Al cerrar la puerta del dormitorio, Eliseo Cerrada dijo adios a una figura dormida, semi desnuda, a un pecho descuidado y una película de sudor imperceptible casi, sobre una piel cerúlea, brillantes gotitas saladas. Un enorme desapego habitaba en él desde mucho tiempo atrás, por su propio yo y por el de los que habitando cerca de él le resultaban extraños. Como tanta gente, Eliseo Cerrada había amado a la persona equivocada durante demasiado tiempo, y aunque la equivocación no fuera desde un principio, el tiempo de la pasión que precede al del desánimo, una cierta costumbre al fin se había convertido en ternura: y ¿cómo se puede odiar a aquello que inspirando ternura es al fin cosa nuestra? Ambos, encerrados en una larga ensoñación fecundada por el hábito, habían estado ajenos a la mutación de las ciudades, a la caída de la luz, a los brotes del amor cortés y a la galanura de los tiempos recobrados. Ambos, dormidos desde tiempo ha, esperaban que un sueño con aires de eternidad los absorviera, sin percibir siquiera que eso mismo, con más suaves efectos, estaba sucediendo en la calle.
Buscar una camisa y un pantalón adecuado, elegir corbata y chaqueta y alcanzar a reunir cuatro o cinco cosas perrfectamente ínútiles, fué cosa de un instante mientras oía, no en la realidad de los sonidos, sino en la de la costumbre, la respiración pausada, el leve ronquido y otra vez la respiración pausada de la mujer que por arte de un acontecer que desconocía él, iba perdiendo contorno y rasgos en su pensamiento, hasta que al bajar la escalera, como por una liberación efecto de alguna droga desconocida, se había borrado completamente de tal manera que al llegar al portal la respiración habíase descompuesto en todos los sonidos del mundo exterior.
Cuatro o cinco barrenderos, cercanos a un camión de PoolSa, recogían los cuerpos con delicadeza. Eliseo Cerrada les vió y saludó al pasar: fué correspondido. En uno de los cuerpos reconoció a la cajera del supermercado y sus piernas rotundas y formadas le llamaron la atención. El traslado del cuerpo dejaba al descubierto parte del muslo, el inicio del panty, una curva continuada y suave sobre la que la bata azul del uniforme dibujaba el aleteo de una bandera. Había sido, pensó, recordándola, pues su cara se perdía tras la espalda del que la portaba en dirección al camión, una mujer hermosa y sonriente que siempre coqueteaba con él; o era solamente simpatía. Confuso la siguió con la mirada arrepentido, pensó, de no haberle seguido el juego a su coquetería con la suya propia. El cuerpo de ella, al perderse en la calle hacia el camión, borraba promesas.
Caminó calle abajo hasta integrarse en los pequeños grupos que dejaban el barrio para dirigirse a las mayores avenidas, a los arbolados paseos por los que la ciudad se abocaba de sí misma en dirección al mar. Existía el mar como un destino cierto, y todos los sabían aún sin reparar en ello, sin preocuparles; existía el mar pues ese es el destino de los errantes, se decía Eliseo Cerrada, al margen de que otros caminos condujeran a otras afueras de huertos, jardines, montes boscosos y praderas de cereal. Voy, se dijo, hacia el mar, como siempre he querido. Marino de ilusiones perdidas había estado visitando el puerto de su ciudad en interminables paseos que mantenía en secreto. El sueño de navegar era el viejo sueño de la libertad: un día le ofrecieron ser contramaestre de un barco carbonero y ella no le dejó, ¿que iba a hacer tanto tiempo sin él? y se supo tanto tiempo sin él mismo, como un desvalido huérfano del mar, flotando en espera de que llegara un barco salvador en busca de sus hijos. Flotaba entonces encima de un ataud labrado y respiraba, no sabía que estaba llorando, aferrado a la madera en un gesto de salvación que era al mismo tiempo de desesperanza. Por aquel tiempo creyó en Dios necesitado de él, luego lo dejó correr.
Eliseo Cerrada, ¿cuantos años atrás? había acudido una noche a la estación central para esperar un expreso en el que venía su amada. El amor tiene extraños destinantarios, imaginarios muchos, las más de las veces errados tanta es la carga de las obligaciones. pero un joven Eliseo Cerrada llegó a la estación una noche a la hora acordada en que el tren procedente de Francia tenía que hacer su entrada, como lo hizo, sin percibir que en aquella noche un extraño dispositivo policial vigilaba los andenes; porque ni los limpiadores eran limpiadores, ni los mozos de cuerda, ni la gente que atendía la barra del bar eran lo que debían ser, sino seres grotescos, malcarados, disfrazados de vida común, pero sin su limpieza. Eran los otros esperando al otro: los héroes de un mundo paralelo en que buenos y malos se cruzan y entrecruzan no una vez sino mil veces hasta dar con ellos en medio de la bruma de la realidad. En aquel tren llegaban tres personas: un atracador de bancos, Laura Inexistente vestida con un impermeable rojo y la amada enamorada de Eliseo Cerrada. Existen las coincidencias, las causas de las cosas que vienen de atrás y se repiten y las casualidades que son hijas de otras causas; no es cosa del destino, una irrealidad consoladora, ni de la divina providencia, una aparente excusa, sino de un cruce de caminos ajenos que chocan entre si.
