martes, marzo 24, 2009

Es lo que hay.


No hay programa previsto sino esperar. Nada es el tiempo, lo diluye todo: es pues el gran diluidor; si es que es algo, un espacio en el que todo se va borrando mientras dura una presencia que parece sólida. La solidez de la piedra. La solidez del sonido. La de la visión. Todo lo que se ve es tránsito. Es lo que es, o es lo que hay, al decir coloquial. Podríamos hablar de la indecisión, el Hombre del Prado cree que vivir es lo indeciso, lo indecidido, lo que se ha decidido, lo que muestra que podía haber sido mejor, o peor. La indecisión del ir, mientras los acontecimientos van siguiendo en su solidez camino propio. Cuando algo se ha decidido ya no es. Lo terrible del ayer es que es tan inmediato que parece que puede tomarse en la mano y corregirlo.

Es lo que hay. El viejo amigo de trece años se va. Ya no pasea. Parece que no puede con su alma y anda despaciosamente de un lado para otro. Nada le duele, no hay pues sufrimiento. Observa a su alrededor lo que sucede y quiere unirse a ello, va y viene. Se tumba en una alfombra, o sobre las losas frías. De vez en cuando suspira, o gime con algo que parece un maullido; pero no es el dolor ese gemido, sino lo que parece un abandono resignado. Sale al jardín y da una vuelta en busca de un lugar que le acomode para su necesidad. Hace días que no va al bosque, ni se acerca. Cincuenta cien metros camina a lo sumo, por la calle; los árboles quedan lejos y los elude. Da media vuelta y espera que el Hombre del Prado le comprenda y haga lo mismo. Entonces trota un poco, sacando el gesto de un ánimo que decae. Vuelve a la casa. Sube las escaleras de la entrada con lentitud parsimoniosa, recreándose en el esfuerzo. Llega a lo alto. Duerme por la noche inquieto, se despierta, se acerca a su amigo que duerme cerca y da con la pata en el cobertor. Hay que salir al jardín, donde camina sin rumbo. Vuelve a entrar mientras la noche es todo. A veces amanece y la luna se retira. Hace frío, pero no mucho. Apenas come. Bocaditos preparados con esmero de pollo, bolitas de arroz que apenas digiere, algunas exquisiteces; no importa que puedan hacerle daño a su maltrecho hígado: las disfruta. Después de la cena sube al sofá, entre Ana y el Hombre del prado, y se arrebuja. Extiende la cabeza, de peso tan leve que se diría que es siempre una caricia, y lame la mano más cercana. Luego dormita y ronca, con la misma levedad.

Conviene, por el bien del alma, apurar esta última compañía.

domingo, marzo 08, 2009

Un optimista sin esperanza.

Pues, de lo terrible
lo bello no es más que ese grado
que aún soportamos. Y si lo admiramos
es porque en su calma desdeña destruirnos.

Rilke: Elegias de Duino. Primera Elegia

Por el azar que tanto gustaba a Francis Bacon el último post terminaba con estos cuatro versos de Rilke. Siempre se han guardado en la memoria del Hombre del Prado a partir de su primera lectura, cuando debía contar diecisiete o dieciocho años. Si las palabras quedan tan grabadas que llegan a ser parte indeleble de uno mismo de por vida, será por algo.

Hace unos días, en el Museo del Prado, visitó la exposición de Bacon. Visitar es una palabra estúpida cuando se aplica a un recorrido a lo largo de las sesenta o setenta pinturas que allí están reunidas, rodeadas por el halo del susurrar de los que a ellas se enfrentan. Esta palabra es más significante, y significativa, y apropiada: enfrentarse. Hacerlo a la pintura de Bacon fue para quien esto escribe viajar a uno mismo. Estupor también, por el reconocimiento, no como verse en un espejo, pero si reconocerse en una sombra que siempre ha estado ahí. Desde hace muchos años, ahora aquí o allí, por azar, algunas pinturas del británico han caído bajo su mirada y siempre ha reconocido en ellas el poder de la atracción y una señal, un guiño, un signo de identificación que antecede al encuentro. Hay pintura que no es pintura, siempre se lo ha dicho, siempre lo ha pensado: eso es justamente lo que sucedía con ese Bacon entrevisto, conviene repetir la palabra, por azar.

