sábado, diciembre 30, 2006

Decisiones indecisas



Una carretera puede conducir a ninguna parte porque los lugares que la carretera une no tienen interés para el viajero. Juan Ramón Jimenez tenía una cuarteta muy chiquita que decía:

"Camino que no es camino

de más está que se emprenda,

porque más nos descarría

cuanto más lejos nos lleva"

La cita Martín Recuerda en una obrita de teatro que le vi estrenar hace muchos años en Barcelona y cuyo título era "Como las secas cañas del camino". A mi, la poesía de Juan Ramón - a los poetas queda bien llamarles por el nombre obviando el apellido- no me dice nada, pero esta coplilla si me gustó, tanto que me la aprendí de memoria con solamente oírla una vez. Como la obrita de teatro tampoco me decía nada, dediqué parte del segundo acto a memorizar los cuatro versos, no se me fueran a olvidar.

Los libros y los caminos tienen algo en común: un destino al final al que a veces se llega y a veces no. Muchas veces, realmente muchas a lo largo de mi vida, he empezado un libro que no he podido acabar, del que no he podido entrar más allá de cinco o diez páginas, no hace falta más para que se produzca el desencuentro y ahí mismo el desenlace: se cierra el libro y se almacena en un estante. No hay que preocuparse, algunos, la verdad es pocos, pero si algunos, se vuelven a abrir al cabo de los años y descubre el lector que ahora si, que ahora el libro se ofrece palabra tras palabra, e incluso se hace corto: estaba esperando. Hay amistades que están anunciadas y cuando se producen uno no lamenta haberlas dejado para más tarde.

Con los caminos igual. En el bosque, muchas veces te encuentras caminando por una trocha y sabes que por ahí no es, en algún lugar torciste por otro sendero y dejaste el que era; te lo dicen algunas cosas que no son materiales, ni siquiera identificadores absolutos: la dirección de los pasos, la pendiente, el tiempo que llevas caminando, un pálpito de "por aquí no es"; hay en el bosque un agravante y es que los caminos no se pueden dejar de golpe como las páginas de un libro y lo normal es que siempre se tienda a llegar a la siguiente curva, en una serie larga de nuevas oportunidades, o hasta la parte alta de esta rampa. Los claros entre árboles, en esas circunstancias, abundan menos de lo que sería de desear y uno está obligado a dar la vuelta sin saber por donde está andando.

Pasa así en la vida cuando la vocación y la voluntad o no son determinantes, o no coinciden. Un libro o un camino o un amor, ¿cómo saber si deberías seguir hasta que el horizonte aclarara la decisión avalando el futuro? Resulta en el amor, en cualquier relación diría yo, que no queda más remedio que empezar y a veces no hacerlo ya es una manera de tomar la decisión. En mi juventud ya lejana, me quedé muchas veces cortado por la timidez para iniciar la historia del amor de mi vida, que son los que no suelen durar más allá de lo que la pasión sobrevive. Los jóvenes como yo éramos tímidos en tiempos de timidez, así que perdimos muchas oportunidades de ser terriblemente felices y otras muchas de ser espantosamente desgraciados. Al amor de mi vida de mis catorce años no le dirigí la palabra más allá de tres o cuatro veces, y siempre tartamudeando, creo yo. Ahora, cuando leo Ovidio, no puedo dejar de pensar en ella, porque me tomaban el pelo mis compañeros con el apellido de ella y el nombre completo del poeta, que combinando las iniciales daban lo mismo. Por las páginas de las Metamorfosis o del Arte de Amar, para mi admirable, discurre una chiquita rubia, con una trenza sobre el hombro derecho, caída por delante, y otra por detrás por el lado izquierdo: rubia; con una blusa azul de topitos blancos. Naturalmente llevaba calcetines. Sobre el labio superior tenía una peca adorable.

Un buen amigo, abogado y pesimista, lo que en su conjunto no es una mezcla recomendable, me contaba siempre como en su casa podían haber sido terriblemente ricos si su madre se hubiera casado con un pretendiente anterior, que era banquero y con el tiempo llegó a estar en los periódicos aunque nunca visitó una cárcel. Mi amigo olvida que ese camino que su madre no tomó, de haberlo hecho, hubiera conducido a otros espermatozoides y otros individuos, "Tonterías, me dice él, lo que importa es la oportunidad que perdió mi madre". Y aclaraba a continuación que la buena mujer lo hizo por amor. Naturalmente, ¿porque si no se va a despreciar una fortuna? Ahora estaríamos, improvisa él, y vuelvo a corregirle, tú no, tal vez otro... Que no, que no, que más da, ahora tendríamos... Creo que con esa historia a cuestas se comprende su pesimismo.

Toda la vida, pienso, es indecisa o es una suma de indecisiones que por obligación dinámica acaban trazando una dirección, generalmente con meandros. Conozco a poca gente que se tira a la piscina decididamente, nada más llegar, en un acto premeditado. Generalmente uno se detiene en el borde y deja correr unos segundos hasta que de improviso salta, es mejor que lo haga con estilo, pero siempre de improviso sorprendiéndose a si mismo. Lo escribo porque lo he preguntado; se salta en el momento justo en que no hay más remedio. Supongo que en la vida es lo mismo y el chapuzón sorprende; hay un momento, cuando el cuerpo toca el agua en que se percibe el frío como algo desagradable, es solamente un momento, hasta que el cuerpo se acostumbra, pero ese momento es el de la verdad.

En Otto i mezzo, la obra maestro de Federico Fellini, en la secuencia final en la que los participantes en el final inician una danza en círculo en una pista de circo levantada en medio de una playa, al anochecer, mientras suena la música de Rotta, Guido, el personaje que durante toda la película no encuentra la inspiración para dirigir su próximo filme, coge a su mujer por la mano y la introduce en el baile diciéndole: "La vida es una fiesta, Luisa. Vivámosla juntos". Su matrimonio en crisis deberá sobrevivir al baile alrededor de una pista vacía de arena, como una muestra del espectáculo inexistente, del show vacío, de la resignación si se quiere, tratando de construir de nuevo. Esa danza me lleva a mi a recordar la danza de la muerte de Bergman en El Séptimo Sello: ¿no bailamos la muerte siempre en círculo como continuación del baile de la vida?

Libros que no se leen, caminos que no se siguen, amores que no se emprenden, el baile de la resignación; al final de este post no veo desolación alguna sino un cúmulo de casualidades. ¿Cómo se puede estar orgulloso de uno mismo si en el fondo casi todo es cosa del azar? Ayer, sin ir más lejos, me adentré en el bosque en busca de un refugio señalado en el mapa y no pude encontrarlo. En algún lugar del pinar debí errar el camino, pero pienso que nada de ello importa: el refugio seguirá donde estaba y yo sigo donde estoy. Tal vez algún día, coja un libro abandonado hace años y lo encuentre. Eso me pasó con Thoreau.

martes, diciembre 26, 2006

Momentos

La llegada de la nieve es siempre sorprendente, porque se produce en silencio. La lluvia y el viento tienen su sonido, su acompañamiento, una a modo de banda sonora en la que reparas sin ver y oyendo el sonido preves la imagen, adivinas lo que está sucediendo fuera y como se está produciendo.- La lluvia no, llega en silencio absoluto, y cuando en un momento dado y por otra razón que el ver, levantas la cabeza, ves caer los coposy como el suelo va llenándose, si no lo ha hecho ya, de un blanco homogéneo. "Nieva", dices levantando la voz, y tu voz es el único sonido. Puede suceder que si abres la ventana oigas u suave rumorcillo, sordo, leve, casi como el cuerpecito de un pájaro, inaprensible. es el sonido de la nieve cuando te sorprende.

Si cae de noche y te encuentra dormido, es obvio que no vas a oír nada y por la mañana, cuando asomas la mirada a través de los cristales de la ventana o por la cristalera del salón, descubres que la colcha blanca, inmaculada, ha acariciado los accidentes del paisaje y los ha redondeado: el jardín está nevado, en el invernadero aparece el vaho en los cristales, no en vano tienen en su interior una pequeña estufa que mantiene los 7 u 8 grados. Sucede a menudo que sigue cayendo la nieve y si miras a la amplitud del prado, todo es ese silencioso y persistente caer de los copos. El paisaje nunca es el mismo, como la luz que siempre adquiere tonos diferentes; la nieve transforma el paisaje y le da una hermosura nueva, significativa porque has estado esperando que suceda.

