viernes, mayo 30, 2008

Ante un paisaje de madera y escarcha



Paisaje vertical de madera y escarcha
Invierno de 2008

Un texto de hace unos minutos sirve de punto de partida para no faltar a la cita en que, como en una esquina cotidiana o en la mesa de un bar de cada día, uno acude con la esperanza de que los otros contertulios se pasen por ahí. Este escribir es el deja vu de cada día, que no siempre se realiza, porque es cada día más difícil tenber algo que decir, y para no decir nada el silencio es música. Y una foto extraída del álbum en que se amontonan las fotografías que construyen la realidad cambiable del paisaje en el jardín, en el prado o en el bosque.

Toma el texto y lo copia transformando de él las apelaciones directas de la primera persona. Al fin el gesto literario sirve sobre todo para ganar distancia. Por otra parte deberá dejar bien claro que es una cierta, palpable felicidad, la que le lleva a escribir con lo que entiende que es lucidez, no desolación ni desesperanza, ni siquiera una pulsión destructiva, sino el mirar con los ojos abiertos de la siempre renovada infancia al asombroso espectáculo del descubrimiento. Eso que da en llamar lucidez y que no es otra cosa que convencimiento de ver y comprender aporta felicidad, entendiendo esta, no como apasionamiento exultante sino como confortable resignación; y también esta última palabra debería ser asumida desde una comprensión nada infeliz, pues resignarse a un buen pasar es camino acertado, según cree.

Claro está que podría decirse que en lo que queda de vida poco queda sino estar y pensar, que son dos cosas que deberían ir unidas. Podrá haber quien, estando, crea pensar poco, pero el pensamiento es como la procesión, que yendo por dentro es a veces silencioso e incluso imperceptible, pero pasar pasa. Sin embargo, en ese pasar se produce un posarse las cosas que son el universo. En cierta ocasión Ortega escribió que "el pensamiento humano no descubre el universo, sino que lo construye" Y es cierto aunque no es común que el individuo atienda a entender que es él quien está construyendo lo que le rodea, antes que es lo que le rodea lo que se le entrega hecho en su totalidad, construido para una única comprensión de todos.

Escrito queda en el texto aludido que da pie a este post una reflexión que al Hombre del Prado le salió de la entraña, cuando escribiendo en primera persona, sin rebozo ni ocultamiento, manifestó:

No creo que una vida, si pienso en la mía, como paradigma, sea una línea recta en dirección hacia un donde. El camino correcto, se intuye, pero cada cual sabe cuales son sus barrizales, o los intuye, y los evita o se mancha en ellos. Cada cual conoce cuales son sus sentimientos, los perdidos, los que sobreviven y los que se agudizan. Lo que más sabor tiene para mi de la vida es lo inconsistente: eso tan leve que no se alcanza a ver ni a comprender y que es pura intuición. Claro que sé que este mensaje es demoledor para quien cree que la vida es una hermosura manifiesta. ¿Y si lo más hermoso hubiera pasado ya? Pues ese día, en que me miré al espejo, encontré una enorme y absurda soledad alrededor, lo que suele pasar cuando, a las 9,00 am uno se encierra en el baño, y por no suicidarse, decide seguir. O mejor, no decide, que la decisión está tomada, sino que simplemente sigue. Encontrará una fórmula para llenar el seguir de otro sentido que el de la inercia que emana del vocablo: cada vez que en el día tengas un rato de vacío entre ocupación y ocupación, piensa en algo, que sepas que estás pensando. Era algo así como exigir de mi no dejar que el tiempo arrasara con la vida, cosa que hace de común naturaleza, uno y otra, y tratar al vacío del tiempo, ese en que uno mira a la nada en la consulta del médico, en la espera para pagar una compra en la tienda, como si el vacío pudiera ser llenado. Me llevó a un cierto orientalismo: el vacío debe ser llenado de vacío coherente. Una mañana, al mirarme al espejo, tiempo después, me encontré gordo y recordé que tenía diabetes. Lo que no me gustó fue estar gordo, obeso, redondo, tal vez complacido. De alguna manera era yo la imagen de la felicidad con la que en las tiras ilustradas se satiriza al burgués, de tal manera lo hacen que le ponen, pegada, con trazo riguroso, una sonrisa imborrable, permanente y voluntariamente estúpida. He ahí que el burgués sonríe su patética felicidad: falso, que teme como todos, los finales imprevistos y más aún los previstos. Pensé que algún día mis hijos tendrían esa sonrisa puesta en esa obesidad. He ahí lo irremediable, me dije, toda salvación es propia de uno y lo que queda en la barca queda para el propio naufragio de los ocupantes que no saltan por la borda cuando conviene hacerlo. Claro que, deberíamos pensar si naufragio es sobrevivir y sentirse felices. Todo es tan inconcreto ... Conviene, si uno lo recuerda, rescatar la pureza de lo vivido, pero en medio de tanta vida, no se puede ver con claridad. ¿Cuando la pureza? ¿Cuando la virtud? Todo el pecado del mundo cae sobre cada víctima inocente de su propia pereza por conocer o por conocerse, y solamente levantando la mano puede uno alcanzar esa gloriosa absolución del !que esté libre de pecado que tire la primera piedra". La playa en la margen del Arroyo Mayor, que baja torrencial, es arenosa y sin guijos, y he ahí que no hay piedras sino puñados de arena que arrojar, y que antes de alcanzar el blanco van a dispersarse... La inocencia pública, manifiesto de la soberbia, se quede solo en gesto, y nada más.


