lunes, agosto 29, 2011

El jardín, el lunes.

A las ocho de la mañana paseaba por el jardín, todavía en sombras casi todo, menos la parte abierta al este. Por allí un sol todavía tibio, casi frío, saluda la semana que empieza. Temprano era para la costumbre. Gatito reclamaba la primera comida de la mañana y la primera salida a sus territorios del exterior, frotando su lomo frágil y ágil con las piernas del Hombre del Prado. De vez en cuando un maullido como reclamación. La cafetera despide a borbotones un café negro y largo. Los mirlos ya no aparecen. Algunas casas se han cerrado, no para el reposo nocturno o de fin de semana, sino para la larga estadía estival. Se acabó el verano, han bajado las temperaturas, la gente ha empezado a marchar. Nos quedamos solos, le dice a Gatito y este asiente con un gesto elegante. Los enormes ojos redondos le miran con intensidad. ¿Qué ve un gato cuando mira? ¿Que ve el Hombre del Prado cuando le mira Gatito? El jardín declina, basta mirarlo para ver que las temperaturas, al caer, se llevan algo de la lozanía propia del agosto pujante, o del mes de julio. Alrededor las cimas parecen compungidas. ¿A quien mirar ahora, allá abajo en el prado? El jardín de nuevo, el cuidado jardín de cada día con sus senderos cortos, sus espacios umbríos. Ayer unos amigos llegados de lejos pasaron en él el día hasta el atardecer. Hubo que entrar cuando el sol, al desaparecer por el oeste, les dejó a solas con la fresca. Hablaban de teatro, de cultura y el espacio de frutales, arbustos, flores, se ofrecía como un rincón del jardín del edén. Les embargaba una fría y razonada nostalgia, ni eso era, un desapasionado recuerdo, eso si sería. Después, al caer la noche, se marcharon. Con las luces de los faros del coche abriendo la cerrada oscuridad del prado, se fue el día, se fuerin los amigos, se fue la humanidad del mundo, tan solos se quedaron en la calle diciendo adios con la mano. Por la mañana el correo le traer la noticia de la muerte de un viejo conocido. Lamento comunicaros que me acabo de enterar que hace unos meses falleció nuestro amigo... Hace unos meses, piensa. Todo parece disgregarse, ya no hay urgencias, que lejos vamos quedando todos... El Hombre del Prado agradece enterarse así, como por casualidad, al cabo de unos meses. Gatito maulla reclamando salir y lo hace por la ventana de la biblioteca en el piso alto, desde allí recorre la cornisa, salta a la terraza del otro lado y desde allí se desliza hasta la planta baja, hasta el mismo jardín, donde se pierde entre los arbustos del fondo, junto al cedro, o se refugia entre trastos en el invernadero, que ahora lo ha adopatado por hogar particular para sus somnolencias exteriores. En la casa todavía es todo silencio. Empieza la semana.

lunes, agosto 22, 2011

El árbol que danza solitario en el claro del bosque

Para llegar a él hay que caminar varios kilómetros de una pendiente hacia arriba que no cesa; la bajada será más tarde, lo que toca al subir es comprender que no hay descanso. En esta zona, la parte alta de Aguas Vertientes, se estancó la guerra civil y las trincheras cambiaban de ocupante sin que las líneas se movieran. La parte de la derecha del camino da al valle meridional que se abre hacia Peguerinos, dibujado por abruptas laderas cubiertas de pino albar, que muestra en su parte superior ese tono anaranjado que llena de color el bosque, por ahí debían subir los republicanos. La parte izquierda está dominada por el muro que cierra el collado hacia el Norte, la parte castellana por antonomasia. Este muro es respetable, defensa natural, soporte para las espaldas.

