miércoles, agosto 30, 2006

Otra versión de la navegación de Ulises (Cuatro)

Si Juan Peregrino era capaz de oir los pensamientos de los demás, el hombre que surgió de los restos de los naufragios bajo el agua que era ahora de transparencia cristalina y por lo que se veía reparadora de desgracias antiguas, capaz de devolver la vida a los que se habían ahogado y aún de dotarles de conocimiento de las cosas presentes y de sus maneras de ser y hablar, tenía don de gentes, simpatía natural y una capacidad para hablar de sí mismo digna de envidia para cualquier tímido. Como bien había dicho el Peregrino, se llamaba Ulises y dió por descontado que todo el mundo debería conocerlo, cuando menos al verlo surgir de las aguas, prácticamente desnudo, con la piel atezada por el mucho sol sufrido, escasos cabellos en sienes, barba corta y enredada en restos de algas y otras materias marinas de aspecto indescifrable. Saludó a Eliseo Cerrada con un abrazo en el que cabía adivinar el agradecimiento por la ayuda dada para subir al paseo además de un cierto expansionismo afectuoso, pero a Juan Peregrino le alargó la mano respetuosamente; claro está que este último era doble de alto y ancho que el naúfrago y que sus ropas oscuras y flotantes le conferían aún un mayor volumen; tal vez vió en él, de manera natural, al señor al que seguir en esta nueva singladura, ahora seca. Sin perder ningún tiempo más que el justo para las presentaciones, siguieron el camino hacia el norte.
Ulises les preguntó si le conocían y si ese conocimiento, que daba por seguro, pues no esperó la respuesta, venía de haber leído o haber oido cantar las palabras de Homero, o si por el contrario tenían una historia más adecuada a la realidad de lo que le había pasado durante los años de navegación. De Homero, le dijeron. Del poeta ciego dijo que mejor hubiera sido dedicarse a otra profesión que cuidara en no deformar la realidad, más discreta si cabe; no siendo diestro en poesía, sí creía que no se debía inventar acerca de sucedidos para al fin acabar confundiendo incluso al actor de los hechos. Él, por ejemplo, que había oído la historia de Homero, no era capaz de reconocerse en ella más que en pocos detalles que eran los identitarios: sí había sido padre de Telémaco, ciertamente había estado en Troya y reinó en su isla de Itaca; nunca inventó un caballo de madera capaz de esconder a hombres que abrieran las puertas de la ciudad sitiada; sí fué esposo de Penélope y vovió junto a ella aunque con otro desenlace; nunca vió a Polifemo ni a un solo cíclope y sí había conocido a hermosas mujeres en su viaje de retorno, pero ninguna diosa o cosa similar. En un alto en sus viajes, cerca de la isla de Sicilia, oyó por vez primera la Odisea narrada por un mal cantor en un círculo alrededor de una hoguera en el mercado de Siracusa, y tardó en darse cuenta de que se refería a él; estaba arrobado escuchando las aventuras de aquel héroe y poco a poco, con la lentitud en que una idea se ceba en el pensamiento y le obliga a reparar en ella, alcanzó a ver que hablaban de él, pero era un él que era otro y por esa misma razón, cuanto más oía el Canto más perdía su ser real, su identidad. Solamente, les dijo, puede existir un hombre, o él o su fama; juntos si son diversos son realidades imposibles de convivir, así que se hundió en el anonimato de tal manera que aún cuando se presentara, vestido con el manto real, en cualquier isla o ciudad del mar, al pronunciar su nombre veían a otro. El poeta le había robado el yo más preciado y, reconoció, aprendió partes del Canto llevado por su hermosura y por la rica historia que narraban y recitaba esas partes como si fueran de otro la aventura. Le gustaba más el cantado que él mismo y acabó teniéndole por su héroe preferido. He aquí pues que un hombre hubo que se tuvo a si mismo, inventado, por modelo de arrojo y de virtudes, no siendo para nada el mismo ni de la misma manera.
Conoció a mujeres hermosas, pero ninguna Circe, ninguna Nausica, ningún canto le atrajo a las playas perdidas entre nieblas a las que si llegaba atraído por el olor de un carnero asado o de un estofado de carne y verduras. Gozó de mujeres de la misma manera que ellas gozaron de él, aquí era particularmente picante en sus explicaciones, pepro las perdió con el paso de los días, nunca demasiados. Sí, volvió a Itaca, pero viendo lo visto, volvió a embarcarse ansioso de recuperar la libertad que había estado a, punto de perder. Telémaco era un joven malcriado y derrochador, los pretendientes no existían, en su ausencia Penélope había enriquecido a su propia familia con los bienes de la casa de Ulises, tenía un amigo más amigo de lo necesario y conveniente y dejaba el mal gobierno a Telémaco, que se enfrentaba a un grupo de gentes descontentas que poco a poco ponían cerco a su casa y a su reino: de ese enfrentamiento, decía, habían salido tal vez los pretendientes, transformados por el poeta los justos agravios en injustas pretensiones. Alcanzó a ver a su esposa, vieja y sin algunos dientes, toda afeites. Se va la juventud y el tiempo se lleva el cariño; diez años son una muy larga ausencia y las riquezas sacadas de Troya, muy pocas por cierto, se habían perdido de mil maneras por las singladuras, día tras día. ¿A que quedarse? Algunas de las munjeres a las que había gozado eran más plenas, jugosas y risueñas que aquella dama estirada a la que vió en el pórtico de palacio, enarcadas las cejas, afilada la cara, peinada y coloreada por los afeites, como una estatua, menuda, disipada en si misma como decían los viejos, mirando al infinito con una dignidad inventada: los reyes, les dijo, acontece que toman posturas que no les corresponden a la mirada de los demás, pero si a la de ellos, y entonces resulta el ridículo; así fué con Penélope. Dió media vuelta, su reino se había perdido entre los sueños del retorno, hechos de salitre, sol, heridas de mar en la piel curtida. No derramó una sola lágrima, pero se llevó al barco mercante que estaba en el puerto los recuerdos de los viejos tiempos: nada malo había en recordar sus abrazos de amor con la antigüa esposa, o en ver de nuevo correr al pequeño muchacho por los pasillos; sí, ciertamente había existido de la felicidad y loco es el hombre que la rompe para irse a una aventura incierta, e incluso diría más, aunque fuera cierta. Algunos no habían vuelto, Aquiles, herido de mala manera, asaetado, nada del tobillo que no era invulnerable, sino asaetado como un acerico, gritando de espanto y de dolor al comprobar que los jóvenes mueren, él que tan insultantemente orgulloso estaba de sí mismo. Cuando le vió morir, indiferente Agamenón, comprendió que aquella guerra era un mal asunto: no morían los hombres de aventuras solamente, los sacados de los campos y puertos, los guerreros anónimos que sin cara ni nombre se jugaban la vida a los dados de la partida de otros señores más altos y encumbrados que ellos; morían los señores también, abatido su orgullo: Hector, ciertamente arrastrado por el carro de Aquiles en torno a las murallas, y Patroclo. En eso el poeta no había mentido, los muertos estaban todos con sus nombres. Suerte tuvieron los que volviendo encontraron de nuevo la vida como trabajo a hacer.
Le preguntaron por Helena: "Ah, si, dijo. Helena era muy guapa, pero no valía una guerra". Y guardó silencio unos segundos para sentenciar al cabo: "Penélope lo fué también, lo era cuando me fuí. También yo debía estar muy viejo y desgastado, porque nadie me conoció en Itaca, nadie. Y mejor así". Pocas preguntas quedaban por hacer: ¿Había estado en verdad en el Hades? No. ¿Y el arco, el prodigioso arco? Esa era, a su modo de decir, una de las mayores tonterías del poeta ciego: el arco se lo había llevado con él, ¿cómo iba a ir Ulises, rey de Itaca, a la guerra, sin llevarse su mejor arma? Perdido estaba en el fondo del mar, pero no lo sentía. Ahora pocas fuerzas le quedarían para armarlo. ¿Y contra quien? ¿Estaban en alguna guerra, acaso había que luchar? No se encontraba muy dispuesto a ello y solamente llevaba sus manos desnudas como armas. Juan Peregrino le tranquilizó, no había guerra que ganar pero si que hacer uso de mucha astucia.
En esta narración, Eliseo Cerrada se distraía a veces pensando en Laura Inexistente, nombre que le había puesto a aquella muchacha muerta en la Estación Central una noche a causa de un intercambio de disparos. Mientras Ulises hablaba y contestaba a las preguntas de Juan Peregrino, sin dejar de escuchar veía a la muchacha tendida en el suelo sucio de la estación. La mujer a la que había ido a esperar estaba ya a su lado; había pasado un buen susto, le dijo y a continuación le besó porque le amaba. Durante los muchos años transcurridos desde aquel instante, había hecho de Laura Innexistente un amor de dulce constancia. Nunca la olvidó, siempre le emocionó su recuerdo, y en aquella última mirada en que ambos se vieron guardó memoria de lo que podía haber sido. Como un talismán, guardó aquel enamoramiento junto al otro de cada día.
Habían llegado ya al final del camino, donde este se bifurcaba en dos, seguros de caminar en la dirección adecuada. Decía el Peregrino que necesitaban componer un grupo decidido para poder tomar el mando.
- El poder - les dijo - es el triunfo de la voluntad y solo lo obtiene aquel que sabe para que quiere usarlo. El poder transforma todo y es lícito cuando tiene una vocación. Quien persigue el poder debe hacerlo sabiendo que lo va a usar en persecución de un principio. Lo contrario es mentira, despotismo. Nosotros - seguía diciendo - emergemos en el momento del cambio comprendiendo una sola verdad: si es tiempo de expiación, y eso es lo que parece, es tiempo a su vez de triunfo. Toda acción emprendida debe ser asumida desde la búsqueda del triunfo, y este es alcanzar el poder, y alcanzar el poder es hacerse con la voluntad de los demás. El poder no lo tomaremos, nos lo darán.
En aquel cruce de caminos se alzaba un convento, de factura moderna, construído en piedra gris con tejado de pizarra. Puertas abiertas invitaban a pasar a un patio desierto en cuyo fondo se abría la puerta de la iglesia y a los lados distintas depoendnencias. Nadie parecía estar allí, parecía porque un ruido dentro de la nave sagrada les anunció la presencia de aquel que había de ser a partir de ya mismo, el Obispo Absalón.

martes, agosto 29, 2006

La Playa de las Gaviotas Muertas (Tres)