Ya la mayoría de la gente no vive en el ritmo del tiempo y de sus cambios. Otros si, pero son los menos. Cuando el tiempo cambia parece que no sucede nada, salvo catástrofe, pero si se vive en el prado y se tiene un jardín que cuidar y un pequeño invernadero, las cosas se precipitan. Puede suceder que no estén las begonias todavía entre las paredes de cristal, o los geranios, o que se ha quedado algún árbol por trasladar de su emplazamiento a uno nuevo que se supone mejor. La leña no se ha cubierto, o no del todo, o nada, y ahora ir a cogerla, pieza a pieza, es una tarea difícil porque la nieve de tanto frío quema en la piel. Los cipreses se inclinan peligrosamente por la carga de copos, que parece que son ligeros, escribí antes inaprensibles, pero posados en las cortas ramas, frágiles, de casi apenas vuelo, las inclinan hacia abajo e incluso el mismo tronco se inclina hacia el suelo doblando una cerviz completamente, que se antoja peligrosa y humillada.
Los rosales trepadores no se han fijado a la guía; has tenido un año para hacerlo y los has ido dejando: ahora la nieve dobla las ramas. Alguno de los nuevos habitantes del prado aparecen en la puerta de tu casa para decirte que tienen agua porque parece que se han helado las cañerías. La solución es fácil, les dices: conviene ir a la ferretería y alquilar un cañón de aire caliente que funciona con butano o propano. Hay que hacerse con un cable largo para conectar el cañón a la electricidad y si no tiene bombona de gas, tú si la tienes y se la dejas, porque ya te sucedió el primer año y aprendiste la lección. El cañón se instala en el cajetín del agua, donde entra la general, atraviesa el contador y se introduce en la instalación de la casa. Ahí el cañón, situado a medio metro, más o menos, de dejará que vaya soltando aire caliente y con el tiempo, una o dos horas, a veces más y otras menos, el agua empezará a manar de un grifo que previamente se habrá dejado abierto. La única solución real para que no hiele es forrar el cajetín por dentro con un buen aislante y además, como última seguridad, dejar un grifo goteando: es suficiente, si el agua corre, por poco que sea, no hiela.

Desde dentro de casa se admira el exterior, la luz de la nieve, que paree propia, realmente lo es, y refulge desde su blancura. La cafetera libera el aroma del café recién molido y la tostadora anuncia el pan con mantequilla. En la chimenea se apagaron a una hora imprecisa de la madrugada unos restos de leña que servirán para volver a encender por la tarde. La mínima de la noche, marcada en la estación es de -6º, no gran cosa; si sale el sol se alcanzarán los 20, en el interior del invernadero los 30: habrá que levantar los respiraderos del tejado para bajar el sofocante y húmedo calor del interior. En el sofá reposa "El Banquete" de Platón; no es pedantería intelectual, te has prometido releer a Platón, algo así como empezar a releer desde el principio de las cosas que importan. Resulta que lo recuerdas poco, lo justo, aunque nunca se sabe que es lo justo. Ayer empezaste a hacerlo al irte a la cama, cerca de las tres serían y ya habías descubierto la nieve cayendo. Leíste algo así como una media hora, arrebujado bajo el cobertor escuchando el crujir del techo de madera que se contrae de frío y lo manifiesta. Me entró el sueño apenas iniciado el discurso de Fedro y el libro acabó en el suelo, junto a las zapatillas. Esta mañana, al bajar al salón, lo has llevado contigo y los has dejado sobre el sofá.

Has abierto la cristalera ha entrado un aire frío desde los -2,5º del exterior. Es el mismo aire que al envolverte te ha dejado una percepción de revitalización, que es cuando el cuerpo descubre que existe para la mente, una suave caricia del frío llevado por una brisa que se arremolina en torno a ti y entra en la casa. Te has vuelto tan perezoso, piensas mientras cierras las alas de la bata sobre tu pecho, que harías de este momento la eternidad. Los tiempos, sabes que es así, los tiempos son lo que representan en cada segundo que pasa y no merecen ser pensados sino sentidos. El tiempo es el aire frío de la mañana, o la sorpresa blanca de la nieve en el jardín, o el trayecto del libro de Platón entre el suelo del dormitorio al sofá junto a la chimenea, o la visión de los leños apagados y fríos, o el aroma del café que ya está en sus tazas mezclado con la leche, o el olor de la tostada con mantequilla: esos son los tiempos que algunos llaman momentos.

jueves, diciembre 21, 2006

Nosotros

Dedico este artículo a María Antonia Iglesias, periodista, que ´la otra noche, por televisión en un debate en Telemadrid, consiguió asustarme al proner frente a mi la más pura y dura imagen del resentimiento. Y no cabe confundirse, cualquier podría pensar de mi que era de los suyos, pero así no, señora.

Nosotros somos yo más tú, y yo más vosotros, y yo más ellos, y yo más tú más vosotros más ellos; cuando somos nosotros somos muchos y cuando somos muchos nos confortamos en la compañía y en el vacuo convencimiento de que disfrutamos de lo mismo y con lo mismo. Ser como todos, fundirse en el nosotros, es una felicidad.

Cuando en 1983 mi compañía produjo para Kas "El Rock de una noche de verano", Miguel Ríos, estuviera donde fuera, salía al escenario desde del fondo de la caja, llegaba al borde del proscenio, donde los altavoces de referencia, que es el sonido que los músicos tienen para oírse a sí mismos, y decía siempre "Buenas noches (aquí se encajaba el nombre de la ciudad)". Si la ciudad tenía lengua propia lo decía en la lengua propia; el público correspondía con una enorme voz que llegaba al escenario repetida por los altavoces distribuidos a lo largo del estadio o de la plaza de toros; Miguel levantaba el brazo desnudo y gritaba al micrófono: "somos miles" y la voz que le devolvía el saludo era uno, y él repetía "somos miles" y la voz era una voz formada por miles de voces, y en ese momento empezaba a sonar la magnífica banda con aquello de "Buenas noches, Bienvenidos, hijos del rock and roll". Yo, que andaba metido entre cajas o que me iba por el campo para ver el escenarios desde lejos, o simplemente me metía en el backstage entre la prensa local, veía esa escena tratando de encontrar el sentido, independiente de la fascinación que producía la conjunción entre uno y miles y el vocerío de reconocimiento, la voz de gritos. Podía, en ese momento distinguir cada percusión de la batería, o cada nota de la guitarra solista, o de los bajos, o del saxo de Jorge Pardo, podía seguir cada sonido mientras aletargado, rumor sordo y enorme, los miles de gargantas al unísono aspiraban a decir esa realidad afirmativa y afirmadora: somos miles. Somos.

Tenía razón Eduardo cuando escribió en mi artículo "Otra tontería sobre el tú" que a él el pronombre que le parecía realmente problemático era el "nosotros". Es así, he reflexionado algunos días sobre como encarar mi juicio semántico y repentinamente me he visto abocado a una vorágine de ideas e imágenes que no pensaba que guardaran relación ni con el pronombre ni con mis intenciones. En cierta manera ha sido mi última entrada en este Blog sobre las denominaciones inocentes y el Alto del león el que me ha dado la pista, y algunos comentarios que agradezco porque me han aportado mesura cuando menos en las intenciones.

¿Porqué unas cosas me han llevado a otra y abro estas líneas con el recuerdo del rockero con el que compartí un año de preparación y un largo verano de gira? Lo se, lo se bien, porque he guardado durante muchos años esa imagen de Miguel lanzando a todos unas señas de identidad que caían como lluvia purificadora en el público, esperando comprenderla; ahora la comprendo: es el principio tribal del pronombre "nosotros".

El simple enunciar "nosotros" desidentifica al yo o al tú, le arrebata sus señas primarias de identidad y le convierte a la iglesia protectora, cualquiera que sea, desde el mismo inicio del concierto que es la vida. Supongo que el padre, o la madre, en el borde de la cuna, se asoma con vértigo al "nosotros" íntimo de la realidad familiar. Este grupo que crece es "nosotros" por propia generación, por el simple hecho de tener el techo común. El niño que es, un recipiente vacío, cosecha cada día la información propia del nosotros y la asimila: le es dada, pues la cree. ¿Cómo no vamos a aceptar como hecho natural, propio, que nosotros éramos republicanos y habíamos perdido la guerra. O que nosotros éramos de Franco y habíamos ganado. O que nosotros somos creyentes. O que nosotros ateos. O que nosotros somos modernos. O que nosotros somos lo que somos, que no es ser sino sentir por información asumida. Porque ser en plural no es ser sino actuar. Ser es una cuestión singular: Luis Rivera, varón, adulto, casi viejo, retirado, lector, paseante, marido, padre, amigo, solitario, expresivo...

Así crecí como tantos otros, sin percibirlo, cargando con una guerra a cuestas que "nosotros" que ni habíamos nacido, entendimos nuestra. Tanta veces el nosotros se convierte en una carga pesada para unos que se sienten en paz con la victoria sin participar de las migajas del botín, y en una complicidad a partir de las propias desgracias para otros. Algunas generaciones se empeñaron en ganar una guerra ganada dejándola para la identidad de sus descendientes, de la misma manera que otras generaciones se empeñaron en compartir la tragedia de la derrota con los suyos. Alineados en dos bandos distinguíamos por la procedencia a los que eran de derechas y los que eran republicanos, en una falsificación histórica que cada cual contaba la guerra según le había ido.

