domingo, abril 29, 2007

Las dos mitades

Lo divino, escribe Ortega, es la idealización de las partes mejores del hombre y la religión consiste en el culto que la mitad de cada individuo rinde a su otra mitad, sus porciones ínfimas e inertes a las más nerviosas y heroicas. Escribe esto en 1915, dentro de "Meditación de El Escorial". ¿Cómo pueden, me pregunto, las partes mejores del hombre permanecer ajenas a la terrible vulgaridad de esa parte ínfima e inerte? ¿Es esa la que es capaz de entender la violencia, el asesinato, el expolio, la humillación?

Ciertamente yo creo que de existir Dios está en cada uno de nosotros y es, de manera muy simple, el atisbo que en cada uno de nosotros se produce, a través de una rendija, de lo bello, lo bueno, lo benéfico, del bien como ausencia del mal, del perjuicio causado, del mal ocasionado. La palabra benéfico me produce rubor, pero al usarla concibo en ella una propiedad que resume lo que quiero decir. Procede de beneficius, esa es su etimología, y lo benéfico es aquello que imparte el bien desde si mismo.

Naturalmente, podría asegurar, aunque tengo mis dudas, que un hombre bueno es aquel que no hace mal, a nadie, a nada; deberá tener para eso conciencia del mal y saber con exactitud cuando y como se produce. Eso, a priori, no parece que esté en el pensamiento de cada uno de nosotros sino se ha introducido antes por una enseñanza externa. Yo no se si sabría lo que es el bien y en que consiste hacer el mal de estar solo en un mundo inhabitado sino por mi el resto de la naturaleza no humana. ¿Alcanzaría a Dios, como hace el Filosofo Autodidácto, en parecidas circunstancias a las que expongo, descubriéndolo en mi y en cuanto me rodea?

Quiero volver atrás: ¿es un hombre bueno, por no hacer mal a nadie? ¿De que manera? ¿?Como concebir el mal y el nivel de complicidad que es necesario para ser o no ser, malo? ¿Cuantos hombres buenos se han ido por el desagüe de la historia? Los concibo callados, ejército de silencios, viendo el mal a su alrededor, sufriendo por las causas del mal y por sus efectos. Los ojos de los testigos no son los de las víctimas: hoy no podemos saber la diferencia porque tenemos el cine que nos enseña a ver y sentir frente a la pantalla. Naturalmente nos arrogamos la postura de héroes, silenciosos, padecientes, los héroes de la callada resistencia frente al mal: se estremece nuestra parte mejor, la que es capaz de sublimidad, pero ¿porqué calla?

En las cosas del mal el mundo es la ajenidad, no nos corresponde salvo sufrirlo, de más cerca o más lejos. Olemos a carne quemada, pues hay hornos crematorios. Oímos los gritos de las víctimas, pues hay asesinos en la calle. Caen las bombas siempre sobre alguna manera de ser culpable. Hay quien, a fuer de sentirse bueno, sabe que aquel que sufre tiene un cierto merecimiento en sí; todos pecamos, todos tenemos ese maldito estigma del pecado original y cabe el arrepentimiento. De Jerusalén repudio la idea de pecado, el hombre es su elección, la oportunidad de ser hacia un lado o el otro. El sabrá lo que le demanda la conciencia.

Como casi siempre, cuando empiezo con un párrafo que debe posicionar mi pensamiento, sucede que me voy a otros lugares y las palabras fluyen: son siempre hijas de la incertidumbre. Me pasa con Dios, no el íntimo, habitante de la conciencia, sino con el Dios de los libros, el creador, el clemente, el misericordioso, el genuinamente bueno, que no me llevo bien con su existencia: cualquier trabajo que pretenda haber hecho, está mal rematado. Si iba a por el bien, se equivocó de medio a medio: ¿o no era el bien el fin significativo de la humanidad? Tal vez ahí radique un hecho que nos pasa desapercibido: Dios no buscaba el bien, sino el compromiso. ¿Con quien? ¿Con qué? Obviamente con él: llamemos a cuanto de bueno hagamos y mal a cuanto de malo exista? ¿Tendrán razón los ángeles que abandonándole fueron arrojados al vacío de las tinieblas? ¿Caerían en la superchería?

Insisto en Ortega: la religión es el culto que una mitad del hombre, la más terrena, rinde a la otra. He ahí el principio de todas las cosas, que divididas en dos se necesitan la una a la otra. Caín y Abel como una sola persona, encarnan el dilema, y aún en eso me preguntaría por la bondad del uno y la maldad del hombre. Un jurado hoy, absolvería a Caín, maltratado por la tremenda soberbia del padre y la actitud vanidosa de Abel. O le quitaría a Dios la tutela de los chicos, condenados a enfrentarse entre sí para demostrar quien sabe que cosa.

¡Ah!, tal vez aquí hayamos llegado al lugar que buscábamos, a la cueva en sombra en la que reposar el pensamiento para que fluya algo reconocible. Se trata no del dios que entrevemos en la mitad buena de nosotros mismos, sino en el culto que a él obligamos a la otra parte, cuya naturaleza no invita a rendir ese tipo de pleitesía. ¿Cómo voy a rendir u homenaje a una bondad de la que yo debería poder participar? Esto es mío, también este trozo de herencia me corresponde, los frutos de las campos, las semillas, la mies al recogerla, el vino en el lagar, la miel y la leche, la casa de madera y el bosque y la pradera. ¿Porque debo pensar que esta belleza es discernible solo por una parte de mi? ¿Aguarda en la otra la vulgaridad? ¿Lo malo?

sábado, abril 28, 2007

viernes, abril 27, 2007

La ciudad de Dios, la tumba de la memoria.

Detrás de toda construcción destinada a perdurar permanece en la discreción de lo oculto, toda intención de una persona, todo el deseo de una voluntad de poder. Escribo a perdurar, y añadiré, a subrayar la presencia del autor y a manifestar su reflejo en la obra, como si esta fuera la otra cara del espejo en que se muestra él a sí, en el diálogo íntimo del hombre y su sombre, del hombre y su reflejo, del hombre y su soledad.

Solamente el poder construye edificios con vocación de perdurar; solamente el poder es capaz de imaginarse en el tiempo de su inexistencia apelando a eso que dio en llamarse "gloria" y que hoy sería con suerte la maltratada memoria, al cabo de algún tiempo refugiada en los libros. El sueño del poder es ajeno a aquellos que lo padecen porque están presentes con él, en el mismo tiempo en que acontecen las cosas que lo representan, ajeno a su propiedad y a su disfrute salvo que podamos contar dentro de este la mirada lejana.

El edificio es la tumba siempre presente de la memoria de quien lo imaginó para sí, ni siquiera aquel que lo dibujó o quienes con diligencia ordenaron el levantamiento de la fábrica. hablo de El Escorial, otra vez, de la piedra enclavada en el llano sobre el que reposa la montaña cuya cima cercana sostiene un cielo de pureza infinita. Basta alzar los ojos para pasar en la mirada, de la piedra emergente, sólida sobre la tierra, nacida de ella se diría, que esa es la transformación de paisaje, instalar en él como de siempre lo que han levantado las manos de los hombres, al cielo azul y a las nubes blancas, dos colores limpios, únicos, de poco matiz salvo cuando llega el ocaso y enrojece el oeste la pared de granito que sobre el llano hacia el sur se extiende como una flecha de voluntad.

Detrás de tal fundación hay una idea y también una excusa para justificarla. San Lorenzo no cuenta más que poco, poco o nada, un simple pretexto para denominar el gasto. Incluso a si mismo, el soberano, debe tamizar la voluntad de poder con la apelación a la devoción religiosa. San Quintín fue la única batalla a la que asistió Felipe II, joven, sin convicción alguna, alejado por todo de veleidades guerreas, sin ningún interés en la pelea. En este rasgo, coincidía con aquel princeps que fue Octaviano y al que al poco bautizaría el Senado como Augusto: tampoco él gustaba de la guerra como ocupación personal. Los gobernantes, en el más puro sentido de la acción de gobierno, es decir, guiar, timonear, mandar al fin, para hacerlo bien según su saber y entender necesitan dejar la guerra a los guerreros y estar ellos con la inteligencia en el gobierno. No son héroes, ni lo quieren ser: construyen estados.

Felipe fue un hombre nuevo, en su tiempo, entre los hombres que le rodeaban y frente al modelo que evidenciaba su padre Carlos, que en todo fue un hombre viejo de pasiones renacentistas, monarca en litera y a caballo recorriendo sus guerras y dominios, triunfal emperador en las jornadas de Bolonia, al que Tiziano pintaría de manera maravillosa, levitando el corcel, hierático él, sobre los campos de Mulberg, cabalgando hacia el olvido que es el futuro, primero en la tumba de Yuste, medio cuerpo bajo el altar, el otro medio ofrecido a los pies del oficiante, finalmente en el panteón de reyes del Monasterio. Cuando quiso volver a la política, desengañado del retiro extremeño, le recordó Felipe que el poder no era un juguete que pudiera cambiar de manos a placer y capricho.

Le hicieron un hombre nuevo desde que era niño hasta convertirlo en un joven que lee, que disfruta de la vida y que mira y ve y al que todos tratan desde la misma niñez como se trata al Señor Natural, título que se daba en Castilla al rey. De una niñez en la que nunca se le permitió olvidar quien era y a que estaba destinado, de una juventud de obediencia al rey su padre, obediencia filial en todos los sentidos que le llevó a desposar a una María Tudor de poca presencia, avejentada, enamorada del buen mozo y a la vez histérica capaz de inventar preñeces para retener al varón. Él había dejado a un amor verdadero con el que a su retorno no volvería más. De niño, por razón de una disputa, su amigo de juegos el Príncipe de Éboli le alzó la voz y la mano y el rey Carlos no lo dudó: había que ejecutar su muerte. La corte consiguió cambiar el veredicto, pero Felipe caería en la cuenta de lo que realmente representaba para él ser intocable. Ni un solo gesto a él dirigido podía quedar sin consecuencias.

Los hombres nuevos tratan de construir, en el entorno que les toca, el mundo nuevo, como gesto y símbolo, que es el destino que le toca representar a toda construcción. Frente a la corte itinerante, de castillo en castillo, se inventa una ciudad al pié de una sierra, una vez más el cielo azul, limpido, recortando la línea del horizonte que separa el norte del sur. Frente al Alcázar de Madrid en el que mostrar el poder de su realeza a la corte y a los embajadores obligados a asentar su presencia en lugar fijo ya, política residenciada por vez primera, levanta el edificio solitario, de piedra, cuadrado, encerrado en la muralla de sus muros graníticos, defendido por las cuatro torres esquinadas, abierto al exterior por las hileras de ventanas por las que puede entrar el aire limpio, la luz, la realidad calma en la que se puede pensar y decidir.

No me atreveré a decir que en el edificio de El Escorial la fe religiosa y y el gesto de humildad ante Dios no existan, eso sería absurdo: basta ver el lugar para comprender que es hijo de una concepción mística, de pureza de fe. Dios está ahí, pero ¿que Dios? El edificio es la ciudad de la fe de San Agustín, la nueva Jerusalén, el nuevo Templo de Salomón, la fortaleza inexpugnable de un pensamiento que sintetiza en todo la idea que tiene el monarca del monarca cristiano y de su monarquía. Mira hacia Jerusalén en las estatuas de los reyes sabios de Israel y hacia Atenas en la biblioteca frontal al patio en que aquellos se muestran, de la misma manera que reune el conocimiento del turco en múltiples libros con abundantes ejemplares del Corán. La Basílica en el centro parece protegida por los palacios, el convento y la biblioteca, que en puridad de traza la rodean. Apiñados los órdenes humanos en torno a la Basílica, se diría que la protegen, la guarda. El mismo rey dispone su dormitorio junto al altar mayor, mano a mano con Dios y Jesucristo.

