miramos hacia el exterior y conversamos. A veces de algo y a veces de nada. Conversar de nada requiere habilidad para no caer en el silencio forzado, aquel silencio de "ay, señor" o "pues ya ves..." No, eso seria indigno de nosotros. Hablamos por ejemplo del seto, de si le conviene recortar las puntas o de si han cogido las últimas plantaciones, una línea de plantas de salvia. Este tiempo de conversación, es en realidad la preparación al día, la liturgia del reconocimiento. Frente a frente constatamos que volvemos a ser lo mismo. Si un día, no respondiéramos a la gesticulación convenida ni al ceremonial acordado, pensaríamos que estamos ante otro. ¿Una suplantación? ¿Que habrá sucedido? Sostengo que al irnos a dormir dejamos en manos del sueño un viaje a la siguiente jornada que es como una muerte con resurrección anunciada. Hechas las maletas y recogidos los enseres de la memoria, solemos dar a nuestras parejas (yo lo hago, por lo menos) un beso de despedida y decimos "hasta mañana"; hay quien, piadosamente añade "... si Dios quiere". Desde niño he pensado, no se me considere más impio de lo que conviene a un ateo educado y un poco jacobino, que en esto de la despedida Dios no tiene porque intervenir, y de hacerlo no veo ninguna razón para que no vaya a querer: sería una intromisión sin sentiido. Yo duermo a gusto tras esa despedida breve, el equipaje a nuestro alrededor, la memoria ordenada. No sueño, lo siento mucho, sinceramente; soñé y eso me proporcionaba buenos y agradables despertares, ahora no lo consigo o no consigo ser consciente de ello, que de ser así sería más frustrante. A la mañana siguiente volvemos a la vida y nos hacemos de nuevo con equipajes de todo tipo; con la vida a cuestas empezamos de nuevo siguiendo el guión. Le abro la puerta del jardín a Goyerri y sale a su primera excursión del día: su primer gesto es olfatear al aire tratando de encontrar, eso parece, un sentido, sale a la grava y de allí pasa al cesped y se pierde en torno a la casa. Volverá al cabo de un rato, se parará a mi lado para que le frote el lomo y al cabo de unos minutos hará lo mismo con Ana. Termina tumbándose en el sofá (la vista del jardín no le importa nada) y al poco ronca con suavidad. ¿Qué vas a hacer? Voy a leer un poco. Luego iré al vivero. ¿Y tú? Tengo cosas, nada. Nada es algo intrascendente, como son casi todas las cosas de los días que nos anidan. Nada es llenar la mañana de gestos pequeños y cotidianos que son necesarios, liturgias prácticas, diríamos. Busco mi libro, no siempre está claro cual es el que estoy leyendo por mi costumbre de dejarlos por el suelo, varios a la vez. "Cara a cara con la vida, la mente y el Universo": serie de entrevistas de Eduardo Punset con físicos, neurólogos, químicos, matemáticos, científicos en suma, hombres de la modernidad que aventuran hipótesis que muy bien podráin ser sobre los orígenes de cada cosa, del ser humano, del cosmos, del universo, del lenguaje, de la conciencia, de los sueños, de todo aquellos que representa una incógnita no solucionable por la fe, posiblemente la palabra que menos aparece en este volumen. Abro por la página marcada y leo una afirmación de Steve Pinker: "Mi expresión lenguaje-instinto proviene de Darwin que definicó el lenguaje como un instinto para adquirir el arte del lenguaje. No es un instinto fijo de muchos animales, sino un instinto que tienen los niños para analizar lo que dicen sus padres y crear su propio sistema de normas para poder comprender infinidad de frases en la lengua de su comunidad". El libro es apasionante, publicado por Destino Imago Mundi. Leyéndolo llego a la conclusión de que al fin podemos decir, con toda naturalidad, que casi no sabemos nada, pero que estamos en el camino que no admite mistificaciones, y eso me alegra.