Los grupos que iban llegando a lo alto del promontorio rocoso se detenían ante el espectáculo, impidiendo además de la llegada el conocimiento de lo que a sus pies sucedía aq los demás. Bandadas enormes de gaviotas sobrevolaban por encima de sus cabezas e iniciaban un ballet aéreo manteniéndose sobre el mismo espacio, ballet en el que las recién llegadas aguardaban para entrar en un círculo denso, su turno para iniciar la marcha alrededor de los límites de la playa. como si un remolino hubiera sido arrebatado del mar de la tormenta y trasladado a lo alto, dejando en el centro, a modo de chimenea un óculo abierto al cielo; era una cúpula girando formada por pájaros silenciosos sobre una masa inerte de gaviotas que expiraban, en el mismo silencio, plegadas las alas, inclinada la cabeza, unas sobre las otras. Un aire de tragedia se cernía en aquel acomodo a la muerte, reposando las unas en las otras, sin queja alguna; el único sonido: el estertor de las alas, el chasquido del plumón al rendir cuentas a la vida. Nadie diría que estaba ante el fin de todas las gaviotas del continente, reunidas en una inmensa playa en la que todavía, a la manera de esqueletos abandonados, se levantaban los restos de parasoles y sombrillas, tumbonas veraniegas y chiringuitos domingueros y redes de balón playa.
Avanzaba la gente por la autopista que corría paralela al mar por el oeste, canalizándose para no invader el cementerio de aves que a sus pies se iba extendiendo y amontonando, igual que se habían amontonando los cuerpos de los habitantes de la ciudad en las horas primeras del cambio. Evitaban los pájaros, para su agonia, el contacto con el agua del mar que llegaba en olas sin intensidad, puro reflujo de una masa de agua casi inerte; de tal manera lo evitaban que una línea perfecta seguía a una distancia prudencial la curva de las olas que se agotaban besando la arena y dejando en ella pequeños orificios de aire y minúsculas partículas de algas. Ante la aglomeración de personas que debían esperar para formar la cola que alcanzaba la autopista y bordeaba la playa, los más decididos decidieron avanzar por el pasillo donde rompían las olas, mojándose, evitando pisar a los pájaros y una estrecha columna empezó a progresar de tal manera que por ambos lados bordeaban el cementerio los caminantes; con los zapatos en la mano, recogiendo las mujeres las faldas para evitar salpicaduras, avanzaban hacia el norte.
Mientras esto sucedía, los pájaros que esperaban su turno iban cerrando el círculo hacia el óculo abietrto y desde allí se posaban dejándose caer en vertical y rodando después, abatidos nada más llegar a los plumones inertes, formando una pirámide que crecía en altura y grosor con cada aterrizaje. Lo sorprendente era el silencio, una ausencia de todo sonido que no fueran algunas voces que señalaban el camino a los que llegaban detrás o pedían paciencia.
Extraña fatalidad pensó Eliseo Cerrada, que había decidido pasar junto al agua en vez de aspirar a alcanzar la autopista; extraña fatalidad, se repitió para sí, mientras desanudaba los cordones de su zapato y guardaba los calcetines en el bolsillo de la chaqueta. Ocasionalmente se alcanzan a significar unas pocas palabras que compendían lo trágico y que no pueden expresarse de manera más compleja. Extraña fatalidad, sin ser nada concreto, era el desertar de Eliseo Cerrada a una conciencia cierta, a un acontecer desmesurado en el que abría los ojos. Como la primera luz después del sueño profunda, extraña fatalidad, antecedía al inicio de la razón.
- ¿Qué fatalidad es esta que se hace por gusto? ¿O es disgusto? ¿O camina usted sin otro destino que el de los demás? Explíquese, ya que piensa - dijo una voz junto a su oído.
Fué un grito, no por el tono en que se pronucniaron las palabras sino por el enorme silencioso que lo enmarcaba todo. El hombre, a su lado, se hizo cuerpo y figura, una inmensa masa gris, de enorme corpulencia, un hombre circular plantado sobre dos piernas bien abiertas, de muslos como columnas, de paso bamboleante, enorme papada y barba sin afeitar de varios días, una cara redonda enmarcada en rizos desordenados hijos de una más desordenada y descompuesta melena que le llegaba a los hombros.
- ¿Qué sabe usted de la fatalidad? - Eliseo Cerrada, ciertamente, tuvo que aceptar que nada sabía de ella, que ni siquiera podía explicar el porque de su pensamiento. Aturdido trató de encogerse de hombros para dar a entender que nada era importante cuando cayó en la cuenta de que no había pronunciado palabra que aquel hombre enorme pudiera haber oído, o por lo menos, eso creía. Permaneció mudo, alerta, temeroso.
- No es fatalidad sino destino, esto que estamos siguiendo. A unos se les alcanza donde vamos y pocos saben realmente de donde venimos. Es cosa de la naturaleza, ¿comprende usted? y de un cansancio que se da en ella cada cierto número de años. Hay que dejar espacio para otros mundos, para novedades que nada tienen que ver con nosotros y nos empuja esa necesidad siempre hacia el norte. Vamos hacia el norte, ¿sabe usted? pero eso tiene poca importancia porque yendo al frío no lo sufriremos. Nosotros ya no sufriremos más. Por eso niego su pensamiento acerca de la fatalidad, nada es extraño aquí, ¿ve usted a alguien que se extrañe? ¿O que se oponga? Somos una tribu desterrada por obra y gracia de nosotros mismos, ni pecados ni culpas. Ni faltas contra Dios ni contra nosotros mismos, sino resignación, dulce resignación. Yo esta noche pasada amaba a una mujer deliciosa y no se donde está. Ya ¿que importa?
Le cogió por la manga y tiró de él, "venga, le dijo, vayamos deprisa, adelántemos a los demás y seremos los bienaventurados que llegan primero al paraíso. Quiero hablar con usted" Tirando de la manga le introdujo en el agua hasta la rodilla y parecía una barcaza de poderooso motor abriendo la ruta que Eliseo cerrada, sin poder desasirse, seguía a duras penas. "Corra, gritaba el otro, ahora alzando la voz sin que nadie pareciera reparar en ello, corra, no pierda la vez, esto es la cola de la tienda de ultramarinos, la cola del cine, la carrera a los premios, el desenfrenado afán de alcanzar el primer puesto, la espera en el vidieo club la noche del estreno, pero repare en que nadie parece darse cuenta, hasta que llegado el último momento, se lo aseguro, estaremos en peligro en medio de la marea humana, que comprenderá, tendrá que hacerlo, habrá de comprender que no es la muerte lo que debe atemorizarles, sino quedarse atarás y no llegar a ningún sitio". "¿Que es lo que sabe usted? " le gritó Eliseo Cerrada. "Todo lo que se puede saber. En la ignorancia, ¿que hombre absurdo se detiene a esperar que le expliquen la causa de la catástrofe, si esta parece dispuesta a asolarlo? Mientras los demás caminan mansamente, unos pocos, yo mismo, y usted si es listo, correremos más, nos daremos prisa, haremos trampa si eso cabe, proque gracias a Dios no se nos ha derretido el entendimiento, y corremos, corremos, para alcanzar la mejor localidad en este espectáculo?" "Pero, ¿que es en concreto lo que sabe?" "Ah, gritaba más y más el otro mientras iban avanzando a enorme velocidad dejando atrás a mansos grupos de caminantes, ya tiene palabras, ya articula preguntas, Ya está usted a punto de despertar. Sea sincero, dígame, ¿no siente miedo?"
Detuvo su correr un momento y se volvió, sin soltarle la manga, a Eliseo Cerrada. Le pasaba en altura por lo menos treinta centímetros y su cuerpo era el doble de grueso. jadeaba por causa de la carrera y la parada, se le antojó al otro, fué más para tomar resuello que para preguntar mirándole a los ojos, como lo estaba haciendo. Y era su mirada fría, un tanto burlona tal vez, pero sin ápice de cordialidad.
- No, no siento miedo - Eliseo Cerrada decía la verdad y aprovechaba aquel alto para pensar por primera vez desde que abandonó el piso en que vivía y dentro de él a la mujer dormida. Era verdad, no sentía ningún miedo, ni siquiera preocupación y al ver aquella masa de pájaros volando y muriendo y de personas caminando hacia el norte como una hilera de hormigas, en una marcha ciega y predeterminada, comprendió que no era el miedo lo que habitaba en él, ni la preocupación, sino la curiosidad, y un cierto interés por comprender que estaba pasando allí. En ese momento despertó de sí mismo en medio de la mjultitud, o en un margen de ella; había estado ensimismado y renacía.
- Todavía nadie - le dijo el hombretón- Todavía nadie de los que nos rodean han despertado, han dado en pensar, han sentido, esa es la palabra, han sentido otra cosa que el estupor que nos ha alcanzado. ¿Se da usted cuenta? Marchan hacia cualquier lugar, al fondo de la nada, y no temen. Está usted ante la estupidez humana, y eso es un espectáculo, que en masa, se ha contemplado pocas veces en la historia. La raza se extermina y no le importa.
- ¿Van a morir? ¿Vamos amorir?
- ¿Y eso que importa? - A él mismo la respuesta debió parecerla suficientemente cínica para resultar un absurdo y añadió - En cualquier caso vamos a intentar evitarlo.
Volvieron a caminar, esta vez arrancaron de común acuerdo, uno junto al otro, el hombre enorme junto al hombre mediano. De nuevo el vozarrón empezó a desgranar palabras.
- Me he dirigido a usted porque le he oído pensar. Tengo ese don, oigo los pensamientos y aquí, entre este silencio de zombies, su pensamiento repetido dos veces, me ha atraído en busca de un amigo: extraña fatalidad, ha pensado usted y yo le he oído. Ya ve, sus dos palabras han sido como el llanto de un niño recién nacido. Hoy usted y yo somos los únicos que tenemos la vida entre las manos. Y nos necesitamos.
- ¿La vida?
- La única que nos importa, el arte de pensar, de pronuciar palabras. ¨Quçe vida puede interesar más allá de la inteligencia para sobtrevivir. Hemos de espabilar, de correr más que los otros; aventuro, escúcheme bien, aventuro que a poco tiempo que pase irán despertando y preguntándose, y para entonces, escuche mi plan, para ese momento en que esta masa informe despierte, necesitarán algunas respuestas a sus preguntas asustadas; necesitarán capitanes, ¿me comprende? necesitarán un capitán que sepa responderles y llevarles a donde quiera que haya que ir. Y ese capitán necesitará un lugarteniente: ¿acepta usted entonces ser mi lugarteniente?
Parecía de risa si no fuera porque todo era realidad, un cuchillo que iba entrando en el pensamiento de Eliseo Cerrada y que al abrirse paso dejaba espacio abierto a una incomprensión consciente. No saber es malo, pero saber que no se sabe es algo, se dijo Eliseo Cerrada y por la sonrisa que asomó al rostro del hombretón, supo que su pensamiento había sido oído.
- Vamos, apremió el gran hombre - ¿acepta o no?
- No alcanzo a saber más de lo que veo y acepto, si, que nos acompañemos, que entre los dos veamos lo que se ha de hacer en este desajuste que no entendemos. No sé si seré su lugarteniente, porque nos se que entiende usted por ese cargo u ocupación, nombre o lo que quiera que sea, pero le seguiré en tanto vea que vamos por buen camino.
Le alargó el otro la manaza, cogió la suya y la estrechó con energía.
-Una cosa quiere dejarle clara- le dijo - Yo soy una mala persona, un hombre violento, listo como pocos, he sobrevivido a heridas que hubieran matado a otros. Si algo me diferencia de los demás es, sobre todo, que decidí vivir desde el primer aire que respiré, aún en el vientre de mi madre, antes incluso. A mi no se me mata, ni se me roba el aire, ni el pan, ni el agua. Soy malo, bueno para los míos por pura conveniencia. No engaño a nadie, ni cuando le regalo mi afecto ni cuando le rebano el cuello. No le engaño, tçengame miedo y yo le respetaré.
Eran palabras truculentas, graciosas si se quiere por lo que querían parecer de terribles, fuera de lugar en el mundo del que se venía viviendo hasta hacía pocas horas, aunque el tono en que estaban dichas, y el mismo lugar en que se pronucnciaban les conferían veracidad.
Habían llegado ya a la cabeza de la marcha y atrás quedaba la enorme playa de las gaviotas moribundas, ahora sobre la que flotaba una nube de plumas que irisaban el aire en fantásticos plateados, creando el efecto de una enorme bola flotante. Ya pudieron salir del agua, volverse a calzar y subir unas dunas que les separaban de un paseo marítimo desierto de gente, en el que los cafés y comercios de alquiler de tablas de wind surf, patines de pedal, pequeñas embarcaciones, casas de comidas, hamburgueserías, arrocerías y oficinas inmobiliarías, manteniendo las puertas abiertas vedeban a la entrada a nadie por la inutilidad de su presencia. En los edificios de apartamentos, el viento movía las toallas de colores dejadas a secar en las balconadas. El lugar era risueño, hermoso, veraniego, y al detenerse a verlo, en su vacía inhospitalidad, por vez primera en varios días, las nubes dieron paso a un sol débil pero tibio. Caminaron por el paseo, a buen paso, ganando distancias con el gentío que les seguía.
- Yo sé quien es usted, pero usted no me conoce, decía el hombretón- Yo soy Juan Peregrino. A mi me han fusilado dos veces y tiroteado muchas más. Le contaré mi historia cuando podamos parar y comprendamos cual va a ser nuestro papel en esta historia. Le agradeceré que mantengamos el usted como cortesía y respeto. Usted es... le he oído pensar en usted y sé quien es, Elisieo Cerrada, y me alegro de conocerlo en estas circunstancias.
Mientras Juan Peregrino entraba en una cafetería y salía de ella llevando unos croissants en la mano Eliseo Cerrada se acercaba a la balaustrada que separaba al paseo del mar, que batía muellemente las rocas unos metros más abajo. Un extraño fenómeno empezaba a producirse, una cristalización del agua, solidificándose deteniéndose el flujo y reflujo, adquiirendo transparencia de cristal, actuando ésta como enfoque de y visor de fondos que por causa del sol que iba ganando sitio a la semi oscuridad, se mostraban como continuación de la misma tierra en que se asentaban. Como por arte de la imaginación, que no de otra cosa, asistieron a la visión de un fondo poblado de naves naufragadas, de viejos pecíos, de barcas de pesca, de leños medievales, en torno a los cuales pululaban marineros perdidos, o eran sus recuerdos, o sus espectros simples, memoria de lo muertos que guardan los vivos para terror y espanto, o preocupación y culpa. Eliseo Cerrada se sintió sobrecogido ante aquel espectáculo: el fondo del mar al que se a somaba no era una selva lóbrega, sino un mundo habitado a pocos metros más abajo de sus pies.
Juan Peregrino, ofreciéndole un croissant, le señaló un pecio en cuyo palo mayor, un hombre avejentado se deshacía de unos cordajes que le amarraban al palo, y liberado, mirando hacia lo alto, se encaminaba hacia la superficie a la altura de sus pies.
-Ayúdele - le dijo Juan Peregrino comiendo a dos carrilos - Ese que ahí ve es Ulises. Tiene mucho que contar y si es cierta su astucia nos ha de ser muy útil.
Ya el hombre del mar salía a la supeficie y Eliseo Cerrada, alargando una mano le ayudó a alcanzar el piso del paseo.
Continuará mañana
No reproducir parcial o totalmente sin permiso del autor