Yo, como todos fui nosotros, fui uno de los millones del concierto que cuando el rockero alzó el brazo, coreó su felicidad y su identidad, ambas de consuno. Los grandes gurús de la tragedia coreaban desde el Palacio de Oriente o desde sus memorias su razón fundamental, la pervivencia. De la derrota nos hicieron derrotados y de la república el mito de todas las bondades. Del franquismo poco hay que decir, lo perverso se ve a simple vista. Pero nosotros, los nosotros que sentimos uno a uno, de la guerra guardábamos la tragedia de algún muerto o desparecido. En mi familia inmediata ninguno, ni paseos al amanecer, ni paredones, ni cunetas, ninguno, no tengo esa experiencia. Creo que los que los tuvieron tienen todo el derecho a buscarlos y a darles el rito que ellos quieran: puede que cuando todos estén enterrados en sus sitios, la guerra quede enterrada.
Porque va a resultar difícil perder a los nosotros de siempre, que dejen de ser un plural tan grande y se busquen a si en su singular, en su yo, como mucho su tú, siempre respetandole a él. Por eso es mejor enterrar bien a los muertos y recordar que la inmensa mayoría de nosotros, los nosotros que somos todos, no vivimos la guerra civil, ni odiamos como odiaron algunos de los que la vivieron.



La dirección de Otra tontería sobre el tú es: http://enelbosque.blogspot.com/2006/12/otra-tontera-sobre-el-t.html

martes, diciembre 19, 2006

El león de piedra y los otros leones.



El bosque está a 60 kilómetros de Madrid en números redondos y para llegar a ella, tomando cualquiera de las 3 salidas del prado, se puede girar a la izquierda y atravesar San Rafael para tomando la carretera de Segovia desviarse de ella a la derecha y entrar en la Autopista, que atraviesa la montaña por el Túnel, o por el contrario tomar a la derecha directamente y entrar en las primeras cuestas del Puerto de Guadarrama que se corona a 1512 metros en el Alto del León. Este Alto está habitado en la cima por un león de piedra, en actitud sentada, con la cabeza ladeada, en actitud de reposo. Al principio de la guerra civil un grupo de falangistas que procedían de Valladolid quisieron llegar a Madrid y los milicianos que defendían la república se lo impidieron: hubo muertos, más de los primeros que de los segundos, y Franco decidió cambiar el nombre del Puerto pasándolo al plural "de los leones de Castilla" por aquellos muchachos que se quedaron allí sin poder llegar a la capital; naturalmente de los otros "leones", los de la milicia que defendía al gobierno ni palabra ni recuerdo ni memoria. Muerto Franco han reaparecido los carteles con su denominación original de "Alto del León". De hecho, la calle principal de San Rafael conserva los rótulos de esta manera.


El bosque guarda muchos vestigios de la guerra: blocaos, pequeños bunkers, parapetos, trincheras que se han rellenado en parte por el tiempo, pero que siguen siendo cicatrices que se alargan por metros, desaparecen y vuelven a la superficie entre los pinos o en su linde. Los blocaos y parapetos están en lo alto, encima de la Fuente de la Peña Morena, en la Gargantilla yendo hacia Cueva Valiente. Allí pasaron veranos e inviernos chicos que tenían otras cosas más importantes que hacer que no andar por allí, protegiéndose de los balazos de los de enfrente y contestando cuando les parecía. En la indiferencia del espera de un victoria que no llegaba, adornaban los días con un festón de muertos, como si nada. Cuando paseo por arriba y llego a unoa de estas ruinas, lo miro con una extraña sensación, a medias morbosidad a medias extrañeza; me asomo al borde y trato de entender lo que es estar ahí, acercado abruptamente a la muerte por la imaginación de lo que pasó allí. Esa morbosidad que asoma me lleva a revivir un vacío en el estómago y una prevención al paisaje: dudo que aquellos muchachos, fueran del bando que fueran, prestaran atención a la luz gloriosa del celaje y al dibujo preciso de los pinares. En este bosque han muerto muchas cosas para siempre, animales como los lobos y oficios como los gabarreros y el del viejo leñador, y el de loberos, que extinguieron la especie antes de extinguirse ellos. Y murieron muchachos, demasiados muchachos,

Mi amigo P... A... calla, paseando por las calles retiradas de San Rafael, donde le llevo para que vea las viejas casonas de los ministros de antes, de la República y del franquismo y guste, como hago yo, de la exquisita traza de estas casas de veraneo que tienen casi todas, un aire ligero y elegante y un rótulo que viene a denominarlas Villas, un paseo de coches, el pabellón del guardés, un jardín enorme, casi parque, con árboles centenarios que alcanzan los 30 y 40 metros de alto y exhiben poderosas copas que procuran la sombra del verano y el frío umbroso del invierno, cargado de hielos, además de fuentes que ya no manan y senderos que se confunden con la tierra apisonada y las hojas caídas del otoño y dejadas al albur del viento. Ladrillo rojo, mampostería, contraventanas de hierro de color rojo o verde, barandales de hierro fundido, pintados de negro, miradores cubiertos de cristal, verandas abiertas al jardín: otro mundo que se fue; si no hubiera sido por la guerra se hubiera disuelto. Le digo los nombres de los que habitaron algunas de esas casas incluyendo la graduación si la se: aquí vivió o pasó el verano el general Varela, le digo, y él asiente.


Los que somos de mi época, expresión absurda que no uso porque suele alejar del presente a quien la usa, al referirse a una etapa indefinida de la juventud aunque aquí viene a cuento, tenemos nombres oídos como cosa natural a través de la radio, de la prensa, del NO DO y de las revistas gráficas: Aranda, Varela, Mola, Queipo, Cabanellas, Solchaga, Kindelán, que se yo, tenemos muchos nombres de los que desconoceríamos cualquier rastro de identidad si no fuera por el hecho sencillo y abrumador de que fueron los héroes victoriosos en una guerra civil. Algunos de ellos veranearon por estos pagos y se dice que en fincas o casas que compraron por cuatro cuartos o por simple apropiación: cosa de vencedores, ley de la historia.


Mi Amigo P... A... me hace una extraña observación al detenerse frente al rótulo de Alto del León que campea donde la nacional se convierte en calle y atraviesa el pueblo. "¿No era de los Leones?" Le explico, las cosas es mejor explicarlas con detalle: le explico que Felipe VI, un Borbón de poca enjundia y corta historia, hizo construir la carretera que pasa por el Alto y le otorgó a la misma una ley específica de protección del camino, procurando que en él hubiera posada y posta para asegurar el camino a La Coruña, y que por lo mismo estableció cuadrillas de peones que trabajaran en la reparación de desperfectos al tiempo que obligaba a posaderos a disponer de vituallas a precio establecido: un rasgo de modernidad que coronó con el león allá arriba. "Ya, me dice P... A..., pero ahora que todo el mundo le llamaba de los Leones, ¿a que viene cambiarle el nombre?" Es que, le respondo, ese nombre se refiere a una confrontación en la que murió gente y dignifica a unos dejando a los otros en el olvido. "Claro, me dice, si yo lo entiendo, pero ¿a que viene remover esto?" Solamente recupera su viejo nombre, una denominación inocente que satisfacía a todos, le insisto. En este pueblo vive gente que perdió a familiares allí arriba defendiendo a la República. "¿A que viene sacar ahora todo esto?" me vuelve a preguntar" Solo se trata de recuperar un nombre, de respetar a todos, vuelvo a insistir. Yo, le digo, sinceramente prefiero usar el nombre original. Durante doscientos años se ha llamado así... "Ya, claro, pero en los últimos cincuenta ha sido el Puerto de los Leones, fíjate que ya se le quitó lo de los leones de Castilla, ya es bastante". Mira, le dije, ahí arriba hay un león de piedra, uno solo, y si es leona, que no lo se, en doscientos años no ha parido. ¿No crees que es mejor devolver los nombres a las cosas, los nombres iniciales, inocentes, desapasionados? "Puede ser, me dijo pensativo, pero ¿sabes? Empiezan por las calles y acabarán desenterrando a sus muertos..."

