domingo, enero 29, 2006

Guía para estar en el bosque - 2

No olvides al entrar en el bosque que él no te necesita. Despójate de tu importancia. Siente tu pequeñez. Disfruta de tus encuentros. Vive el tiempo que corre. Cada paseo por él será único y al mismo tiempo nada.

sábado, enero 28, 2006

De perros y de personas. Todo lo que yo sé.

Pasear con mi amigo el perro es una actividad enriquecedora. Él y yo nos necesitamos en silencio, de vez en cuando constatmos que estamos, siempre cerca el uno del otro y con eso nos basta. No necesitamos hablarnos continuamente ni intercambiar impresiones acerca de como están las cosas, las cosas en abstracto que son generalmente todas las cosas que están mal.
Además, mi amigo el perro, tiene una enorme capacidad para hacerse querer por las personas que pasan junto a él. Lo contrario que yo. Les saca una sonrisa, una caricia. sabe camelárselos; cuando les ve llegar acorta el paso y casi se para, le mira con descaro suficiente y con discreción mueve su cola. Si pasan por su lado sin decirle nada, les sigue girando su cabeza y fijando en ellos la mirada húmeda que, viéndola de cerca, es irresistible. Cuando ya han pasado, da uno o dos pasos tras ellos y si antes no le han dicho nada, entonces no pueden resistir la sugestión. Me miran y sonríen: "se vendría conmigo" me dicen y yo asiento. "Si, con cualquiera que sea cariñoso" digo por decir. Y ya somos amigos. Hablamos un rato de perros y de personas y nos contamos algunas interioridades que tienen siempre que ver con la debilidad que sentimos por ellos. "·Todos son iguales" decimos. "Acaban por conseguir lo que quieren. Se te meten en el corazón". Y cuando nos separamos, el nuevo amigo se despide de mi amigo el perro el último, llamándole por su nombre. "Adios, Goyerri -se llama Goyerri- guapo". Y me pregunto, ¿que nos pasa con los perros que no nos pasa con las personas?

Todo lo que yo sé

De repente me pregunta "¿Qué pasará con todo lo que yo se cuando me muera?" Y añade "¿se lo ha preguntado usted alguna vez?" Este tipo corpulento, tocando la setentena, de algo más de metro setenta y cabello cano, es un alemán de Hamburgo que pasea a un terrier blanco de quince meses, macho, juguetón y cariñoso. Le he conocido bajo la lluvia esta mañana, hablando de perros. El perro, me ha dicho, es de su hija, y ella no le permite educarlo, solamente sacarlo a pasear. De charlar sobre nuestros perros hemos derivado a la suma de conocimiento que se contiene en el universo. "Lo que se conoce, a través de Internet, y lo que se conoce por propia reflexión, es la enorme suma de conocimiento que está fragmentado por personas, por cerebros. ¿Cómo se va a perder por el simple hecho de que yo me muera?" Y ha añadido "alquien ha descubierto que eso no va a pasar" Se refería a una mujer de la que solamente a él he oido referencias: "americana, de unos cuarenta años, una mezcla de matemática, física y filósofa -me ha dicho - que ha llegado a saber que todo lo que usted sabe, guarda en su cerebro, todo, se registra, si, se registra, como en un inmenso cedé, como se ha registrado todo lo que sabía su padre, y su abuelo, y el de todos, ¿lo entiende? Ahí irá a parar todo lo que usted sabe, el día en que se muera". "¿Y la conciencia?" le he preguntado. "¿Ah, ¿qué es la conciencia? ¿Tienen conciencia las plantas? ¿Y los animales?" Mi amigo el perro se alejaba cansado de una charla que nio le interesaba lo más mínimo. He de decir que mi interlocutor, en ningún momento, le ha hecho la más mínima caricia, y mi amigo Goyerri lleva eso muy mal. Es rencoroso con aquellos que no le muestran afecto. Me pregunto si el cedé guardará un espacio para guardar todo lo que mi amigo el perro ha aprendido en diez años de vida.

Me he alejado con la excusa de seguir el paseo. "Nos veremos, me ha dicho, me gustará seguir hablando con usted" . Tal vez sea así. Tal vez no. Es lo que tienen estas amistades de perros, que son frágiles y ocasionales.