Me atrevo a afirmar que en el edificio habita una lectura de la psicología del rey Felipe. Los hombres que creen en Dios cree cada uno en un Dios que difiere del de los demás, de la intimidad de uno mismo no puede proceder la misma imagen y persona que del resto de gentes. En su intimidad de niño intocable hasta en su intimidad de monarca maduro y soberano prácticamente inaccesible, ha de surgir un Dios aprisionado en los muros de la ciudad de la Dios, donde habitan los hombres. El dueño del edificio es Felipe, Dios el huésped. Conviven los dos entre los limpios muros que han convertido un paisaje irrelevante en un símbolo de la majestad y de la dignidad: atributos en los que cabe preguntarse si corresponden a la divinidad o a la majestad soberana del poder terrenal. Me inclino a pensar que es lo segundo.

Voluntad de poder, he escrito al principio de este artículo. Ciertamente. Un hombre, su lugar, su contacto con Dios, su majestad soberbia; solamente un hombre así puede dibujar la traza de una tumba para albergar su cuerpo, pequeña y oscura al fondo de una cripta, y otra bien diferente, grande y espléndida, suma de cuanta perfección geométrica se pueda soñar, devolviendo la forma a la tierra, levantando un mundo, para albergar su memoria.

jueves, abril 26, 2007

Una historia triste

En la Octava Elegía de "Las Elegías de Duino" Rilke ha escrito:

Los hombres nunca, ni siquiera un día,
ante sí tienen el espacio puro
donde la flor al infinito se abre.
Siempre está el mundo alrededor. Y nunca
lo que en ninguna parte y sin estorbo;
lo puro, sin control, que se respira
y se sabe infinito y no se ansía.

Viene a cuento de nada, o sea que un poco de todo, de un todo que se vislumbra como una amenaza. Nada no es, nunca es, nada es la vacuidad, por lo tanto aún cuando en nuestro idioma le demos a nada el tratamiento de algo, viene a cuento de un todo que se percibe sin detalle, que se desvela apenas para mostrarnos una faz amenazadora algunas veces, una faz compasiva otras. Dice el poeta que "Siempre está el mundo alrededor" y es cierto hasta el extremo de que los hombres, o el hombre, el hombre que es cada uno, no se concibe a sí mismo sino es en el centro de todos los que así, de la misma manera se perciben. Y eso agobia.

Un día, alguien querido, me confesaba la tremenda angustia que sentía en su conciencia, que posada en su pensamiento volvía una y otra vez a ser presencia para atormentarle, porque en una ocasión había robado una pequeña cantidad de dinero que destinó a pagar unas pequeñas vacaciones de los suyos. La ocasión fue propicia, la terrible ocasión ante la que el sentimiento del deseo oculta todo lo demás: ante lo posible impune, cabe aterrarse.

Rilke abre la Segunda Elegía con tres versos que tengo grabados con el cincel del asombro, desde que con dieciocho años y pocas entendederas, los leí:

Terrible es todo ángel.
No obstante, a sabiendas yo os invoco y nombro,
pájaros mortales casi para el alma.

¿Es la conciencia de aquel humilde ladrón el ángel que le atormentaba? La cuantía del robo, una ridiculez, era insignificante frente al hecho amoral de la sustracción, producida por el deseo incontrolado. Desear es necesitar y nos pone ante los ojos del ángel, y su terribilidad. Existían en aquel tiempo hombre profundamente morales, me digo. Murió ya, le atendí en sus últimos días pues estaba solo y era amigo. Pensó que al hacerme sabedor de su pecado, liberaría su conciencia de la contaminación de lo malo. Se sabía malo: había deseado y convertido el deseo en acto.

La Quinta Elegía se inicia:

¿Quienes son, dime, los errantes, esos un poco
más fugitivos que nosotros todavía?

No hay posibilidad de que se abra el horizonte del que se siente mortalmente herido por su falta de ayer. Conrad, el maestro de la angustia inconsolable, de la incapacidad de redención, lleva a Jim a un escenario paradisíaco del Pacífico para ganar la pureza perdida, fruto de la cobardía: a un lado, los buenos, los malos al otro. El hombre, con su falta a cuestas, descubre que el pecado tiene nombres y apellido, tiene encarnadura mortal, está lleno de sangre y carne, de palpitar, de goce, incluso el pecado es amor y ama, es generosidad y da. El pecado como un cáncer se convierte en una recubrimiento de lo propio bondadoso y en él acaba escondiéndose. A muchos les es dado olvidar, a otro no tanto, algunos nunca olvidan.

Llueve, me digo, sobre la imagen de aquel en la cama del hospital, cuando iba a verle por las tardes y se iba la luz por la ventana. Le llevaba libros que leía durante el día, me los devolvía al atardecer, "no he podido acabarlo" me decía. No podía leer, él que había sido lector voraz. "Pienso en otras cosas" Entonces me lo dijo. Sabía que podía devolver el dinero, era bien poco, y que de faltarle algo yo se lo prestaría para nunca jamás, pues estaba muriendo; pero devolver el dinero no borraba nada. La conciencia le atormentaba por el hecho realizado y su auto estima le atormentaba, sabiendo que de hacer pública su falta, su imagen se vería manchada. Él, modelo de honradez, un hombre hecho a la antigua.

Hay tales desheredados en cada insensible vuelta
del mundo, que no poseen lo anterior ni lo más próximo.

En la oficina en la que coincidimos, yo era un joven sin futuro, él era un viejo contable con más de cuarenta años rindiendo sus servicios, al que los dueños, gente a la antigua también, ante la inexistencia de las pensiones de jubilación, le pasaba su asignación mensual entera, y así hicieron durante quince años, hasta su muerte . Le permitían ir dos o tres veces a la semana, a sentarse cerca de su antiguo puesto, en su vieja silla, junto a su querida mesa. De vez en cuando intervenía en los asuntos del quehacer diario. Cuando los dueños entraban en la sala le saludaban afectuosamente. Algunos finales de semana le invitaban a ir con ellos a las finca en el Montseny o a la casa en S'agaró. Allí estaba y era bien acogido, incluso con la benevolencia de los que íbamos viéndole, cada vez más, como un viejo senil, un tipo acabado soñando en el pasado. No sabíamos que su pasado y su futuro eran un mismo pecado.

Probablemente, aquella vecindad del lugar del pecado, la benevolencia y generosidad de los perjudicados, acrecentaba en él la angustia. Devolver el dinero era fácil, perder la estima y la imagen de lealtad era terrible.

Decírmelo a mi no le alivió. Me explicó los detalles, quiso que yo supiera hasta los más ínfimos detalles de su acción, la menar en que percibió la posibilidad, el disimulo con el que fue apartando las cantidades, ocultándolas a la vista en una enrevesada contabilidad de libros que nadie intervenía. Amasó, la historia es en si compleja, nada sencilla, una buena cantidad y nadie percibió los movimientos y al tiempo que lo hacía concibió el destino de la primera cantidad: las vacaciones, un verano junto a un lago, algunos restaurantes, un hotel confortable, un lujo para entonces. Lo hizo una vez, nada más; tomó una parte pequeña y quedó el resto del dinero, considerable cantidad; no pudo tocarla tan fuerte era el arrepentimiento.

Cuando se jubiló me contó, encontraron la suma de dinero en una cuenta aparte. Le preguntaron por ella, sorprendidos. No era una fortuna, pero era cantidad importante. Se sintió descubierto y estuvo a punto de confesar su falta. "Confesar, señor Rivera, me dijo, o se hace de golpe y sin pensar o no se hace" No lo hizo, mintió sin saber las consecuencias. Apartó, les dijo, ese dinero, por crear una cuenta colchón, precaución para malos tiempos. Siempre pensaba en decírselo, pero había preferido no hacerlo, porque aquellos patronos, imprudentes al fin que tanto gastaban de aquella riqueza, tal vez quisieran malgastarlo. Ahí está, les dijo, es un fondo de cobertura.

¿Qué iban a pensar de él? Eso le mortificaba. Cualquiera, me dijo, pensaría de mi con sospecha. Pasó una noche en la angustia del que ha sido descubierto: Ea, se dijo, ya está, se ha acabado. Es mucho mejor así, pues les robé debo pagar... Necesitaba pagar de alguna manera y creía llegado el momento. Pero no sospecharon: eran buenas personas. Pensaron unos días y al cabo le llamaron al despacho de uno de los dos. "Amigo X..., le dijeron. Es usted admirable. Sabemos que no tiene ahorros o que son muy escasos. ¿Que va a hacer ahora que se jubila?" No supo que contestar, estaba solo, el único hijo había marchado a Argentina, la mujer había muerto, nadie quedaba, no poseía en palabras del poeta "ni lo anterior ni lo más próximo". Este dinero es suyo, le hicieron saber, vamos a administrarlo para usted, considere que ha ahorrado su jubilación, vamos a darle su sueldo cada mes hasta que nos deje, no debe preocuparse, que no le faltará nada. Usted y su lealtad nos han emocionado".

Pudo resistirlo por pura cobardía, m,e contaba en la clínica. Perdido el valor en el escaso intento, sobrevivió años y años hasta que yo, recién ingresado, le conocí. Me adoptó, me hablaba de su vida, de su trabajo, de sus libros: leía geografía, libros de viajes, memorias de exploradores. Yo, me decía, como todos, hubiera querido ser otra cosa. Venía muy a menudo a la oficina, a ocupar un viejo espacio suyo, tratando de redimirse en el lugar de los hechos. "Buscaba, me dijo, el valor para contarles la verdad. Yo no merecía su bondad. Pero, ¿sabe usted, señor Rivera, las virtudes son escasas pero los defectos llaman los unos a los otros y al robo debe añadirsele la cobardía." Cuando años después leí Lord Jim, de Joseph Conrad, me acordé de él.

¡Ay de mi! No obstante somos eso. ¿Acaso
tiene el universo donde nos diluimos un sabor humano? (Segunda Elegía)

miércoles, abril 25, 2007

La sorpresa de que Goyerri empezara a hablar ayer ha venido acompañada de la lluvia, esta vez primaveral, copiosa, persistente, pero dentro de un tiempo que no es frío al que basta asomarse con un cortavientos impermeabilizado y poco más: yo asi lo hago. Me insisto para mi en la mormalidad de que el tiempo en abril sea lluvioso, como dicen el refrán, y y que coincida, finalmente, con las yemas y brotes en plena floración. Ha vuelto la flor de la forsitya a desde que se truncó el proceso natural con el frío de hace una semanas. Esta flor es para mi muy querida: de un intenso amamrillo, que es el color que entre todos prefiero, crece muy junta la una a la otra y deja paso a unas hojas de un verde húmedo e intenso que duran ya todo el verano; su explosión de color es la primera y de repente los húmedos jardines, la pradera que da al sur y el norte ,ás umbrío se encienden, pinceladas de la paleta de la naturaleza en estado puro.

Las espireas, muy cerca empiezan a dar la hoja verde a la que seguirá una flor blanca que doblará la rama en arcos tupidos, como si cayera un paraguas de copos de nieve. En el invernadero, los geranios, enormes y brillantes, rabian por salir igual que las begonias, enormes en sus macetas de toerra. Las guardo ahí durante el invierno porque me horroriza tirar a escombros las plantas por el simple hecho de que el vivero lo recomiende: begonias y geranios conviene recortarlos, enmacearlos si están en suelo, y meterlos en noviembre en cubierto con luz y algo de temperatura, no inferios a 8º.

Ya están aquí los jacintos, los primeros bulbos, seguidos de narcisos y anémonas. Los jacintos son blancos y azules, huelen se mantiene bien con la lluvia. Los narcisos, de vida breve y de hermosura grácil, les respaldan con su color amarillento, suave. Por detrás las copas rojas de los tulipanes están a punto de abrirse: libará el jardín en ellas por los mejores días. He recortado los setos, plantado tapizantes en los bordes y en el ionvernadero preparo dalias enanas iguales a las que están a punto de empezar a aparecer junto al ciprés del este que señala la dirección de la tierra en que nací y viví algo más de la mitad de mi vida.