Esta conversación fue, con matices que mi memoria no alcanza a recordar, así, en una mañana de invierno de hace dos añosa. La terminamos tomando un caldito caliente en La Posada y hablando de otras cosas que no vienen a cuento. Me dejó mal sabor de boca porque en la postura distante y fría de P... A..., en su reticencia, en sus comentarios distantes eludiendo el tema principal de su argumentación y buscando hatajos para enmascarar la verdad de su pensamiento, adiviné al hombre que había ganado la guerra y le molestaba que los otros le tocaran una solo rótulo de la victoria. Lo que me resultaba absurdo, es que es un hombre diez años más joven que yo, que nací en plena paz de Franco, y lo que me pareció alarmante fué el último pronombre que usó: "sus muertos". Aunque sé que es difícil, deberían ser de todos, a estas alturas.



domingo, diciembre 17, 2006

Mirar y ver. Saber o sentir.




“Todo el mundo” es uno de esos conceptos globalizadores con tendencia al absoluto. Pues bien, cuando era joven, a partir del momento en que el gusto por el arte y por la literatura no era solamente fruto del propio descubrimiento, sino que venía dado por influencias, coincidí en que El Grito era una gran pintura. Ese tiempo es difícil para cualquier muchacho que quiere saber y expresar lo que sabe. Me dijeron que la pintura del noruego Munch era un absoluto entre sus iguales y que ser un absoluto quería decir que expresaba todo cuanto se debe expresar desde un lienzo enmarcado entre cuatro listones de madera: les creí, no por bobalicona tendencia a la credulidad sino porque quienes así se expresaban eran no solamente personas sino revistas, enciclopedias, artículos. “Todo el mundo”.


Vi la pintura entonces reproducida en couché, con una cuatricromía brillante y poderosa: ya se sabe que cualquier impresión tiene el tamaño que la imaginación de quien que la contempla le da; para mí El Grito era un cuadro de gran formato, no podía ser menos, y en su enormidad se percibía en él la desesperación de un hombre la soledad, que gritaba su aislamiento. ¿Pedía auxilio? Detenido ahí, congelado sobre la bahía que cruza el puente de madera que Munich repite a lo largo de su vida plasmando caminantes aislados, solos o en grupo, el muchacho (deduje que lo era, un joven, una adolescente) se llevaba alas manos a la cabeza y gritaba como si le fuera a estallar aquella, aterrado, o a gritar de manera aterradora, pues no es lo mismo que el terror esté dentro del cuadro o que se transmita al exterior. Como ninguna sensación, como ningún sentimiento: cuando son trascendentes alcanzan la humanización, son verdaderos.


Hace muchos años, era yo joven, un amigo mío pintor, de la escuela de paisajistas catalanes de los 50, me dijo tomando en su casa una brandy, después de cenar, que había pintores y pinturas que solamente podían ser juzgados por expertos, porque pintaban y existían para expertos. De acuerdo, le dije, puede ser, pero ¿a quien dirigen su pintura? A todo el mundo, a los compradores, lo importante no es el cliente, sino el juicio y el juicio lo ponen los expertos. Pintar, seguía diciendo, es un arte vocacional y comercial y en ocasiones tiene uno la suerte de conseguir que ambas actitudes fluyan en paralelo sin molestarse. Vaya, me dije: esa es la misión de la crítica, salvaguardar la vocación preservando lo comercial. Quien compra, le dije, no está entonces obligado a entender de pintura. Naturalmente no, eso era un detalle insignificante. Recuerdo que el sentido de la palabra insignificante, tan usada en la vida cotidiana, me asaltó ese día con sofisticada rudeza: las cosas significan qué según para quien. Años después conocí de oídas a un tío de un amigo mío que autentificaba cuadro de Santiago Rusiñol con desparpajo y rigor comercial.


He visitado en varias ocasiones Escandinavia, y concretamente y de manera especial Noruega. Es un país que me gusta y en el que me siento extraño con mucho placer. No es fácil sentirse escandinavo y absurdo empeño intentar hacerse sentimentalmente a sus cosas. En uno de los viajes, acompañado por motivos profesionales por un grupo de periodistas expertos en cocina y buena mesa, visité el museo Munch en Oslo. Era febrero, frío, nevado, gris, un febrero en que el sol aparecía como tonalidad apenas. Visitamos el museo por la tarde, después del almuerzo, y las luces del exterior que penetraban en él por sus cristaleras, perfectamente encajadas en la traza nórdica y moderna del edificio, era un pálido reflejo de blancos ambarinos y de grises perlados. Nos separamos; yo deambulé por los cuadros sintiendo una desazón ante aquella acumulación de imágenes terribles.


Me di cuenta de que los ojos de Munch habían mirado y visto y que yo, a través de los cuadros, debería mirar y ver lo que él había mirado, que no era lo que su mano había desarrollado pincelada a pincelada. Munch, que deambuló por todas las vanguardias que coincidieron por su vida, dotado para la pintura, expresó su tragedia de solitario, misógino, huérfano eterno, aterrorizado por la muerte, alcohólico, con temor culpable por el sexo, y más, y mucho más. La pintura de Munich, expuesta en su mueso cuadro junto a cuadro, , me mostró un mundo para mi inalcanzable en su siognificación. Y cuando llegué a El Grito, lo hice intuyendo que no me iba a gustar y que lo que “todo el mundo” pensaba del cuadro, iba a ser distinto de lo que yo empezaba a pensar justo en ese momento de la visita.


Y ciertamente no me gustó: pequeño, apagado, confuso, el terror del adolescente gritando ya no era el mío, no era colectivo, era simplemente la enfermedad de Edward Munch. ¿Porqué tenía que gustarme? ¿Por su calidad pictórica? No estaba preparado para distinguir caracteres técnicos, paleta cromática o excepcional vanguardia. ¿Por la transferencia emotiva? No podía entrar en aquella mente enferma, aunque si intuirla y sentir por el autor piedad. Despojado pues del saber ver, después de haber mirado, me quedaba el sentir y no sentía nada afectuoso. El Grito y con él toda la pintura de Munch, me era indiferente.

Toda no: de repente me detuve ante una tela de tamaño pequeño: La Pubertad. La pobre muchacha, adolescente también, solitaria, desnuda, sola en su gama de grises y azules fríos, que amoratan su piel que sin embargo mantiene rosas de vida, amenazada por la terrible sombra de la muerte en la pared - las sombras del cerebro del pintor- no se exasperaba gritando desesperanzada, sino que en su terrible desnudez se sabía sola y condenada. Compone, sin embargo, con mucho pudor, un desnudo sugerente de un cuerpecito que se muestra cuando todavía no es, cuyos bracitos ocultan con timidez el sexo, cuyos pechos empiezan a florecer: es en si una muchacha en flor, que escribiría Proust, con la condena a cuestas de una vida para la muerte. La muchacha me atrajo, capturó en mi la sensibilidad por su mirada, profunda. Siempre he sentido una gran atracción por las miradas que salen de las pinturas y llegan al espectador, lo anudan en el acto y lo convierten en parte del instante que fue el pintar, o el posar.Me aparté de la pintura emocionado y entré para ver la sala donde se exponen las impresionantes fotografías hechas por el pintor en murales de tamaño considerable. Munch, allí, se reúne con el siglo XX y es vanguardia: su territorio sigue siendo terrible; las dobles exposiciones, los cuerpos de su hermana y otras mujeres, sus desnudos, los fantasmas que salen del gris desvaído de la química, me impresionaron mucho: muchísimo. Me reuní con mis compañeros de viaje y alcancé a oír a una reconocida intelectual, mujer culta, articulista y más cosas que adornan su currículo, que decía a quienes querían o alcanzaban a escucharla: “¿Sabeis? Delante de El Grito he sentido la necesidad de cantar el Magnificat”. Hay veces en que no estoy a la altura de las circunstancias, pensé yo, condescendientes, pero enseguida caí en que aquella mujer era hija de un afamado pintor de principios de siglo y que, probablemente, la pintura tenía para ella otro significado que para mí; miraba y veía y sabía y eso condicionaba su sentir. Yo solo miro, veo y siento. Pacté una tregua con el pintor y salí a la noche de Oslo, a la que azotaba una ligera ventisca.