Hace pocos días, de vuelta de pasear a media mañana con Goyerri por el prado y la linde del bosque, paseo que suele ser siempre más largo de lo que el recorrido pueda sugerir, ya que siempre se encuentra uno a más gente aquí que en la Plaza de Cibeles, pongo por ejemplo, por la simple razón de que cualquier persona que se cruce contigo se parará unos minutos a charlar y de los miles con los que te puedas cruzar en Cibeles ninguno reparará en tu presencia, pues al regreso del paseo, Ana me llamó desdee la cristalera del jardín por la parte que domina Cabeza Líjar, es decir, el sur, y me señaló a un chalé en construcción ya muy avanzada: guardia civil, un coche de atestados, los obreros, el constructor (buen amigo que es quien construyó mi casa) y alguna gente más sin identificación aparente. Al poco sacaron una caja de muertos, no tan alta como los feretros de entierro y la metieron en el coche de Atestados. Llamé por teléfono a mi amigo el constructor: ¿que ha pasado? Me explicó que había muerto un chico de veinte años, un obrero víictima no sabía si de un derrame cerebral o de un infarto. Le dije que lo sentía y corté la llamada. Amalia, la mujer que nos ayuda en tareas de casa me preguntó: ¿Y le ha dicho si era de aquí? No le he preguntado, Amalia. Me miró con cara de recriminación. está claro que podía haberlo hecho, en los lugares pequeños esa información es vital. Porque podía ser incluiso extranjero, dijo ella. Podía ser, esto está lleno de polacos, rumanos y ecuatorianos. Entendí que Amalia prefería que el muerto fuera de un pais lejano. Pobre chico, dijo Ana, y eso era verdad. Tenía solamente veinte años.
Hoy he mirado al cielo al levantarme y lo he visto bellísimo. Las nubes formaban dibujos en él y he ido a por la cámara.

Silencio en la noche...

Cómo me acuesto muy tarde, entre las 3 y las 4, soy el único habitante despierto en el prado, de los pocos que pernoctan aquí durante la mayor parte del año. Si miro por la ventana de la biblioteca veo las luces de la antena de telefonía que corona Cabeza Reina, tres luces rojas que flotan en la negrura, salvo cuando hay luna llena, que con su alcance saca brillo al metal de la torre. Si miro hacia Cueva Valiente, alcanzo a ver la linterna de un farol y un trazo de la calle - carretera que une el pueblo con la pista de la Forestal. A mi alrededor las casas están mediada la construcción algunas, habitadas por familias de fin de semana otras, y habitadas todo el año dos, una en cada extremo del área. Una es la nuestra. El silencio es absoluto. Cruje el techo de madera de la casa; al principio, hace unos años, creíamos que la casa se nos iba a caer encima en cualquier momento; al cabo del tiempo supimos que estos crujidos tienen que ver con la natural dilatación de la madera y ahora ya no los oímos. Si viene algún amigo a visitarnos y pasa la noche, hay que prevenirle, porque de no saber nada puede perder cierto sosiego. A estas horas ( son más de las dos) leo y escribo sin música, no por evitar molestías a Ana, sino porque prefiero esta sinfonía silenciosa envolviéndome. El silencio es magnífico, todos los silencios, creo yo, acompañan íntimamente.
Tengo encima de la mesa en que trabajo, entre otros muchos libros, papeles, objetos y trastos entre los que siempre encuentro lo que no busco y extravío lo que necesito, cuatro libros que representan para mi un caudal inagotable de satisfacción. Se trata de cuatro diccionarios filosóficos de muy distinta índole, aunque de título similar. La índole es la del autor y los cito: Voltaire, Savater, Comte-Sponville y Sánchez Meca. Estos libros, como casi todos los que me acompañan, no los adquirí buscándolos sino que llegaron a mi con la espontaneidad del encuentro puntual, ahora uno, ahora otro. El primero fué el de Savater, hará ya sus quince años y de tanto leer en él referencias al de Voltaire, encontré este poco después en una librería y vino a casa a hacerle compañía al primero. Los dos me han dado bellísimos y jocosos momentos, clarificadores y enriquecedores y sobre todo me han obligado, literalmente a pensar. Solamente por ello les tributo rendido homenaje. Tienen estos diccionarios una gran virtud que comparten con el de Pierre Compte-Sponville: sus definiciones son lo que creen los autores y en ningún caso pretenden hacer dogma o pedagogía. No sucede lo mismo con el de Meca, que es filosófico y diccionario para ayuda de consultas de estudio y se ciñe a la ortodoxia de autores, escuelas y definiciones.