Además de la obesidad y la diabetes, lo que no estaba en la imagen reflejada en el espejo, existía en el cofre de los circuitos cerebrales la propia construcción del universo que sesenta años de vida habían ido cimentando. Los espejos no reflejan esa desilusión o ese descubrimiento, o ese convivir entre el asombro y la costumbre. El Hombre del Prado rechaza todo aquello que le ha sido dado al niño para construirse una realidad que le acomode, porque sabe que esta realidad no es real, sino decantación de lo que se piensa real, como si las cosas existieran siempre en una naturaleza consistente y permanente. Igual que el paisaje del bosque, pareciendo el mismo muda a cada instante, como muda el observador que en él habita, la realidad es tan mudable de imperceptible manera que uno no debería acostumbrarse a creer que las cosas y serán, sino que siendo mudarán a otras nuevas, simples maneras de enfocarlas, simples formas de aproximarse a ellas. Hay en el hombre una capacidad autodidacta de la que suele dudar o a la que suele desconocer, y que si la desprecia pierde el propio conocimiento de si mismos a través de las cosas que descubre. Porque tal vez no sea el espejo el que devuelva lo que se es, sino lo que se parece, solamente lo que se parece. Uno en el fondo es hijo de las cosas que son a su vez hijas de la contemplación.
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jueves, mayo 29, 2008

Ponerse a escribir un post de nuevo con la mente vacía, y sin embargo estar en el convencimiento de que cabe decir alguna cosa. Un texto de hace unos minutos sirve de punto de partida para no faltar a la cita en que, como en una esquina cotidiana o en la mesa de un bar de cada día, uno acude con la esperanza de que los otros contertulios se pasen por ahí. Nadie faltará a una cita que no habiendo sido fijada de antemano se convierte en un deja vu de cada día.

Toma el texto y lo copia transformando de él las apelaciones directas, la primera persona. Al fin el gesto literario sirve sobre todo para ganar distancia. Por otra parte deberá dejar bien claro que es una cierta, palpable felicidad, la que le lleva a escribir con lo que entiende que es lucidez, no desolación ni desesperanza, ni siquiera una pulsión destructiva, sino el mirar con los ojos abiertos de la infancia al asombroso espectáculo del descubrimiento. Eso que da en llamar lucidez y que no es otra cosa que convencimiento de ver y comprender aporta felicidad, entendiendo esta, no como apasionamiento exultante sino como confortable resignación; y también esta última palabra debería ser asumida desde una comprensión nada infeliz, pues resignarse a un buen vivir es camino acertado, según cree.

Claro está que podría decirse que en lo que queda de vida poco queda sino estar y pensar, que son dos cosas que deberían ir unidas. Podrá haber quien estando crea pensar poco, pero el pensamiento es como la procesión, que cuando va por dentro es a veces silencioso e incluso imperceptible, pero pasar pasa. Sin embargo, en ese pasar se produce un posarse las cosas que son el universo. En cierta ocasión Ortega escribió que "el pensamiento humano no descubre el universo, sino que lo construye" Y es cierto aunque no es común que el individuo atienda a entender que es él quien está construyendo lo que le rodea, antes que es lo que le rodea lo que se le entrega hecho en su totalidad, construido para una única comprensión de todos.