Al parar el vagón delante mismo de Eliseo Cerrada vió bajar, por este orden que la memoria no haría sino corroborar a lo largo el tiempo, a: una figura ligera de muchacha vestida con un impermeable rojo que brillaba por efecto de algo así como charol, una cara ovalada, unos rizos asomando bajo una capucha, un aspecto de chica tierna de musical, radiante y sonriente: era Laura Inexistente, y con solo verla supo Eliseo Cerrada que la amaba. No importaba a quien había ido a esperar ni para que, todo se había borrado al ver aparecer aquella figura adolescente casi, canción de la vida si se quiere; es cosa del amor o del deseo o de los imaginarios que cada uno lleva dentro de si: aquella muchacha fué de instantáneo su amor. Y detrás, un hombre bien vestido, la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta, la izquierda portando una maleta; de terno gris. sombrero del mismo color, abrigo azul sobre los hombros, bufanda de lana clara, beige se diría, rostro delgado, guapo, con ligero bigote sobre el labio superior, sonrisa puesta y aspecto divertido. Y detrás la amada enamorada, la mujer a la que había ido a esperar, guapa en si misma, sonriente, borrosa ya por efecto de la aparición súbita de Laura Inexistente. Era una mujer de belleza clásica, cuerpo rotundo, pleno, enmascarado de pronuciamientos y deseos; verle desde lo alto de la escalerilla y sonreirle alzando la mano fué todo uno y en ese tiempo del saludo sonaron lo gritos y los disparos. La secuencia que recordaba Eliseo Cerrada fué la del hombre sacando la mano del bolsillo, no llegó a hacerlo, y la de los sonidos secos de los disparos, supo de inmediato que lo eran. La muchacha del impermeable se desplomó en el mismo momento en que le vió a él, es notorio que cuando las miradas se cruzan se saben y reconocen y ese fué su conocimiento; al instante el hombre detrás de ella trastabilló, dió un traspiés, intento sujetarse en el aire y calló mientras la mujer de atrás la enamorada desamada al instante. quedaba inmóvil, asustada, perdida en el espacio, perdida la conciencia de saber que podía estar muerta y estaba viva.
Nadie le impidió llegar a Laura Inexistente para tratar de reconocer a quien había amado irresistiblemente con solo verla y a quien amaría el resto de sus días. Ella estaba muerta, y él creía estarlo. Cabe aceptar lo absurdo: un amor repentino borra un amor establecido; una muchacha muere antes de que sea posible dibujar una historia de amor; una mujer ignora que es desamada de golpe, en el instante. Eliseo Cerrada sintió el vacio antes de que nada pudiera llenarse, y cuando la mujer llegó junto a él, no alcanzó a decir nada: ¿cómo podía explicarle que amaba por toda la eternidad a aquella muñeca desconocida vestida con un impermeable de charol rojo? Hizo falta que pasaran las cosas ya narradas en la ciudad, para sentir la libertad como algo propio, de abrir la puerta del dormitorio y salir a la calle. Ella, se dijo, encontrará el camino también, que en esto no caben ni piedad ni crueldad sino lo más verosímil, el descarnado hecho del abandono para los que se han abandonando tiempo ha.
Caminando entre la gente, iba sintiendo dentro de si el peso casi etéreo de la libertad. No le engañaban sus ojos, en las aceras de la calle por las que discurría la marcha de los que abandonaban la ciudad, quedaban jirones del pasado de cada uno de ellos: de ahí la carencia de equipaje. Corpóreos y traslucidos, irreales también, las cosas del pasado que quedaban al margen eran personas, casas, negocios, palabras, promesas: un amasijo de nieblas vomitadas por los caminantes. Esa asútil ausencia de equipaje, al comprobarla en los demás, le manifestó con claridad que, abandonando todo, el pueblo marchaba confiado. Y en tal confianza se abandonó a si mismo.
- ¿Hacia donde vamos? - le preguntó un hombre que andaba a la par.
Venía observando Eliseo Cerrada que interminables columnas de gaviotas les adelantaban en la marcha en dirección al mar, en vuelo silencioso pero amenazador, tantas eran las aves y tan cercana su presencia sobre sus cabezas.
- Creo que sgeuimos la dirección de ellas - contestó a quien le había preguntado señalando a las aves.
Dejada la ciudad alcanzaron un promontorio de rocas y tierra que cruzaba el camino que seguían. A esas alturas las gentes empezaban a dividirse en grupos formados por raras afinidades, en ocasiones inexplicables. Se juntaban rubios, animosos, decaídos, de caminar esforzado o de paso perezoso, de manera tal que los grupos iban dejando entre si espacios y lo que incialmente fué una columna se acabó convirtiendo en un paisaje lleno de manchas de humanidad que progresaban en la misma dirección.
Y así llegaron a la Playa de las Gaviotas y encontraron a Ulises.
Continuará mañana.
Se ruega no reproducir parcial o totalmente sin autorización del autor.
Me lo he devorado.
ResponderEliminar...y pensar que no puedo robarme nada uff
Lo que sigue....
"El amor tiene extraños destinantarios": es cierto, no amamos como resultado de un esfuerzo de la voluntad o como conclusión de un algoritmo, sino que nos descubrimos amando. Los estados de ánimo nos poseen.
ResponderEliminarEl problema del amor es que es ajeno a la voluntad, Luri. Es, casi siempre una variable inesperada.
ResponderEliminarLuís, yo es que soy internauta tardío, y más bien me gusta la cultura del papel y tinta. ¡Ya me gustaría ver encarnado en libro tus papeles!
ResponderEliminarNo serás más tardío que yo, y vivo entre papeles, Joaquín, y libros. pero esta experiencia es fascinante, hasta ésta incluso, la de la publicación.
ResponderEliminarPues hablando de papeles y tintas... en este momento tengo a la impresora funcionando y a que no adivinas qué está imprimiendo? jajaaa.
ResponderEliminarTus textos prefiero leerlos sobre el papel, ya te lo dije una vez, que me los llevaba a casa para leer con tranquilidad.