Citaré para dar un ejemplo, extraída al buen tun tun, una definición de Savater de eternidad sacada de una descripción más copiosa de otro concepto, creo que "muerte": "eternidad es no conocer el hecho irremediable de la propia muerte". Lo importante que estos libros ofrecen es la posibilidad de leer, aceptar, rebatir, ampliar, disminuir, añadir, etc. Su pensamiento está vivo y es susceptible de enriquecernos más o menos según estemos dispuestos a ello: ayudan a pensar por nosotros mismos y con ligereza y sentido del humor nos recuerdan que la filosofía (escrita con minúsculas y con sentido puro de la busca del conocimiento por uno mismo) puede, y creo que debe, ser ligera, atrayente y jocosa.
Saco estos tres libros de consulta a colación porque he escrito varias veces en estas líneas la palabra silencio; es una de esas palabras que parece que quiere decir algo muy sencillo pero que cuando uno intenta definirla, se encuentra en apuros. Pienso que pues me gusta el silencio, deberé saber lo que es. El Diccionario de la Real Academia dice poco o lo justo, no es un diccionario de ideas sino de vocablos, y eso es un problema a la hora de describir las ideas que viven (viven, si) detrás de las palabras. Dice este diccionario de "silencio": 1. Abstención de hablar. 2. Falta de ruido. 5 Pausa musical, entre otras que aportan poco o nada más. Son definiciones que sirven para lo que sirven; concretas y tajantes en demasía no ayudan a descripciones de estados de ánimo o situaciones de más enjundia. Comte-Sponville tiene varias definiciones para este vocablo al que ni Voltaire ni Sabater hacen caso de manera directa, es decir: con entrada por su letra. El filósofo frances escribe: " En el sentido en que yo adopto el término, es la ausencia, no de sonido, sino de sentido. Un ruido puede entonces ser silencioso, del mismo modo que un silencio puede ser sonoro." Añadiría yo: todo cuanto suena y no tiene sentido para mi, es decir, no lo percibo, es mi silencio. Este silencio al que me refiero se produce cuando entramos en un ensismamiento, que es abstraerse en uno mismo, creo yo. Un amigo mío, pintor, que preparaba una exposición cuyo título era "El artista ensimismado" se las vió y deseó para dar una traducción a la palabra al inglés. Creo que al final, reunidos varios expertos, terminaron por aceptar "The simple mind artist", lo que queda a años luz de la idea inicial.
Ahora, al acabar el post, mientras voy conectando los sonidos, mientras van adquiriendo sentido porque he decidido escucharlos (el tic tac de un reloj, el zumbido del ordenador, el golpear sobre las teclas, los crujidos del techo, la respiración pausada de Goyerri, los chirridos de mi sillón giratoria cada vez que me muevo en él y los hielos cayendo en el depósito cuando se han formado, seguidos por la expulsión de agua nueva a presión en la bandeja interior del mecanismo, y otros más en los que todavía no reparo), mientras mi entorno vuelve a estar habitado, miro el reloj y veo que son las dos cuarenta y cinco. Leeré todavía un rato antes de ir a dormir. Cinco horas de sueño me bastan para que al silencio de la noche le suceda el silencio del día, que está habitado por otros sonidos y otros sentidos.