Encuentro en la estación (Dos)


Al cerrar la puerta del dormitorio, Eliseo Cerrada dijo adios a una figura dormida, semi desnuda, a un pecho descuidado y una película de sudor imperceptible casi, sobre una piel cerúlea, brillantes gotitas saladas. Un enorme desapego habitaba en él desde mucho tiempo atrás, por su propio yo y por el de los que habitando cerca de él le resultaban extraños. Como tanta gente, Eliseo Cerrada había amado a la persona equivocada durante demasiado tiempo, y aunque la equivocación no fuera desde un principio, el tiempo de la pasión que precede al del desánimo, una cierta costumbre al fin se había convertido en ternura: y ¿cómo se puede odiar a aquello que inspirando ternura es al fin cosa nuestra? Ambos, encerrados en una larga ensoñación fecundada por el hábito, habían estado ajenos a la mutación de las ciudades, a la caída de la luz, a los brotes del amor cortés y a la galanura de los tiempos recobrados. Ambos, dormidos desde tiempo ha, esperaban que un sueño con aires de eternidad los absorviera, sin percibir siquiera que eso mismo, con más suaves efectos, estaba sucediendo en la calle.
Buscar una camisa y un pantalón adecuado, elegir corbata y chaqueta y alcanzar a reunir cuatro o cinco cosas perrfectamente ínútiles, fué cosa de un instante mientras oía, no en la realidad de los sonidos, sino en la de la costumbre, la respiración pausada, el leve ronquido y otra vez la respiración pausada de la mujer que por arte de un acontecer que desconocía él, iba perdiendo contorno y rasgos en su pensamiento, hasta que al bajar la escalera, como por una liberación efecto de alguna droga desconocida, se había borrado completamente de tal manera que al llegar al portal la respiración habíase descompuesto en todos los sonidos del mundo exterior.
Cuatro o cinco barrenderos, cercanos a un camión de PoolSa, recogían los cuerpos con delicadeza. Eliseo Cerrada les vió y saludó al pasar: fué correspondido. En uno de los cuerpos reconoció a la cajera del supermercado y sus piernas rotundas y formadas le llamaron la atención. El traslado del cuerpo dejaba al descubierto parte del muslo, el inicio del panty, una curva continuada y suave sobre la que la bata azul del uniforme dibujaba el aleteo de una bandera. Había sido, pensó, recordándola, pues su cara se perdía tras la espalda del que la portaba en dirección al camión, una mujer hermosa y sonriente que siempre coqueteaba con él; o era solamente simpatía. Confuso la siguió con la mirada arrepentido, pensó, de no haberle seguido el juego a su coquetería con la suya propia. El cuerpo de ella, al perderse en la calle hacia el camión, borraba promesas.
Caminó calle abajo hasta integrarse en los pequeños grupos que dejaban el barrio para dirigirse a las mayores avenidas, a los arbolados paseos por los que la ciudad se abocaba de sí misma en dirección al mar. Existía el mar como un destino cierto, y todos los sabían aún sin reparar en ello, sin preocuparles; existía el mar pues ese es el destino de los errantes, se decía Eliseo Cerrada, al margen de que otros caminos condujeran a otras afueras de huertos, jardines, montes boscosos y praderas de cereal. Voy, se dijo, hacia el mar, como siempre he querido. Marino de ilusiones perdidas había estado visitando el puerto de su ciudad en interminables paseos que mantenía en secreto. El sueño de navegar era el viejo sueño de la libertad: un día le ofrecieron ser contramaestre de un barco carbonero y ella no le dejó, ¿que iba a hacer tanto tiempo sin él? y se supo tanto tiempo sin él mismo, como un desvalido huérfano del mar, flotando en espera de que llegara un barco salvador en busca de sus hijos. Flotaba entonces encima de un ataud labrado y respiraba, no sabía que estaba llorando, aferrado a la madera en un gesto de salvación que era al mismo tiempo de desesperanza. Por aquel tiempo creyó en Dios necesitado de él, luego lo dejó correr.
Eliseo Cerrada, ¿cuantos años atrás? había acudido una noche a la estación central para esperar un expreso en el que venía su amada. El amor tiene extraños destinantarios, imaginarios muchos, las más de las veces errados tanta es la carga de las obligaciones. pero un joven Eliseo Cerrada llegó a la estación una noche a la hora acordada en que el tren procedente de Francia tenía que hacer su entrada, como lo hizo, sin percibir que en aquella noche un extraño dispositivo policial vigilaba los andenes; porque ni los limpiadores eran limpiadores, ni los mozos de cuerda, ni la gente que atendía la barra del bar eran lo que debían ser, sino seres grotescos, malcarados, disfrazados de vida común, pero sin su limpieza. Eran los otros esperando al otro: los héroes de un mundo paralelo en que buenos y malos se cruzan y entrecruzan no una vez sino mil veces hasta dar con ellos en medio de la bruma de la realidad. En aquel tren llegaban tres personas: un atracador de bancos, Laura Inexistente vestida con un impermeable rojo y la amada enamorada de Eliseo Cerrada. Existen las coincidencias, las causas de las cosas que vienen de atrás y se repiten y las casualidades que son hijas de otras causas; no es cosa del destino, una irrealidad consoladora, ni de la divina providencia, una aparente excusa, sino de un cruce de caminos ajenos que chocan entre si.
Al parar el vagón delante mismo de Eliseo Cerrada vió bajar, por este orden que la memoria no haría sino corroborar a lo largo el tiempo, a: una figura ligera de muchacha vestida con un impermeable rojo que brillaba por efecto de algo así como charol, una cara ovalada, unos rizos asomando bajo una capucha, un aspecto de chica tierna de musical, radiante y sonriente: era Laura Inexistente, y con solo verla supo Eliseo Cerrada que la amaba. No importaba a quien había ido a esperar ni para que, todo se había borrado al ver aparecer aquella figura adolescente casi, canción de la vida si se quiere; es cosa del amor o del deseo o de los imaginarios que cada uno lleva dentro de si: aquella muchacha fué de instantáneo su amor. Y detrás, un hombre bien vestido, la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta, la izquierda portando una maleta; de terno gris. sombrero del mismo color, abrigo azul sobre los hombros, bufanda de lana clara, beige se diría, rostro delgado, guapo, con ligero bigote sobre el labio superior, sonrisa puesta y aspecto divertido. Y detrás la amada enamorada, la mujer a la que había ido a esperar, guapa en si misma, sonriente, borrosa ya por efecto de la aparición súbita de Laura Inexistente. Era una mujer de belleza clásica, cuerpo rotundo, pleno, enmascarado de pronuciamientos y deseos; verle desde lo alto de la escalerilla y sonreirle alzando la mano fué todo uno y en ese tiempo del saludo sonaron lo gritos y los disparos. La secuencia que recordaba Eliseo Cerrada fué la del hombre sacando la mano del bolsillo, no llegó a hacerlo, y la de los sonidos secos de los disparos, supo de inmediato que lo eran. La muchacha del impermeable se desplomó en el mismo momento en que le vió a él, es notorio que cuando las miradas se cruzan se saben y reconocen y ese fué su conocimiento; al instante el hombre detrás de ella trastabilló, dió un traspiés, intento sujetarse en el aire y calló mientras la mujer de atrás la enamorada desamada al instante. quedaba inmóvil, asustada, perdida en el espacio, perdida la conciencia de saber que podía estar muerta y estaba viva.
Nadie le impidió llegar a Laura Inexistente para tratar de reconocer a quien había amado irresistiblemente con solo verla y a quien amaría el resto de sus días. Ella estaba muerta, y él creía estarlo. Cabe aceptar lo absurdo: un amor repentino borra un amor establecido; una muchacha muere antes de que sea posible dibujar una historia de amor; una mujer ignora que es desamada de golpe, en el instante. Eliseo Cerrada sintió el vacio antes de que nada pudiera llenarse, y cuando la mujer llegó junto a él, no alcanzó a decir nada: ¿cómo podía explicarle que amaba por toda la eternidad a aquella muñeca desconocida vestida con un impermeable de charol rojo? Hizo falta que pasaran las cosas ya narradas en la ciudad, para sentir la libertad como algo propio, de abrir la puerta del dormitorio y salir a la calle. Ella, se dijo, encontrará el camino también, que en esto no caben ni piedad ni crueldad sino lo más verosímil, el descarnado hecho del abandono para los que se han abandonando tiempo ha.
Caminando entre la gente, iba sintiendo dentro de si el peso casi etéreo de la libertad. No le engañaban sus ojos, en las aceras de la calle por las que discurría la marcha de los que abandonaban la ciudad, quedaban jirones del pasado de cada uno de ellos: de ahí la carencia de equipaje. Corpóreos y traslucidos, irreales también, las cosas del pasado que quedaban al margen eran personas, casas, negocios, palabras, promesas: un amasijo de nieblas vomitadas por los caminantes. Esa asútil ausencia de equipaje, al comprobarla en los demás, le manifestó con claridad que, abandonando todo, el pueblo marchaba confiado. Y en tal confianza se abandonó a si mismo.
- ¿Hacia donde vamos? - le preguntó un hombre que andaba a la par.
Venía observando Eliseo Cerrada que interminables columnas de gaviotas les adelantaban en la marcha en dirección al mar, en vuelo silencioso pero amenazador, tantas eran las aves y tan cercana su presencia sobre sus cabezas.
- Creo que sgeuimos la dirección de ellas - contestó a quien le había preguntado señalando a las aves.
Dejada la ciudad alcanzaron un promontorio de rocas y tierra que cruzaba el camino que seguían. A esas alturas las gentes empezaban a dividirse en grupos formados por raras afinidades, en ocasiones inexplicables. Se juntaban rubios, animosos, decaídos, de caminar esforzado o de paso perezoso, de manera tal que los grupos iban dejando entre si espacios y lo que incialmente fué una columna se acabó convirtiendo en un paisaje lleno de manchas de humanidad que progresaban en la misma dirección.
Y así llegaron a la Playa de las Gaviotas y encontraron a Ulises.
Continuará mañana.
Se ruega no reproducir parcial o totalmente sin autorización del autor.

lunes, agosto 28, 2006

Cuando los santos se van marchando... (Uno)

Aquí, en el cabo, voy a pasear por los recuerdos. Exhumando papeles he encontrado esta historia escrita de manera mucho más amplia y barroca hace años, demasiados. La voy a sintetizar en 10 capítulitos, a lo sumo 12. Aquí la ofrezco: deberé lamentar el aburrimiento de algunos de los que visitan estas páginas, pero siento ganas de hacerlo así. No pediré perdón por ello, porque nada más sencillo que no pasar por aquí, sabiendo que en cualquier caso tendrán mi más sincera amistad, unos y otros.