Esta mañana, al desayunar, Goyerri nos ha hecho compañía como cada día. Yo desayuno fruta por prescripción médica y a él le gusta; no es de recibo, pensamos, tener a un perro amigo que disfruta enormemente con todo tipo de fruta y de verdura, sobre todo con las naranjas y mandarinas. Alarga la pata y me golpea la pierna cuando no le doy parte de la mía y en tal tesitura no queda más remedio. Antes de comer su pienso, que deja para el final, repasa nuestra dieta: pescado y fruta, verduras, el pisto le enloquece, y los garbanzos del cocido. Después del desayuno suele salir al jardín para las primeras necesidades, unos minutos apenas, y después se sitúa alternativamente a mano de Ana y de la mía, para recivir caricias en forma de enérgico masaje en el lomo. Eso le encanta, si no se lo hacemos lo reclama con un gesto enérgico también de su pata.

martes, abril 24, 2007

Un encuentro primaveral.

La primavera. con su belleza, cercena cualquier intento de aislamiento y no puede escribir. Esta pereza no es solamente indolencia sino culto al espectáculo de la naturaleza, cuando siente fluir la vida por sus heladas venas y se hinchan los brotes con adormecida petulancia. Es el tiempo de revivir, retorna la vida al bosque que se ocultó enfurruñado en los fríos invernales y en las aguas de marzo y abril, que anegaban los senderos y reventaban de sí los cauces de torrentes y arroyos. La bóveda azul del cielo cobra vida, dejando de lado la intensidad del azul limpio y frío, como cristal o por el contrario la espesa capa de gris plomizo, de horizontes del norte amenazando más lluvia, de horizontes del sur por el que las nubes se alejan cargadas. Ahora, el cielo es de un azul al que ligeras nubes semi ocultan o tapan, o difuminan el color del azul, en si más desvaído, y en esa nueva claridad surge el color como una caricia.

El hecho mismo de caminar entre los árboles llevando una ligera camiseta y un pantalón de verano, supone romper con la estación que tan tardíamente nos ha dejado y sentir en el cuerpo la cobertura de un frescor que vivifica; es bueno sentirlo. Los senderos, secos ahora, bien dibujados en su zigzagueo siguiendo siempre las pendientes, por más ligeras y casi imperceptibles que parezcan, como serpientes perezosas, redescubren en sus márgenes los helechos que crecerán hasta cubrir la rodillas, y los brotes de árboles que semillas o raíces enterradas allí. Un ambiente de franca camaradería se universaliza en el corazón de este bosque que no tiene tinieblas.

Constata que si escribe lo es para repetir la sensación del paisaje redivivo, y la misma palabra que acaba de escribir, "redivivo" le detiene el pensamiento y comprende que ha tomado un sendero de bifurcación, algo que le conduce afuera. Si revive el paisaje, es que vuelve de la muerte, del letargo que parece aquella y que en su parecer tan siniestra presencia nos ha mantenido lejos durante todo el invierno. La vida va por dentro, se dice, al pensar en los meses pasados. Escribir simplezas le parece oportuno, porque, ya lo ha escrito en el inicio, la pereza le puede.

Hace un tiempo, que se le van las mañana en la indecisión del quehacer y un rechazo frontal al hacer. Ahora, puede ser la pereza, y hasta ahí es aceptable; pero por lo general, la pereza invasora está desde tiempo ha y le aconseja entornar los ojos y solo mirar. Probablemente es que miró poco en su vida anterior, años atrás, o que bebió poco de lo que veía. ¿Quien puede saber porque la vida se fragmenta en la nada anterior y el algo del presente. De hecho, ¿a que viene dejarse seducir por esta llegada de la primavera? Una, dos, tres, cuatro muros de contención ha levantado en el entorno para defenderse de... ¿de quien?
Un párrafo tropieza en una idea que se inacaba bruscamente, ¿o no era una idea? Hablar por hablar y escribir por escribir viene a ser la misma indignidad, porque dependen del lector o el oyente ocasional.

Volviendo a los muros, los acepta: sus libros, el prado, el bosque, la pereza. No hay mejor idea para hablar desde la fortaleza, inexpugnable siempre, que el espectáculo de la primavera, se dice, pero sabe que hoy tenemos una convención del lenguaje y de la sociabilidad. Hablemos del tiempo o de las estaciones y dejaremos en los demás la presencia de nuestra corrección: normas de la cortesía. En el jardín empiezan los árboles a engallarse, levantar su estatura, ahuecar las cortezas, agitar las ramas, les crecen los espolones de las nuevas ramas y de las nuevas hojas y les salen los espolones de la flor menuda, de colores suaves. Es hermoso, se dice, que también en el castillo, de este lado del foso, llegue la primavera y no nos discrimine.

Un hecho insólito sucedido esta misma mañana, no ha sabido después de haberlo vivido, si achacarlo a la primavera o a un desvarío de la pereza, que también los provoca, y poderosos. Volviendo del bosque, caminan con un Goyerri que no desea caminar sino es a su paso de olisquear y detenerse, de seguir senderos dibujados por los olores, invisibles para otro que no sea él, se ha encontrado de buenas a primeras con un dios menor atareado en arrastrar una losa hasta la base del tronco de un pino. No recuerda haberse encontrado, antes de hoy, con alguien semejante y aunque es de memoria flaca, cree que un hecho de tal naturaleza quedaría grabado en él.

Afanado el dios menor en su tarea, esforzado y con escaso resultado, había perdido toda esa dignidad y majestad que es lo que justamente identifica al dios cuando se le ve. Torpe en su esfuerzo, la losa de piedra apenas se mueve unos centímetros y la túnica blanca, de restregarse en la tierra, adquiere ya tonos parduzcos, sobre todo en la parte que cubre las rodillas, huesudas por demás: el dios, todo hay que decirlo, no era bello, ni joven ni viejo, con cara de niño con arrugas y mechones blancos, a medias sátiro a medias mendicante..

¿Puedo ayudarte? Un gruñido por respuesta y un esfuerzo mayor: herida la dignidad por la inutilidad y mancillado lo majestuoso por las manchas de tierra, el dios se ha vuelto con la cara iracunda y el caminante ha tenido la impresión de que iba, realmente así lo ha creído, a descargar una furia divina sobre su persona, al igual que el perrillo Goyerri, ha gemido y ha corrido camino abajo hasta una distancia de unos veinte metros, donde unas peñas le brindaban acogedor refugio. Pero la cara del dios, ha perdido, al ver al hombre y al lejano animal sendero abajo, su feroz apariencia y en instantes ha adoptado una triste y compungida expresión, triste por las facciones y compungida por que respirando sollozaba.

"Perdona, le ha dicho, no quería asustarte. De hecho lo has hecho tú al hablarme. No me acostumbre al trato con los hombres y me sale el mal genio de los dioses. debo corregirme, pero es tan difícil ir contra la Naturaleza..." Este dios menor, y hay que tener en cuenta que es un dios menor y por lo tanto de cierta insignificancia, le ha señalado la piedra: "¿me puedes ayudar a arrastrarla hasta el tronco?" Y señalaba el pino. "Verás, le dice, es que quiero tener un lugar para sentarme que me prive de la indignidad de andar arrastrando el culo por el suelo". El argumento, de peso, le ha convencido y ambos, de consuno, han llevado la pesada piedra hasta su lugar y allí se ha sentado el dios menor, inmediatamente, sin esperar a nada, como si quisiera probar la comodidad del trono improvisado.

Ha aprovechado además para resoplar agitado huyendo de la fatiga. "¿Eres realmente un dios menor?" y contesta el otro que si. "¿Que haces aquí?" No lo sabe bien, asegura que en otro tiempo se consagró este bosque e él, pero que un cierto desuso, lo impropio del comportamiento humano que dejó de traerle ofrendas y de cubrir con alimentos los altares, el cambio de un templo a él dedicado por un refugio para animales perdidos (ya se sabe, perros y gatos) y la presencia continúa de leñadores, fueron aislándole en un claro e media ladera, donde habitaban las águilas, que fueron con el tiempo desapareciendo. "Los dioses, le dice, no tenemos futuro". Ni los hombres ha pensado él. ¿Quieres alguna cosa? se ha ofrecido antes de irse. "Traeme cuando subas, alguna ofrenda: puedes dejarla aquí, en esta piedra en la que me siento". ¿Y hasta cuando? le pregunta. Hasta que alguien me avise para volver, si es que se acuerdan de mi, o si es que queda algún dios por ahí. La verdad, no lo sé, termina desmoralizado.

Ha vuelto camino abajo. Goyerri le ha mirado fijamente cuando ha llegado a su altura y por vez primera le ha hablado, con tono serio, casi con enfado: ¿Tú le has creído? Le ha contestado, yo si, claro. Pues estamos buenos, ha gruñido el perrillo, y se ha dirigido camino abajo de vuelta a casa. Avergonzado, le ha seguido.

lunes, abril 23, 2007

Buscando a Helen Burns

Referencia al Día del libro. El libro no es un medio audiovisual.
Lo que el libro ofrece es el momento íntimo, el corte de la lectura, la pasión por seguir.
Conocía Helen Burns.
Su desgracia y su muerte
¿Quioen conoce a Helen Burns? NO está en Internet, ¿donde vive su eternidad oscura?

domingo, abril 22, 2007

El río que nos lleva



Amanece un día soleado, de cielo azul e inmaculado; de colores definidos; de volúmenes dibujados, cada uno con su zona de luz y con su zona de sombra. Diríase que el dibujo de la naturaleza es sencillo, se trata del plató de un gran estudio cinematográfico: basta decir "Luces" y todo se ilumina con presteza y acierto técnicos, pero también es necesario comprender que todo fluye y cambia incluso en lo perceptible. Ciertamente Heráclito y el Tao coinciden en "su todo fluye" que les lleva a asegurar que uno nunca se baña dos veces en el mismo río, incluso se puede afinando más, afirmar que uno nunca es el mismo que se bañó en ese río que ahora tampoco es el mismo: agua y células van camino abajo.

El presente es la única fuente de futuro que conocemos, y es en sí la única constatación de la eternidad, ya que al ser en sí presente, es una realidad continua llamada a ser permanente: el presente es el cauce del río de la vida, en frase afortunada que desde la literatura al cine de Renoir, trata de mostrar con ese título la fluencia de las cosas que somos nosotros. Ya lo escribió Horacio al sostener que el pasado no puede cambiarse y que de lo que el futuro nos traiga nada sabemos ni podemos asegurar. Quien creyó que Horacio, con su "carpe diem" aconsejaba disfrutar alocadamente del presente, lo que algunos hoy traducen por sexo, droga y alcohol, se equivocan. Lo que Horacio aconsejaba era cosechar el presente, recoger lo inmediatamente hecho y meditar lo por hacer en ese presente que nos lleva: era un epicúreo, y ya se sabe que a los epicúreos se les ha entendido muy mal siempre.

Si aspiramos a la eternidad, no lo será en el futuro sino en la parte del hoy en que nos toca vivir y hacer. ¿Quien puede aspirar a la eternidad en el futuro si es incapaz de saber si mañana no le fulminará un rayo. Una frase de Heráclito oscurece lo claro y aclara lo oscuro: Los inmortales son mortales y los mortales inmortales: los unos vine de la muerte de los otros y los otros viven de la muerte de unos. Ir y venir, fluir; a fin de cuentas una frase de Heráclita estaba inscrita en el pórtico de la cabaña de Heidegger en el bosque: "todo lo guía el rayo".