sábado, mayo 13, 2006

De la lectura en la edad de la inocencia



Hay libros que no tienen ninguna lectura; casi nunca sabremos cuales son, ni siquiera llegarán a nuestras manos o en ocasiones haremos porque no lleguen; no cabe escribir sobre ellos nada salvo que probablemente perderemos algún buen momento. No sabremos nunca lo que sucede cuando dejamos de lado un sendero en la bifurcación y no tenemos oportunidad de conocer su destino. Hay libros que tienen una lectura: la del momento en que se leyeron o la del momento por venir en que serán leidos. Otros muchos tienen dos lecturas; una antes de los treinta años y otra pasados los cincuenta. Son estos los que después de la primera dejan una memoria viva, es decir, accesible permanentemente; no nos cabe andar buscando en las neuronas para saber cual fué el tema, el argumento, la historia, los protagonistas, el desenlace, la impresión general, el enamoramiento por el todo o por parte. Se leyeron y quedaron, como paisajes de un viaje que nunca se ha de olvidar. Cambiamos con el tiempo, los libros no, permanecen iguales palabras por palabra, espacio en blanco por espacio en blanco. La tipografía es la misma, el tamaño de la letra, si cabe se ha vuelto un poco más gris el papel y nos resulta un poco áspero porque el tiempo ha mejorado técnicamente la textura y este libro ya tiene sus años. Puede ser también que el diseño de la portada, que fuera en su día de vanguardia (el diseño gráfico debe mucho a las portadas, constantemente llamando la atención desde los escaparates de las librerías) se haya vuelto pasado, y lo que sería peor, anticuado. Hay portadas donde el trabajo gráfico fué en su día tan actual y potente que hoy, veinte años o más después, siguen estando plenas de modernidad. La historia contada en el libro, el pensamiento posado en sus páginas, sigue siendo el mismo, exactamente el mismo que escribió el autor. Cambiamos nosotros, treinta años no es nada con son de tango, pero son un enorme equipaje en el que al igual que la ropa hemos modernizado el pensamiento: en términos del tiempo en que vivimos y en los del tiempo propio que no es el mismo, ya que nuestro pensamiento se ha vuelto de otra manera, más miedoso o lleno de coraje, abierto a la esperanza o a la desesperanza, irónico y escéptico o profundamente crédulo; sea porque nuestros prejuicios morales han agrandado nuestro campo de comprensión o nuestroa postura ética se ha visto ensanchada por la razón o la experiencia; sea también por la aparición de la intolerancia de la mano del hastío, o todo lo contrario al haber descubierto en la tolerancia el campo ilimitado de la libertad. Sea porque hemos seguido adelante en la misma línea en que nos sorprendió la treintena o porque hemos añadido a nuestro devenir mucha evolución propia de los tiempos, hemos cambiado. Suele decir la gente "para bien o para mal" que es forma de no equivocarse, que podría pasar por sabiduría popular y pienso yo que es más bien hablar por no callar: se cambia y basta, solo conviene saber hacia donde y en un análisis lúcido sería bueno tomar postura frente al cambio y estar de acuerdo con él o por el contrario sentir una ligera verguenza (o tan grande como se quiera) al comprobar que no hemos podido preservar casi nada de nuestra edad de la inocencia, cuando menos los ojos abiertos y la mirada asombrada.