Escrito queda en el texto aludido que da pie a este post una reflexión que al Hombre del Prado le salió de la entraña, cuando escribiendo en primera persona, sin rebozo ni ocultamiento, manifestó:

No creo que una vida, si pienso en la mía, como paradigma, sea una línea recta en dirección no sé hacia donde. El camino0 correcto, se intuye, pero cada cual sabe cuales son sus barrizales, o los intuye, y los evita o se mancha en ellos. Cada cual conoce cuales son sus sentimientos, los perdidos, los que sobreviven y los que se agudizan. Lo que más sabor tiene para mi de la vida es lo inconsistente: eso tan leve que no se alcanza a ver ni a comprender y que es pura intuición. Claro que sé que este mensaje es demoledor para quien cree que la vida es una hermosura por descubrir. ¿Y si lo más hermosos hubiera pasado ya? Pues ese día, en que me miré al espejo, encontré una enorme y absurda soledad alrededor, lo que suele pasar cuando, a las 9,00 am uno se encierra en el baño, y por no suicidarse, decide seguir. O mejor, no decide, que la decisión está tomada, sino que simplemente agacha las orejas y sigue. Encontrará una fórmula: cada vez que en el día tengas un rato de vacío entre ocupación y ocupación, piensa. Era algo así como exigir de mi no dejar que el tiempo arrasara con la vida, cosa que hace de común naturaleza, uno y otra, y tratar al vacío del tiempo, ese en que uno mira a la nada en la consulta del médico, en la espera para pagar una compra en la tienda, como si el vacío pudiera ser llenado. Me llevó a un cierto orientalismo: el vacío debe ser llenado de vacío coherente. Una mañana, al mirarme al espejo, tiempo después, me encontré gordo y recordé que tenía diabetes. Lo que no me gustó fué estar gordo, obeso, redondo, tal vez complacido. De alguna manera era yo la imagen de la felicidad con la que en las tiras ilustradas se satiriza al burgués, de tal manera lo hacen que le ponen, pegada, con trazo riguroso, una sonrisa imborrable, permanente. He ahí que el burgués sonríe su patética felicidad: falso, que teme como todos, los finales imprevistos y más aún los previstos. Pensé que algún día mis hijos tendrían esa sonrisa puesta en esa obesidad. He ahí lo irremediable, me dije, toda salvación es propia de uno y lo que queda en la barca queda para el propio naufragio de sus ocupantes. Claro que, deberíamos pensar si naufragio es sobrevivir y sentirse felices. Todo es tan inconcreto... Conviene, si uno lo recuerda, rescatar la pureza de lo vivido, pero en medio de tanta vida, no se puede ver con claridad. ¿Cuando la pureza? ¿Cuando la virtud? Todo el pecado del mundo cae sobre cada víctima inocente y solamente levantando la mano puede uno alcanzar esa gloriosa absolución del !que esté libre de pecado que tire la primera piedra". La playa es arenosa y sin guijos, y he ahí que no ahí piedras sino puñados de arena que arrojar, y que antes de alcanzar el blanco van a dispersarse... De ahí que el gesto de la inocencia pública se quede solo en gesto, y nada más.

Además de la obesidad y la diabetes, lo que no estaba en la imagen reflejada en el espejo, existía en el cofre de los circuitos cerebrales la propia construcción del universo que sesenta años de vida habían ido cimentando. Los espejos no reflejan esa desilusión o ese descubrimiento, o ese convivir entre el asombro y la costumbre. El Hombre del Prado rechaza todo aquello que le ha sido dado al niño para construirse una realidad que le acomode, porque sabe que esta realidad no es real, sino decantación de lo que se piensa real, como si las cosas existieran siempre en una naturaleza consistente y permanente. Igual que el paisaje del bosque, pareciendo el mismo muda a cada instante, como muda el observador que en él habita, la realidad es tan mudable de imperceptible manera que uno no debería acostumbrarse a creer que las cosas y serán, sino que siendo mudarán a otras nuevas, simples maneras de enfocarlas, simples formas de aproximarse a ellas. Hay en el hombre una capacidad autodidacta de la que suele dudar o a la que suele desconocer, y que si la desprecia pierde el propio conocimiento de si mismos a través de las cosas que descubre. Porque tal vez no sea el espejo el que devuelva lo que se es, sino lo que se parece, solamente lo que se parece. Uno en el fondo es hijo de las cosas que son a su vez hijas de la contemplación.


martes, mayo 20, 2008

Fárrago


Fue acuñada el mismo año en que nació Cicerón, el 103 ac, en Roma. Ahora acompaña al hombre del Prado donde vaya, envuelta en una funda transparente de plástico, que es como un sobre con una solapa que al cerrarse impide que caiga fuera y se pierda. Cuando el viajero llega a un lugar en el que vaya a estar varios días, la saca de su maleta y la coloca encima de la mesa de trabajo. Hace compañía, tanta que resulta impensable trabajar en su novela sin tenerla cerca. No la toca, ni acaricia, ni siquiera la mira. Cada cual en su lugar, cada cosa en su espacio, manteniendo en la cercanía un contacto que es cosa del espíritu. No piensa el Hombre del Prado que haya estado en manos de Ático, Cicerón, Catón o el mismo César. Le basta con saber que viene de aquel ahí que es el entonces, pero entonces y ahí, que unidos concretan una geografía espacio-temporal a la que le dedica algunas horas al día, algunas, a veces no más de una, a veces diez seguidas.