Si aspiramos a la eternidad sería conveniente hacer las paces con el presente; algo así como llevarse bien con él, comprenderlo y tratarlo con afecto familiar: es nuestro. A menudo oigo hablar del presente como un arco de tiempo limitado a lo posible y deseable. El presente se dibuja y vive como el camino al triunfo, y pierde, en la visión glorificada del objetivo, convertido en altar de la particular iglesia, el conocimiento de la realidad del edificio.

Cuando tomo asiento en la hierba o sobre una piedra, impulsado por la fatiga, junto al cauce de uno de los muchos arroyos que caen por la ladera de Aguas Vertientes, miro el cauce que soporta la afluencia torrencial de las aguas: espuman por la violencia de la caída, se remansan en pequeñas balsas y vuelven a caer al superar el obstáculo de las pequeñas rocas que allí, dispersas, motean el arroyo. A veces trato de seguir el agua en su ir hacia abajo, intentando no perder de vista el disgregarse de la mancha de espuma, siguiendo un borbotón que huye de mi vista y desaparece al desenfilarse tras un recodo. Imposible seguir el camino hasta el futuro de lo que tanto corre, de lo que con tanta celeridad es y deja de ser. Opto entonces por mantener la vista en el cauce, que ante mi, se mantiene aparentemente inamovible, aunque poco a poco soporta que el agua desgaje tierras de río, pequeñas astillas de la madera del bosque. La carrera del agua es el futuro que se trata de adivinar, me digo y este cauce es el presente por el que todo fluye.

Pues el presente es el único futuro que podemos acariciar, pienso también, ¿a que maltratarlo con la indiferencia? Si todo lo guía el rayo, todo muda, todo fluye, si constantemente dejamos de ser lo que éramos hasta que nunca somos o acabamos de ser -eso sería la muerte- pero vamos siendo en el acontecer ¿a que tanta prisa? Si este presente contiene además de aquello que es y que está sucediendo lo que sería posible que fuera o sucediera e incluso lo que debería suceder y cuya oportunidad ni siquiera hemos entrevisto. La riqueza de este presente es, además de su devenir eternamente, el hecho tan sencillo de que contiene todo lo que la vida es, o sería, o debería ser. Y me acuerdo de cuando, siendo niño, oía a algún mayor cargado de su ingenuidad un tanto imbécil, preguntarme sonriendo melifluo, ¿y que quieres ser de mayor? Marino, contestaba yo, quiero ser marino. Ya veo, me digo, ya entiendo: ¿porque nadie me escuchó en aquel presente que está aquí en lo acontecido? Lo que debería haber sido no lo fué y sucedió lo posible , y aún ahora que pensamos en ello, por vivido, aquel presente está aquí.

Es lo que tiene mirar el día cuando el sol lo pinta de colores puros o sentarse en el cauce del arroyo, llevado por la fatiga. La verdad es que mañana será otro día y algo habrá mudado en mi.

sábado, abril 21, 2007

De los mercados


Pienso que en un mercado todo el mundo es igual, los unos a los otros, en una especie de democracia vulgar, de vulgo, de gente corriente, sin ánimo de disminuir la importancia. Entre paradas, frutas, pescados y carnes, las gentes van adquiriendo la misma fisonomía, un cierto parecido igualador. Cuando viajaba por motivos profesionales y tenía tiempo, me gustaba visitar los mercados: un amigo mío se decantaba por los cementerios. Cada cual a lo suyo. A mi, los mercados, por la mañana, con la luz del día entrando, los neones, la parla a gritos, el trasiego que se convierte en estruendo y este en nada a la que uno se acostumbra, los olores, la cara de los que venden volcada ávidamente hacia el exterior del puesto y la del comprador a medio camino entre la cortesía y la exigencia, el mostrador del bar y los vasos con café con leche, los platillos con churros o porras, el olor a frito; fuera la normalidad que segrega, cada cual a lo suyo en diversos niveles, las caras recompuestas, la sonrisa escasa, la mirada perdida en un horizonte de vacíos...

La comida, en los puestos del mercado, es para todos la misma, se propone al público sin hacer ningún distingo, a lo sumo la etiqueta con el precio. Las cajas de fruta reunen colores de realidad irreal y el acero plateado de las escamas de las lubinas, doradas, besugos, merluza, con los ojos glaucos, tumbadas de costado sobre el lecho de invierno, todo es menos triste, siniestro, parecen las cotas de malla de un guerrero caído en el combate, hijas de la flor de leyendas, de la vieja caballería. Aguas y escamas de pescado son a menudo usadas como referencia del refulgente acero de las cotas de malla, en la poesía de Al Andaluz; Al Mutasim de Sevilla, el rey poeta, una mañana soleada, junto al Guadalquivir, paseando disfrazados él y su visir y amigo Ibn Ammar por la Pradera de Plata, entre puestos del mercado, inició un día una poesía para que el otro la siguiera con el segundo hemistiquio a tenor del primero propuesto por el rey. Propuso el señor: La brisa ha tejido una cota de malla con el agua y el visir tardaba en seguir cuando una voz de mujer, la esclava de un arriero tomó divertida la palabra por él: ¡Que hermosa sería para el combate si fuera de materia sólida! Ella era al Rumaykiyya, que se convirtió en la esposa de AlMutamid y que luego sería llamada I'timad y también Umm al Rabí.

Un puesto de pescado sugiere frescura, el de verduras y frutas, sabor; el de carnes rojas y espléndidas en sus cortes, buena mesa; los de encurtidos y especias cierta gozosa lujuria del paladar. La atracción es innata por esta presencia espléndida, seguramente porque la biología nos ha preparado para la excitación a la vista del alimento y porque la acumulación de estos, en orden propicio, conducen el pensamiento a la buena mesa, a la reunión de amigos, a la fiesta señalada en familia. Hay en todo ello una música silenciosa que flota de mente en mente, formando pensamientos que acaban en sinfonía. En un mercado, populoso y concurrido, impera cierta gozosa alegría, una empatía anormal, que en la calle desaparece.

Recuerdo, de mis viajes hace ahora más de treinta años, cuando desde Barcelona iba a Madrid o Bilbao, los espléndidos escaparates de los restaurantes, no los de lujo, sino de todos o casi todos: cristaleras con el interior refrigerado desde las que se asomaban a la calle los besugos, las lubinas, los centollos, los cortes de carne roja, con la flor amarillenta y densa, con algunas botellas de vino formando el paisaje del conjunto. Ya no se estila, tal vez por higiene, tal vez porque simplemente no se estila. Entonces los restaurantes mostraban el género y el estilo era un correcto, cordial y esmerado estándar: ahora muestran el estilo y se esmeran en la literatura de las cartas. No es lo mismo. Un buen amigo recordaba con nostalgia, hace ahora muy pocos días, los platos propuestos de antaño: "espárragos navarros dos salsas, ensalada mixta, sopa juliana, sopa minestrone, sopa castellana, ajoarriero, bacalao a la riojana, al pil pil, a la vizcaína, besugo a la espalda, patatas a lo pobre... Una cierta y compleja literatura ha escondido esta delicia de la concreción, detrás de simulaciones mágicas de difícil imaginación.

La vida hermosa empezaba en los mercados de barrio: yo iba mucho al de San Antonio en Barcelona, que tenía en la entrada una galería porticada que lo rodeaba en la que se alternaban diversas ofertas especiales según los días: telas, cortinas, droguería y los domingos libros, estampas, cromos, revistas y otras rarezas usadas. La vida, al empezar en el mercado, con el abastecer de lo necesario para el día señalado, marcaba con la solidez rotunda del menú, el eje de la reunión: si vamos a comer seremos felices, todos.

La vida azarosa de la que creo que todos pensamos que somos conocedores, quedaba en las puertas del mercado, retenida por la mano extendida con flores de las gitanas ofreciendo claveles y de los vendedores del cupón de los ciegos, que con el tiempo y la modernidad pasaría a ser la Once. Dentro, la simpatía arrolladora cargada de zalamerías de las vendedoras, dirigiéndose a las compradoras: guapa, niña, simpática, bonita, preciosidad... ¡cuanta palabra bonita para dirigirse a una desconocida! Que fácil hacer de la venta un arte de simpatía, sabiendo que los ojos de la compradora, plenos de desconfianza, miraban la frescura del pescado en los ojos y en las agalla, y toqueteaban la fruta y la verdura en busca de las piezas en que la madurez fuera la justa para llegar a la mesa en las mejores condiciones.

Deambular por un mercado, con tiempo, comprando o sin hacerlo, mirando, sonriendo, oliendo, saboreando con la imaginación, tropezando con bolsas y carritos, parándose en seco para dejar pasar o acelerando el paso para pasar primero, es volver a rencontrar el gozo de la mirada y el sabor en la abundancia promisoria.

viernes, abril 20, 2007

Un país y un jardín




Desde un escondido rincón de su pensamiento, sabe que irá a Kyoto y visitar el Ryoanji y el Pabellón de Oro. A veces lo dice en alta voz esperando que le pregunten el porque de ese especial interés, pero no lo hacen. En una cena entre amigos, por ejemplo, dice aprovechando un silencio, "a ver si ya este otoño nos vamos a Kyoto" y le miran de soslayo, enarcan alguna ceja y siguen a lo suyo; será que no les importa donde quiera ir, o que les trae sin cuidado la ciudad de Kyoto, o que piensen que se trrata del capricho de un turista en cuyas manos ha caido un folleto de la ciudad imperial. Y para mayor exactitud, ¿quien sabe que Kyoto es la ciudad imperial?


No recuerda desde cuando siente esa secreta ansiedad que disfraza de mero interés.

Inicialmente, como hace tanta gente que trata de sacar a relucir temas de su interés, como por casualidad, él preguntaba en cuanto alguien hablaba de arquitectura o de jardines "sabéis, ¿no? lo que es el Ryoanji: porque vale la pena verlo" y alguien, finalmente, acudía en mi auxilio con una cortesía que realmente sonaba a "venga, si lo vas a decir de cualquier manera, ¿que eso del Ryan... lo que sea? No, no es nada, venía a contetstar, en cierta manera avergonzado: es un jardín zen. Y callaba. Sucedía que el Ryoanji no es cosa conocida por la generalidad de la gente con la que se relaciona.


Yo tenía, antes de tener el sueño del jardín de Kyoto, un país; después, en algún recoveco de la historia de la que nunca he tenido la convicción de haber vivido, lo perdí. Que nadie se sorprenda, uno puede perder un país de la misma manera que pierde un amor o su tiempo o incluso la cordura. Es fácil perder cosas en la misma medida en que vivimos, porque depositadas de manera simbólica en el recuerdo, queda la fotografía y la realidad se va a vivir su propia aventura. Noches de desamor en la soledad de un apartamento o de un hotel de la misma manera que horas de nostalgia irritada porque el hermoso país vivido se ha ido con otros.



Cuando perdí el país fué simplemente que me alejé un tiempo de él y en la distancia empezó a cambiar de tal manera que me extrañó de sí en lugar de extrañarlo yo de mi: me sentí en el vacío. Podía perfectamente, e incluso es probable que se me hubiera agradecido, haber buscado otro país: los hay de todos los colores, patrias entrañables que solo te piden que las ames. Amar a una patria es difícil salvo que uno decida amar desde un principio sin preguntar porqué, como a un amor de carne al que se ama dispuesto a la ceguera. Pero, debo reconocerlo, yo he sido siempre un amante suspicaz y un tanto desconfiado y en cuanto a países siempre, lo prometo, he tratado de saber a que venía tal demanda de amor; y de sacrificio; y de fe. Ante esas preguntas el país no contesta, te mira suspicaz y acaba diciéndoselo a los otros, hasta avergonzarte en público. Debes confesar algunas cosas que realmente te hacen diferente: la bandera no te emociona hasta el temblor, ni los himnos o las viejas canciones de las derrotas, descaradamente triunfales al cabo de los siglos, o la asunción de los slogans que el poder instala en los muros para que le comprendas. No es el país exactamente, sino que de repente tiene descubres que no estás solo con él.