Pero me he ido pensando. La lluvia empapaba mi impermeable y mojaba los cristales de mis gafas. Me gusta que llueva, paseo y pienso y parece que el mal tiempo me aisla en una atmósfera de nostalgia que además de impersonal es protectora. Me he ido pensando en que este buen alemán tenía razón en una cosa: muchas veces me he preguntado quejumbrosamente acerca del destino de todo aquello que he ido sabiendo. Lo del cedé universal lo archivo en el cajón de los esoterismo: nunca lo abro. Pero con respecto al destino de "todo lo que yo se" la cosa cambia. Hoy, he dado con la respuesta. No existe lugar, solamente vanidad. Todo lo que yo se está en el mundo, a mi alrededor, a disposición de todo el mundo. Todo lo que yo se es todo lo que he leido, todo lo que he hablado, todo lo que he visto, todo lo que he escuchado, todo lo que he aprendido, todo lo que he olvidado, todo lo que he vivido y todo lo que he desvivido. Y todo todo todo, está a disposición de todos. Nada de lo que yo se es original, salvo yo y esa certidumbre final ni siquiera ha sido conclusión mía, sino de Ana. Al volver a casa y contarle el encuentro, me ha dicho: "claro, todo lo que has aprendido se resume en ti!" Y se ha inclinando para dar la bienvenida a mi amigo Goyerri que volvía calado por la lluvia, y movía el ramo por la alegría de estar de nuevo en su hogar.

viernes, enero 27, 2006

Primera Guía



Cuando se llega al bosque, aún sin entrar en él, en la linde, separados del muro de árboles unos metros, el viajero inexperto debe repasar el equipaje que lleva. No basta con las justas vituallas para una corta excursión (siempre excesivas) guardadas cuidadosamente en la mochila o macuto, ni basta el plano y la brújula, el chubasquero, el bastón con punta de hierro, un buen calzado, gorra de visera para el sol, teléfono móvil y cuantas cosas más se hayan podido ocurrir a la hora de preparar la salida al camino.
El viajero inexperto deberá cuidar de llevar las justas nostalgías, un frasco de melancolía, unas cuantas preguntas sin formular y un ánimo solitario. Deberá vaciar, a ser posible, esa parte de la conciencia en la que bulle el resentimiento o la excesiva esperanza y también extraer con cuidado, para que no quede herida, cualquier idea preconcebida que pueda llegar a coniderar verdad absoluta.
El viajero inexperto que va a moverse por este bosque, debe saber que no se trata de un paseo por la ciudad en la que abunda la gente desconocida, la mejor de las gentes sin duda, y los establecimientos en los que nos ofrecen comodidad y buen trato. No es lo mismo la senda del bosque que se prepara a penetrar. Esta senda está vacía de vida comparable a la nuestra y la pueblan ruidos y sensaciones, silencios y soledades.
El viajero inexperto al que me dirijo, está frente al bosque y se pregunta si debe seguir, si debe cruzar la barrera de árboles, si realmente ha llegado hasta allí para adentrarse en ese laberinto en cuesta de luces y sombras. Y si es realmente inexperto y por lo tanto ingenuo, dará media vuelta, buscará un bar cercano y pedirá un café con leche y bollos, mientras mira la calle del pueblo animándose de vida.
Si alguien le pregunta que hace allí, le contestará con seguridad que ha salido para darse una vuelta por el bosque, pero que parece que amenaza lluvia y será mejor volver a casa. Aunque luzca un sol por el este que alegre el corazón.

jueves, enero 26, 2006

Atardece...


Con las alas de Mercurio en los pies.
Con las alas de Pegaso.
Ícaros suspendidos en el aire.
El tiempo detenido.
Un instante convertido en infinito.
Pueden ir a donde quieran.
Nunca se han de mover del salto en la viñeta.
El milagro del espejo.
Los mágicos cristales de la alquimia.
Hop...