En Alicante, donde ahora está, mira hacia el mar debajo de un cielo atormentado por nubarrones densos que de vez en cuando descargan. La primera parte de su novela transcurre en dos días, bajo la lluvia de un invierno romano. Un hombre agoniza y el otro, al contemplarlo en agonía piensa en que se trata de una premonición, o de un augurio. Hombre descreído, no cree ni en la una ni en lo otro, pero en su vejez intuye que se trata de un anuncio de su muerte cercana. los viejos mueren en invierno, con la lluvia y el frío, con los huesos helados y doloridos y los músculos agarrotados. Todavía es así. En Alicante, donde está ahora, los nubarrones muestran a los de abajo su panza gris plomo, preñada, en la que la luz del sol busca caminos para anunciarse y conferir a esa entraña de aguas contenidas una amenazadora transparencia. Descargará, se dice. Cuando pasea, a veces cruza por debajo de una nube, o es esta la que le sobre vuela, y le alcanza la lluvia que mana de ella y que se aleja llevada por los vientos de arriba. Son ráfagas.

Ha estado releyendo a Cioran a la par que trata de escribir su libro. Ambas ocupaciones no son buenas compañeras. Piensa que a Cioran hay que leerlo en la nada, en el no hacer nada, pendiente de leer, no de aprender, ni siquiera de descubrir, en absoluto maravillarse. Cioran es un autor que suena dentro de uno como un resumen de los propios pensamientos con los que conviviendo, no se ha apañado uno para exponerlos, no por lo menos con su contundencia y claridad; menos aún con su pasión. Por eso ante el rumano hay que recoger las velas del entusiasmo y contener el asombro. ¿Se asombra uno cuando se lee a si mismo? ¿No viene a parecerle el párrafo una banalidad?

Uno le divierte, ríe socarronamente porque se ve a sí mismo en él, ¿no ha dicho ya que leer a Cioran es pensarse a si mismo? Un párrafo en el que hiere especialmente al oficio de escribir. No al oficio de vivir de escribir, sino de vivir escribiendo, piensa el Hombre del Prado. Naturalmente que uno no escribe pensando solo en sí como lector; uno escribe por sí, en si, sin otro pensamiento que ser: quien ama escribir es escribiendo. No hay otra fórmula dejando a un lado todas las demás: a cada cual la suya.

Escribe Cioran:

Desdichadamente, la palabra resbala hacia la palabrería, hacia la literatura...

Intentareis escribir; inmediatamente se erguirá ante vosotros la imagen de vuestro lector... Y dejaréis la pluma. La idea que queréis desarrollar os fatigará: ¿para qué examinarla y profundizarla?m ¿No podría expresarla una sola fórmula? ¿Cómo además exponer lo que uno ya sabe? Si la economía verbal os obsesiona, no podréis leer ni releer ningún libro sin descubrir en él los artificios y las redundancias....

El escritor, tal es su función, dice siempre más de lo que tiene que decir: dilata su pensamiento y lo recubre de palabras. De una obra sólo subsisten dos o tres momentos: relámpagos en un fárrago. ¿Le diré el fondo de mi pensamiento? Toda palabra es una palabra de más.


He ahí una certidumbre que le acosa, cuando revisa, páginas atrás o adelante, aquello que está escribiendo. ¿Todo podría decirse en dos párrafos, piensa, todo podría concretarse en un par de citas. Tal vez está escribiendo una acumulación de frases y palabras que deberían resumirse en la fatiga de un viejo que ha vivido poco, o que ha sentido poco la vida, o que siente la vida como una traición, o que se siente como un traidor ante la vida. Pecado y contrición, o solamente contrición, o contrición y penitencia, o los tres seguidos. ¿Cómo se puede escribir si el hecho mismo de dar la descripción del personaje central resulta tan difícil? Se excusa a si mismo el hombre del Prado con el argumento de que ni siquiera Dios en su improbable creación, puede insuflar en cada alma el destino de la mezquindad, o del egoísmo, o del arrepentimiento. Parece que la Creación, puestos a hacerla metodológicamente más sencilla, se resume en insuflar en el alma un puñado de variables cogidas de una tabla en que se muestran como montoncitos de polvos mágicos, y si solas habrán de alcanzar una mezcla que resultará finalmente en algo casual, y por lo tanto en una banalidad. Tras un combate entre químico y espiritual, el hombre resultará héroe, villano o don nadie.