Ya has confesado, amabas al país, pero no a la bandera o al himno o a la historia, a la derrota que ahora te anima y de la que no sabes nada o a la victoria de la que también cada día te habla la seductora voz de la concordia. Amaba, no solo a un país, sino a dos, uno dentro de otro, de la misma manera que me fascinan las muñecas rusas. El uno, pequeño, en la esquina del grande, te ofrecía el aroma del lugar, el mar inmenso de azul destellante, las cimas altas de nieve cubiertas, los bosques umbríos en los que convertirse, uno mismo a si mismo, en ánima gozosa, era posible. Sabía lo que era ese país, pero debía saber poco, porque de repente descubrí que ya era un extraño: y lo que antes era variopinto se convirtió de repente en uniforme.



Por el país pequeño sentía ternura y orgullo. ¿No nos decían siempre que en el país pequeño éramos mejores? Más modernos, trabajadores, inteligentes, intelectuales, artistas, profundos... Claro está que yo le era infiel aún sin saberlo. Se me dirá que esto es imposible, que quien engaña a la amada sabe que lo hace. El amor es una inevitabilidad, y a decir verdad, bastante desgracia es esa, tener que asumir lo inevitable cuando es desgarrador y doloroso. Por el país grande sentía el enorme influjo de una cultura que me entraba por los poros del cuerpo como el alma, conocía a sus poetas y recitaba sus versos (también los del país pequeño, pero menos) y de los tiempos pasados amaba la mezcolanza de hechos, lenguas, tribus, culturas, mares y palabras. De los bosques del país pequeño saltaba al cereal inmenso del grande y a lo lejos en el horizonte solía adivinar siluetas de fantasía.



Ya no, me dijo el país pequeño, ahora soy yo y no te quiero compartir, y si amas al otro, amas al otro. A fin de cuentas, (esto era sibilino, mal intencionado) tú te has ido y ya se sabe que uno no es de donde nace, sino de donde pace. Yo, en mis amores por mi país pequeño, nunca había pensado en el lugar en que pacía, es decir, me alimentaba. No comprendía el cambio y me lo dijo con cariñosa claridad: hay que estar aquí para vivir esto, desde allí no puedes. Entonces, le dije, ¿no...? No, me contesto. No amas lo suficiente, no te entregas lo suficiente, no te sacrificas lo suficiente. Pero... traté de articular, ¿porque debo amarte a tu manera? Fríamente me contestó: porque ahora somos nosotros; ya he dicho en alguna ocasión que la palabra nosotros me da miedo.



Un bosque y un prado es todo lo que necesito para lamer heridas de amor, y para pensar con nostalgia en el país pequeño en que viví y que ya no existe. Un día descubrí una estampa de un jardín de Kyoto, leí que llevaba cientos de años siendo el mismo, dejándose querer, pasear, acariciar con la mirada, respirando al unísono de las oraciones de los visitantes. Lo que perdura debe estar en reposo, dulcemente entregado.Debo ir, me digo, para comprender que entre cuatro paredes se construye el sueño de la paz interior. Si nunca te bañas dos veces en el mismo río y si el camino que sube es el mismo que baja, si todo fluye, mejor será no acelerar el movimiento para que los pies en el suelo mantengan el cuerpo en equilibrio.



Debo decir la verdad, sin embargo: sigo amando mi país pequeño con el sentimiento: le he quitado la bandera y no le prometo nada; no tiene que serme fiel porque los tiempos cambían, y yo le seguiré soñando en la distancia, en este lugar nuevo, sin límites, que es el hogar del hombre.

jueves, abril 19, 2007

Dignamente en el mercado, torpemente en un pasillo

Gregorio Luri sacó el tema en El Café de Ocata. A él dedico este texto.
http://elcafedeocata.blogspot.com/2007/04/el-guardin-de-mi-hermano.html

Bagdad en tiempos de Harum el Raschid.

Una mañana, en el Bagdad fabuloso de Harum el Raschid, el criado de un comerciante acomodado fue al mercado a buscar provisiones. Era hombre de confianza de su amo, creyente piadoso y cumplidor, buen esposo y padre amante: vivía en una confortable felicidad. En los días apacibles, en los que el calor se contenía subía desde el río la humedad como una manto de frescor, aromatizado del olor de los jardines unido al de las especies, deambulaba por los puestos todavía sin enderezar el rumbo a los encargos encomendados. Este hombre gustaba del disfrute del tiempo y de perderse en él entre la multitud. Sin saberlo, disfrutaba de la libertad.

Esa mañana, viniendo de cara, se encontró con la muerte. Como nadie reparaba en ella al cruzarse comprendió que era un encuentro dedicado a él y sintió el vacío en el estómago del miedo repentino. No quería morir y tenía miedo a la muerte: ambas cosas son terribles cuando llega el momento si no se está preparado: y no lo estaba. La muerte tenía un aspecto serio, envuelta en su manto oscuro, descubierta la faz, con unos negros y profundos ojos que miraban con fijeza desnudando el alma. El porte de la muerte era digno y noble. Con la mano le hizo un gesto a nuestro hombre, más que un gesto una indicación extendiendo el dedo índice, señalándole: el entendió "Tú" y supo que era él. Recordó con amargura, en tan breve tiempo eso es lo que hizo ciertamente, un versículo de la Sura 50 del Corán: "¿Entonces cuando hayamos muerto y seamos polvo?... Eso es un plazo lejano" Parece que el futuro nunca ha de llegar y olvidamos que no es más que el presente que se va gastando.

El miedo le pudo y dejó de atender la señal de la muerte para dar media vuelta y correr de regreso a su casa. He ahí un honbre que huía de la miuerte corriendo, y pensaba que era un sueño, o que la muerte que había visto en el mercado no era tal sino un conocido de su amo, o de él mismo a quien ahora, con el aturullamiento del momento, no era capaz de recordar. Cuando un hombre corre huyendo de la muerte, el miedo se convierte en pánico y este en terror que mueve los miembros y llena de hiel los pensamiento. ¿Porque a él? Todavía era joven. ¿Que iba a ser de sus hijos? ¿Y de su esposa? ¿Y porque debía perder la buena y holgada vida que llevaba? No era a él, se decía, había confundido el gesto; si hubiera sido a él la muerte estaría allí, le habría seguido y alcanzado sin problemas y ahora mismo sería un cadáver y un alma: se palpaba al correr los brazos y el abdomen, se pellizcaba y sentía el dolor. Al reconocerse vivo, aminoró el paso, respiró a fondo, miró hacia atrás y a nadie vio: definitivamente no era a él, pero...

Cuando se ha sentido el pánico y al poco se abandona, por la razón, aquel queda, aminorado, leve; se trata de una voz que dice "tal vez si, solamente tal vez". Tarda en desaparecer.

Al llegar a casa, por precaución, recogió algún dinero y le dijo a su esposa que tenía que viajar. Lo mismo le comunicó a su amo: He visto a la muerte y tal vez venía a por mi. ¿No te ha llevado. No, he salido corriendo, amo, déjame ir a Basora unos días para que si me busca no me encuentre. El amo le dejó huir de la muerte, le deseó suerte. Era un buen amo.

Al caer la tarde, salió a pasear entre los huertos que rodeaban el círculo de la hermosa ciudad de Bagdad. El sol, corriendo al oeste, era ya débil y lejano y teñía de carmesí las frutas y verduras que rompían la tierra en gozosa vida. Se sentó a contemplar la belleza del sitio junto a una acequia y al momento alguien se sentó junto a él y le llamó por su nombre. Alto y aristocrático, el desconocido le sonreía. ¿Quien eres? le pregunto el amo, aún cuando lo había adivinado. La Muerte. El visitante tenía sentido de lo dramático, porque guardó silencio y estuvo un tiempo mirándole fijamente: esa manera de mirar, silenciosa y persistente, causa miedo. El amo lo sintió. Entrecortadamente preguntó: ¿Vienes a por mi? La muerte rió con franqueza, consciente seguramente de que aquello podía parecer una broma. No, voy a Basora en busca de tu criado, tengo una cita esta noche allí con él. La respuesta sorprendió al amo que recordaba la conversación con su criado durante la mañana. Pero, le dijo, tu has visto a mi criado esta mañana y le has llamado con el dedo, y le has dejado ir. ¿No venías a por él? ¿Porque no le has cogido? La muerte volvió a reir, suavemente, sin ánimo de humillar a quien le escuchaba. No ha entendido mi gesto. Solamente quería advertirle de que la cita era para esta noche y que debía prepararse, despedirse de los suyos. Ha llegado la hora y como estaba escrito, marcho a su encuentro en Basora. El amo, aliviado recordó un versículo de la Sura 4, Las Mujeres: "dondequiera que estéis os alcanzará la muerte, aunque estuvieseis guardados en torres bien construidas, elevadas"


Universidad de Virginia. 16 de abril de 2007.

El 16 de abril de este mes, hace tres días nada más, fue lunes. En la Universidad empezaban las clases de la semana. Un muchacho con facciones orientales, luego se supo que era coreano, caminaba con paso decidido con un pasillo. Era la Muerte. Ni era alto ni de porte aristocrático y en lugar de señalar con inmejorable pose dramática a su victima con el dedo índice, llevaba dos pistolas y un centenar de balas en los bolsillos. La muerte ha cambiado de aspecto y ya no se puede escribir de ella desde la leyenda. No hay literatura ejemplar sobre ellas, tal vez sobre las víctimas, pero la banalización del hecho en los medios nos las hacen percibir en un sangriento plural, cinco segundos de pantallas y cuatro palabras nada más.

Un profesor de la Facultad de Ingeniería, hebreo y por lo tanto judío, ciudadano del Estado de Israel, de setenta y cinco años de edad, afincado en los Estados Unidos, daba su clase a media mañana. Tenía delante a sus alumnos... Poco sé de él así que debo imaginar lo que convenga para darle al relato una entidad de tal. Tenía delante a sus alumnos y detrás de él una larga vida: sobrevivió a los campos de concentración, al holocausto, y rehizo su vida después de una tragedia que el tiempo tiende a banalizar: hoy, todos los muertos de los campos estarían con seguridad muertos ya o a punto de fallecer, así que el equilibrio está conseguido: lo que queda es historia. Para algunos ni siquiera, porque creen que el holocausto es una conspiración judeo-americana: el cuento de la lágrima.

Ese día, en Israel, se conmemoraba el la memoria del Holocausto.: Es un día importante en la conciencia judía. El profesor daba clase, la Muerte caminaba por el pasillo y horas antes yo asistía en Madrid a la inauguración de un monumento a la Shoah, instalado en un bosquecillo de pinos, en un lugar hermoso, plácido: una sola palabra en la columna de acero corten: "Recuerda" Tengo la inmensa suerte de tener amigos judíos de la misma manera que la misma suerte tengo con amigos árabes, aunque a estos los trato menos, porque los avatares de la vida me han separado de ellos. Es una suerte conocer a los Otros y escucharlos: verlos y entenderlos; no es necesario compartir todo, la amistad no entraña fidelidad a principios y opiniones, pero sí se construye con familiaridad, cariño y franqueza. Ese domingo por la mañana, bajo el sol cálido y brillante sobre Madrid, invitado al acto por el autor del monumento, vi llorar a muchos judíos. Debo reconocerlo, todavía, sesenta y cinco años después, lloran por lo que pasó. Me decían al acabar: en las vidas de casi todos los que están aquí falta alguien que murió en los campos...