Los hombres de PoolSa barrían las calles de cuerpos, llevándolos entre dos a los espacios que dejaban vacíos los parques públicos; los amontonaban con respeto, tratando de que conservaran en el amontonamiento los mismos rasgos plácidos con que les habían encontrado, además de la compostura del cuerpo, digna y relajada. Bajaban las faldas de las mujeres para que nada quedara al descubierto de los muslos y abotonaban las chaquetas de los hombres, enderezando si cabía el nudo de la corbata. Nadie hablaba de cadáveres, palabra que de común acuerdo había sido dejada de lado; ¿cómo hablar de cadaver de quien inmóvil y sin respirar, frío ya, perdido el rigor mortis, sonreía dulcemente? Con los párpados caidos sobre los ojos, parecían haber encontrado en su sueño un paraiso.
Todo había empezado con la caída de la luz, una cierta amortiguación del sol, la aparición de un atardecer que se impuso un día, de mañana, y que todos el mundo dió en pensar que llegaba nublado y probablemente tormentoso, lo último no fué porque tardó la lluvia un poco todavía. Llegó la noche y la luz no se iba, si bajaba en su intensidad, pero sin llegar a lo más oscuro. De la noche conocemos sobre todo la oscuridad y esta desapareció, llevada por un fenómeno meteorógico que todo el mundo dió por bueno. Ausente la oscuridad se encendieron las farolas con esa timidez de los atardeceres, cuando la luz parece un pálpito, un simple anuncio, la referencia de una posición para navegantes.
Nadie mostró sorpresa; ni la prensa, la radio o la televisión, hicieron mención del hecho de la caida de la luz; tampoco habló la gente entre ella del acontecimiento, como si en realidad aquello fuera un tiempo por llegar que había llegado y del que ya se tuviera noticia. Aconteció, eso si, que en general se tendió a moderar las costumbres en el vestir y reaparecieron los trajes, los vestidos de gala, las corbatas en los hombres y los zapatos de tacón alto en las mujeres, quedando olvidadas en el fondo de los guardarropas las camisetas publicitarias, el calzado playero o deportivo y en general cualquier indumentaria que pudiera tomarse por informal. Tampoco de ésta, como moda, hizo mención la gente en sus conversaciones y a lo más que se llegó es a celebrar lo elegantes que encontraban a tal o cual, al verse en la calle.
Repentinamente las cafeterías y salones de te se llenaron de personas que disfrutaban de aquel largo atardecer, sentados en los veladores, haciendo cola y guardando turno incluso, para ocupar un lugar frente a las mesitas en que los cafés con leche y pastas o las tazas de te, alternaban con alguna bebida larga, gin tonics en vasos escarchados por elf río en los que el limón y los cubitos refulgían con brillos moderados.
Fueron hermosos días, por llamarles de alguna manera, en los que la gente en las ciudades se reencontró a si misma, es decir, se reencontró en ella y en los demás y donde una soberana cortesía habitó en los corazones. Elegante, con un toque personal de distinción cada persona, lucían un aire de encanto rayano en la coquetería. Las faldas cortas velaban muslos deslumbrantes y volvió el fru frú de la seda, el aroma del after shave en barbillas y mejillas rasuradas, las colonías suaves, los cabellos peinados, la visión sugerente del nacimiento de los pechos perrfumados y las manos cuidadas sosteniendo cigarrillos de ligeras volutas; como de acuerdo, un cierto refinamiento en formas y modales se enseñoreó en las calles; un cierto refinamiento olvidado e incluso anteriormente denostado.
Pero lo curioso es que nadie hablaba, ni de ello ni de otra cosa, porque la gente se encontraba en los lugares públicos y sonreía con agrado, se besaban al reconocerse, cruzaban un saludo con palabras y poco más. Sentábanse en torno a una mesito, hacía su comanda y esperaban sonriéndose, fumando cigarrillos, bebiendo pequeños sorbos, incluso brindando por cosas que desconocían, porque nadie se deseaba un buen futuro, ni tan siquiera pensaban en ellos.
Llegó la lluvia; gruesos goterones alcanzaron las ciudades entre el alivio de personas, que en sus escasas conversaciones se refirieron a ella como si la hubieran estado esperando, sofocados por un calor que ni había estado presente ni había sentido con el calor del cuerpo, sofocado. Apareció como aparecen las tormentas de verano, cuando los cuerpos abren los poros de la sensibilidad más deseosa para beber por ellos el frescor salvador, el bautismo necesario que alivie cualquier pecado limpiándolo a la par que borrando la culpa, como el borrador pasa por el encerado y se lleva el texto inservivble. Llegó la lluvia como una tormenta medida y contenida, de verano en un tiempo que no era estío, con el justo aparato eléctrico para recordar otras tormentas de otras estaciones. Con esa lluvia sucedió lo inesperado y es que algunas personas, muchas al decir de rumores y comentarios, se buscaron para amarse, para encontrar en sus sexos éxtasis naturales a los que nadie dió la menor importancia. Sucedía, que sorprendemente, una mujer y un hombre desconocidos, solo con verse, dejaban cortesmente a sus acompañantes y se encaminaban bajo la lluvia a un lugar y en él se amaban, a veces bajo la misma agua que caía torrencialmente, abrazándose como serpientes lustrosas de humedad entre los cálidos parajes de un paraiso lejano. La desnudez o la media desnudez no faltó nunca al decoro, porque el escándalo no se encontraba ni en su intención ni en los ojos de los que casualmente, se cruzaban con ellos y les veían; en vez de un gesto airado era una sonrisa de comprensión la que afloraba en su cara y con delicadeza saludaban en murmullo "buenas tardes, decían, que sean felices" y los amantes, distraidos momentaneamente, paraban su actividad y agradecían los buenos deseos. Habiendo acabado, volvían a encontrarse con los suyos, sin que la menor reprobación asomara en ellos: un beso en la mejilla y a lo sumo una pregunta discreta, "¿has sido feliz?" e invatriablemente: si, mucho. "No sabes cuanto me alegro".
Tal vez fueron esos, mientras duró la lluvia, los últimos amores reales que se vivieron en las ciudades, cuando el iempo del cambio se anunció con la caida de la luz y la llegada de la tormenta. No se puede precisar cuanto nivel de felicidad se vivió en aquellos días, pero si afirmar que estaba en todos en la misma medida e intensidad. ¿Porque tanta bondad? No se sabe, ni es posible siquiera aventurarlo porque de aquello queda poca memoria, pero ciertamente, parecían ser buenos tiempos.
Quizás, algunos, preocupados o no, pero motivados por un impulso que no se puede describir, empezaron a acudir a las iglesias, que volvieron a abrir, ante la afluencia de visitas, sus puertas durante el tiempo continuo en que se había convertido el tiempo cronológico, la duración del hecho anómalo tan naturalmente asumido. No iban a rezar o por lo menos no parecían hacerlo. No hacían nada más que sentarse y miraban al altar, los retablos y las capillas laterales, la mortecina luz que entraba por cristales elevados o el cimborio mismo; miraban y miraban sin más, con la sonrisa en los labios mientras en algunos rincones el rito del amor se producía y los gemidos de los amantes llegaban a los demás envueltos en un eco anómalo. ¿Quien puede amar en el rincón que cabe entre la pila bautismal y la capilla de un santo? Ellos podían, de pié o apoyados en la piedra de los arcos y contrafuertes; ellos podían hacerlo y ningún ministro de culto osaba interrumpirles, antes bien, procuraban no cruzar por allí por no molestarles. Así alguien llegó a pensar, pero sin comentarlo con los demás, que el sexo habíase convertido en una nueva religión de amor entre las gentes: una oración puntual.
Fueron estos, que visitaban las iglesias y que se quedaban en ellas horas y horas, los primeros cuerpos que fueron apareciendo, como cadáveres, eso nadie puede negarlo, pero con rastros de felicidad en su cara y una hermosa compostura en su gesto. Por deferencia, para morir, salían a las gradas de las iglesias, sabedores de la incomodidad que se produciría si al quedarse yacentes e inertes en sus bancos, impedían el acceso a los nuevos visitantes. Salieron a las gradas y allí, sentados, esperaban algo que no se concretaba de manera inmediata, sino que alcanzaban primero un estado de leve somnolencia seguido de un quedarse absortos, hundidos en un vacío, mirando a un punto indefinido; quien a ellos se acercaba podía ver como la luz de sus ojos se apagaba, impresión que recuerda bien todo aquel que ha visto morir a alguien en su cercanía, y en el apagón final bajaban los párpados y el cuerpo se derrumbaba hacia atrás, delante o los lados, quedando en pose de acostarse truncada por los otros cuerpos.
Los hombres de PoolSa los recogían y los llevaban a los parques cercanos, donde quedaban en hileras y filas al principio, y luego amontonados con orden, unos encima de otros, en capas de sentidos perpendiculares a la inferior y a la superior, para evitar que pudieran derrumbarse. Hay que hacer constar que no olían sino a la fragante lluvía que seguía callendo, ahora lluvia de norte, fina, caladora, otoñal. Sacó la gente los paraguas y de las floristerías salieron cargamentos de flores para los montones de cuerpo, flores que durante mucho tiempo no se descompusieron.
Parecía que en todo aquello hubiera un orden, iniciado con la caída de la luz, con el retorno a una comportura perdida, con el deambular por una vida social educada y galante, la aparición del amor y la visita a las iglesia, con el acto casi final de los primeros en las gradas y la aceptación de todo ello sin la menor estupefacción. Nada humano parecía aquello, resultaba sorprendente que la gente, algunos por lo menos, no trataran de averiguar lo que estaba sucediendo, sino que aceptándolo se ofrecieran al hecho de manera natural; no había voluntariedad, eso es cierto, pero tampoco rechazo; era un hecho natural: los tiempos del cambio estaban ahí y ellos mandaban
Alguien, no se sabe quien, pero alguien dijo "los Reyes se han ido de Palacio" y todo el mundo les creyó. Les habían visto salir, por la mañana, acompañañdos de una inmensa masa de amigos, políticos, administradores de la gestión pública, todos con sus familias, bajo la lluvia que era ahora pertinaz. Eso fué el día en que justamente dejó de llover en las ciudades y en que la gente, de común acuerdo, decidió abandonar sus hogares, las ciudades y los sitios en que habían vivido hasta entonces la vida de cada uno. Como si se hubieran puesto de acuerdo, empezaron a salir de los portales, con el justo equipaje del abandono: las llaves, una máquina fotográfica, el maquillaje, un poco de dinero y las tarjetas de crédito, algún retrato de familiares muertos, el Libro de Familia, unos caramelos, poca cosa y nada más.
Cuando Eliseo Cerrada miró desde la ventana de su dormitorio hacia la calle, y vió que una marea humana, tranquilamente, caminaba calle abajo hacia el puerto, comprendió que había llegado el tiempo de marchar, y vistiéndose con parsimonia, salió a la calle para unirse con los demás.
(Continuará mañana)
Se ruega no reproducir sin autorización del autor.