Esta misma mañana, al salir a pasear con Goyerri hacia el acantilado, se ha cruzado con tres mujeres que caminaban en dirección contraria. Goyerri se ha dirigido directamente hacia la mayor y le ha olisqueado la pantorrilla; ella se ha inclinado hacia el perrillo y le ha acariciado la cabeza. Nadie intuye lo peligroso que eso es, pues convierte a Goyerri en inmediato súbdito de la ternura ajena y por lo tanto en tirano usando la propia. Las otras dos mujeres se han dirigido al hombre del Prado: ¿podemos hablar con usted? ¿Acerca de qué? Nos gustaría hablarle de religión y de vida. Tengo prisa, ha dicho, pero se ha quedado. La mujer mayor ha vuelto seguida de un Goyerri alegre y trotón. Es que me sigue, dice y el hombre del Prado: siempre sigue a la gente encantadora,señora. Ella ha sonreído agradecida. Era un momento de sol alegre, brillante y al fondo de la calle se divisaba refulgente una franja de mar bajo un cielo de nubes iluminadas. Es verdad que han hablado de religión y del Libro, pero poco, quería escucharlas. Recuerda como hace tiempo, cuando llamaba a la puerta un testigo de Jehová, no se le abría: tal vez aún suceda lo mismo. Pero él admira ese ánimo decidido en una mujeres, madre, hija y nieta seguramente, que vencen lo que piensa que debe ser natural timidez. La palabra de Dios las hace decididas. Apelará el hombre del Prado a su religiosidad teñida de agnosticismo, y cuando ellas acuden a aquello tan socorrido de "basta mirar este hermoso día para comprender la existencia de Dios" él las contestará con aquella frase que aprendió hace poco de un comentariode Luri en esta web: se trata, señoras, de la visión arrobada de la belleza transeúnte. Estaban detenidos frente a un colegio público cuyos patios estaban desiertos, como la calle. Impaciente Goyerri ha optado por seguir su camino en busca del lugar en que alivia su necesidad física cada mañana. Tengo que irme, les ha dicho, él no espera. Que guapo es. Si, señora. es muy guapo. Se han despedido entre sinceras sonrisas, embargados por la dulzura del día y de los cuatro, que se ha derramado cuando han optado por charlar en medio de la obviedad de lo inútil. Sean felices, les ha deseado el hombre del Prado. Y usted, y su perrito.

Poco después, en el acantilado, ha vuelto a pensar en Ático: ahora lo tiene detenido en medio de una cena en la que se habla de él y de La Vida de Ático que ha escrito Cornelio Nepote. No escucha, no oye, solo piensa en si mismo y en la premonición de su muerte, o es un augurio negro, no lo sabe bien. Está en una encrucijada al final de su vida, querría conocerse: ¿Pecado? ¿Contrición? ¿Penitencia?

lunes, mayo 19, 2008

sábado, mayo 10, 2008

A las ocho de la mañana, lloviendo.



¿Cómo estás? Estoy bien, aquí, como siempre. Este aquí no es un lugar; aquí no es el sitio en que se habita sino la inmovilidad que le habita. Podría estar en el mismo aquí en otro lugar. Todo hombre, igual que el caracol con su concha, traslada su aquí a cuestas, residenciado en un lugar recóndito de la mente, que debe ser el acogedor refugio del simismo. Aquí es en sí.

Pero ¿como estás? No parece que le fatigue la eternidad en la que viene viviendo, hace por lo menos 3.000 años. La pasta de pintura que le aplicaron en su tiempo de nacimiento entre las manos de un artesano se ha agrietado en algunas zonas, en otras aparece oscurecida por un algo de suciedad que es intocable; se trata de ligeras veladuras que tienden al gris, dotadas de la transparencia necesaria para permitir adivinar su fondo original, igual que pecados de la superficie.