Los judíos que yo conozco son coherentes con su historia desde hace cuatro mil años. Es mucha más coherencia de la que se puede imaginar en esta España en la que tanto nos da que lo que el tiempo solda se rompa, siempre en busca de algo mejor que no acaba de llegar. Nos gusta la destrucción: a los judíos no: les gusta construir. Así son respetuosos con la tradición (Dios queda aparte de esto, lo aseguro, puede ser que si y puede ser que tal vez, o que no), solidarios con el sufrimiento (ellos saben lo que es, ciertamente) y viven en permanente cohesión para no ser dispersados por las más terribles tormentas como las que les han azotado. Es verdad que se equivocan muchas veces, pero son como son. Alguien les puede recriminarles que van a lo suyo, pero eso no es cierto: ellos son lo suyo, son lo que son, y el rumor de su ser habla de sobrevivir pese a todo y sobre todo. Probablemente tienen una ventaja sobre nosotros los occidentales: saben quienes son, nosotros lo hemos olvidado.

Nuestro profesor en Virginia era pues judío y había sobrevivido al holocausto. No son muchos los judíos que han sobrevivido a él desde los campos. El monumento de Madrid al que me he referido era un monumento de traviesas de ferrocarril. La magia del tren quedó empañada por la larga hilera de convoys yendo de campo en campo, reconocibles estos en el horizonte por la columna de humo que identificaba en el paisaje terrible el camino al cielo del creyente. Este profesor pues, sobrevivió a ello y rehizo su vida: en Israel fundo familia y tuvo hijos que allí están. Volvió a USA. No se si por amor a la profesión o a la oportunidad: la Arendt amaba los Estados Unidos y pensaba que era el único país realmente nuevo y libre que quedaba en el mundo. Los europeos, por lo general, pensamos lo contrario, europeos somos de otra manera, y nos sabemos más sabios, inteligentes y maduros: no en vano nos hemos matado concienzudamente durante años y hemos creado, solos, los dos grandes totalitarismo de la historia: el soviético y el nazi. Nuestro poso de desagracia nos hace más maduros.

Pues bien, nuestro profesor estaba dando clases y oyó disparos. es de suponer que salió a ver que pasaba y vio al muchacho oriental que caminaba hacia su aula por el pasillo, armado con dos pistolas, fríamente caminando. Tal vez, al caminar así, como un pistolero de película, alcance uno cierta dignidad de muerte y sea al fin reconocible. Basta pensar en Clint Eastwod, pero nuestro oriental no era el actor y director de cine, nuestro oriental era un hombre desequilibrado, adicto a la violencia dicen ahora. Debía ser así, porque ¿quien va a comprar dos pistolas en treinta días y cien balas, sino es adicto a la violencia?

Seguimos con el profesor. Verle y actuar fue todo uno. Tal vez no supo lo que hacía ni porqué ñp hacia, pero no huyó como el criado en el mercado de Bagdad en los tiempos de Harum el Raschiod, sino que cerró la puerta y puso toda su fuerza y empeño en mantenerla cerrada mientras los alumnos se ponían a salvo, tal vez saltando por las ventanas. Uno nunca sabe porque se actúa así, pero en las neuronas del viejo profesor la huida no estaba programada. Se que el viejo profesor hebreo apoyaba su cuerpo contra la puerta para evitar que el chico oriental entrara allí con su carga de muerte. Aguantó hasta que un disparo le mató .

Está claro que no tuvo miedo y opuso resistencia a lo inevitable. Sócrates escribe en el Gorgias "¿No es ridículo que un hombre sea valiente por miedo?" O tal vez si tuvo miedo, pero no solo por él sino por los muchachos en flor que allí estaban a su cargo: entendió seguramente que a su cuidado. Tal vez actúo como un profesor, alguien responsable de la juventud. Resistió, eso es lo cierto. ¿Fue valiente por miedo? LO contrario hubiera sido una estupidez, el miedo puede ser un bien preciado, incluso un atributo del ser, ¿quien puede saberlo?

Pienso ahora que fue a morir sesenta y cinco años después de que la muerte le perdiera el rastro en el campo de concentración en el que aguardaba el tiempo de llevarlo con ella. Justamente sucedió en el día en que el Estado de Israel conmemora el Día de la Shoah, el recuerdo del Holocausto. La muerte, acudió a la cita escondida en la figura torpe y acomplejado de un asesino desequilibrado avanzando por el pasillo, sin aquella dignidad del caminante en el mercado. Murió el día del Holocausto en una muerte debida: violenta.

Hay otro versículo del Corán, en la Sura 50, QAF, que nos dice: "La embriaguez de la muerte llega con la verdad. esto es de lo que te alejabas".




miércoles, abril 18, 2007

Los ojos


Me pregunto: ¿que miran los ojos que miran? No lo saben, no son sino dos piezas de técnica precisión, dos prodigiosos mecanismos que nada saben de si, que no son sino ojos, a veces ojos enfermos: miopes, de vista cansada, estigmáticos, de mirada perdida, inútiles en ocasiones, ciegos. El ojo del ciego es el mecanismo averiado que ha perdido el sentido y no mira ni ve, por eso anda con el globo dirigido a cualquier sitio, por eso incomoda verlo de cerca, en el frente a frente: no me puede ver, me digo, no sabe como soy, tiene que pensarme y adivinarme. ¿De que le servirá imaginar una forma que no soy a este hombre sin mirada? No me gusta que me mire un ciego y sin embargo comprendo que ese ojo de dirección perdida me reproche no ver, lo que no es cierto, que quien reprocha a si mismo soy yo.

De todos los miedos que me habitan el mayor es la ceguera. Se que un ciego se acostumbra a serlo y que se vale por si mismo. Es importante, me digo sobrevivir a la desgracia; no me creo al que me dice que no es una desgracia, que él es como cualquiera, porque no es cierto. Sin ver uno está desconectado de la realidad, no hay sentido que pueda sustituir a los dos ojos mirando anhelantes por ver, y al pensamiento recibiendo el mensaje de colores y formas y comprendiendo. Hay que hacerse una idea de las cosas, precisa, primero la mirada y con ella la idea, y aún así será imprecisa. Una idea sin mirada es una mutilación. No hay otros sentido que sea capaz de ofrecer lo que da la fotografía de la mirada: no el sonido, por cierto. ¿Que es el ruido sin visión? Algo terrible. ¿Y el silencio? ¿No llegan en el silencio los miedos?

Todo lo que sé, me digo, lo he visto. De todo guardo presencia real, fisicidad con límites. Solamente la mirada nos proporciona límites y con ellos nos coloca en el espacio en relación al otro, a lo otro, a los otros. Atesoro miradas en forma de recuerdos vistos. Si recuerdo una caricia, tiene cara y manos, y dedos, y el tacto de la sonrisa o de la mirada embebida en el acto. El recuerdo goloso es el hijo de la mirada golosa, la que trata de devorar lo que es el entorno, lo que son las cosas que están alrededor, los útiles, las obras, las caras, los cuerpos. La mirada es en si la geometría con la que podemos admirar a una realidad acotada. No hay acto como mirar, y es cosa de los ojos.

Cuando leo miro, entre palabras, los actos de los hombres y sus desventuras, o su felicidad, o la nimiedad baladí de sus vidas. Debo mirar en las palabras que leo las formas que me sugieren de personas, de cuerpos, de paisajes: una aventura no lo es sin paisaje. Dos amantes en un cuarto de hotel deben verse, en la pobreza del lugar, para reconocer la gloriosa pasión de la mentira. Los dos se miran y se ven y cada uno de ellos reconoce en el otro aquello que más desea. Este hombre que salta sobre ella y la apresa entre sus brazos tiene en la descripción la otra mirada, la del que escribe y ve, ciertamente con su pensar, ya se, pero con lo atesorado por la mirada durante todo el tiempo. En la narración, la mirada del narrador no coincide con la mirada del lector, y este hará suya la realidad, transformándola. No hay recuerdo sin modelo, no hay héroe imaginado sin ser el Prometeo del pensamiento buscando entre los recuerdos lo que mejor se acomode. El capitán Nemo siempre será James Mason, aunque más tarde se dedicara a perseguir a una adolescente que se llamó Lolita.

Aprender de lo visto, tomar el modelo del gesto, componer el aire seductor aprendido de la pantalla de cine, prender la punta del cigarrillo con desgana y tomar el vaso de whisky con férrea y desesperada determinación: he ahí el aprendizaje que nos va componiendo nuestra propia figura, una gestualidad hija de un teatro inexistente en el que nuestro pensamiento, ah, el pensar hijo de la mirada, prende los focos y las candilejas. Gracias a mirar compongo la lastimosa expresión del amante desdeñado o muestro la pose de la lealtad que se me pide. Un hombre que mira y piensa lo que ve se hará con un mundo. Bastará recordar el momento para recuperar la ternura que entró por los ojos y se guardó a través de los lacrimales. De un gesto de actor comprenderá el todo o la nada: viendo comprenderá, sin ver tratará de adivinar.

Miller decía algo así como que "en la retina de los ojos se conservan las maravillas que se han visto o vivido". Hermoso es coincidir con él, ahora que al cabo de los años le comprendo tan bien y guardo sus Trópicos y la trilogía para que formen parte de los 1.000 libros que deberán restar al final en mi biblioteca. Si es, ciertamente, en la retina, donde se guarda la imagen cierta de lo maravilloso, aunque sea una frase literaria y lo cierto sea que está el recuerdo en las neuronas, diseminado en ellas, fraccionando. Pero es la retina la que hace el clic definitivo sobre el instante que queremos eternizar, fugaz vivido, fugaz sido, y lo entregan más allá de su alcance para el almacenaje.

Me gusta mirar, me fascina mirar la forma de las cosas y el pasar de los hechos. Mis ojos, como una cámara de cine, no cesan de rodar secuencia tras secuencia de un guión que no he escrito, no se a donde conduce ni de donde viene. No siempre soy honrado y no digo lo que miro para que no se me conozca a fondo: quien dijera todo lo que mira al cabo del día, dejaría su historia verdadera y de ella podría avergonzarse. La mirada es de intimidad, de uno y para sí, no debe dejar huella. La mirada es el último refugio del hombre y de sus deseos. ¿Que miras, me preguntan a veces, y yo contesto nada. Saben que miento, pero no me lo dicen. Sus ojos también han visto sus secretos.

domingo, abril 15, 2007

La decisión y la ejecución

San Mauricio y la legión tebana, de El Greco




Dos pinturas conviven en El Escorial, las dos tratan el mismo tema, las dos se asemejan en la forma, pero una mirada atenta a cada una, conducen a establecer diferencias sustanciales que tienen que ver con la visión del artista sobre el tema, con el poder de quien encarga el cuadro y con el arte entendido como forma de propaganda y de contra propaganda. Se trata de San Mauricio y la Legión Tebana, de el Greco, y del Martirio de San Mauricio, de Rómulo Cincinnato.

El Escorial es más que un edificio admirable, más que una monumento que se puede visitar, más que la Iglesia-convento-palacio que mandara construir Felipe II, más que un retazo de la historia no bien conocida que liga a un monarca con un edificio de piedra construido magníficamente por capricho. Visitarlo no es conocerlo y desde luego visitándolo una vez no alcanza a "ser", en el sentido de estar presente en la inteligencia del visitante ocasional. Le pasa a El Escorial lo que le pasa a la Acrópolis de Atenas o a los templos griegos de Paestum, que siendo únicos, instalados en la tierra que les da cobijo, crean con su sola presencia un mundo en el que cabe entrar, sobrecogidos por el hecho, casual tal vez, de que en su estar presentes y llamarnos, representen una síntesis del tiempo histórico en que se levantaron, del pensamiento histórico que los albergó, del sueño magnífico de superación del hombre sobre el tiempo. A los tres edificios que he nombrado, les corresponde estar en el presente que es la eternidad, única eternidad que ciertamente existe, pues el presente nunca deja de ser, aunque nosotros lo abandonemos.