domingo, agosto 27, 2006

Viaje al mar

1


Hace diez meses que no veníamos a sentarnos en esta terraza para relajadamente mirar un paisaje que cambia apenas lo que cambia la luz; ese es su mayor encanto, el sentido balsámico que tiene ver el inmenso color azul (¿que adjetivo se le puede aplicar a esa paleta de colores azules?) que admite tonalidades hacia el blanco, el turquesa y el prusia. Es tan hermosa esta vastedad, este inmenso espacio que habitamos, que querríamos creer en un dios que solo se cuidara de componer paisajes. Durante este tiempo alejados de aquí, hemos sentido nostalgia, o añoranza, de estar aquí, en los tiempos del frío del prado y las ventiscas del bosque o las soledades del hospital, para pasear por la playa desierta del invierno, o recorrer el cabo por breves y discretos acantilados que encierran calas de la misma discreción y brevedad.
En esta terraza se desayuna viendo como algunos cargueros de cubiertas llenas de containers esperan entrada en el puerto, y a la inversa, otros salen; enfrente mismo, mientras se toma uno el café con leche con el croissant, traza una línea con la mirada que le conecta con África, con la Berbería. Una brújula, copia de un instrumento de navegar de hace trescientos años, señala tozuda al sur por donde se pierde la vista en el espacio inmenso. Allí, los esclavos de Argel, recluídos en los baños, enflaquecían por el duro trabajo y el mal sustento a la espera de los socorros que llegarían de mano de los padres mercedarios; rebañando de aquí y de allí una moneda, los frailes completaban rescates.
Lo cuenta Cervantes con tal tino y precisión que se diría que les vemos caminar por las empinadas calles de Argel, hablando aquí y allá con los retenidos, llevando noticias de las familias, negociando, rebajando, tratando de mostrar de que de donde no hay no puede salir un céntimo más, luchando contra el tiempo que que de vez en cuando llenaba una nao con los presos sin recursos y los trasladaba al otro confín del Mediterráneo; al lugar del que es imposible volver, tan lejano está, para morir remando en una galera, o simplemente desaparecer de los suyos para nunca jamás; algunos renegando buscaban una migaja de mejor vida.
2
El camino en coche dura cuatro horas de domingo, soleado y luminoso. Los coches modernos aúnan al confort de conducción y asientos, el aire acondicionado y el silencioso rumor de las ruedas friccionando el asfalto. Hablamos: en el asiento de atrás Goyerri duerme; de vez en cuando se despierta y asoma su cabeza entre los dos asientos delanteros: husmea a uno y otro lado; busca una caricia, bosteza con esa escandalosa exhibición de fauces abiertas que es en los perros como bostezar a la pata a la llana, gime de aburrimiento y vuelve su cabeza otra vez a reclinarse en el asiento durante otros cien kilómetros.
Por la Mancha vemos los molinos de viento de ahora, los parques eólicos les llaman. Mueven unos sus aspas y los otros no, según se necesite, suponemos. De ahí el recuerdo de cervantes; cuando don Quijote se encuentra ante los molinos de viento, por estos andurriales, debemos suponer que nunca los había visto, que eran técnica nueva traída desde los Países Bajos por los banqueros del emperador y de su hijo, a la sazón su católica majestad. Los gigantes de don Quijote, eran una señal de la modernización de los tiempos, y los banqueros invertían en ellos mostrando su fe en un futuro de mecanización y tecnología. Aquel don Quijote, salido de la profunda España de la Mancha que ni se mueve ni sabe de modernidades, pero Cervante si que las conoce. Tanto tiempo negociando entregas de cereal para la Armada del rey le ha enseñado bien lo que es el mundo que viene.
3
"La del alba sería cuando don Quijote..." es la frase con la que Cervantes empieza el capítulo 4 de la primera parte de su novela. Recuerdo bien, cuando adolescente apenas, di con ella en un esfuerzo inacabado por leer el libro, y me quedé embobado; Como el capíítulo 3 termina con "... y sin pedirla le costa de la posada, le dejó ir en buena hora", el inicio del siguiente viene redondo sustrayendo la palabra "hora" para dejar ese rotundo "la del alba sería" que me mostró, de manera límpida y deslumbrante lo que el lenguaje podía hacer con las palabras, y como estas podían apresarnos en su encanto sútil, en un ritmo suyo, casi música.
El lenguaje se abrió paso en mi entendimiento como música, he dicho, y al tiempo, como el sutil engranaje de un juego de entendimientos. las palabras tejen y destejen realidades dejando abiertas las puertas de la interpretación. Un verso de Calderón, el prodigioso autor de la duda y la rebelión frente a Dios, aquel que se trave a poreguntar la razón de haber nacido para afrontar la culpa por la dicha razón, trazó ante mi un día, con el vuelo de las aves una figura que siempre me ha acompañada al estremo de convertirse en un latiguillo de soledades propias: "cuando las etéreas salas corta con velocidad...", que es lo mismo que "vuela veloz por el cielo".
La de la comida sería cuando llegábamos al cabo, deslumbrados por un sol generoso y una temperatura apaciguada por la brisa del mar.
4
Jugando con el dial de la radio, oimos un comentario que alguien hace sobre el islam, hoy, y recojemos una anotación que nos llama la atención: "estos que se llaman mártires de Alá, dice el comentarista, deberían cambiar su denominanción por verdugos de los hombres" En términos generales no tengo nada que objetar al comentario salvo lo vago y general que resulta, casi un recurso, una ocurrencia; ya decía Azaña que era más fácil tener una ocurrencia que un pensamiento. Mártir , creo recordar, por etimología es testigo o testimonio y por ello persona que sufre su daño frente a los demás para que nadie dude; así en el martirio hay una componente de entrega al dolor para que, frente a la cantidad de este, no pueda haber duda de la sinceridad del intento. Quien es mártir pudiendo no serlo, da prueba de su fe en algo de orden superior a todo lo demás, ya que entrega por ello su vida. Pero estos mártires de Alá además de entregar su vida para dar testimonio de su creencia profunda en la razón de su lucha, destruyen a su alrededor las vidas de sus enemigos en el mismo acto. Una dosis de odio, bien dosificada, es sustento confortable para paliar el propio dolor o miedo, en una muerte moderna que por su propia brutalidad no es dolorosa, una vez apretado el disparador. Recuerdo a aquellos lamas sacerdotes que en Viet Nam se prendían fuego en medio de la multitud, armados de su fe en su verdad, un bidón de gasolina y una cerilla; el público aterrado, en vez de ser su víctima eran testigos de su propio testimonio. Creo recordar que Pascal, en sus Meditaciones, escribía algo asi: "sólo se puede creer en los testigos que se dejan degollar".
5
Al bajar del coche Goyerri, mientras descargamos las bolsas de viaje, dirige su hociquillo al mar y ventea moviendo la cabeza para encarar la brisa húmeda que de allí llega. Está nervioso; le gusta la playa, correr por las olas, a lo largo de ellas, y si le provoco, entrar hasta nadar sumergido en el frescor y en el remolino de espuma. Tensa su cuerpo mientras aspira el olor de la sal y Ana le dice: "Que si, Goyerri, que estamos en la playa. Luego te llevaremos".
6
Así será: luego iremos los tres.