sábado, diciembre 16, 2006

CAMBIO DE DOMICLIO TEMPORAL

CERRADO TEMPORALMENTE POR AVERÍAS DE IMPOSIBLE SOLUCIÓN POR MI PARTE. ESTE BLOG SIGUE EN LA BITÁCORA

viernes, diciembre 15, 2006

El trampantojo


La imagen que publico hoy es un trampantojo de mi jardín; un trampantojo porque no es cierta aún cuando lo parece. Los inmensos árboles del fondo están más allá aún cuando parecen integrados en el interior del recinto. El cedro y la picea del primer plano enmarcan a las dos hayas jóvenes que muestran sus hojas rojas de final del otoño, tan benigno que aún no han caído completamente. Más allá el sendero de graba bordeado de bojes enanos crea un espacio para el ciprés. Hay frutales por en medio de todo ello y al final, como si fuera mi paisaje, los árboles de jardines centenarios que pertenecen a las fincas de recreo de una aristocracia desaparecida.
El trampantojo es una de las tradiciones barrocas que me resultan fascinantes. Es el arte de mostrar como cierto lo ilusorio, es el delicioso engaño para el ojo que llaman los franceses "trompé l'oeuil" y que según se diga parece más adecuado que su versión castellano donde la jota suena hostil, pareciendo acusar a la mentirijilla de algo mucho más grave. Hoy, los trampantojos que se hacen no tienen la gracia de jardines escénicos, de arcos abiertos al mundo que no es, que es justamente el que más es porque al verlo e imaginarlo, lejos de la realidad, se le hace de verdad, se le pone en pie con la fuerza de la vista, que no de la imaginación. ¿Quien puede negar que aquello que se ve es lo cierto? ¿Quien puede tachar de falso lo que necesita tan solo alargar una mano para tocarlo? Guárdese quien sea de tocar como un santo Tomás para no llevarse una desilusión por la vía del tacto. Engañar al ojo es en suma, la más bella hazaña del que, hecho a concretar la realidad, la convoca y proyecta en una pared que por su esencia física la hace imposible.
Viene todo esto a la idea que tengo de que la realidad es mejor cuando es falsa e imaginada, y escribo "mejor" dejando la palabra en el más absoluto relativo; escribir "mejor" es arriesgado porque difícil es precisar que es lo mejor, y mejor que qué, o en su defecto porque peor... Pero hechas esas salvedades, la realidad irreal, es decir, la vista, de la que no sabemos que es falsa o cuando menos equivocada, es la mejor por estar cargada de los atributos de la imaginación y de sus propias necesidades, que las tiene, para establecer un mundo propio de ensueño. Mi jardín es mejor visto en la fotografía de lo que es realmente y si no dijera nada, llevado por una absurda vanidad, podría dar lugar a que los demás creyeran, al verlo, que es jardín importante, que no lo es. Los atributos que en la fotografía podrían deducirse son edad (esos árboles enormes necesitan tiempo para llegar a esas alturas), dimensión y cierto toque de jardín francés que desde ese ángulo, por el boj y la explanada de grava rosa, lo parecen. Si la foto mostrara la realidad de los árboles del fondo veríamos unos jardines semi abandonados, de enormes árboles en los que se solazó (así se decía y queda bien escribirlo) gente importante en su época: Alfonso XIII tenía aquí una amante y pasaba noches ardorosas: él se alojaba en El Bohío, casa que aún existe rodeado de un bellísimo jardín muy cuidado propiedad de un buen amigo nuestro y ella vivía en La Choza, delante mismo y al otro de la Nacional, casa que está ahora en mal estado de conservación, con un jardín alrededor que tiende a la decadencia. Algún conjunto adosado al fin acabará con ella. Y así es el jardín donde esos árboles han crecido, son por cierto sequoias, donde los coches de las familias que pasan algunos días al año se guardan entre los troncos, sin orden ni concierto.
Si la fotografía tuviera dos caras sería complicado saber a cual quedarse, con que versión podríamos tener certidumbres. Daríamos vuelta al trampantojo y lo tomaríamos por real, y en la otra cara podríamos pensar que la realidad es menos impactante de lo que se nos muestra, porque nunca tanto abandono y vulgaridad deberían invadir los rastros de la belleza imaginada. Lo cierto es que siempre nos quedamos cerca de aquello, por elección sentimental, que mejor despierta nuestra nostalgia, que es, según he leído no recuerdo en quien, la añoranza de lo que no ha existido.
Hoy, he hecho una amiga mientras caminaba por el prado con Goyerri, al que por cierto estoy enseñando a hablar, creo que con éxito. Veremos. Pues mientras caminaba por el camino que circunda el prado y linda ya con el bosque por un lado y con las viejas mansiones por el lado de la Nacional VI, he alcanzado a una mujer joven, que con un perrillo chico, cojo y viejo y un bebé de seis meses en un cochecito, paseaba bajo el sol espectacular de este final de otoño. Será porque inspiro confianza por mi edad y aspecto, o por que los perros unen mucho y facilitan la relación cordial, hemos empezado a hablar y paseado juntos un buen trecho. Es vecina desde hace dos años, aunque nunca la había visto. Vive con su marido, el perro, el bebé y una niña de cinco años, los hijos de la pareja, en un chalé por el que paso a menudo en mis paseos, pero en cuyos habitantes había reparado nunca. Ni Ana, a la que le he contado la nueva amistad. Hemos hablado del bosque, de los paseos por él, de libros, de profesiones (es arqueóloga) y de su nostalgia de los tiempos, no lejanos, en que trabajaba dedicada de pleno a su profesión, cosa que ahora no puede hacer porque el bebé le ocupa con su necesidad de cuidados. Volverás a tu profesión, le he dicho y me ha contestado que no lo duda, pero que la nostalgia presente es por los buenos tiempos pasados; ahora, en la casa del bosque, enfrentada al Arroyo Mayor, que baja casi torrencial estos días, ve de refilón desde su jardín la carretera por la que descienden coches y camiones desde Madrid, o van a ella y la acompaña el rumor de las aguas que forman remolinos y pequeñas cascadas, muy pequeñas. Me ha dicho que hace pequeños trabajos ligados a su profesión que es al tiempo vocación; la verdad es que está sola gran parte del día esperando que vuelvan los buenos tiempos pasados. Cuando vivnieron a vivir aquí, compraron la casa y la acondicionaron, no pensaron en esto, en que los tiempos idos acabarían siendo nostalgia. ¿ Y de repente me ha surgido la pregunta que da lugar a esta entrada en el blog: ¿no será la nostalgia, en si, un trampantojo?

martes, diciembre 12, 2006


Dedico este post a Pies Diminutos, por su esforzado y juvenil amor por el arte. He de reconocer que me conmueve y enseña.

Velázquez anduvo por estos pagos: él y Rubens. Esta sierra de Guadarrama y la adyacente de Malagón, que le sirve como de contrafuerte, fueron los paisajes escogidos para crear los fondos de los lienzos con los que retrataría al Rey Cazador, al Conde Duque y a otros personajes. Los cielos de la sierra son velazqueños desde que pasó el pintor por aquí y los pintó ilimitados, llenos de luz. Igual la vegetación: tengo yo en el jardín dos Serval de Cazador, que es un árbol que en verano da un fruto de bola pequeña y naranja que cuelga profusamente del soporte alto y esbelto y también dos hayas y un castaño: son todos jóvenes, aún sin hacer, sin la fuerza de lo árboles reposados en sus raíces, consolidados en el suelo que les acoge con el paso del tiempo. Tiempo tienen para ello, más que yo si un nuevo propietario en su momento no decide hacerse con una piscina, por ejemplo, o una pista de tenis. Velázquez los pintó a menudo.

Esta mañana he ido a San Lorenzo, a la librería, a buscar tres libros y he salido con dos. Encontré a faltar, hace días, reorganizando volúmenes en la biblioteca, la Ética de Spinoza. También necesitaba un diccionario de español-italiano porque quiero traducir una carta de Bruto a Ático en la que pone a Cicerón "a caldo" que yo no conocía. El libro está en italiano, y aunque me manejo bien en él, un diccionario a mano resuelve siempre algunas dudas. Los pedí los dos por teléfono y me los prometieron. No suelo recomprar libros que ya he tenido en mis manos y en mis pensamientos, pero Spinoza es una debilidad que no quiero encontrar a faltar: es de esos libros amigos, que cuando no tienes cosa mejor, echas mano de ellos y los abres, esto lo he escrito hace muy poco, por cualquier página. Me pasa igual con Descartes, con Cioran, con Camus, con la Arendt; puedo citar tres o cuatro más en los que incluyo los tres clásicos japoneses: Heike, Genji e Ise. La Ética no había llegado, pero en su lugar y mientras espero he recogido, además del diccionario, tres obritas ·de juventud" dice la contraportada, y me pregunto por la juventud de un hombre que murió con 34 años: Se trata de un tomito de Alianza en el que figuran impresas los Tratado de la reforma del pensamiento, Principios de filosofía de Descartes y Pensamientos metafísicos. Que nadie se llame a engaño, ni soy filósofo ni tengo esa formación, si la afición, que es otra cosa.

Debo ir a lo que iba. En la librería ha surgido el tema de viajar a Ragusa, en Croacia y de esa Ragusa ha surgido la otra, en Sicilia: Kiki, la librera, llevada por su entusiasmo siciliano ha mencionado a Stendhal y yo a Durrell. Aquí, en lo alto de la Sierra de Guadarrama, nos sobra Mediterráneo. Ana ha recordado que nos falta Sicilia de nuestra permanente repetición italiana, de esa fragmentación que hemos hecho de su geografía para ir asumiéndola poco a poco. Con Italia nos pasa a Ana y a mi lo mismo que con esos libros amigos a los que me refería: es el lugar al que siempre se puede volver con garantía.