El camino del collado discurre por su base, serpentea, sube... Se le llama al lugar Collado de la Gargantilla y es uno de los pasos de la Sierra que se identifican, o se creen identificados, en El Libro del Buen Amor. A lomos de mula iría el Arcipreste, a pie va el Hombre del Prado, que ve como a su derecha, entre el bosque, aparecen los bunquers y casamatas que restan de la guerra y las heridas como llagas en la tierra seca de las trincheras. La realidad es para cada cual su propia representación y en este largo caminar collado arriba, el caminante no puede abstraerse del escenario: aquí estuvo la guerra, por este camino subirían los suministros, por entre esos árboles se mostrarían las lejanas siluetas de los atacantes, ladera arriba, rodeados del silencio tratando de esconderse en él antes de que unas primeras y aisladas detonaciones dieran con alguno de ellos en tierra, ahora sí para el silencio sería, para siempre el silencio. El camino, que en algún día fue alquitranado, se muestra a veces cordial y facilita el paso y otras aparece reventada la materia, enseñando sus entrañas.

En un claro a la derecha aparece el árbol seco que danza en el bosque. Más mito que leyenda lo forja el pensamiento del Hombre del Prado que se detiene a cierta distancia para verlo bien. Esta danza es parsimoniosa y ceremonial. Las ramas como brazos o aspas giran en el espacio, suben y bajan, acarician el aire, señoras del silencioso pensamiento y el cuerpo se mece buscando el equilibrio. El caminante detuvo el paso y sacó la fotografía, al poco se despidió dejando al danzarín en su solitaria ocupación. Basta uno solo para la ceremonia, es bien cierto. Esta danza, se dijo, no puede ser sino por los muertos.

Por la noche, en un chalé vecino, un grupo de jóvenes se reunía en una fiesta de tarde de verano. Sonaba la música, las risas, las voces. Las de las chicas y chicos. cuando llegan festivas desde la distancia, suenan a contagiosa alegría, también traen gramos de nostalgia y uno tiende a holgarse con ese sonido, feliz de poder aprehenderlo. Es el pulso de la vida, el latido caudaloso por la vena invisible que es el espacio, el aire, la luz que declina y la silueta de las montañas. Alzando ligeramente la mirada, la cumbre de Cueva Valiente, que es a la que subió horas antes, le saluda con el guiño de la reciente despedida. Todos los momentos uno, se dijo el Hombre del Prado, y se relajó cuanto pudo para sumergirse en él y hacerlo sin tiempo, sin fluir, como si fuera realmente toda la eternidad. Toda la eternidad este momento, se dijo cerrando los ojos.

La voz del chico era limpia, clara, melodiosa. Empezó a cantar y se hizo el silencio, primero el silencio, y al poco se le unieron algunas más mientras la fiesta se detenía, o seguía por otra senda, festiva también, sería festiva, porque ¿quién sabe lo que es una fiesta para los otros? Cara al sol con la camisa nueva, había empezado el muchacho, y al poco el coro en el corazón del prado, seguía entonando que tú bordaste en rojo ayer. Me hallará la muerte si me llega y no te vuelvo a ver. El himno de la Falange fascista, la del golpe de estado, la de la dictadura, la de la represión y la muerte, sonaba melodioso en la quietud placentera del atardecer. El árbol danzante tomó su lugar en el pensamiento de este testigo emboscado en su jardín, y se mecía ceremonioso. Entonces pensó que tal vez no danzaba su ceremonia por aquellos muertos de hace setenta años, sino por estos vivos de hoy.