jueves, agosto 24, 2006

De lo que acontece en un paseo improvisado

1

Subo al bosque por el camino del vado, ahora seco, sin gota de agua ni rastros de humedad. Goyerri no me quiere acompañar: se cansa, es perezoso; está enfermo y debe mantener una dieta que inclumple buscando cualquier miga de pan por los rincones. No está para paseos, se queda en casa, tumbado en un sofá, rumiando su degracia.
Hace calor y la senda, cuesta arriba, pesa. Decido no caminar mucho. Me he metido un librillo en el bolsillo por si me diera por leer, pero llevo además tres o cuatro ideas en la cabeza a las que le voy dando vueltas. La luz es espléndida y entre los ramajes altos entran rayos de sol como nensajes del cielo.
2
He visto en televisión a ingenieros y arquitectos de Hezbollah planificando la recosntrucción del Líbano: el partido paga a los apropietarios de las casas derruídas una cifra importante de dinero. Además están montando sistemas de distribución de víveres y de ayuda social y hospitalaria. Me llena la perplejidad de no saber que cosa hace el Gobierno del Líbano. Entiendo que es él quien debería disponer de los fondos ingentes de que hace gala el partido. Comprendo que la población civil cierre filas en torno a él, y me pregunto si no haría yo lo mismo de ser un ciudadano libanés. Alá es grande, y Hezbollah es su mano derecha. ¿Para que va a querer una religión una estructura eclesial teniendo partidos así? Lo reconozco, me he puesto de mal humor y le he dicho entonces a Ana que me iba a caminar un poco; y he llamado a Goyerri, pero no es su hora. Se ha ido directamente al sofá y subiendo se ha tumbado después de las tres vueltas de rigor.
3
Puntualizo mirando al escaso horizonte del camino mientras constato que subiendo, la meta suele alejarse en la distancia en relación directa con el incremento del jadeo. Puntualizo he dicho: en cualquier caso nunca entenderé la necesidad de que una masa de creyentes tengan que organizarse en estructura eclesial. Las creencias religiosas suelen morar en el apartamento del espíritu, en el alma inmortal o mortal según sea solo entendimiento, conciencia, inspiración divina o lo que se quiera. Cuando varias personas creen en lo mismo se alegran y confraternizan; cuando son más se asocian y cuando son muchos se estructuran en organización jerarquizada y se llaman Iglesia. Creo que la realidad es la aspiración al poder y a la vida eterna entre los hombres, de la organización, lo que implica enseñanza, adoctrinamiento, expansión social, servicios y presión sobre los poderes públicos. Al fin influencia. Ya se que resumo las cosas de manera muy simple, pero aspirar al poder es poder.
4
Cuando leo a Hans Küng (me viene a la cabeza porque hoy he leído una referencia a él) y me refiero a cuando he leído Credo que es el libro en que desarrolla sus argumentaciones para justificar el porque debe creer el hombre de hoy, me pregunto algo que es terriblemente injusto seguramente, para con él: ¿cómo un hombre tan capaz e inteligente puede creer?
5
Al doblar un recodo del sendero encuentro una sudadera caída en el centro mismo, entre las piedras y la tierra. La veo al pasar pero no me detengo: me parece de pequeño tamaño; es gris con unas letras azulñes y blancas que no puedo leer porque los pliegues de la prenda me lo impiden. No la toco, no soy curioso, sigo subiendo. Al cabo de medio kilómetro veo bajar a un chico de entre 12 y 14 años; semicorre en ese paso rápido que ni es ni no es; se acerca a mi, me mira y yo a él, quiero darle una alegría y le digo alzando la voz: "está un poco más abajo, la sudadera gris". Él que ya me había sobrepasado se para y me pregunta "¿qué sudadera?" Tiene esa voz de pito de los chicos adolescentes. "¿No has perdido una sudadara gris?" "No, me dice, he perdido la cantimplora. ¿La has visto?" No, una cantimplora no he visto, le digo, y se marcha corriendo con su medio paso que ni es ni no es.
6
Yo recuerdo que con la lectura de Credo, (no me sucedió lo mismo con la del judaismo, que me pareció menos convincente) tenía una impresión compleja; sus razones para ofrecer una lectura de la profesión de fe de los cristianos para el hombre moderno no es que me parecieran aceptables, sino de hondo calado moral. Al acabar de leer me dije, yo podría creer con tanta convicción como él revela si creyera en Dios, pero no sé, no he creido nunca, ni de niño, ni en el colegio de los salesianos al que fuí durante dos años. Colocado en esa tesitura, no me quedaba sino reprochar a Kung su falta de visión, de mi visión.
7
Llego más allá de lo que creía. Me cruzo con un grupo de chicos y chicas que están sentados en el margen del camino. Un grupo de jóvenes produce una impresión de dispersión molecular, de que no existe empatia entre ellos y que cada uno tiene su quehacer, a lo sumo juntarse con otro. es el aburrimiento, la falta de interés en lo que hacen. Me curo en salud y les pregunto "alguno de vosotros ¿ha perdido una sudadera gris con letras azules?" "No, me contesta un rubita, hemos perdido una cantimplora. Y otro añade "Ya han ido a por ella" Pues nada, yo he visto una sudadera en el camino" Les digo adios, me contestan y me voy. No camino mucho, porque una voz me detiene mientras un ruido de fondo de voces me dificulta el entender. "¿Ha dicho gris con letras azules?" "Si" Y las voces de fondo son las de un chica que le dice a un muchacho indolente, alto y muy delgado: "es tu sudadera, Johni, la gris" y él le dice, "pero si no la he traido" y otro interviene "que si que la llevabas," y les dejo mientras dura la discusión hasta que una vuelta en el sendero me separa de ellos definitivamente.
8
Un cierto hartazgo me domina este final de agosto, pendiente de fijar una fecha para pasar un tiempo en la casa del cabo. Me he planteado empezar a escribir un proyecto en cuanto llegue allí. Llevo escritas 80 páginas que he decidido que no sirven para nada: ¡que dificil es escribir sin perderte del camino! Durante todo este año he escrito mi blog como disciplina, tratando de pulir mi lenguaje y de sostener un ritmo. Hay una diferencia entre el blog y lo que he escrito hasta ahora y me decanto por el estilo del blog. En el proyecto me esfuerzo en hacer literatura y en el blog charlo. Yo creo que escribo charlas, me digo en el sendero, y me divierte el juego de palabras que improviso en voz alta: soy el charlista de hamelin" Miro hacia atrás y no me sigue nadie.
9
Me viene a la memoria una historia judia que mi amigo S... me cita a menudo entre otras. Es la siguiente: dos rabinos se encuentran en una convención y al acabar la sesión de la tarde salen a cenar juntos. La cena es agradable y surge una apasionada conversación sobre la existencia de Dios. Llegan a la conclusión de que este no existe y se retiran a descansar.
En la mañana siguiente uno de ellos baja a desayunar y no encuentra a su amigo en el hotel así que sale al jardín; allí le encuentra haciendo la oración ritual de la mañana. Se acerca desconcertado: "pero ¿que haces?". "Ya lo ves, rezo mi oración de la mañana" "Pero bueno, hemos estado una larga noche hablando sobre la existencia de Dios y hemos llegado juntos, los dos, a la conclusión de que no existe. ¿Cómo se entiende que reces tu oración de la mañaña?" El otro le mira sonriendo y le dice: "Pero bueno, ¿que tiene que ver Dios con esto?"
¿Con cuanta ternura y afecto puedo llegar a no entender nada?
10
Llego al Prado Grande, donde está la casa del decorado de cine al que me referí hace unos días en otro post y me asombro: no está. No queda ni rastro de ella, ni del puente, ni del arroyo, ni del palomar. La pradera no tiene desperfectos, la hierba ha crecido, el prado está despejado y yo en medio de él decido ya volver a casa; lo haré por otro camino para no encontrarme de nuevo con los chicos, no me apetece. Recuerdo que he cogido un librillo de los que caben en el bolsillo para leer un rato y echo mano a él, por nada, porque no pienso leer. No está, lo he perdido, se me debe haber caído en el camino así que no me queda más remedio que volver por donde he venido. Me dolería perderlo, se trata de dos novelitas cortas de un autor japonés Ryunosuke Akutagawa: Kappa y Los Engranajes. Ya he leído la primera, que no tiene más 70 páginas y es encantadora y pensaba leer la segunda de decidir descansar. Vuelvo por el camino y no veo nada. Pienso en los chicos, probablemente lo han encontrado ellos; aprieto el paso; trato de oir sus voces. Nada, no están, habrán vuelto al pueblo o habrán tomado otro sendero. me resigno a volver a casa sin el libro. Al entrar en casa oigo la voz de Ana que se me dirige: ¿Sabes donde te has dejado el libro?" "No, donde, le digo, estaba buscándole, convencido de que lo había perdido" "Goyerri se ha tumbado encima cuando le has llamado para ir a caminar" Goyerri ha salido a recibirme, mueve la cola, salta de alegría y veo la mancha blanca del libro en el sofá. Acaricio a mi amigo.

miércoles, agosto 23, 2006

Shakespeare y Velázquez. El Cristo (II)

Cuando veo en un museo una pintura de un pintor notable, suelo preguntarme mientras la contemplo, porque no se contemplar sin más, sin que fluyan pensamientos e ideas, por los materiales con los que se ha compuesto; puedo discernirlos, seguramente equivocándome mucho, pero puedo identificar personas, ropajes, ambiente, escenario, paleta, luz e incluso en ocasiones sitúo al pintor cerca, a mi lado. Diríase que desencajo las piezas una a una para comprender como se han situado en el estudio del pintor y en el proceso de elaboración han ido pasando al lienzo. Los colores, límites de la realidad, adjetivos de la mirada, me identifican contornos que están allí para ser reconocidos y las luces, encendidas para la composición como se hace en un escenario cuando se va a subir el telón e iluminan la escena. Al cabo, me digo, no hay secreto en este cuadro sino que una idea se ha convertido en geometría y forma, aquella por debajo para asegurar el equilibrio, la forma revoloteando por encima para taparnos los esqueletos de la obra. Hago todo eso mientras oigo el rumor del museo, ese eco sostenido y calmo que parece más música; me gusta ese sonido, ese eco me transmite una humanidad alrededor, el latido de seres vivos cuya individualidad se funde en un sonido. Ese sonido sostenido, esa reverberación de contornos suaves, es la síntesis de la humanidad alrededor que me hace compañía. No es el ruido sin sentido que yo digo que es el silencio, porque lo estoy percibiendo todo el tiempo que estoy allí; es el sentido del ruido del museo: la compañía.
Sin embargo, cuando me paro frente a una pintura de Velazquez, nada de lo ante escrito vale; intento identificar los materiales y no los encuentro; intento descomponer la geometría y no está; intento encontrar las formas y son huidizas, disueltas en un espacio mayor que las alberga como un seno materno; intento encontrar los colores y con consigo concretarlos, ni de lejos ni de cerca; no me sirven como adjetivos porque no hay nada que adjetivar; y lo mismo la luz, está ahí, pero no es la luz sino el propio espacio iluminado, Caravaggio encendió una lámpara y se acercó al expresionismo. Rivera usó de la luz para pelearse con la realidad y corregirla. Velazquez no tiene luz, es luminoso; no tiene formas: es espacio. Es, como dijo el Papa Barberini de su retrato, allí en la gallería romana que lo aloja, "troppo vero" sin que ese verismo sea otra cosa que fijar la realidad de soslayo. Y en cuanto al eco murmulloso, nada, en Velazquez silencio.
Entre Shakespeare y él, y diría que también un tercero reclama mi atención, es Cervantes, hay un punto en común que es la sencillez y todo lo que nos acerca a ella. La sencillez expositiva, la facilidad creativa, la sencillez en la elaboración, la facilidad en el trabajo. No escriben, no pintan, están y se deslizan por el medio abstraídos por la necesidad gozosa de hacer algo bien, excelente diría, y ellos lo saben.
Velazquez no quiere ser pintor, pinta. Lo que quiere ser es caballero, alojado en la corte, gozando de la amistad del rey, que casualmente ama la pintura y entiende la de Velazquez, que ni es española ni es italiana: es de él. Entre Velazquez y los pintores de corte que por allí andan, hay una diferencia escandalosa que no merece ni mención. No hay comparación, mal que les pese y quien tiene el poder lo sabe y esa amistad les halaga a ambos: al rey porque es el mejor pintor de su tiempo, de los tiempos se podría decir; al pintor porque quien le emplea y da confianza y aposento, su mejor valedor ante la corte, su más grande amigo, es el rey don Felipe.
Al llegar ante El Cristo que he visto siempre con los colores apagados por el tiempo y la suciedad, me detengo siempre y me digo: "descompón el cuadro, es sencillo hacerlo porque no hay nada". Olvido que en los cuadros de Velazquez no hay nada porque esa es la conclusión a la que llego al final de mi observación, pero es que en El Cristo no hay nada al detenerte allí: un fondo oscuro que elimina el espacio tan caro al pintor, una cruz, un cuerpo clavado a ella, un taparrabos, una cabellera cubriendo medio rostro, cuatro clavos, una herida en el torso, reguerosa de sangre, una corona de espinas, un halo en torno a la cabeza y un cartel en lo alto escrito en caligrafías.Si reúno las piezas me queda un fondo oscuro, casi sin matices, una cruz y un cuerpo clavado en ella; sobre todo ello un foco de luz que se concentra debilmente en la cara y el torso. Es pues un crucificado, un Cristo, sin duda destinado a un lugar religioso, acorde en su factura con los principios que deben regir la pintura religiosa. Y puedo ir más allá: parece inspirado en el Cristo en la Cruz de Francisco Pacheco que está en Granada.
Francisco Pacheco es el suegro de Velazquez, buen pintor, asistente para el Santo Oficio en funciones de hagiografía, él establece si es correcta o no la imagen de un santo por los elementos que contienen el cuadro. En su casa en Sevilla se reunía la Academia, humanistas, gente cultivada, y su aprendiz en el estudio de pintura era Diego Velazquez. A Pacheco se le considera poco por el papanatismo que impera en España, hablo de hoy. Es el autor de El Arte de la Pintura, uno de los tres canones sobre la pintura, el dibujo, los estilos y los autores de tiempo: el libro es impagable. De los pintores jóvenes, es decir, de las generaciones siguientes a la suya, Pacheco solo nombra a Velazquez, orgulloso, afirmando que no le importa que el aprendiz mejore al maestro. Había pintado un Cristo, que ya he dicho, está hoy en Granada a la manera clásica, canónica si se quiere: hierático, con los pies separados, cuatro clavos, fondo oscuro, cruz casi arquitectónica y la luz dibujando (la importancia del dibujo sobre el color era fundamental en la idea de la pintura de Pacheco) con reminiscencias flamencas.
Una pintura hay que mirarla para verla, no basta estar ahí, y para mirarla, es mi opinión, tiene uno que meterse en la composición, tratar de entender que pinta el espectador, aclarar el porque de estar allí, y sobre todo, donde. Yo miro pinturas, no escribo sobre ellas, esta es, con la entrega del papa Inocencio, la segunda vez que pretendo acercarme a describir una sensación, un descubrimiento; no se trta del cuadro o del Macbeth del que he escrito la parte anterior de estas dos entregas, sino que se trata del asombro ante la genialidad sencilla. Pues bien, yo me sitúo ante el cuadro y descubro algo a lo que no estoy acostumbrado; me sobresalta y tardo en dar con ello. No hay espacio, no hay margen, no hay otro lugar que el mío; por vez primera veo a un Cristo a la altura de mis ojos, veo una cruz que tiene la altura de mis pies, no tengo que levantar la cabeza, no debo mirar a lo alto en busca de la divinidad, que esta vez sin subir a los cielos parece haber bajado a la tierra.Así pues, me dice el autor, míralo frente a frente. Es la cercanía lo que me ha sobresaltado, el nivel, el lugar. El de Pacheco, con ser antecesor de este, la cruz se eleva sobre la base del cuadro un tramo de por lo menos un metro, en términos relativos. En este de Velazquez, veinte centímetros. Y lo mismo que en la base, ahora ya voy viendo más cosas, a fuerza de mirar, veo que los brazos de la cruz no dejan sino milímetros de espacio oscuro hasta llegar al marco. Debo aceptar pues que estamos él y yo, a solas y comprendo el fondo oscuro, casi plano, sin hondura ni volumen. No hay lugar a jugar con otro espacio que el frontal, el que nos une a Cristo y a mi. estamos como en la cabina de un ascensor, el encuentro es inevitable, más vale que aceptemos que esta es la realidad: el autor nos obliga a mirar cara a cara.
Y la cara no vemos, no en su totalidad; una hermosa, casi femenina mata de pelo castaño, oscuro, con reflejos, cubre media, perfilada por el cuerpo y por la luz sobre la nariz larga y delgada, bien perfilada. Debe ser este hombre un hombre guapo, joven, de barba y cabello cuidados, de cuerpo bien proporcionado, seguramente fuerte, con brazos largos y con apostura. Porque nos sorprende la apostura; el cuerpo se apoya sobre los pies clavados y sin embargo tiene las piernas ligeramente flexionadas, los pies inclinados hacia delante, clavados y sin embargo el cuerpo con su peso parece mantener una levedad claramente perceptible, anestesiante del dolor: el cuerpo flota apoyado sobre la pierna derecha, mientras la izquierda, ligeramente flexionada, parece amagar el gesto imposible de dar un paso adelante. ¿No le duele pues? ¿O está ya muerto? Si no le duele, ¿cual es el secreto? Y si ya está muerto, ¿porque no se desploma y cuelga de las manos clavadas por las palmas? Ahora veo que tiene, alrededor de la hermosa cabeza, un halo de luz que además de significar la divinidad separa esa cabeza de la madera y el fondo. No vamos a comparar porque si, sino para acabar de entender esta mirada: el Cristo de Pacheco, de cuerpo musculado y nervudo, está rígido, clavado de igual manera, pero sujeto a la cruz por múltiples e invisibles ligaduras. Su realidad es académica y eso le diferencia años de luz del de Velazquez. Una vez más estamos ante una irrealidad en la que no habíamos caido; una vez más nos sitúa en el territorio del cómplice y nos viene a decir que está a punto de salir de la cruz y de marcharse, que ese es el momento inmediatamente anterior al milagro: me atrevería a decir que el de Velazquez es un Cristo resucitando, en el acto mismo, y en la misma cruz.
Me fijo en la cruz: dos tablones; madera ordinaria por los nudos, color de cerezo aproximadamente, un color cálido; pulida y posiblemente barbizada; dos grietas en ella abiertas por la acción de los clavos de las manos. No es una criz dramática, sino un soporte digno. En lo alto, una tabla con tres alfabetos, latín, griego y arameo; primorosa y ordenadamente caligrafiados por mano experta. En la mitad del cuerpo el taparrabos, de hilo, absorviendo laluz en sus pliegues, formando zonas de sombra y claroscuros, para que allí en el centro de la desnudez se fije la luz y establezca el vértice de la geometría en la que no hemos reparado hasta ahota: el cuadro es una T fijada a la base con un punto central iluminado dramáticamente para fijar las proporciones.
Ciertamente una vez más me asombra lo irreal tan a la vista y tan dificil de ver: es troppo vero, dijo el Barberini sin caer en la cuenta que ese realismo que él veía era realmente el irrealismo carente de psicología que todo ser humano trasluce pero que solamente perciben los elegidos.
Tenía 31 años al pintarlo y cuaquiera al verlo podía pensar que ya sabía todo de la pintura. Nada de eso. Aún le quedaba mucho por pintar.