Mientras hablábamos, ya se sabe el ritual: embolsar los libros, sacar la tarjeta, pasarla por el lector, esperar a la firma de un papel minúsculo que me obliga siempre a cambiar de gafas para ver donde debo estampar mi identidad financiera, la conversación se ha ampliado a dos personas más que esperaban por sus libros; es lo bueno que tienen estas librerías repletas y llenas de tiempo, que siempre dan de si para una charla informal, como las barberías de antaño. Una mirada al pasar, distraida, me ha devuelto al cuadro que muestro arriba y detiene mi pensamiento alejándolo´´ de la provincia de Ragusa, en Sicilia.

Hace solo unos días pensé en el cuadro de arriba, en La Dama del Abanico, que pintara Velázquez a una mujer imaginaria a la que debía apreciar bien, por razones que se desconocen. Me quedé pensando en las ganas de dedicarle una entrada de estas, porque es cuadro que me intriga y atrae provocando mi fascinación. Pues bien, en el momento de pagar he visto, entre librerías repletas, pilas de libros desde el suelo, expositores repletos del último Alatriste y carpetas de grabados, uno, puesto de lado, de esta mujer del abanico, esperando que alguien repare en ella y se la lleve a casa.

Es un retrato exquisito por su sensualidad: imagino a un Velázquez pintándolo con interno regodeo y satisfacción: el escote lo puso de moda la Duquesa de Chevreuse y las damas de la aristocracia madrileña lo adoptaron con entusiasmo, tal sería y tal provocaría en los varones que en 1639, tratando de moderar las costumbres, se prohibió el escote aunque algunas prostitutas de nivel lo siguieron usando por imitar a las damas y algunas damas, en semi privado lo usaron por imitar a las prostitutas. Un escote circulando por los bustos de las damas madrileñas en un juego de corro a la manera de Goya, es una divertida paradoja.

El desparpajo de la dama, su evidente gesto de tomar la toquilla tal vez para cubrir el busto estupendo, el rosario que lleva colgando de la muñeca, la mirada entre recatada y ruborosa, no esconden para mi, toda la coquetería que subyuga al pintor o toda la coquetería que el pintor pone en su interpretación de la dama. Por esta razón, mía y personal, excluyo la posibilidad de que el silencioso don Diego fuera el padre de la retratada, que de ser así contaría unos 20 años de edad en esas fechas. No imagino a Velazquez, hombre de apariencia piadosa y a buen seguro ciertamente lo era, usando a su hija como modelo.; no era hombre demasiado pusilánime en estas lides, y de su segunda estancia en Italia le arrancó una orden directa y perentoria de su rey, que si no, igual no vuelve, estando como estaba bien acompañada de dama italiana con la que parece ser que tuvo descendencia.

Descartada la hija, o es la duquesa, o una dama de la cercanía y aprecio del pintor o una prostituta: lo mismo me da: Ese retrato tiene el aroma de la carne perfumada, del sudorcillo ligero unidos al calorcillo de la vista. Los ojos de la dama son un romance: grandes y profundos, ligeramente saltones, miran con una ternura que es en si el falso recato de la invitación. El abanico está para no estar, la dama de Velazque no posa, está, es, no en la pose general que él le ha pedido,l sino en un momento de su compañía en que la vió así, tal y como la pintó, que no era como ella pretendía que la pintaran. Una vez más lo inaprensible vuelve en este hombre que del disimulo y de lo incógnito ha hecho su morada para la eternidad. La dama le dijo que no fuera y me atrevo a pensar que el fue, que se aercó, que cerró las cortinas o las puertas y que el fru fru de la seda y el sonido del rosario al caer, junto con el abanico, fijaron la pose en un momento antes para pintarlo, después.

La Dama del Abanico está en Londres, en la Colleción Wallace, justamente delante del Hombre riendo de Franz Hals; es todo una coqueteo que viene durando ya mucho tiempo.

Un cuadro, por decirlo simple, es y no es, como toda obra de arte. Cualquier pintura para ser arte merece ser descubierta por el espectador: a través de los poros, de las emociones, de la interpretación propia y de la interpretación sobre la intención del autor; de lo que nos dice sin saber de ella más que el marco y el lienzo; de lo que nos sigue diciendo cuando sabemos de él su intención y su esencia. Una pintura que no emocione, siendo lo que sea para el resto de la humanidad, no es. Me pasa con la Gioconda, con El Grito de Munch y con otras muchas: todo y habiéndolas ido a ver en persona, habiéndome plantado ante ellas y humildemente haber esperado a que me hablaran primero. No lo hicieron.

Pero esta Dama, como Spinoza, es buena amiga mía.

sábado, diciembre 09, 2006

Despertar y percibirse

Cada día más comprendo que despertarse es un acto que requiere lentitud aunque a lo largo de la vida pretendemos acostumbrar al cuerpo y a la mente a un despertar inmediato, a la hora, presuroso, angustiado, agobiante. Reconozco que siempre he sido persona de fácil y alegre despertar y que a mi lado se han despertado personas, que todo lo contrario, arrancan el día cubiertas de mal humor y sin café y cigarrillo, como se suele decir, no son nada.
Despertarse es salir de un estado en que el yo se ha perdido envuelto en las brumas de una noche que mientras se duerme parece infinita a quien puede percibirla; por la noche, en la duerme vela, siempre hay tiempo por delante y es ese tiempo el que se gana, el que queda que parece arrullarnos acogiéndonos de nuevo en el retorno al sueño. Despertar es percibirse, rearmar la conciencia que estuvo desarmada, comprender la realidad a partir de las visiones de objetos, del vano de la ventana, del paisaje exterior, de un trozo de cielo que al estar nublado y gris nos recuerda que todavía no ha nevado mientras pasa y el tiempo y esperamos: la última nevada fue cosa de una tarde y ya solamente en las cumbres se confunde con la escarcha de cada noche.
He escrito percibirse, así lo creo. Uno, aunque se conozca en el sueño no se sabe, no tiene la lucidez más que para verse como en la pantalla del cine ve al protagonista, de tal manera que por mucho que grite el espectador para que cambie el rumbo de la acción que le pone en peligro, como pasaba en los cines de mi niñez, el otro imperturbable galopa hacia su desgracia. Soñado y soñador son tan ajenos que nada pueden hacer salvo desaparecer uno cuando despierta el otro y entonces se produce lo contrario del desdoblamiento, la integración, que dura unos segundos o unos minutos, no más, y que deja en el pensamiento el recuerdo vago de la película, que se difulmina como en una fundido en el que solamente falta la palabra "continuará...". Pero ¿cuando? ¿Hacia donde?
Reconozco que yo también me he despertado y corriendo he procedido a recomponer la figura que la noche ha perdido, a desayunar de mala manera y a salir de casa al destino de cada día. Solamente al llegar a la edad mía, en que no voy a ningún sitio salvo a las otras habitaciones de mi casa, descubro que despertar es otra cosa, o debiera ser otra cosa. Lo es para Goyerri: él ha acomodado su tiempo al nuestro y durante la noche va dando vueltas desde un sofá que tiene bajo una ventana, hasta las alfombras al pie de la cama hasta subirse entre nuestros pies y acurrucarse empujando con su cuerpecito para hacerse hueco. Ana se lo hace, yo no: reivindico mi espacio. Pero a las ocho y media en punto, sin despertador que suene, está en la alfombra de mi lado de la cama, sobre las dos patas traseras, y con el hocico me busca, olisquea y lame si alcanza, hasta despertarme. Tengo que sacar la mano y acariciarle el lomo, entonces me deja y va junto a la puerta abierta del dormitorio y espera a que yo desconecte las alarmas del piso bajo, antes no desciende porque ya ha recibido el aviso una vez y es listo para comprenderlo.
Mientras alcanzo la bata, la ventana me ofrece el paisaje gris de estos días, otros soleado, y la visión de prado en el que no se ve un alma (imposible además porque las almas de existir no serían visibles) así que no se ve a nadie y si la visión de todo lo demás que es la nada cuando no se percibe con el sentido de cada cosa. El ritual de cada mañana entiende que la lentitud es importante porque los pensamientos sino se atropellan y tomando su tiempo lo que hacen es fluir y uno percibe que piensa, en que piensa, y deja que sean los temas los que lleven de uno a otro, adentrándose en las horas.
Cada mañana desayunamos frente a la cristalera del salón que da al jardín, viendo parte de él, desde el invernadero hasta el cedro esquinado que plantamos para dificultar la imagen de una casa en construcción. Café con leche, pan tostado, zumo de naranja, mantequilla y para mi margarina light, que tengo exceso de azúcar. Goyerri come con delectación el pan tostado, sin mantequilla ni margarina, ligeramente mojado en el café con leche. A él con los tropezoncitos de pan mojado, como a Ana con su cigarrito, les entra la alegría en el cuerpo. Mientras abro el jardín para que salga y corrar empiezo a relativizar la vida, lo escribo absolutamente en serio; en ese momento llega cada día la revelación de que esa placidez es absolutamente insustancial pero ineludible y necesaria. Cuando que me vuelvo a sentar en la butaca y miro al jardín viendo corretear a Goyerri y escucho a Ana, palabras o silencio, que ambos escucho, me doy los buenos días al fin despierto y comprendo que me gusta vivir aún, viendo la muerte. No se trata de una seducción por el suicidio sino de una comprensión del tema de la muerte como fin de la vida y por lo tanto, exactamente por eso, de una relativización de mi vida y de su importancia, no tanto para los demás, como para mi. Más cerca de la muerte que de la juventud, no niego que me atrae esa sensación de acercarme a ella a pasos menudos y llenos de contenido, el día en que estén vacíos pensaré seguramente en como acelerar la marcha, pero ahora no.
Me comprendo mayor aunque reconozco que sesenta y dos años no es nada, pero quien eso dice repite las tonterías que oye. Nada me molesta más que me digan que estoy hecho un chaval, me parece una estupidez que debiera guardarse quien así expresa su inmensa capacidad de ser tonto y faltar al respeto. No quiero estar hecho un chaval, ni quiero aceptar que es joven quien quiere porque no quiero ser joven, ni puedo. La biología es ineludible, la memoria está llena, ¿cómo voy a ser joven? Me gusta verme en el espejo y descubrir, que dejando a un lado una panza que no debiera procurarme, por lo demás estoy ágil y vigoroso y me gusta mi barba y mi cabello canoso. Siempre he sido, cosa de mi generación, poco musculado y al lado de los brazos de gimnasio de la gente de ahora soy poca cosa; pero me aprecio.
En ese marco que me devuelve el espejo del baño, mirando el jardín y dejando que fluyan mis pensamientos, siento que el final de mi vida, o sea mi muerte, me atrae y no me resisto; es lo que yo llamo relativizar la vida poniéndola en su justo lugar: el preciado contenedor para las emociones y esperanzas de cada uno. Epicúreo como me siento se que cuando ella esté yo ya no estaré y que mientras yo esté ella no estará. Tal vez deba preocuparme el tránsito, pero hoy hacen maravillas con el dolor hasta apagarlo al tiempo que te apagan, que es como el dormirse por la noch con el Orfidal.
Reconozco que mientras pienso en esto y lo revivo, cada mañana de una u tra manera lo revivo, me invaden el júbilo y el aburrimiento: el júbilo es la esperanza de que al fin una nevada de verdad me devuelva el bello paisaje blanco, redondeado, luminoso, que tanto me gusta; recuerdo que cuando nevó por vez primera en el bosque estando yo, anadaba leyendo una de las más tristes y bellas novelas de Kawabata: País de Nieve. Fueron las dos la misma nieve, los dos el mismo país, los senderos al bosque eran los mismos y esa unión casual ha permanecido siempre hasta este momento.
Y el aburrimiento de tener que volver a forzar la actividad de cada día como si se tratara de una obligación, que lo es: pasear a Goyerri, escribir el blog dos o tres veces por semana, por lo menos; pensar en escribir mi novela que avanza y retrocede al paso de mis inseguridades: una línea, veinte palabras a lo sumo, pueden rectificarse diez veces buscando la expresividad que esconden, es una sensación terrible saber que está ahí dentro algo que no sale, será por la pereza de ponerme, será por ello.

