jueves, agosto 30, 2007

Paseando

¿Puede uno en conciencia preguntarse que es lo que ha aprendido al cabo de los años? ¿De cuantos años? sería la respuesta inmediata. No se trata de contestar a tontas y a locas. ¿De cuantos años estamos hablando? Y además, deberíamos tratar de que clase de cosas hablamos? ¿O se refiere a todas las cosas? Moral, geografía, punto y confección, los pecados de la carne, escepticismo, botánica esencial para caminar por el bosque y un poco de ornitología para distinguir a una corneja de un cuervo... Se refiere a esas cosas.

En el corazón del bosque hay un refugio de piedra que es en realidad dos peñas que se encuentran en ángulo, con otro peñasco en la parte frontal que forma un pequeño corredor para entrar en el hueco que forman las primeras. Alguien lo techo con cuatro vigas y unas tejas puestas a la manera segoviana, al revés, con la panza para abajo y el hueco en lo alto. ¿Porqué lo hacen así? Lo pregunta por doquier a quien cree que puede saberlo, generalmente gente mayor que él: nadie lo sabe. Techado el conjunto de piedras forma un refugio. En la parte más alta ha quedado una especie de hueco, a la manera de un tepe indio por el que si se enciende una fogata en el interior, saldrá el humo y algo de ceniza. Es un refugio. Es realmente un refugio extraño porque está a menos de dos kilómetros del pueblo y no demasiado arriba de la montaña. ¿Quien querría pasar aquí la noche pudiendo caminar como cosa de media hora y descansar en casa o en un hotelito?

No está claro que haya aprendido algo realmente útil, sigue dándole vueltas a lo mismo. Lo útil no es aquello que nos sirve para algo en concreto sino lo que posibilita fluir hacia mañana o hacia el instante siguiente. Lo útil es lo que permite seguir viviendo, dejando a un lado el conformismo. Cabe distinguir, ahí si que hay algo, un hilo del que tirar, al distinguir entre conformismo y nada. Hay quien, no lo sabe a ciencia cierta, no ha aprendido nada porque no hay nada que aprender: se trata de una percepción, puede que haya mucho que aprender pero justamente ese de quien hablamos no lo perciba. Si no sabes para que sirve un libro, por ejemplo, ¿para qué vas a abrirlo?

Junto al refugio improvisado, en una pequeña terraza que forma el recodo del camino al dar la vuelta sobre si mismo para emprender una nueva rampa, se encuentra la fuente de piedra: un pilar que no llega al metro de altura, con un blasón desdibujado, informe, que se adivina de presunción nobiliaria y del que asoma un caño de hierro, un tubo que se curva con la parte abierta mirando hacia una base, de piedra también, que forma una pila con un desagüe, una reja de hierro de dimensión pequeña en el fondo de la que brilla el agua que se asoma al exterior antes de irse por las entrañas de la montaña. Es la ladera de Aguas Vertientes; aquí corrían los lobos persiguiendo al ganado.

Percibir la realidad no es ver las cosas como son, eso es una tontería. Las cosas no son, están. ¿Que son las cosas? Podría contestar que son aquello que ha aprendido, pero es incierto, lo que quiere decir que no siendo verdad es solo un poco lo contrario. Deberían, se dice, haber solamente, para cada concepto y su contrario una sola palabra y una negación; por ejemplo: amor y no-amor, cierto y no-cierto, vida y no-vida. Un ser humano que está vivo luego no está vivo o dicho de otra manera está no-vivo. No se puede estar muerto que es lo inmediato a morir, que es dejar de vivir.

El camino ahora, abandonando el pintoresco refugio, asciende en rampas de pronunciada pendiente que van girando sobre si mismas para encarar una cumbre que se intuye. Quien no conoce el lugar al que llega el camino pasará todo el recorrido sumido en la certidumbre y dudará, a cada momento dudará, en dar media vuelta. Para que seguir un camino que lleva a lo desconocido? Se podría arguir que lo desconocido es el bosque en el que todos los caminos llevan, o al otro lado de esta ladera, ya provincia de Ávila, o a El Espinar (municipio) y San Rafael (pedanía). No es hora de volver, se anima mientras retiene la respiración con el aire dentro parta oxigenar los pulmones. Recuerda a un tipo que paró su coche en el Alto, justo cuando él salía del collado y le preguntó por la dirección de El Escorial. Cuando le hubo indicado el camino, el otro le dijo sonriendo, con una sonrisa abierta y dentrífica: "vaya, ustedes si que respiran bien" y él se sintió rústico labrador. A punto estuvo de decirle "a mandar, que para eso estamos".

He aprendido, se dice avivando el paso para que no se le eche el mediodía encima, a desconfiar de mi y de lo que contengo. El equipaje es escaso y de mala calidad, como las maletas. recuerda a Céline: "el hombre está desnudo, despojado de todo, aún de la fe en sí mismo". Exacto se dice, es exacto. ¿C´como va a tener fe en si mismo? Es como decir que se cree en el hombre o en la humanidad. Ese creer no es nada, no hay duda de la existencia de la humanidad como una suma millonesimal de individuos que aspiran a vivir y se niegan a morir.¿Crees en Dios? No, creo en el hombre. Y el primero, Ah, caramba, ¿y además qué...?