A medida que a lo largo de su tiempo, ha ido sabiendo que cada día sabe menos de las cosas, de todas las cosas, que nunca sabrá porque carecerá de todas las certezas, que cada camino encierra una bifurcación y cada palabra un lenguaje de alcances indeterminados, pues a medida que ha ido entendiendo que el saber es un verbo cargado de relativismo y armado de tremendas posibilidades para la auto convicción, ha ido despojándose también de cualquier idea académica sobre el arte. Piensa que ante la emoción que le produce una pintura, es más conveniente afirmar que el arte No Es, tan inaprensible se muestra, tan leve en su meticuloso hurgar en las neuronas. Hay que olvidar al arte se dice, y despreciar su función decorativa a la hora de ver una pintura o una escultura. Lo que es decoración no es arte, no puede serlo, a lo sumo función, lo que ya niega la posibilidad de una primera y esencial emoción y más tarde de su repetición. Toda primera mirada es huérfana y a partir de ella se inicia la construcción.

Al salir del recorrido por las salas que guardan al silencioso Bacon, Ana y él empiezan una conversación sobre arte y belleza. Desde la emoción al canon, la belleza ha querido significar el olvido de lo feo, de lo terrible. La belleza, en su clasicidad, no es sino el oscuro apagamiento del todo que rodea en cuanto a todo, incluyendo en él el magma deforme en que vive y cohabita el ser humano. El canon de la belleza es la mentira sobre el ser humano, una veladura sobre la carne. La belleza desprecia lo que no lo es, y así se convierte en despreciable. En su aislamiento no es, No Es.

Entre Bacon y Velazquez se encuentra Freud. Y les une la emoción del instante, la concepción fotográfica de la realidad, la mirada más allá de la superficie, la ausencia de crítica o retórica, el no lenguaje, la comprensión de la fealdad como un todo que amalgama la realidad. Por sobre todo lo que les une, la pasión por el magisterio: la materia, la forma, la expresión, la luz, siempre la luz. Piensa el Hombre del Prado en dos tiempos lejanos uno de otro, coincidentes en la angustiosa sensación de vivir el final de una era, la disolución del imperio, la presencia constante de la guerra, el oropel retórico de la grandeza y la heroicidad, la despareada subsistencia, el silencioso pasar entre pinceles impelidos a pintar.

Alguien en el Museo se ha referido a Bacon en el museo citando una frase del pintor, algo así como que quien no comprenda que toda su pintura viene de la Venus del Espejo de Velazquez, no le comprenderá a él. El Hombre del Prado piensa que es al contrario, que gracias a Bacon, va a comprender mejor a Velazquez, pues la pintura del maestro del barroco adquiere una luz y un trazo más expresivos y menos descriptivos. Ah, la fealdad, piensa, como sublimación de lo bello. Es el reflejo de la hermosa mujer cuyas nalgas son el centro del universo sensual, cuya cara en el espejo adquiere unos rasgos de indescriptible tosquedad, una cara fea, horrible, en un cuerpo hermoso y deseable. Y gracias a Bacon, vuelve a Velazquez, a sus bufones mirando ingenuamente a la cámara que ha de inventar una instantánea imposible, fuera de su tiempo.

Una frase de Bacon le parece que sintetiza a los dos maestros en su búsqueda de la emoción en el espectador, eso que se transfiere desde la obra y que bien podría ser la esencia del arte, lo que Ortega diría que es el estilo:

... todo tiene nueve décimas partes que no son esenciales. Lo que se llama "realidad" se hace más agudo. Las pocas cosas que importan se encuentran mucho más y se pueden resumir en mucho menos...


Sonríe para sí el Hombre del Prado cuando entiende la definición que de sí mismo da el pintor británico: "un optimista sin esperanza".