miércoles, diciembre 06, 2006

Nieva

La primera nevada del 2006


Ha empezado a nevar. Primero una tormenta que ha durado varias horas, tremenda de agua, acompañada de viento fortísimo. Cuando sopla parece que quiera llevarse el techo de madera de la casa sobre el que reposan las tejas; se nota la tensión, el empujón hacia arriba. La madera, que en invierno se hincha cruje, lo mismo cuando en verano cede. La caja está habitada de crujidos y del ruido de la lluvia que la azota. Si miro por la ventana veo las cortinas de agua cayendo a ráfagas, recorriendo el prado, corriendo empujadas por el viento hacia el sur, cruzando el alto de Cabeza lijar, donde se amontonan unas nubes grises, casi negras. Oscurece temprano y cesa el ruido. Releo Confesiones de una Máscara de Yukio Mishima, o Mishima Yukio, como debería escribirse para ser fiel a la manera de ordenar los nombres en Japón, primero el apellido, luego el nombre propio. Hay autores que son amigos, cuando no se que hacer voy a ellos, los saco del estante y empiezo, a veces por el principio, a veces no. Me pasa con Mishima, y con Kabawata, y con Historia de Genji; este ultimo lo abro por donde me apetece de la misma que de los dos volúmenes cojo el que me viene más a mano; no importa, difícil es, creo que casi imposible, recordar a todos los personajes y yo no lo intento, simplemente leo y dejo que me venga una sinfonía de Naga, la capital imperial, un aroma a un Japón que no era todavía como el de Mizouguchi, más chino en formas que japonés; todavía la nación no había encontrado su manera de ser, pero estaba ya en ello.
Leo como digo Confesiones de una Máscara donde el autor, de forma magistral, nos descubre como la sexualidad despierta y toma posesión de un muchacho, primero cuando huele el sudor de los soldados o ve al recogedor de basuras bajando una cuesta, es un niño todavía y le atraen los héroes masculinos aunque juega a guerra con sus primas. Después descubre a la imagen de San Sebastián de Guido Reni. Le atrae la violencia de las flechas, el torso del joven, su lasitud, el taparrabos que flota sobre sus riñones y la delicadeza de sus ligaduras alrededor de las muñecas. Su sexo despierta y descubre que no es solamente cuando ve a los jóvenes sino cuando se enfrenta a la violencia o a la muerte; se masturba. Estas páginas son antológicas.
Voy a buscar una imagen de la pintura: la encuentro en Internet, es esta.

El Martirio de San Sebastián, de Guido Reni

Una frase me llama poderosamente la atención, por vez primera: antes no había reparado en ella. Me asomo a las líneas que me obligan a volver al inicio: Esas dos flechas solitarias proyectan sus calmas y gráciles sombras en la suavidad de su piel, como las de una rama en una escalinata de mármol. En Mishima la observación nunca es banal, ligera; sus ojos ven desde dentro de si, no desde la superficie de los globos oculares. Las flechas, como sombras proyectadas sobre el cuerpo, sombras de ramas en una escalinata de mármol. Comprendo lo difícil que es escribir, no escribir con un cierto estilo y con facilidad, no escribir con profesión e imaginación: hablo de escribir, eso a lo que he dedicado tanto tiempo y nunca he aprendido a hacer con la profundidad de la sencillez de estas dos líneas.
Percibo el silencio, acabada la tormenta. Ya hace rato que dejaron de sonar lluvia y viento con la violencia con que se hacían presentes, y repentinamente caigo en que es el silencio, no el sonido sin sentido que no se percibe, sino el silencio real, el que me rodea. Ana lee en el salón y oigo como pasa las hojas estando yo en el piso alto, bien es verdad que el estudio y la biblioteca son abiertos a la parte baja de la casa; también oigo el suave crepitar de unos leños en la chimenea, encendidos para acompañar con su danza de sombras. Hago uno de esos altos que no conducen a nada salvo a desentumecer el pensamiento y estirar los miembros; todo se resume en un corto paseo hasta la balconada desde la que se ve el bosque mientras pienso si me apetece beber un refresco o mejor no; camino pues y veo la capa blanca que empieza a cubrir la grava y el césped del jardín y los árboles de la linde: un manzano de jardín, joven y esbelto, delgado todavía, ha recibido demasiada nieve y se inclina demasiado hacia el suelo, se balancea y en la oscuridad parece una cabellera blanca en una cabeza oscura que se mece; quien así se meciera sería por dolor, pienso. Mañana saldré a enderezarlo, a ponerle otro tutor porque tal como está podría quebrarse. Nieva, le digo a Ana, ya nieva.
Hemos estado esperando la nieve que anunciaba cada día el parte meteorológico, todos los partes meteorológicos, en las cotas altas, sobre los 1.500. Ana va a ver la estación térmica que indica la temperatura exterior a la cocina: Marca 5 grados, me dice. ¿Cómo puede nevar a cinco grados? Le contesto que tal vez el cambio climático, algo será, yo no lo se todo. Nos reímos. Mañana, si la nevada continúa, habrá que abrir un camino desde la escalera del portal hasta la verja y sacar uno de los dos coches a la calle para evitar que la acumulación de nieve los inmovilice dentro.
Vuelvo a mi butaca y a Mishima. Cojo el libro y paso la mirada por varias páginas, despreocupado; me detengo en un punto, en un párrafo de una línea, menos:
La pena era insoportable. Pisé con furia el suelo.
Punto y aparté. Nada más salvo seguir leyendo. Otra vez la sensación de impotencia. Ni una palabra de menos, ni de menos. Lo justo para decir. Me arrellano en la butaca con una sensación de tristeza y pienso que mañana seguiré en esta butaca de cuero, leyendo hasta acabar de leer un libro que ya he leído no recuerdo ni cuando ni donde, porque no era el mismo que tengo ahora en las manos. Nieva, me dice Ana. Mañana nos quedamos en casa. Claro, le contesto. tengo que acabar este libro.