Sartre y Simone de Beauvoir y sus compañeros universitarios leían a Céline como si se tratara de un autor de culto. Viaje el fin de la noche era su libro de cabecera. Lo que allí no estaba no existía en el mundo exterior en el que la realidad era un vacío esencial, un agujero negro lleno de materia con tal densidad que no deja asalir a la luz atrapada en él. Es una metáfora, se dice rodeando el tronco de un árbol, calibrando la sección, admirando las marcas en pintura blanca, que señalan la sección del bosque en que se encuentra. El domingo anterior al paseo por el bosque, F A, después de disertar durante un rato sobre el necesario conocimiento de la psicología humana para ejercer el oficio de dentista, le confesó su intención de divorciarse de su mujer. Pero, atinó a balbucear, si lleváis cuarenta años juntos... Claro, respondió el otro, pero eso no nos obliga a más. ¿O si?

Llegará al fin al punto en que la cumbre no lo es sino que se ofrece un prado amplio, un claro del bosque en el que algunos ejemplares se distribuyen airosos y espaciados por todo el hueco enorme de aire y luz. La hierba es fresca y crecida, las piedras tienen el musgo oscuro, pardo, de este sitio, el cielo se ve como un juego de cianes y blancos y una suave pendiente acuna un inicio de camino que lo parece por ser una senda de pisadas, poco más, sin bordes que la aislen. Todo el problema, se dice, el de este camino y el de cualquier otro, es la falta de límite, la inoportuna necesidad de dibujar en los perfiles los territorios compartidos y los no compartidos. Mi límite, se dice, es la parte externa de mi yo o justamente el lugar a partir del cual mi voz ya no llega. Solo soy ilimitado, se dice, cuando no soy nadie, un perfecto y total desconocido.

A las dos emprenderá el regreso.

martes, agosto 28, 2007

Recomendación

Leer con mesura y tiempo, con calma y lucidez, la magnífica serie que Omar Piña ofrece en su post y mientras tanto pensar en aquello que nos da y nos quita la historia a todos.

Umbral lejos del bosque

Sobre Umbral, poco. Lo encontré por vez primera en “Los helechos arborescentes” y me pareció extraordianrio. Le seguí hasta que cada vez que leía sus líneas le veía como un fantoche de sí mismo (por favor, que no se me malinterprete) como somos todos cuando tenemos a un medio de comunicación con objetivo y audiencia delante. Hoy el beso casto del príncipe es la llama de la televisión y “los diez minutos de gloria” para algunos son media vida.

Supongo que son/somos muchos los que estamos irritados y/o furiosos con nuestra vida. Umbral era brillante. Umbral era insoportable. Unos íntimos amigos míos vivían en el chalé de al lado de él y contaban cosas terribles. Muchos son/somos así. Pero en nuestro trabajo somos buenos hasta que el objetivo nos da rienda suelta al histrionismo que llevamos dentro. Uno es lo que escribe y más aún lo que publica. No se que piensas, Q, de esto. Perop Umbral era más. Sacó el término snob del diccionario y lo llevó a El País con aquello de “El splen de Madrid”. Luego El Mundo le fagocitó (conste que escribo de mirar con mi mirada y de él no sé nada) como ha fagocitado tanto… resentimiento?… redentor. ¿Qué serían hoy Pío y Azorín, con sus rarezas, a través de la pantalla de la televisión? El escritor necesita el silencio y el cabrero en vivienda cerrada, aislada con vecinos.

Durante un tiempo se le comparó a Quevedo. Su prosa era excelsa. Pudo ser más como escritor, yo creo, en el recuerdo de la gente si su persona no se le hubiera comido. Un Jekill o un Hyde, como todos.

Para mí se quedó en aquella historia dels eñorito de drechas y en “Mortal y Rosa”. Que grande estuvo ahí! Solo por ello habría que darle las gracias intentando evitar que nos contestara.

Y por cierto, en el tema de la Milá, tenía razón. Se rebeló y después fué abducido. Ah, la lucidez de Warhol se le adelantó. Todos tenemos derecho a diez minutos de gloria, aún cuando sea en un comentario de un post ajeno.

Yo mismo, que aprovecho este comentario para escribir mi columna, que tiene que ver con los tiempos, contando con la idulgencia del redactor jefe, el maestro Quiñonero.

Palabras, criaturas, palabras...

La última entrada describía algunas de las criaturas imaginadas que a lo largo de la vida ha ido creando de la nada, el que escribe, del aire y del subconsciente, que no son sino bolsas de despojos en suspensión y que más tarde las ha plasmado en un papel, escribiendo con su letra irregular y francamente fea rasgos, caracteres, movimientos, hábitos y actitudes.

La fascinación de moldear a una criatura y dejarla parada, detenida en el prado, o hacerla caminar por una colina, sendero acechado por indios imposibles, no tiene comparación con otra mientras se crea la situación: lo más cercano a dios es narrar una invención, matar a una criatura, devolverle la vida, jugar con su destino ignorantes que al final ese destino afectará al que escribe porque le dejará una huella. Las criaturas convivirán con él. Lo dijo Flaubert: "Madame Bovary soy yo" y la llevó siempre consigo. Todavía hoy la lleva al extremo que la buena Emma es a un tiempo del señor Bovary y de Gustave Flaubert.