¿Pero como estás? ¿Qué miras? Mira al vacío. No se puede concretar el vacío, tampoco es un lugar ni el interior de un lugar; no se trata de un agujero que nada contiene y eso es imposible, ya que contendría sus límites, el interior de los mismos, los muros de su cárcel. Mira al vacío: ese vacío que puede ser nombrado no existe en realidad, ¿a que darle entonces un nombre especial? Nada sería suficiente, una amplitud genérica de nada, reducida a una voz que no quiere decir cosa alguna. Siempre ha pensado que es un error decir no tengo nada cuando se debiera usar, mejor, el tengo nada o más aún el no tengo seguido de un silencio, cuan largo se quiera este, o corto, o el simple silencio de una pausa para respirar ante el probable asombro a constreñir el pensamiento en nada. ¿Podría entonces diluirse un hombre si fuera capaz de entra
en esa situación?

¿Pero como estás? ¿Qué miras? No miro. ¿Qué ves? No veo. ¿Eres ciego? No. También se suele preguntar ¿estás ciego? y esta es otra situación que atañe a la irresponsabilidad de no ver. Quien no ve a su alrededor por su propia voluntad se niega a los acontecimientos. Es la indiferencia. No está ciego, sin embargo, ni es ciego, sino es que en su naturaleza no cabe la mirada, ni la visión. ¿Que puede hacerle contemplar las cosas a un trozo de madera?

Un rechazo absoluto, no es un trozo de madera. Sus ojos almendrados, dibujados por un trazo seguro de color negro, son bellos, muy bellos. Grandes, muy grandes. En su hermosura, piensa el Hombre del Prado, lo son más que la Gioconda, obra esta en la que nunca ha entrado. Se trata de entrar en ella para apreciar la belleza. Si no se entra no está. Es el desocultamiento de las cosas, cuando por motivos que se desconocen, apelan al sentido de uno y le ofrecen sentir algo por ellas. El cuerpo de la amada se desoculta en su desnudez y reclama la entrega de todo sentido. Ahora es lo único, no hay más. Ciérranse los muros de la cárcel por el suave tacto de una caricia.

No es un trozo de madera. Su nariz, breve, lineal, se abre en dos aletas que se curvan hacia dentro: diríase que respira igual que se diría que mira y que está viendo. Es una ilusión. Viendo y respirando, sus labios carnosos se mantienen cerrados, no clausurados, no fuertemente apretados, sino ligeramente posados el uno junto al otro, el uno sobre el otro, el otro bajo el uno. Dibujan una ligera sonrisa, un aire de tristeza. Probablemente el artesano no sabía que tenía en sus manos y en sus herramientas cargada la tristeza. O era todo tristeza a su alrededor. O simplemente estuvo triste el día que compuso una forma que habría de repetir decenas o cientos de veces a lo largo de su vida de tallador de madera. Debería haber conseguido un efecto de impavidez, haber dibujado lo inexpresivo. Hay gentes que lo consiguen con ellos mismos, nada expresan cuando miran, han conseguido, en la contención, la pérdida de la humanidad ofrecida al otro, la expresión, el gesto. No entregan, nada, otra vez nada. Mirada y gesto vacío les alejan, ocultándolos: un árbol entre árboles, una gota de agua entre la inmensidad de gotas.

Arrebatado el tocado, esta cara es simplemente un prisma triangular de caras curvadas y en ellas, otra vez conviene volver al artesano, se contiene una carne llena y muelle, que no está. No es imaginación que está madera sea de carne adolescente o joven. Es una transmutación fruto de la mirada del espectador. Puede imaginar lo placentero que sería acariciar la carne, la piel, el latido de la vida, sentir el aliento vital que era el alma, un algo inexplicable que llenaba el interior de la sustancia, formada por átomos. Hay, decían, todo tipo de átomos: los unos son para una cosa y los otros para otra, cada átomo tiene un lugar destinado en el cuerpo, así dispuesto por la naturaleza. En el fondo estaban describiendo a las células. Pero ahora, sentado frente a frente, solos los dos, la pequeña cabeza de madera y quien escribe esto, mientras fuera llueve con caudalosa intensidad, no piensa en células sino en una caricia imposible. Trataría de alargar la mano y con la punta de los dedos, a la manera de Miguel Angel, producir la vida trasladando el aliento a su vasija.

En una colección de poemas de amor que figura en el Papiro Harris 500, se lee:

Los dioses que existieron antaño yacen en sus tumbas,
los dichosos transfigurados también,
enterrados en sus tumbas, (y sin embargo)
quienes construyeron capillas no tienen un lugar.
¿Qué ha sido de ellos?


Fuera sigue lloviendo en esta hora temprana del día. Cuando deje de escribir estas líneas volverá a preguntarle: ¿cómo estás? ¿quien te hizo?




lunes, mayo 05, 2008

El goce de la vida. El sentimiento de la muerte.

Es primavera. Los manzanos del jardín se abren para los frutos y para nuestra mirada.