miércoles, enero 25, 2006

El círculo impenetrable



La magia del bosque está en su realidad. Es lo asombroso, lo que no deja lugar a dudas y por eso nos maravilla. No hay que acudir a ensoñaciones, a falsedades, a palabras hechas de azucar. Lo mágico es real y lo real es mágico. Dentro nuestro está el comprenderlo. Allá, en los lindes del prado, los primeros árboles nos muestran su lado más hosco bajo una nevada intensa. No nos quieren. Parecen guerreros sombríos. En su mágica apariencia han soportado una nevada intensa y sus ramas crujen y ceden bajo el peso de masas de nieve. Están cansados, con la fatiga del combate por sobrevivir. Algunas ramas ya han cedido y astillas afiladas muestran sus rotos doloridos. Ahí están, en formación de derrota. Los árboles no huyen, mueren en su lugar, sobre sus raices. En el círculo mágico el viento armoniza un gemido. Viene de lejos y va más lejos todavía. Se gime sin sentido, sin destino, se gime por sentir el dolor en la misma entraña. Y ahí estamos nosotros, queríamos entrar y repentinamente la nieve nos aisla del bosque y nos sitúa en medio de un círculo mágico de viejos sacerdotes vencidos por la historia. Afiladas armas de madera nos aguardan. Detrás está nuestro bosque de cada día.
Sabemos también, sabemos tantas cosas, que si conseguimos cruzar la línea, esa vanguardia intensa, nos ha de acoger una espesura conocida, pero aún sabiéndolo, nos detenemos en el centro del claro. "¿Qué quereis de mis? ¿Qué me haréis si me acerco? ¿tenderéis vuestras ramas para agogerme? ¿Encontraré un abrazo? ¿O será por el contrario una barrera infranqueable? ¿Oiré vuestras voces hostiles exigiendo mi huida?" Preguntamos por preguntar, une nemigo es siempre un enemigo aún cuando no sepamos porqué. Un enemigo es alguien en quien nos reconocemos. En cada ser humano convive el enemigo. ¿Cómo vencerle? Y ¿cómo saber quien de los dos es el bueno? Al cabo, reconoceré en el círculo hostil de árboles nevados a los guerreros de la vida. Les he conocido siempre airados, negandome la sonrisa, ofreciéndome la incomprensión a las palabras. Y solitario sé que somos el mismo grito y la misma amenaza, y que nos vemos igual.
Desanimado en el claro del bosque espero que el círculo de árboles me muestre su lado menos sombrío. Anochece y hoy tampoco será. Volveré sobre mis pasos para abandonar el círculo blanco de frío y soledad. Hoy el bosque no ha sido lo que esperaba. No he encontrado el refugio. Mañana volveré. Seré más convincente. Trataré de decirles que les amo.

lunes, enero 23, 2006

La senda que no es.




Vaya donde vaya este sendero, estás bien seguro de que no has de cogerlo, no es el tuyo. No puedes reconocer nada en él. Ni la pendiente, ni los árboles que la bordean, ni la masa boscosa que asciende por la ladera, ni el talud de tierra abierto por la excavadora, ni las rodadas de los vehículos de los leñadores, ni las rocas, las piedras, las pisadas. Pasó alguien en sentido contrario, pero no eras tú. Reparas de improviso que no reconoces tus pisadas, no sabes como son tus suelas, que tipo de dibujo tienen, como marcan tu identidad. ¿Cómo puedes ignorar de que pié calzas? ¿Cual es tu huella? Sombra, nombre y huella, decían los egipcios que componían la identidad del hombre. Este que ha subido hace un tiempo, no eras tú, era otro. ¿Donde iría si en el camino de retorno no te has cruzado con él? ¿Quien es el que al atardecer sube a la montaña por el interior del bosque? Mioras hacia el cielo y sabes que si sigue subiendo le alcanzará la noche. El si debe conocer los caminos y debe tener un destino seguro. Donde quiera que vaya, va. Tú no. Sabes que hay muchos senderos que se cruzan y entrecruzan y que son realmente curvas diversas de una misma línea que se quiebra, busca, vuelve sobre si misma y se da la espalda. Pues bien, no has de coger ese sendero que no hará otra cosa que mentirte. Y cuando le des la espalda y sigas perdido, pensarás que a lo mejor te has equivocado y si que era aquel el camino. Y ahora ¿cómo volver a él? Ya es tarde y también a ti te ha de alcanzar la noche. Perdido como estás no te queda sino acelerar el paso.

Una metáfora: la bóveda infinita y la del Panteón.

Levantamos la mirada y alcanzamos la visión de la inmensa bóveda acotada por las copas de los árboles. Los bloques vegetales componen un mosaico sobre el azul que se extiende arriba con vocación de infinito. Hemos visto maravillas, somos gente de mundo, guardamos en el fondo impreciso del iris de nuestros ojos visiones que nunca se borrarán. Mágica fotografía la del recuerdo. Con el tiempo gana actualidad y cercanía. Imprecisa al principio, desgajada del sueño y de la incertidumbre para ir componiendo una figura de geometría palpable. Toda figura es esencia de algo. Toda figura resume una caligrafía que hay que leer, a veces trabajosamente, a veces con ligera alegría y facilidad. He ahí que podemos recomponer el mensaje y está, claramente, escrito en nuestro cielo interior. "Yo se lo que quieres decir, nada más verte" y dejamos que sea el rumor de la montaña el que subraye. En el bosque hablamos solos y vemos solos y fabulamos en soledad asombrosas compañías. Asombrosa la forma, el vacío, el óculo abierto por el cual bajaran deidades a reposar con nosotros. Si llueve las aguas sobrantes se deslizarán por el marmol hasta alcanzar unos mínimos agujeros en el suelo, y por ellos, en sentido circular y acelerado, brillarán mientras desaparecen. Estas aguas vertientes son las mismas que precisarán en días de lluvia una geometría asombrosa. Toda figura es esencia de algo y ésta que vemos entre nubes, destila a los dioses que ajenos a los hombres no se ocupan de ellos. Que gran desasosiego sentarse junto al musgo del norte y dejar la mirada sobre ramas de pino salpicadas de acebo. En toda belleza subyace algo impuro.