Empiezo así este comentario que se va a referir a dos pinturas, porque sin el marco no existirían: se trata de pinturas de encargo. Y también por la razón de que entre El Escorial y yo existe una relación familiar que me atrevería a llamar metafísica. Yo amo con devoción la perfección del edificio, su fusión con el paisaje, su estar bajo el cielo azul de la sierra de Madrid, luminoso donde puede ser luminoso un color, edificio de luz y sobriedad. El emplazamiento está en la ladera sur de la montaña que cobija mi prado, este en la parte norte. Es el mismo bosque el que asciende a la cumbre desde mi lado y baja después hacia el otro hasta alcanzar el llano y detenerse en las primeras casas de la población. El edificio se asienta en una explanada que se construyó artificialmente en la falda de la montaña, de enormes proporciones, allanando el terreno que debía soportar aquella mole que desde el proyecto inicial hasta el resultado final fue mudando de aspecto, tamaño y empaque, hasta llegar a ser una muestra de la perfección renacentista en un estilo, poco corriente entonces, que se llamó desadornado: desadorno este que tenía que ver con la sobria espiritualidad de quienes lo concibieron.

Alberga un espléndido museo de pintura que reunió allí el rey Felipe, gran conocedor de muchas artes, arquitecto frustrado aunque suya fue la arquitectura de una suma de reynos y lugares, frustrado porque hubo de reinar. De este Felipe se dice tanto en negro que convendría conocerle mejor y llevarse de él un tono más humano, que lo tuvo; un mejor colorido vital, que lo tuvo también. Preocupado por los símbolos del poder, nada dado a la extravagancia ni al derroche suntuario, concibió el edificio como la síntesis del poder terrenal y el poder divino y allí reunió la más completa biblioteca, compilación del saber de su tiempo, y una muestra de pintura en telas y frescos, colección de arte puesta al servicio de la simbología. Nada se proyectó por casualidad y baste un detalle: el acceso principal, el portón de entrada a la basílica que desemboca en el Patio de los Reyes Sabios de Israel, pasa por debajo de la biblioteca, de tal manera que en un solo eje el visitante pasa bajo el saber de todos los tiempos, entra en el patio de la sabiduría inicial que proyectó el Templo de Jerusalén y penetra en la Basílica, al final de cuyo eje está el altar mayor.

En el museo que reune la pintura que albergaron los palacios y las dependencias de Iglesia y Convento, presidiendo una de las salas de blancas paredes, se muestra al visitante, espléndido de traza y color, una obra de ejecución maestra: San Mauricio y la legión tebana. Lo encargó el rey al Greco, de quien había oído hablar y tenía buenas referencias. Acudían por entonces pintores de Italia y de España para trabajar en pinturas de encargo y presentaban bocetos y trazas con la esperanza de alcanzar el premio de la orden para la ejecución. El mismo Miguel Ángel envió, viejo ya, un proyecto de arquitectura del Sagrario, que no se aceptó: sus razones tendría el monarca. Lo cierto es que decidió pedirle al pintor afincado en Toledo, famoso ya, una pintura de tema que debía ser religioso y llamar a devoción a quien lo contemplara, de acuerdo con las indicaciones marcadas por el Concilio de Trento.

La pintura está ahí, el tema se resume. Una legión de Roma acuartelada en Egipto, de la que todos sus integrantes eran cristianos, recibió la orden de rendir culto y ofrecer sacrificio a los dioses paganos: se negaron, del primero al último. Fue diezmada como castigo, es decir, ejecutado un hombre de cada diez a modo ejemplar, y siguió negándose; los primeros sus mandos: el superior Mauricio. Condenada a muerte por el emperador, por desobediencia, pasaron todos sus integrantes por la espada del verdugo.

Pintó el cuadro El Greco y está claro que meditó el tema y abocetó una distribución del cuadro en partes, que narraban la historia en su completa complejidad. Los oficiales de la legión, el primer plano y el de mayor tamaño, se reunen para decidir la decisión a tomar; en un plano paralelo y menor, a la izquierda del cuadro, la larga fila de soldados viene sumisa hacia el verdugo, justamente en el plano primero, en tierra, el cadaver decapitado de un soldado: arriba el rompimiento de la gloria, el cielo, la morada que espera a los mártires. La ejecución es perfecta, y tiene para mi un elemento especial: me parece que es uno de los Grecos más racionales y menos espirituales que pintara Domenico Teotocopulos. No alcanza la febril mística que se consume en el aire que rodea a los personajes ni muestra la expresividad del hombre convertido en espíritu, flamígero, ardiendo en fríos blancos y azules, de ojos profundos y extraviados en la contemplación de un´infinito que a los demás se les escapa. No, este San Mauricio del Greco es un cuadro de indiscutible autoría, pero los personajes tienen una estilización contenida, son retratos de los nobles que rodean al rey, de sus capitanes: ahí están Juan de Austria y Filiberto de Saboya, los capitanes de la lucha contra la herejía.

Encargado el cuadro para un lateral del altar, el rey tras contemplarlo decide quedarse con él, pues debió de gustarle, pero llevarlo a la sacristía ocultándolo a los ojos del público. No quiso que se viera más que por aquellos que autorizados a entrar en las cámaras de la Iglesia, estaban a salvo, ¿de qué?
Podemos suponer , porque no existe constancia de ello, que el cuadro fue descartado porque no excitaba a la piedad al tener el plano principal dedicado a la conversación entre los oficiales, dejando el martirio real, la escena de la crueldad, en un segundo plano. El Concilio de Trento, explícito, demandaba del arte de su tiempo que excitara a la piedad, que mostrara las bondades de la santidad. ¿Y que era lo que mostraba aquella pintura excelente que el rey juzgó digna de verse en cámara interior y no en el lugar del culto, abierta a los ojos de todos?


Pienso yo que lo que la pintura mostraba, en toda su magnificencia humana, era el acto de desobediencia a un soberano en legítimo uso de su poder; lo que el cuadro nos muestra es la toma de decisión de Mauricio y sus oficiales para negarse a cumplir las ordenes del emperador. Un acto de libertad humana estaba detrás del martirio de los seis mil hombres de la legión, y siendo el martirio tema piadoso y nada controvertido, el hecho de que los oficiales decidieran en reunión de un grupo de ellos desobedecer al emperador, tranfería el sentido del cuadro: de la esencia de la piedad a la esencia de la libre determinación y la desobediencia. Le gustó el cuadro, no el sentido. Este monarca que cambió el nombre de Don Pedro, llamado el cruel, por el de el Justiciero, que nunca perdonó a la ciudad de Ávila el alzamiento contra el rey legítimo, último de los Trastamara, tenía por seguro muy claro que la libre determinación no podía mostrarse en público como hecho piadoso, que podía serlo, siendo como era en realidad un acto de desobediencia susceptible de lesa majestad. Trento era la propaganda del espíritu de la época: el cuadro del griego la contra propaganda favorable a un humanismo militante.

Guardado la pintura en la sacristía, encargó a Rómulo Cincinnato, magnífico pintor italiano, el mismo trabajo con el mismo tema. Hizo este una ejecución tambien magnífica, sin la personalidad dominante de la mirada del Greco, está claro, pero de inspiración italiana, con figuras que evocan a las de Miguel Ángel, cuya obra había visto en Florencia. Sabedor o no del avatar de su antecesor, trató el tema dentro de la más pura ortodoxia: martirio y rompimiento de la gloria. El rey lo aceptó con agrado y lo colgó donde correspondía.



Martirio de San Mauricio de Rómulo Cincinnato.

miércoles, abril 11, 2007

Una buena amistad





Después de días seguidos de nieve, lluvia, nubes atormentadas, grises plomizos, vientos a ráfagas violentas y frío, esta tarde, después de comer, insospechadamente, ha salido el sol y ha devuelto al prado y al bosque la sonrisa.

Estaba de pie, yo, parado en el salón tras el la puerta cristalera que da al jardín y en mi horizonte, 680 metros por encima de mi cabeza la cumbre de Cabeza Líjar mostraba entre las heridas abiertas de los pinos la nieve caída como manchas blancas, salteadas. Al darles el sol han fúlgido y así han permanecido toda la tarde, recibiendo la luz que se alejaba de la ladera hacia el oeste. El sol, cuando nos abandona, corre hacia el Atlántico en una línea que puedo adivinar desde mi casa siguiendo solamente la línea de la sierra de Malagón, que hace de contrafuerte a la de Guadarrama. Yo vivo donde ambas se juntan.

Parado junto a los cristales tratando tratando de decidir el sentido de la tarde inmediata. Aunque existe en mi vida una organización, diríamos básica, privilegio del que dispone del tiempo es alterar el orden, me asalta en ocasiones la tentación de romperla. Me propuse hace tiempo dedicar todas las tardes, este todas es un vago decir bastantes, a leer a los clásicos una hora y filosofía dos. Lo cumplo a medias, porque en ocasiones decido hacer otras cosas y por la noche, antes de irme a dormir nunca antes de las 3,00 de la madrugada, recupero el tiempo de lectura, navego por Internet o me pierdo en el blog. Así que la revisión de tareas de cada tarde se convierte en un hábito en el que además de las propuestas como de rigor se debe añadir la conveniencia de pasar la máquina por el jardín, semillar que ya es tarde, acabar unos proyectos en madera en el taller y limpiar el jardín japonés que lleno de hojarasca es todo lo contrario a su intención y naturaleza. Puesto que la hierba esta mojada no pasaré la máquina, para semillar debo esperar al sol que seque algo la tierra y en cuanto al jardín japonés, sencillamente no me apetece.

Leeré a los clásicos, me digo, y una frase me viene a la cabeza que surge, es indudable de mis últimas lecturas: iré al inicio; todo empieza en Grecia, y continuamente, en este presente que malvivimos (no se porque la aplicación del plural, pero es así como lo pienso, alejados del inicio por la distancia del tiempo y por la del olvido, deberíamos ir de nuevo allí y tratar de empezar de nuevo. Claro está que hablo de las ideas, de la abstracción de las ideas ahora, justamente.

Cuando subo la escalera y me siento en la mesa, mi mano va a uno de los libros que siempre está allí, por lo simple que resulta abrirlo y leer unas líneas, que siempre son reconfortantes: se trata de La Ética de Spinoza. Las proposiciones son textos cortos que enuncian principios de ética cuya lectura resulta asombrosa. Uno puede, a partir de cada proposición para iniciar su propia fiesta pensando. Es el libro que siempre pongo en la maleta cuando viajo acompañado de un ejemplar del I Ching, traducido por Richard Wilhelm y prologado por C.G.Jung. Son para mi Oriente y Occidente, los dos polos de un anhelo que no alcanzo a coger pero que si percibo. Libros son para lectura al azar que convienen para cegar el horror vacui que algunas habitaciones de hotel iguales a las otras en otros muchos sitios, y algunas soledades que vienen con el ocaso del día, producen. Los dos libros están sobre mi mesa y si desde la cubierta de uno me observa la cara juvenil del holandés, desde el otro los caracteres chinos que amparan la expresión Libro de las Mutaciones, en oro sobre fondo negro, me acompañan.