  • Visita al Papa Inocencio
  • martes, agosto 22, 2006

    Shakespeare y Velázquez: Macbeth y El Cristo (I)

    Lamentablemente y por error he colgado anteriormente una entrega en este lugar que era un borrador. A los que lo hayan leído debo pedir disculpas por abusar de su tiempo detrás de algo inacabado y casi inempezado.



    Tengo por Shakespeare, como por Velazquez, admiración sin reservas. Sobrados de genialidad prescinden de talentos externos y trabajan su arte desde dentro, con los pocos materiales que les brinda el justo conocimiento de su técnica. En ellos la creación es superior porque emerge formada por el buen saber de lo que pretenden. Para el inglés las palabras y los versos forman el esqueleto de cuanto se puede decir acerca de la naturaleza humana. Para Velazquez la escasa pintura que escatima en pequeñas pinceladas dejadas como al descuido, lo que diría Gaya en su estudio sobre él (El pájaro solitario), que en los lienzos del pintor hay ausencia de colores, que no es carencia sino purificación.
    El arte, como la geometría, nos muestra la medida del hombre que ha sido el creador y en pocas ocasiones alcanza el nivel de eso que llama Gaya, la purificación. Tema tras tema, objeto tras objeto, el artista vuelca una visión profunda y certera de la humanidad que le ha tocado compartir y la visión de su obra nos permite averiguar el instante de su tiempo, la duración de los hechos que enmarcan su paso por el mundo y sobre todo sus recuerdos y su proceso creativo. Estos dos artistas asombrosos nunca mienten, nunca inventan, extraen de la entraña del tiempo y del hombre la más absoluta verdad y la convierten en objeto para la observación. Artesanos de la cristalería de espejos, no hay en ellos una sola deformación; dicen y pintan lo que ven, pero ven más que otros, entienden mejor que los demás. En sus momentos de silencio absorven como papel secante aquello que perciben de la vida alrededor y queda el negativo guardado en la superficie del papel, borroso, ligeramente corrida la tinta, pero reconocible. Miraos, nos dicen y os vereis. Esto lo habeis dicho vosotros, tal como sois
    De todas las tragedias de Shakespeare, me llama la atención de forma fascinante La Tragedia de Macbeth. He leído en diversas fuentes y lo creo, que esta tragedia enlaza directamente con el teatro de Esquilo. El autor la títuló así: La Tragedia de Macbeth, anteponiendo el tono y el clima en la titulación a cualquier otra descripción que pudiera albergar un buen título. Solamente en Ricardo III y en Romeo Julieta hace los mismo, lo que indica con cierta claridad lo que entendía él por tragedia: lo extremo, los personajes al borde del abismo, el flotar por las sobre las pasiones sin más control que el que puedan dictarle aquellas y el instante inmediato que se abre a la oportunidad vesánica, el crimen como herramienta natural para la construcción del futuro, y en suma la autodestrucción que enfrenta al hombre con su destino y finalmente lo aniquila.
    Sabemos que es una tragedia y estamos preparados, pero ¿a qué? La señora Siddons, actriz del siglo XIX, una noche, con su esposo dormido . intentó estudiar el papel de Lady Macbeth en la escena del asesinato y la luz de una vela se quedó sola en el gabinete de la planta baja: Le influyeron de tal manera los horrores de la situación, que le fué imposible seguir, y asustada, subió con la vela a guarecerse en el dormitorio, donde el marido dormía profundamente; se creyo perseguida por un espectro que era el fru fru del vestido de seda; ya en el dormitorio no se atrevió a apagar la vela ni a desnudarse y se arrojó sobre el lecho vestida: le costó dormirse. Schlegel afirma que "desde Las Furias de Esquilo, nada tan grande ni tan terrible se ha producido jamás" Probablemente no, salvo los hechos reales de violencia que hemos desencadenado a lo largo de la historia, las terribles formas del mal, que como banalidad posesiva, ha corrido el mundo de una punta a otro. A Macbeth solamente le supera la realidad. A la conciencia de Macbeth la de los asesinos de carne y hueso. Durante la aniquilación asesina y genocida de los Balcanes, hará unos pocos años, ante la mirada aterrorizada de un público asistente en el patio de butacas, imaginé a Macbeth en uno de esos cabecillas de bandas armadas, me daba lo mismo que fueran serbias o bosnias o croatas, que independientes de la intensidad en la hora de aniquilar practicaban el mismo mal con la misma afición.
    Vuelvo a Campbell, que biografió a la señora Siddons: "¿Qué teatro puede hacer justicia a Esquilo... cuando el espectro de Clitemnestra se precipita en el templo de Apolo para despertar a las Furias dormidas?" No se cual era el talante del autor al escribir esta tragedia desbocada a través del horror hasta el horror total, y digo desbocada porque en las otras dos existe un guión facilitado por la razón, por el amor o por la propia historia. Aquí Shakespeare ha preferido al caos como guionista y a la pasión desbordada como guión; ¿a quien miró para profundizar tanto en la naturaleza humana? Porque hay que afirmar por encima de todo que este horror, ya lo he escrito un poco más arriba, es humano y común. ¿Se miró a si mismo? Una frase escribió acerca de sus sonetos que me llama poderosamente la atención; dijo que eran "lagrimas de sirenas destiladas en alambiques más siniestros que el infierno".
    Lady Macbeth, contratipo del protagonista, su marido, pues en ella la razón sobrenada a la ambición y a la furia y la inducción es norma de conducta, describe de esta guisa el carácter de su marido: "... desconfio de tu naturaleza. Está demasiado cargada de la ternura de la leche humana para elegir el camino más corto. te agradaría ser grande, pues no careces de ambición; pero te falta el instinto del mal, que debe secundarla. Lo que apeteces ardientemente, lo apeteces santamente. No quisieras hacer trampas; pero aceptarías una ganacia ilegítima... Yo verteré miu coraje en tus oídos , dice a continuación asumiendoo su papel motor en la tragedia, y barreré con el brío de mis palabras todos los obstáculos del círculo de oro con que parece coronarte el Destino y las potestades ultraterrenales" Y como no reconocer en esta demanda airada a la tragedia griega: "¡Corred a mi, espíritus propulsores de pensamientos asesinos!... Cambiadme de sexo, y desde los pies a la cabeza llenadme, haced que me desborde la más implacable crueldad!" Ella que es ya cruel con la razón y necesita que sea de la misma manera su pasión, que ninguna barrera humana, ninguna emoción ni sensibilidad la detenga.
    Y un consnejo tan razonable como terrible: "Para engañar al mundo, apreced como el mundo".
    Describir a Macbeth personaje es escribir sobre las palabras de Lady Macbeth. Su naturaleza está demasiado cargada de la ternura de la leche humana, tiene conciencia, una conciencia que le acosa en la misma superficie de los actos. Cuando asesina al rey, en la famosa escena del crimen en que se van acumulando los horrores, más allá aún de la acción en las palabras de los héroes terribles, Macbeth describe su acto previo al asesinar a los dos guardianes con la conciencia aflorando por su boca, recrimitaria: "Uno gritó: ¡Dios nos bendiga! y el otro ¡Amén! como si me hubieran visto con estas manos de verdugo. .. Escuchando su terror no pude contestar ¡amén! cuando dijeron ellos ¡Dios nos bendiga!... Pero ¿porqué no pude pronunciar el amén? ¡Yo era quien tenía más necesidad de bendición y el Amén quedó ahogado en mi garganta?" Ella le contesta con frialdad abrumadora: "De tomar las cosas tan en consideración, acabaríamos locos" "Me pareció, dice él, oir una voz que gritaba "No dormirás más"... Macbeth ha asesinado el sueño" Su conciencia no tiene la fuerza necesaria para detenerle, pero si para espetarle el horror a la cara, para acompañarle como una sombra trágica, para condenarle al destierro del insomnio, a obligarle a seguir para apurar el caliz de la condena. Incapaz de actuar contra el destino, es decir, contra su deseo desenfrenado ya, sabedor de que la conciencia le ha de atormentar, llegará al culmen de su propia negación del yo: ¡Conocer mi acción!, grita. ¡Mejor quisiera no conocerme a mi mismo! El hombre que se niega, que se mira al espejo y no se ve, ha de quedar maldito para siempre, o perdida la razón vagará por un reino de sombras, asesino aniquilador de sus amigos. La conspiración acaba de empezar.
    Hasta que el bosque sube al cstillo.
    Mañana seguiré con El Cristo de Velazquez.