Llueve como si nada


Cuando todo es silencio permanece el sonido como inmóvil, detenido en su continuidad, pleno de levedad como la de las hojas acariciadas por el viento, la fina llovizna de gotas que se cuelgan de las ramas y resbalan por ellas llenándolas de lineas de brillo y de sombras, como si se trataran del propio Apeles descubriendo la sombra. El silencio de la vida está lleno de compañía. Gracias al silencio oímos el ruido de las cosas; las voces de la lejanía. La vida se mete de rondón y es sonidos. Se deslizan ofreciendo su cara más amable. Al fin tenemos compañía. Camino por la ladera inclinada que llaman Aguas Vertientes. Regatos, arroyos miserables, atrevidos torrentes, pasan de mi. Por ellos sé de la existencia del valle. Llueve, llueve, llovizna sobre la tela roja de mi chubasquero. El sendero que me llevará hasta mi casa me aleja de mi mismo otra vez. Un corzo olerá mis huellas. O un empapado jabalí. Ninguno de ellos sabrá de mi, de mi nombre y afectos. Y sin embargo hay que volver antes de que caiga la noche.

Desde dentro del bosque

Desde fuera el bosque parece inaccesible. Los árboles forman una muralla compacta que crece hacia lo alto y sus copas, escalonadas, acaban escondiéndose en una niebla gris y espesa que fluye y flota a través de las ramas. Se diría que no hay solución de continuidad y todo es uno. Brilla frío y húmedo el aire y dibuja claroscuros. No se ve la cumbre de la montaña, allí donde la suave curva horizontal llega al punto más alto de su progresión. En la cima, en los días claros, se ve mirando con prismáticos el hito geodésico. Abrupta y hosca, una masa de rocas encaramadas las unas sobre las otras, amontonadas como borbotones, revientan la cobertura de los árboles. Allí anidan las cornejas, tienen un dormidero y en verano, al caer la tarde, se las ve en un juego desenfrenado, recogiéndose en silencio y segundos después saliendo de entre el ramaje y volando en círculos, graznando con su voz desagradable, para volver a recogerse y volver a salir, y así hasta que la luz se pone de grises y violetas. Hay muchas y allí duermen cada noche. Al bosque se entra por senderos que suben en rampas de pendientes pronunciadas. Desde la carretera que discurre bajo los árboles, donde en los meses de marzo y abril se amontonan los troncos cortados por los leñadores de la serrería, liberados de ramas y raíces, tiesos y rectos como lápices de veinte y tantos metros, salen senderos que apenas se adivinan: el arcén parece ensancharse y se transforma en senda que asciende. Hay que estar encima de ella para verla con claridad. A veces, han dibujado en un tronco, sobre ella, dos líneas blancas y una roja: conduce a un lugar que tiene varios nombres y varias localizaciones, según quien te lo cuente. Hay maneras de ver las cosas de fuera desde dentro del bosque: adivinarlas, redibujar contornos incompletos entre vistos entre los huecos que dejan libres los árboles, sacarlas de la memoria y recordarlas tal como eran cuando las conocimos, sin reparar en el paso del tiempo y, al fin, inventarlas. Todo menos permanecer ciego. Sin tener un mapa de caminos, senderos, arroyos, peñas y laderas, todo bosque es igual a si mismo y a los demás bosques que desconocemos. Todo bosque es "la selva oscura" del poeta. Desconocer el bosque es conocerlos todos. No hay terror que nos sea ajeno. Cruje la madera y es el ánimo el que se desmorona. Buscaremos un rincón al abrigo, entre peñas, para meter el cuerpo y guardarlo. Noche y sueño son una misma cosa: el hogar deseado. Por todo ello, es probable, sabemos que más allá de la última línea de árboles, desciende el valle verde de pastos hacia el río. Y luce el sol.