No es el silencio exterior el que importa, por el que vuelan vencejos y su visión a través de la ventana sobre vuela a su vez un zumbido familiar: cuecen legumbres en la cocina. Es el silencio de dentro, un espacio habitado por largos vacíos en los que no se piensa nada o en los que nada de lo que se piensa llega a calar en lo consciente y pasan, pensamientos o imágenes, como una película de cine mudo vista por entre las nieblas de la somnolencia. Ahí se habita con una comodidad entrañable y aquello que en un tiempo se pudo tomar por desesperación o nada -buen título para un ensayo sobre lo existencial- es hoy riqueza: así se ha descubierto. Se convive con él y esta afirmación se deja en lo escrito aunque no es cierta, pues el escribir ajusta las cosas a su realidad y las circunda de duda primero y finalmente de hallazgo: se vive en silencio. Nada se piensa, nada se dice, nada se escribe.

Así pues se está preparado ya para lo que venga. Ya no cabe hablar de impresiones o de intuición, sino de certezas, porque el silencio este del que se escribe es un hecho que viene durando días y durante ellos novela y blog han estado desiertos de su presencia. Nada que decir, ¿a que hablar pues? Los hechos que se han ido encadenando forman una cadena que se difumina, y es el difuminarse lejanía aunque sean tan sólo un par de semanas, o solamente horas. ¿Cómo pueden alejarse tanto las cosas que han sucedido hace solamente un aliento de la respiración? ¿Y cómo puede suceder que esto no asuste?

Ha sido una sensación interior, la ausencia del impulso. Se acercaba al blog y lo abría; el ratón se paralizaba, o lo hacía su mano, o era la voluntad, cualquiera que fuera la causa en una escala que se iniciaba, se inicia, en el mismo rechazo a escribir lo que no se tiene, las palabras y más aún que ellas, más allá de las palabras, las ideas. "Las palabras son caritativas: su frágil realidad nos engaña y nos consuela", escribe Cioran. Hablará más de este autor en el post que ahora se está desenvolviendo, como de cosas contenidas en un paquete de mano; hablará más de Cioran, porque se ha topado con él, al que tenía abandonado como se tiene a un amigo al que no se acude nunca por desidia. Lo cierto es que ante el recuadro en blanco de la pantalla donde deben ir, no las palabras, sino un contenido que tenga, cuando menos, una cierta enjundia, algo dentro se paralizaba y era más que pereza, que a primera vista pudiera parecer, desaliento.

¿Desaliento porqué? Llegado a la vacuidad, el vacío, que no puede ser sino indiferencia, no entraba en pensamientos de frustración sino antes bien en una extraña y hasta jubilosa serenidad. Simplemente, no tenía nada que escribir, y ante la realidad de que este blog recibe visitas que se han ido espaciando con el tiempo, porque los posts se han ido espaciando, sentía solamente un cierto sentimiento de vergüenza, negándose a abandonar esa cordial rutina del conocimiento de gentes amables. Venía a resumir que esa era la naturaleza del desaliento, el abandono de amigos, el faltar a la cita. no solamente el dejar de recibir visita sino también el no acudir a ellos en sus sitios. Pero más grave sería, pensaba, acudir a una cita acordada sin los deberes hechos, sin las palabras preparadas, las frases dispuestas y lo más importante, las ideas concebidas. Pero, frente a esta situación que le contrariaba, aparecía, sí, una jubilosa sensación de libertad que podría resumirse en un sentimiento: por primera vez en muchos tiempo no tenía nada que decir, y por encima de todo: esto no era importante.

Un viejo conocido, sentencioso y de parsimonioso hablar, con la arrogancia a cuestas del que tantas cosas sabe o de tantas opina, solía decirle a menudo que cuanto más envejecía, más entendía las cosas (dicho así: en plural y con aspiración de Todo) y mejor se acomodaba al conocimiento de ellas. En una terraza de Piazza Nabona, un día gélido de enero, al mediodía, tomando una copa de vino blanco le dijo de repente que las sociedades avanzadas habían llegado al fin a la conclusión de que historia y filosofía habían alcanzado su destino total y ya poco quedaba por escribirse ante el futuro, ni siquiera este sería escribible sino a través de una sentencia repetida en el tiempo, colocada sobre el quicio de la curiosidad: "a partir de aquí todo es repetición" Bien podía ser, se dijo el Hombre del Prado, aún cuando tenía la impresión de haber leído en otros de antes, preocupados al fin por lo mismo, la misma intuición. Todo es repetición, de hoy en adelante.