    domingo, agosto 20, 2006

    La verdad en la niebla

    En pleno invierno la casa de mi vecino, rodeada por la niebla, adquiere esta presencia aislada de su entorno: no hay bosque, no hay montañas y en su defecto una espesa capa volátil de niebla humeda, formada por pequeñas gotas que flotan en el aire, las unas junto a las otras, millones de ellas cayendo lentamente hasta posarse, aíslan la justa arquitectura de una casa de verano en medio de un prado que ha sido escondido.
    La casa, como casi todas las que aquí se construyen, son como de campo sin serlo; tienen esa apariencia pero no lo son porque hay en ellas materiales modernos, cocinas confortables, baños de ensueño y todo resume un espíritu de Casa&Jardín en el que se adaptan perfectamente las figuras felices que con vevstuario de familias acomodada, acuden al paisaje. Las casas de pueblo de aquí no son así, son más toscas, con contraventanas de hierro verdes, respirando por ranuras acanaladas, encaladas con esquineras y cenefas en las ventanas y puertas de granito berroqueño, con la teja segoviana, que es ancha y se coloca al revés por una costumbre que se pierde en los tiempos, dicen que para facilitar el deslizamiento de la nieve, y con rejería de hierro sencilla, sin fatuos adornos. Pero quien viene al pueblo desprecia la casa de este lugar y se la trae de otro para sí, la copia de un Pirineo acomodado, de un Valle de Arán de ricos; se presenta al arquitecto y le dice "quiero este paraiso encantado" y lo consigue. Quieren la casa del otro, de uno que no son, y así ellos se transmutan en otros que si parecen. La verdad es que no son, no somos de aquí y eso es porque venimos de otros lugares, para vivir de manera permanente o para vivir solamente los finales de la semana y algunas vacaciones más prolongadas. Nuestra procedencia nos exculpa, arrebatándole al prado la posibilidad de ser aquello a lo que estaba destinado por la costumbre del lugar, desde el mismo momento en que una recalificación rapaz le arrebató su naturaleza de pasto y asfaltó la cañada que lo cruzaba dejándola en los mapas y lo ofreció al carnaval de las revistas de segundas viviendas: nos convertimos en padres de la mutación del paisaje..
    Siempre he creido que la condición perpetua de emigrante enriquece el espíritu si se ejerce con naturalidad, sin afección de converso, y con respeto a lo que es bien común, costumbre y manera de ser y estar.Yo mismo soy emigrante nieto de emigrantes y vivo el estado cual un exilio; no tuve tierra en el sentido genérico pero si ciudad y en ella aconteció que no quedaban plazas de profeta; busqué, como funcionario de la vida, otro destino; después de varios tumbos recalé en el prado.
    Aquí vuelan los cuervos como siempre han hecho y se posan, pesados y enormes, en los alambres de las cercas que separan las parcelas; vuelan las cornejas; los mirlos llegan en verano, como las golondrinas y el topo por el subsuelo. En el bosque habitan los corzos a los que he visto en varias ocasiones; no se puede describir el respingo de sorpresa, el salto en el corazón, la alegria embargante que se produce en uno, cuando de entre los árboles, surge el corzo ligero, venteando, rápido, mostrando los cuartos traseros o el perfil de la hermosa cabeza, y apenas en segundos, o menos, no se cuanto es la duración del instante, desaparece, solo o en compañía de otros, dejándote suspenso y asombrado. Esta impresión si es la verdadera, como también lo es encontrar los caballos en verano libres en el bosque, seguros los cridores de que ahí estarán cuando los necesiten, las yeguas y lo potros recién paridos, tranquilos y confiados por tu cercanía. Aquí los caballos son amigos y lo saben y lo sabemos.
    Mentira, me digo, es lo que no es lo que debería ser, salido de una mistificación, aunque ya tenga carta de naturaleza. Al igual que el decorado de la película de que hablaba ayer: un decorado es exactamente una falsedad en función de apariencia. La decencia del decorado es que en su modestia afirma que quiere parecer y solamente lo hace a los ojos del espectador. La otra falsedad es el prado que se levanta con aire pirenaico de valle rico y transforma, culturalmente, el aire del lugar, hasta que un día, mudado, será el prado de toda la vida. Mentira es aquello que ha roto sus posibilidades de seguir siendo y ahora parece lo que será mañana, cuando nadie recuerde lo que fué posible. Escribe Antonio Machado:
    Se miente más de la cuenta
    por falta de fantasía;
    también la verdad se inventa.
    Y Esquilo, atinado y veraz, escribe: La mayor parte de los hombres, falseando la verdad, prefieren parecer a ser.

    sábado, agosto 19, 2006

    La realidad no es.

    La casa y el puente que no son lo que parecen en Prado Largo
    ¿Qué es la realidad? ¿Quien puede describirla ? Toda descripción es metáfora del paisaje que describe, de la acción que narra, así que el intento siempre está condenado al fracaso. La propia visión de uno mismo en el espejo está supeditada al humor, al desencanto, al absurdo de no encontrar la realidad entrevista igual al ideal pensado. Yo no soy como parezco es una frase exculpatoria que tiene una profunda y complicada significación, porque parte de la base de que se parece ante que se es, y no hay correspondencia. Parecer es potestativo del que es, y si no se parece uno a la realidad es que es irreal o por lo menos lo intenta. Todos somos un fraude; al arreglar la cara y la figura para seducir, al mostrar simpatía y don de gentes, al exponer narcisimo o aparentar timidez: "al principio no me gustó, pero poco a poco le fuí conociendo" dice quien manifiesta haber sido engañado. Todos, desde la realidad, envolvemos al otro en un síndnrome de Estocolmo, raptamos al seducir, y seducimos al secuestrar. ¿A quien? Desde el primer engaño hasta el descubrimiento, cuanta congoja. Nos describimos en metéfora, o somos la metafora de la descripción que hacemos. Buscamos que la foto que mostramos nos favorezca y agudizamos el ingenio para mostrarnos ocurrentes y sabios. Y entonces, en medio del esfuerzo alcanzamos a saber quien somos y nos transformamos en el otro.
    Paseaba por el bosque, hace un invierno o algo más, y en Prado Largo, que es lugar conocido, entrevista a través de los ramajes del pinar, una casa, la de la foto, le asombró. Miró a su alrededor para asegurarse que estaba en el camino adecuado y que el Prado al que había llegado era el mismo en el que pastaban la primavera anterior las vacas del Gallego, que además de tener vacas vendía leña de encina para lasa chimeneas y que hace ahora un año que lo ha dejado todo, porque está delicado de los huesos, le han dicho. Incluso el camino que antes entraba en el prado con soltura, por el mismo centro, ahora giraba ligeramente a la izquierda y embocaba un puente de tablas frontal a la casa, que en la parte más cercana al camino mostraba una noria gigantesca, un molino de agua y en el otro extremo un palomar enorme, como torre de defensa si se quiere decir así.
    La casa, deslumbrante en su vejez, estaba como de vivir, con haces de paja en la puerta del corral y huellas de camión o de coche, rodadas en el barro que empezaban justo al cruzar el puente.Esto no es real, pensó o debió de pensar si el flujo de los pensamientos fuera literario, que no lo es; si era real no era el prado conocido y si era el prado conocido , una semana antes esa casa tan vieja no estaba. Fué avanzar hacia los muros y ver los camiones y la línea de trincheras con alambre de puas y sacos terreros, las tiendas de lona, los parapetos, y las cajas de municionamiento. Bioy Casares hubiera descrito una realidad paralela, una guerra a la que se llegaba al coger un tramo del sendero que inadvertidamente para la geografía y para el caminante, entraba a escondidas en otro mundo igual pero con otro decorado. Pero no era eso y avezado a la modernidad del mundo comprendió que estaba en la película, en el mundo imaginario en el cual no habían llegado los actores, pero si un guarda de seguridad que salió de la casa para confirmarle que ese día rodaban en Zaragoza, pero que al día siguiente estarían allí.
    Hoy, acabado el rodaje hace ya más de un año, la casa sigue con el puente, la noria y el palomar. No están ni las trincheras ni los camiones ni las tiendas de lona, el utilaje por llamarlo por su nombre. Lo que era virtual hoy permanece sin uso ni posibilidad de él, porque la casa es de arpillera y resinas, pintadas con esmero hasta dar la realidad que muestra la fotografía. El otro día, al preguntar por un camino alternativo a la Peña del Águila, alguien le indicó que cruzara el "prado de la casa vieja" y comprendió que la irrealidad había empezado a ser metáfora de si misma para alcanzar el grado de realidad.

    La Historia de Lucrecia de Sandro Botticcelli


    Viene esto a cuento de lo irreal que ahora conocemos por virtual. Tiene junto a él un libro que le ha proporcionado muy buenos ratos, y cuyo título y autor son "Construcciones ilusorias. Arquitecturas descritas y arquitecturas pintadas, de Juan Antonio Ramírez" Es un recorrido por la arquitectura irreal que abasta al Templo y al Tabernáculo, a la Torre de Babel, a los urbanismo ilusorios en la pintura del Renaciento hasta los sueños fantásticos de rascacielos en los primeros cincuenta años del siglo XX. Se trata de un mundo ordenado para deleite del alma, de geometria limpia que rompe con la miseria de la realidad, aclara los espacios, cultiva jardines de rara y florida perfección, instala colinas con caminos que serpentean en una línea decidida y valiente hasta la cumbre y edifica en marmol blanco y deslumbrante patios amplios, pronaos orgullosas, arcos y bóvedas de dibujo etéreo, aspirando todo a remedar la vida perfecta en la edad perdida del oro y la sabiduría.En esos espacios las figuras parecen danzar, moverse lentamente, como en un ballet silencioso, en el que ninguna pisada deja huella ni rastro de polvo, ni murmullo de voces. Todo es escenario con afán de verdad, todo quiere ser más que verdadero verosímil, ya que no es posible transnformar la realidad dentro de la propia realidad. Boticcelli, hombre de extrema violencia, limpia la plaza pública y de su pincel surge una geometría que aspira a la divinidad a través de la emoción de lo bello. Otra vez el latido humano y terrible que convive allí dentro.

    Los mundos irreales, narrados o pintados, atenazan la imaginación para fructificar en ella. Las siete ciudades de Cibola, Eldorado, el reyno del Gran Kan, la Torre de Babel, el pais de las amazonas, la ciudad de metal cercana a Gades en la que nadie habita y a la que arriba Alexandro, la urbe de Ayesha perdida en el Sahara, la misma Petra o el reyno perdido de Palmira (hasta que se les ha encontrado) y la misma Atlántida, no son sino historias de historias de historias que en algún punto de su deambular perdieron los orígenes y se quedaron en el imaginario hasta que un pintor del Renacimiento o un artista de comic (un Hugo Prat, por ejemplo) las sacó del olvido y recreó dejándose llevar por su visionario particular. Hasta que como la casa de la película, pasa a convertirse en realidad y es la casa vieja. Por eso pregunto al inicio de estas líneas: ¿Quien puede describir la realidad?