lunes, enero 23, 2006

Desde dentro del bosque

Desde fuera el bosque parece inaccesible. Los árboles forman una muralla compacta que crece hacia lo alto y sus copas, escalonadas, acaban escondiéndose en una niebla gris y espesa que fluye y flota a través de las ramas. Se diría que no hay solución de continuidad y todo es uno. Brilla frío y húmedo el aire y dibuja claroscuros. No se ve la cumbre de la montaña, allí donde la suave curva horizontal llega al punto más alto de su progresión. En la cima, en los días claros, se ve mirando con prismáticos el hito geodésico. Abrupta y hosca, una masa de rocas encaramadas las unas sobre las otras, amontonadas como borbotones, revientan la cobertura de los árboles. Allí anidan las cornejas, tienen un dormidero y en verano, al caer la tarde, se las ve en un juego desenfrenado, recogiéndose en silencio y segundos después saliendo de entre el ramaje y volando en círculos, graznando con su voz desagradable, para volver a recogerse y volver a salir, y así hasta que la luz se pone de grises y violetas. Hay muchas y allí duermen cada noche. Al bosque se entra por senderos que suben en rampas de pendientes pronunciadas. Desde la carretera que discurre bajo los árboles, donde en los meses de marzo y abril se amontonan los troncos cortados por los leñadores de la serrería, liberados de ramas y raíces, tiesos y rectos como lápices de veinte y tantos metros, salen senderos que apenas se adivinan: el arcén parece ensancharse y se transforma en senda que asciende. Hay que estar encima de ella para verla con claridad. A veces, han dibujado en un tronco, sobre ella, dos líneas blancas y una roja: conduce a un lugar que tiene varios nombres y varias localizaciones, según quien te lo cuente. Hay maneras de ver las cosas de fuera desde dentro del bosque: adivinarlas, redibujar contornos incompletos entre vistos entre los huecos que dejan libres los árboles, sacarlas de la memoria y recordarlas tal como eran cuando las conocimos, sin reparar en el paso del tiempo y, al fin, inventarlas. Todo menos permanecer ciego. Sin tener un mapa de caminos, senderos, arroyos, peñas y laderas, todo bosque es igual a si mismo y a los demás bosques que desconocemos. Todo bosque es "la selva oscura" del poeta. Desconocer el bosque es conocerlos todos. No hay terror que nos sea ajeno. Cruje la madera y es el ánimo el que se desmorona. Buscaremos un rincón al abrigo, entre peñas, para meter el cuerpo y guardarlo. Noche y sueño son una misma cosa: el hogar deseado. Por todo ello, es probable, sabemos que más allá de la última línea de árboles, desciende el valle verde de pastos hacia el río. Y luce el sol.

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