En un libro que acabo de releer (en el sentido en que escribo este post, el de la segunda lectura) "¿ Qué es la literatura ?" de Jean Paul Sartre, el autor escribe refiriéndose al oficio de escritor "no, no valemos más que nuestra vida y debemos juzgarnos por nuestra vida; nuestro lenguaje no vale más que nuestro lenguaje y debemos juzgarlo por el uso que de éste hace" Sartre, además de un filósofo de la acción, prematuramente olvidado, es un creador de frases que pueden convertirse facilmente en eslóganes combativos, que todavía hoy tienen enjundia, por ejemplo "el hombre es el ser frente al que ningún hombre puede mantener la neutralidad". Cito de él lo que me parece fundamental a cuento de estas líneas que estoy escribiendo: "la obra de arte existe únicamente cuando se la mira". Escribe sobre el concepto de "la revelación" que es el momento en que el lector descubre en el libro su particular versión, única, aquella para la que él debe creer que el autor lo escribió. Si el lector cambia a lo largo de su vida en la manera de percibir y entender, comprender y aceptar, asumir y moralizar, los hechos que han ido sucediendo a su alrededor, ¿verá la obra de arte de la misma manera, se le revelaré el libro de igual forma? ¿Se nos revelará de la misma manera Faulkner, cuando con menos de treinta años leíamos Absalón, Absalón, que si ahora vamos a nuestra biblioteca, lo buscamos y procedemos a vivir en él? El sentido de la vida moral que late en Crimen y Castigo, ¿lo vamos a comprender de la misma manera con que nos impresionó hace treinmta años? ¿Que pensaremos hoy de Emma Bovary? ¿Y de Anna Karenina? ¿Cómo nos adentraremos en La Historia Universal de la Infamia de Jorge Luis Borges, si cuando lo leimos jóvenes nos fascinó absolutamente? ¿Qué sentiremos al abrir las páginas de Yourcenar, de Dos Passos, de Steinbeck, de Conrad, de Baroja, de Galdós, d, de Camus, de Pavese, de Mishima, de Durrell, de Miller, de Greene, de ...? Todos esos autores nosd han aportado una visión de la vida por la vía ejemplar, sus personajes nos han mostrado sus alegría y sufrimiento y se han convertido en paradigmas de comportamientos morales. Basta con mirar nuestra biblioteca, la de cada uno, la física en estantes o la personal guardada en la memoria y hacer la lista de lo leído. Basta con un libro de cada autor, o dos, o más; basta con hacer la lista de libros sin reparar en los autores o hacer el camino inverso. Basta con recordar las sensaciones de aquella lectura precoz que se han quedado guardadas en nuestras neuronas. Y basta con estar atento a la nueva lectura, a la nueva revelación. Puede suceder que habiendo cambiado tanto no reconezcamos casi nada de lo sentido y vivido en la primera ocasión: más maduros tal vez seamos ahora más indulgentes. Uno piensa que la indulgencia debe ser un acto racional producto de la asunción de la humildad, de la negativa a juzgar. ¿Con ese tipo de humildad nos enfrentaremos de nuevo a las angustias de los escritores que nos han marcado? Pienso en Celine, brillante y odioso tal y como lo recuerdo. ¿Qué va a suceder ahora cuando mi postura frente al fascismo se ha radicalizado? ¿Me seguirá fascinando su "Viaje al fin de la noche" o por el contrario lo rechazaré de plano puesto que la literatura que me interesa debiera tener un compromiso ético y moral con valores y unos objetivos clarificadores?. Recuerdo una frase de Simone Signoret que me pareció lúcida y comprometida, de la actitud moral de una actriz que sabe que su paso por la pantalla puede ofrecer, en uno u otro papel, modelos ejemplares: paradigmas. Cito de memoria: "Podría interpretar un personaje fascista en una película comunista, pero nunca a un comunista en una película fascista". Cuando me pregunto si rechazaré la literatuta de Celine antes de releerla por su contenido fascista, sí pongo en tela de juicio la pura existencia del binomio Celine / literatuta, veo que no soy indulgente, que estoy juzgando, que muestro mi capital totalitario, porque lo que importa, así lo creo, no es la existencia de la obra de Celine sino mi comportamiento frente a ella, hoy, ahora, al volver a leer la obra desprejuicidiamente, si eso me fuera posible. Cito de nuevo a Sartre: "para que surja el objeto literario hace falta un acto concreto que se llama lectura". Probablemente esperamos, al leer, que el libro nos ofrezca un paradigma moral pero no debe ser así, somos nosotros, los lectores, los que al enfrentarnos al texto debemos sacar nuestras conclusiones. Al volver a leer volvemos a aprender.
Y cito de nuevo a Sartre: "la realidad humana es reveladora... el hombre es el medio por el que las cosas se manifiestan... si le damos la espalda a ese paisaje quedará sumido en su permanencia oscura". Pienso que tengo tanto que releer que igual me queda poco tiempo para historias nuevas, y añado además que creo que muchas de estas historias nuevas son esos libros que no merecen una lectura, a los que me refería al principio.