Hace algunos años estaba en el despacho de un notario en Alicante y observé que en el centro de la mesa, entre revistas profesionales, destacaba un ejemplar de Las Confesiones de San Agustín. Bromeando le pregunté si estaba allí por alguna razón especial, si tenía un valor ejemplar que debía influir en los que allí firmaban y me contesto escuetamente: me hace compañía. Era una mañana de sol que entraba a raudales por los dos balcones de la sala. En torno a la mesa estábamos sentados seis personas atentos a la firma de una escritura de compra venta; el notario pareció que iba a dedicarse de nuevo a la lectura del documento, pero levantó la cabeza y me miró: ¿Conoce usted Las Confesiones? Si, le contesté. ¿Y que le parece? Me impresionó mucho.¿Es usted creyente? me preguntó directa e indiscretamente en lo que era un rasgo de excesiva confianza. No. Asintió con la cabeza: Claro, parecía hablar para sí, pero incluso sin ser creyente debe impresionar mucho. Me miró directamente a los ojos. ¿Sabe? Yo le debo mucho a este libro. Es mi compañero y amigo. Le dije que eso me sucedía a mi con Spinoza, con el que iba a charlar de vez en cuando cuando la ociosidad momentánea me empujaba a su encuentro. Lo conocía y apreciaba, pero sin la intimidad de San Agustín. Usted, me dijo, es hombre de razón, yo también, pero mediatizada por la fe. Por eso es usted amigo de Spinoza y yo de San Agustín. Yo nunca había pensado en Spinoza en términos de amistad, pero me vino a la mente en una panorámica mi relación con otros autores y vi, que ciertamente, me unía a Spinoza una intimidad diferente. Se lo dije. Seguimos hablando unos minutos tal vez mientras los demás guardaban un silencioso respetuoso, probablemente también un poco asombrado. Ana me confesó luego que la situación le había divertido al ver como los otros tres, los vendedores, callaban y aguardaban pacientemente escuchándonos. Tras de la firma, al despedirnos, con el apretón de manos, le dije: es usted un hombre culto, y él me respondió: No, culto es usted, yo lo que soy es erudito. Él sabría porque lo decía.


Pienso que es cierto que en este viaje de azar que es vivir, en el que pocas elecciones caben que sean realmente trascendentes, conviene tener amigos de profunda intimidad, aquellos ante los que la sinceridad se manifiesta con todo el vértigo que ella ocasiona: unos amigos son reales, de carne y hueso; los otros son reales, de papel e ideas. Compañeros del viaje que se unieron a nosotros en un momento del camino, nos proponen fidelidad eterna y conviene esforzarse en no defraudarles. Abro al azar él libro de Spinoza y leo la Proposición XLIV de la Parte Segunda: "No es propio de la razón considerar las cosas como contingentes sino como necesarias" y de nuevo el asombro ante el judío errante al que su propia comunidad expulsó de la fe. Como por juego abro ahora al azar el I Ching y leo sobre el signo 52, El Aquietamiento: ...El comienzo es el tiempo en que se cometen pocas faltas. Uno se encuentra todavía en en concordancia con el estado de cosas original.


Una buena, larga y permanente amistad nunca defrauda.



lunes, abril 09, 2007

Los nuevos dioses

El paisaje se agota, deja de ser asombroso y es ya familiar, se ha convertido en hogar lo que fue refugio y eso lleva a considerar la pérdida de ciertos sentimientos a los que lo magnífico construyó: fuentes del alma parecían los tonos ocres del otoño o los inmensos azules del cielo de la mesetas, sobre la sierra. La comunión de sol y nublo preñado de grises que conjugan el aire de Velázquez, el que al llegar aquí venía con uno en la retina. ¿Durante cuantos días fue todo estío motivo de asombro y júbilo? ¿Y que decir del silencio rumoroso del bosque, le la espléndida fluidez sonora de Aguas Vertientes, cuyo nombre apenas esconde la magia de miles de decenas de regatos y arroyos que insospechadamente aparecen cuando ayer no estaban? Lo pinos del bosque frondoso se alzaban a cuarenta metros y se podía entrever por entre ellos al corzo y al jabalí, y al zorro. Permanece en si mismo y el caminante que habita el bosque lo sabe y lo vive, pero ya no lo ve con aquella admiración casi religiosa que que saltaba de él, no era el pensar, no había en ello reflexión, sino admiración de la belleza rodeante.

Pero, la belleza, esa es probablemente su tragedia, se oculta al tiempo con la familiaridad de la compañía. No se oculta a la manera de desaparecer, de dejar de estar presente cuando ya no se percibe, sino que estado ahí y habiéndonos elevado a su esencia de belleza admirable, nos resulta ahora familiar. Circulamos por ella sabiéndola, pero perdido el asombro queda el hábito del que cada día saca el polvo a Las Meninas de Velázquez y para volver a percibirlo en su maravillosa esencialidad debe parase a pensar y hacer uso de la voluntad de ver de nuevo el prodigio. Diríase que el prodigio se ha cansado de presentarse de tanto saberlo, pero está ahí y es, no cabe duda. Tal vez, piensa el hombre del bosque, es que ha llegado a habitar entre los dioses.

Porque debe suponerse que los dioses no se asombran de la magnificencia en la que habitan ni de la dignidad y esplendor que son sus atributos y son aquello que realmente los hace dioses. Los dioses, recluidos en su espacio ajeno al de los hombres, pueden naturalmente no cuidarse de estos y en su magnificencia haber olvidado lo que son y para que lo son. Los dioses, pues hablamos de ellos con toda la intención de comprenderlos, han alcanzado el desapego de todo lo mortal y viven en el aburrimiento de ser dioses. ¿De que van a admirarse? ¿Que hazaña o lugar les habrán de conmover de tal manera, que volverán a ver como si fueran, simplemente mortales?

Conviene, piensa este hombre del bosque, recobrar la luz en la mirada, abrir la tiniebla que se ha formado a causa del hábito de lo magnífico que el bosque, como paraje de vida. Puede volver a recobrarse el grito de admiración que produce una puesta del sol, cuando el oeste refulge en rojos, carmesíes y violetas, iluminados por detrás, como si de un decorado se tratara; puede volver a escuchar el silencio del bosque sintiendo que él mismo es parte de ese latido que suena, no para la encarnadura que late y por la que circula la sangre, sino para el alma entendiendo como tal a esa parte inexplicable que es el mundo del pensamiento y la emoción.

Le bastará al dios jugar a lo sencillo, a la rutina de mirar al mundo real - ¿es que no es real este apartamiento en el bosque? - donde suceden las cosas de las que se tiene noticia por charlas, telediarios, periódicos y revistas. Es cierto que decidió hace tiempo, desatender a todo lo que fuera realidad del gobierno de los hombres y también volcarse en el espacio privado, abierto a todos ciertamente, pero poco transitado, del ocultamiento en el bosque. Dejó de estar en el pensamiento de los demás y poco a poco las llamadas telefónicas escasearon hasta quedar reducidas a las de los más cercanos y dejó de recibir también invitaciones a actos sociales: cenas, celebraciones. Pensaron muchos que habiéndose ido tan lejos le resultaría de todo punto imposible bajar de la montaña para una simple cena entre amigos, y le hicieron favor: nunca supo si habría sido capaz de rehusar. En las pocas ocasiones en que se encontraban con alguien del mundo anterior, plantado en la tierra, hecho el mismo de tierra de bosque y de pinaza, no comprendían lo que les contaba y se preguntaban por el significado de aquel aislamiento que sugerían sus palabras, pues hablaba de cosas que no entendían. Siempre había sido extraño, debían pensar, pero ahora... Es así, de esta manera natural, como los hombres se apartan de los hombres y se convierten en dioses: gracias a la soledad impuesta.

La realidad que tanto le angustia, no está lejos, probablemente hay un trozo de ella en cada habitante ocasional del bosque: ya se sabe, los de finales de semana, los de Pascua, los de verano. Puede asomarse a ellos para palpar el tejido de lo humano y reconocer en él su propio tejido. Aún sin interesarle las razones de su permanente hostilidad y descontento y la eterna enemiga por el otro que siempre les acompaña, comprende entonces que para recuperar la belleza latente, oculta en el paisaje, es menester volver a la tierra de los hombres para desde sus miserias descubrir lo magnífico. Comprende también que los nuevos dioses extrañan los placeres de los humanos pues ellos son la fuente de su nueva dignidad: el asombro, el temblor ante lo insólito, la emoción desbordada ante lo bello y el sentido pequeño de la condición humana. Habrán de retornar a ello para recuperar la mirada.

sábado, abril 07, 2007

El arte como inmaterial



La palabra arte es en sí una abstracción. Se trata sin lugar de dudas de un valor añadido inmaterial que se introduce en la obra en uno de dos momentos, o en los dos, cada cual en su tiempo. Cuando el autor produce la obra y esta, terminada, se muestra dispuesta a desvelarse al espectador. Cuando el espectador la ve y siente el desvelarse como un rito de corporeidad, como un hacerse presente para él.


Conviene no hablar de arte con cualquiera si uno quiere preservar la cordura, porque cualquiera, ante la obra producida puede hablar de arte sin sentir, puede hablar de arte sin comprender. En ese caso, a la abstracción que es la palabra arte, habría que añadirle la vacuidad esencial que es capaz de producir quien la pronuncia. Porque una palabra solo és cuando se comprende al pronunciarla y la intención coincide con el vocablo elegido.


El arte, así lo pienso yo, es un bien escaso. En la medida en que es un valor añadido que se hace presente durante la contemplación y se manifiesta como arte, no como ejecución o gama de color o forma, sino como arte, es realmente un bien escaso que se reconoce, al manifestarse, como una emoción. No es escaso porque hayan pocos autores que traten de introducirlo en la obra, cosa que nunca sabrán si lo hacen; o porque haya pocos entre el público preparados para reconocerlo. es escaso porque depende de dos elementos simples que debe albergar quien contempla la obra: un conocimiento de la su capacidad para reconocer y una sensibilidad abierta al acto de amor que debe producirse entre la obra y el espectador.

La obra vive, ante el observador, una transformación al revelarse y ser reconocido en ella ese inmaterial al que llamamos arte por la cual se desvanece como obra, y en toda su fisicidad se instala un alma, por decirlo así, que el arte. Ya no puede tratarse de la misma manera que a otra obra, ya no merece las mismas palabras sobre la ejecución o la inspiración; en un instante ha cruzado un espacio impalpable y se ha convertido en obra de arte, única, de la misma manera que una persona, al ser amada, queda aislada del resto y es solamente una.

Yo me siento a contemplar el cuadro como lo hago ante la puesta de sol o como un mirón contempla el paso grácil de una muchacha y adivina en su silueta el cuerpo rotundo que le hace soñar: perezoso y cobarde, procuro que la obra me diga lo necesario para que yo, mi yo, sueñe el sueño de la obra. No es fácil. La pereza tiene sus razones: evita la tensión de la mirada, la ansiedad por reconocer. La cobardía es lamentable, lo se, y tiene que ver con la necesidad de saber si el punto de vista que adopte como espectador, acabará coincidiendo con el de los otros espectadores. El miedo a la soledad del juicio es el miedo al error.

Por momentos, ante la obra, creo descubrir la llamada reveladora que me hará aceptar la manifestación de aquella, su hacerse presente, su enfrentamiento conmigo de tú a tú, de esencia a esencia, y de inmediato se desvanece la esperanza; no ha llegado a convocar la sorpresa y de inmediato, lo que cabría esperar, el asombro. Ante el arte no cabe sino el asombro, y luego la emoción. Pero debo reconocer que sin asombro sé que la otra no va a aparecer y me aconsejo a mi mismo seguir mi camino.

Como en tantas cosas, el arte nos pone en un aprieto, porque nos obliga a la sinceridad. Nunca a la sinceridad con los demás que está descartada sino a la sinceridad con nosotros mismos. Sentir ante la obra, aceptar la visión del mundo que nos ofrece como una revelación, que nos abre la puerta de su esencia interior, es algo que deja rastro. A la percepción del arte que emana de la obra le contestamos nosotros con el reconocimiento y eso es algo que deja rastro, si. También lo deja el pasar con indiferencia ante la obra que otros muchos admiran. De esa tal vez solo cabe admirar la perfección en la ejecución, la agudeza expresiva o el fuerte impulso trágico que provoca, pero al fin no concita el desvelarse la carga emoción que necesitamos para reconocer el arte.

"Arte es todo" oigo decir y me opongo. Arte es casi poco, o casi nada. Todo lo demás, magnífico seguramente, adornando por perfección, inspiración, expresividad, es ejecución merecedora del aplauso; se trata del logro de un trabajo continuado y esforzado que no consigue , al hacerse presente ante el observador, desaparecer como obra y emerger como arte.

Es el problema de los inmateriales: reconocerlos.