Hace solamente unos días, visitando una librería recién abierta en un centro comercial, topó en un bien provisto rincón de filosofía y sociología con cuatro o cinco volúmenes de Cioran. Pensó en regalarle uno a David, ahora que parece que le preocupan, con moderado interés, estas cosas y escogió entre todos el más sencillo tal vez, para adentrarse en el escritor rumano, un resumen de varios textos, apenas 175 páginas, prologadas por Savater: Adiós a la filosofía y otros textos. Por Cioran siente desde hace años un afecto amigable y una admiración silenciosa. Siente debilidad por la lucidez apasionada y eso es lo que le parece el rumano, un lúcido rebosante de pasión. Es la misma impresión que siente frente a Camus; tiene la impresión que se trata de escritores que al leerlos están allí y son ellos en persona los que, palabra a palabra, no teorizan una clase sino que emiten una opinión con el fervor de los desolados. ¿Desolados porqué?, se pregunta cuando le sucede, y debe reconocer que no lo sabe; tal vez adivine en las líneas que lee una desolación que es más bien personal del lector. Y aún a sí, aceptado el hecho, convendría preguntarse a uno mismo: ¿Desolación? ¿Porqué?

Lo cierto es que al llegar a casa abrió el libro para darle una mirada superficial y al poco estaba embebido en él, marcando líneas, anotando en las páginas de respeto, como es su costumbre, cuanto le llama la atención, a modo de apuntes. Releer, siempre lo ha dicho, es una forma de leer de nuevo, de partir de cero, de ser de nuevo él con el libro, como si se tratara de dos desconocidos, apenas presentados en un tiempo anterior. De cuanto allí estaba escrito (Breviario de Podredumbre) poco recordaba, o nada, salvo que lo leído anteriormente debía haber servido para crear en él la imagen del escritor y para dotarle de un mayor escepticismo frente a la fe anterior en cualquier cosa.

Leyó:

El abismo de dos mundos incomunicables se abre entre el hombre que tiene el sentimiento de la muerte y el que no lo tiene; sin embargo, los dos mueren; pero uno ignora su muerte, el otro la sabe; el uno no muere más que un instante, el otro no cesa de morir... Su condición común les coloca precisamente en las antípodas el uno del otro; en los dos extremos y en el interior de una misma definición; inconciliables sufren el mismo destino... El uno vive como si fuera eterno: el otro piensa continuamente su eternidad y la niega en cada pensamiento.


No fue esta lectura la que cerró el círculo en que venía tratando de aprender algo sobre el todo., pero si acomodó una especie de clave, un mecanismo de relojería que hizo clic y puso en marcha, no una maquinaría compleja hecha de pensamientos y de certezas, sino una simple rueda que giraba en el vacío. Estaba en el jardín y amenazaba lluvia y amaba aquel momento de manera entrañable, aquella improvisación hojeando un libro que había comprado con otro destino que el leerlo, era para regalar. En la vida, los instantes tienen, en su fugacidad, un calado providencial. Pensando después en el momento aquel vino a bromear consigo mismo, comparando aquella experiencia de la lectura del párrafo con la luz que tira a Saulo del caballo. Sintió que había atravesado el desierto, que era otro hombre en otra vida, y las palabras, las frágiles palabras que dan cuerpo a las certidumbres se disolvieron en el aire como volutas de humo. Nada importa, pensó después, el saber bien poco acerca de todo, o de casi todo. ¿A que responder al famoso quiensoy-dedondevengo-dondevoy? La vida carece de objetivo, ningún destino la contiene, ¿a santo de que enaltecerla tanto? "como si la materia fuera un escándalo en el seno de la nada" escribe Cioran. Un físico de quien no recuerda el nombre dijo en cierta ocasión que la vida no era sino una propiedad de la materia. Cioran afirma que cruzarse de brazos o sacar la espada son gestos igualmente vanos. Nada es más relativo que la necesidad de creer.

Rompió a llover torrencialmente y caminó para refugiarse en la casa. Sentía la camisa mojada sobre la piel como un baño bautismal, una especie de retorno a la pila purificadora. Guardó la sensación para sí sabiéndole un significado. Fue por entonces cuando entendió la vacuidad y su importancia. El goce de la vida y el sentimiento de la muerte, íntimamente uno, la misma cosa al fin; la única posibilidad de percibir el progreso es vivir hacia la muerte, o vivir muriendo. Uno solo consigo, ignorante por haber querido saber, por haberlo intentado, siente a las aguas de la lluvia como un baño original y querría volverse a los dioses allá arriba y pedirles la devolución de todos sus pecados.