martes, agosto 16, 2011

El escaparate


Un escaparate es un espejo. ¿Es esta una afirmación? Para el Hombre del Prado lo es. Lo afirma sin ninguna duda. Le basta asomarse a él, en cualquier calle y además de verse reflejado en la luna, recibe el reflejo de la realidad que le envuelve como en aquellas de la calle del gato de Madrid a las que se refería Valle Inclán. Esperpentos, los llamaba, pues aquellos espejos eran deformantes hasta lo grotesco. Ahora, asomado a la profundidad de uno que se mostraba en la calle Maisonave de Alicante, comprende como el esperpento que reflejan es el de la visión de lo que va a ser, de la oferta delirante que hace el decorador. Los niños parecen asomarse desde una película de terror, o de las bodegas de una nave espacial.
El futuro se refleja en lo que asoma de las tiendas a la calle. Encerrados en jaulas de cristal, los objetos que se ofrecen, lo son para el deseo o el rechazo, o la indiferencia. Desde el exterior, la mirada del espectador se asoma al reflejo del mundo que le rodea aunque lo que está en venta no es la mirada inquietante de los niños, sino las prendas que visten. De lo que uno se puede apropiar es de la forma, nunca del alma. Es esta la tragedia del espectador, condenado a no entrar en el reducto sagrado del estilo o de la belleza, ante los que siempre es el otro. Por más que extienda la mano o alargue la mirada, el cristal inviolable le detiene y fija en su lugar. Hay escaparates que ofrecen más de lo que se puede comprar, que no se ve pero se intuye. Quiere brotar del fondo inconsciente de uno la llamada del mito, y sabiéndolo no se atina a leerlo con claridad.

lunes, agosto 15, 2011

Aquí, otra vez aquí.

La última vez fue en diciembre del 2010. Luego otras aventuras deambulantes, iniciadas con poca fe. A menudo se produce el vacío, uno acaba de beber el contenido y el frasco queda vacío. Escribir es terapeútico. Hacerlo con un blog es lo mismo, o más. Levantar la voz hacia el espacio poblado de sombras desconocidas. ¿Quien de entre las cohortes de ángeles me escuchará si grito?, escribió Rilke. Este verso le ha acompañado desde que lo leyó por primera vez, hará cincuenta años. ¿Quién? Las otras aventuras han quedado abandonadas, semienterradas en la arena como aquel ejército mesopotámico que desapareció de la noche a la mañana. ¿O no era mesopotámico?
Pero el tiempo es fructífero, siempre da de sí, pare los acontecimientos. Murió Goyerri y ha llegado, desde el bolsqe cercano, Gatito, pequeño y canijo con dos o tres meses, no más. Fue entrando en la casa poco a poco, en busca del alimento que se le dejaba, cada vez más dentro. Un día llegó a la cocina. Otro lo descubrimos durmiendo a fondo, hundido en el sueño, en un sillón del piso alto. No entendía que se le sacara de la casa y salía a regañadientes, parándose y mirando hacia atrás. Hasta que llegó el invierno y pudo más la piedad, o la pena, o la ternura. Se quedó y ahora sale y entra a su gusto, pero abandona muy poco el jardín, que ya es su territorio. He ahí la metáfora: es un gato propietario. Pasó el invierno en Alicante y parecía aburrido, sin jardín, sin setos, sin ratones. Se tumbaba en la terraza frente al mar y lo miraba hasta quedar dormido. Horas y horas dormido, plácidamente, ronroneando cuando al pasar se le acaricía la barriga o el lomo. El placer de la seguridad cuesta la libertad. Otra metáfora. Metafórico está, se diría del Hombre del Prado en pos de Valle Inclán.
Y llegó Rita. Es el punto de encuentro de toda la ternura, la planicie donde se remansa el amor y se convierte en sonrisa. Ha jurado no hablar de ella, le cuesta soportar a los abuelos que no cesan de hablar de sus nietos. Baste por el momento que una media sonrisa de la pequeña Rita, siete semanas, ya dando tumbos por la geografía, media sonrisa pues, llena. Es cierto que es muy guapa, y muy lista...
La novela sigue su proceso, avanza. ¿La acabarás algún día?, le preguntó un amigo. Espero que sí, un día antes de morirme, contestó. Son bromas que se dicen, ocurrencias. La razón de no haberla acabado es que caminar por ella es difícil, laborioso, y que no hay prisa, también eso es importante. ¿Qué prisa hay en acabar un castillo de arena en la orilla del mar, cuando las olas se llevan una parte cada noche. Trabajos hay que no tienen fin porque no tienen destino.
Hay más cosas, pero mejor mañana, o pasado mañana, se contarán. Con calma, todo con calma.