lunes, diciembre 04, 2006

ÉL

Él es siempre inalcanzable, huidizo, distante. Puede ser Tú cuando se acerca, pero entonces es un más bien un Tú que se distancia un poco y al cabo vuelve. Si uno se fija Yo y Tú no tienen género, de tan personales que son cabe cualquiera en ellos mientras esté tan cerca que se toquen, pero Él puede ser Ella y en la metamorfosis pierde el acento.
La distancia necesita la precisión del género, pues el neutro es terrible de tan distante, impersonal, lejano. Ello. Nada que ver con la tierna relación o el odio apasionado: este Ello es siempre despectivo.
Él está siempre en movimiento en un campo de ambigüedades que pueden acercarlo hasta saber de quien se tiene memoria o conocimiento, de quien se da razón; la más pura verdad es que Él es cosa entre dos, alejándolo de la complicidad inicial: de Él se habla y se refiere. El problema de Él es cuan engañoso es, puesto que a veces manifiesta ser solamente un pronombre que tiene nombre al que sustituye y cuando se refiere a alguien conocido lo hace por ahorro de expresión; pero las más de las veces Él es una referencia al Otro al que singulariza y ahí, envuelto en desconfianzas, se percibe distante y amenazador, cuna de un plural al que llegaremos en su momento: ellos.
Quien no quiere ser Él lo es, a su pesar, distante y resentido por la distancia. Solo hay un recambio para el pronombre vago y es el nombre completo, la aspiración humana al reconocimiento. El Yo grotesco que es para todos Él, quisiera ser por su nombre y apellidos habitando en la gloria del conocimiento, aún siquiera esos cinco minutos que reclamaba Warhol.
Es un juego de confusiones porque Él está en la indefinición de un enorme plural que no acaba de concretarse y en la cercanía de un singular indefinido. Si mi Yo, no lo es por su nombre y solamente es Él, cuan nada soy, cuan sin sentido, que no accedo al menor reconocimiento. Este ser en la distancia, carente de otro reconocimiento que el número en el grupo, esta sentir coral, ¿que puede hacer para alcanzar cuando menos un Tú que le reconozca? Pugna y pugna por salir del anonimato y para ello salta y gesticula en el escenario de todos, sin éxito: ¿quien es ese que salta? se pregunta quien a su vez es también Él y se le contesta que es Uno, Uno más: más lejos todavía. Es el riesgo del pronombre hundirse en la lejanía hasta alcanzar a ser, deshumanizado, algo distante y diferente, de otro color y lengua, de otra gran incultura, propietario de su propia barbarie. El viene del Sur o del Este y tiene la ventaja de ser reconocible en su individualidad a poco que se mire, pero solamente para quedarse uno con los rasgos y adjudicarle un nombre, que luego volverá a ser Él, ya sabes; porque necesita de inmediato un adjetivo, una nacionalidad, una religión, un sello distintivo de lo coral, la matrícula de ser organizado en un complejo plural de ellos.
Él siempre es Otro, no el Otro todavía, no tan lejano, pero siempre es otro que por más vueltas que le de nunca llegar a ma estar tan cerca como para ser otra cosa. Decir él es acudir al subterfugio de lo innombrable, al mantenimiento de las distancias, a dejar a las cosas en su sitio siempre que este sitio permanezca aislado. Chirría la palabra cuando la usamos para determinar espacio y posición, cuando reconociendo nombre y lugar, y acción cercana, acudimos a un Él que identifica desconocimiento. Pasar de Tú a él, de nombre propio a él, partícula minúscula que conlleva desprecio. Pienso en la canción de moda hace unos años: "¿Y quien es él? ¿En que lugar se enamoró de tí?.

viernes, diciembre 01, 2006

Otra tontería sobre el Tú

Si escribir sobre el yo es difícil sino se hace de una manera ligera y obstinadamente torpe, escribir sobre el Tú resulta casi inconcebible, porque no hay en el Tú nada que no sea apreciación desde el Yo, y por lo tanto lejana y confusa.
Hay dos momentos literarios que me son particularmente obsesivos, es decir, no me abandonan, están en mi, dentro, y vuelven a menudo no se si en busca de valoración o de respuestas. El primero es un verso de Juan de la Cruz, un verso menudo como él, una pregunta que yo, deconstruyendo, saco del contexto y me pongo delante de los ojos de tal manera que al leerla la oigo sonar en la caverna de mis pensamientos: "¿Quien eres tú que mi amistad procuras?". La pregunta, de tan cabal y directa, aventura una respuesta difícil, probablemente plagada de silencios y de inseguridades. ¿Quien puede contestar a ella con sencillez y ahorro de palabras? Toda presentación requiere un copnocimiento de uno mismo, desde la simple identidad hasta la motivación que dictan las necesidades o las emociones. La pregunta tiene una respuesta que por prabable es imposible: ¿Quien eres tú? "Soy Yo" Presupone soberbia o conocimiento del conocimiento que sobre uno tiene el que pregunta, y eso entraña cierta familiaridad, lo que quiere decir ya un cierto acceso.
El otro momento literario está en Shakespeare y sucede, cuando el Príncipe Hal es coronado rey y a él se acerca el gordo, corrupto y travieso Falstaff llamándole delante de toda la corte "mi niño" El nuevo rey que se arrepiente de su pasada vida llena de disolución le contesta poniendo al viejo compañero de aventuras y tropelías en su nuevo paisaje, lejano, distante, culpable y con posibilidad de redención, pero lejano. "No te conozco, anciano" le dice. Recuerdo la escena cinematográfica en aquella magnífica versión cinematográfica que dirigió en España Orson Welles: el primer plano de Hal, coronado, con una enorme franqueza a la vez que piedad en sus ojos jóvenes y cargados ahora con la nueva preocupación de la dignidad real, patentiza la tragedia de una relación que acaba de morir: las palabras lo sentencian. ¿Y que puede decir aquel a quien se le niega el conocimiento del tú, aquel que de repente queda borrado de un paisaje ajeno y sin embargo propio y entrañable, el que de repente huérfano se queda solo y miserable, condenado.
Si no tengo claro que es el Yo, de tal manera que en vez de sentir el Yo en mi mismo, en mi ensimismamiento, debo escribir palabras para explicármelo, palabras que son una forma de sentir en la distancia, ¿cómo puedo saber que es el Tú? cuando lo que si se es que siendo un número infinito de posibilidades no es sino otro ante mi, un reflejo enfrente, alguien a quien se conoce por los deseos propios o por la información que de si nos ha dado o que hemos tomado de él, fraccionada, fragmentos de bondad, de simpatía, de belleza o fealdad.
Ningún Tú está en mi Yo; no se puede convocar a tal intimidad sino es por causa de pasiones que borran la razón y desatan pasiones, se trate de amor o de odio, que poco importa el sentido para sentir la emoción de la cercanía. Solamente la pasión funde el Yo con el Tú hasta alcanzar un nivel de intimidad en que el uno y el otro se anudan en una carne propia. Odiar es conocer al otro tomando de él su yo y penetrándolo hacerlo de uno mismo. Igualmente el amor. Ante cualquier tú cabe mostrarse indiferente mientras se empieza a adherir a él colgajos de información deshilvanada, a veces procedentes del mismo prejuicio. El tú que pertenece a las categorías malditas, o a la naturaleza de los ángeles, el maldito por la fealdad o purificado por la belleza, el tú terrible del asesino o el tú de la cara que exhibe con su miseria su dolor y sufrimiento.
No hay forma de conocer al Tú que nos contempla hasta que se consigue que forme parte del Yo que le solicita; es nuestra adherencia ese Tú, compañera, amiga si se quiere o cargada de rencor, nunca indiferente a la propia esencialidad de quien es y se siente Yo. Cada vez que se quiere comprender al que es Tú se debe proceder a desidentificarlo como tal e introducirlo en el Yo; ese conocimiento le alimenta y crece de manera tal que conocer es devorar una parte del otro para enriquecer la propia materia: un juego caníbal, si se quiere.
Porque queda un terrible enigma: ese Tú que contemplo y a quien pregunto por quien es ¿sabe apreciar la diferencia entre ser para mí, Tú y para el Yo?