¿Qué haces? le decían en la infancia y él trataba de colocar encima de las hojas con líneas escritas los ejercicios de la aritmética o el álgebra suspendidas. Inútilmente: la falacia descubierta por un simple gesto de la mano autoritaria del padre que investigaba el corazón de la mentira en el mismo lugar en que se producía. ¿Quien podía entender en aquel tiempo que escribir era una pulsión contra la que no cabía rebelión alguna? ¿Cómo renunciar a la felicidad que nos viene dada por algo tan simple como sentarnos, pluma en mano, frente a una página en blanco? ¿De donde brota ese caudal inagotable de momentos, cosas, personas, absurdas imágenes imposibles que empiezan a formar indios y quimeras para terminar encerrando a todo el universo en un bosque serrano?

Pulsión, pura pulsión. Estudia, le decían, acaba una carrera, y después estudia. Con cuanta facilidad tienen los padres la solución determinada a partir de una sentencia: palabras, palabras, palabras. Dos tipos de palabras se encuentran en el espacio imaginario de la mente del niño: las que él quiere escribir y las que pronuncia el padre, serio y determinado al extremo de esconder las libretas escritas. Hay que, en esta cosa de la deconstrucción, buscar en el almacén de los hechos, no de la memoria que es cosa que parece más lejana, sino de los hechos, las razones fundamentales por las que uno ha salido de una manera determinada. Las memorias son cosas que han pasado: personas, personas, personas.

El Hombre que escribe que es el Hombre del Prado, cuando recrea una criatura desde, un nombre y una imagen, por ejemplo Julius que salía de la mezcla de César y Arthur Miller, no comprende la seguridad de los demás y cree que mienten. Por eso las criaturas son mentiras, y esto escrito le lleva a recordar aquello que le decían cuando no debía escribir, a fin de cuentas suspendía: todo lo que escribes no dejan de ser mentiras, la aritmética es lo que es verdad, en septiembre. Vivimos en dos territorios, piensa, en las palabras y en los hábitos. Sin las primeras no podemos crear lo imaginario y dotarlo de verismo, ternura o crueldad; sin lo segundo no somos más que el desnudo esqueleto que habiendo nacido creció envuelto de carne y latidos, pálpitos de la sangre.

Los hábitos nos acunan, nos mecen con el cariño de la autoprotección de tal manera que perdemos de vista la única realidad cierta que podemos abarcar y alcanzar: estamos vivos en un momento y en un lugar. Cada célula que se regenera, cada neurona que guarda una carga de energía que es un trozo de un recuerdo, es hija de un tiempo y un lugar y nada más, un tiempo diferente cada una, otra fracción infinitesimal de segundo, y un lugar que cambia y muda con el paso de los segundos o de sus fracciones. Proyectados al futuro con la libertad en la mano para decidir que hacer o donde ir, aún cuando estemos sujetos por los afectos, perdemos la ocasión de ejercer la libertad mecidos por los h´çabitos. Bien se vive en ellos, es verdad, y en la nostalgia. Palabras, palabras, palabras de un Hamlet descreído en pos de la libertad a la que se apela para guardar en el cajón de la cocina, el más recóndito. Se dice que el pasado debe ser permanentemente desterrado y la memoria aislada y derruida. Debe y Haber, criaturas o silencio, bosque o mundo.

La libertad fluye hacia el futuro, escribía ayer en un correo recordando haber leído esa frase en Compte Sponville. Sin deconstruir no puede correr hacia el futuro, porque el peso de las cosas almacenadas, de los hábitos inamovibles, del pan nuestro de cada día no le permiten sino intuir lo que podría ser. "¿Hay algo ahí?" podría preguntarse ante el vacío la criatura creadora de criaturas dirigiendo su voz al mundo, desnudo de objetos inservibles. Le llegará el silencio, su apelación no será contestada o de serlo alguien, una voz del ayer le dirá que tome su puesto en la fila y espere: llegará el tiempo del cumplimiento de las cosas, alcanzarás la felicidad, estudia aritmética, deja de escribir: criaturas, criaturas, criaturas.

domingo, agosto 26, 2007

Título sin título.

El Hombre del Prado y el que esto escribe no son la misma persona, siéndolo. Como tampoco lo es cuando entra en el bosque y se ve en el bosque. O cuando se imagina con el diosecillo. Verse y escribirse es un ejercicio de desdoblamiento. El que ve y escribe se distancia manteniendo una postura silenciosa delante de la CPU, mirando el teclado, viéndose en el territorio inmaculado y sutil del pensamiento. Pocas veces como en esa es capaz de comprender uno, de localizar también, el espacio en que anidan los pensamientos: en la parte alta de la cabeza, detrás de la frente, un poco hacia delante. En ese lugar de dimensión desconocido, tal vez ni siquiera lugar o espacio, la pura sutileza de una descarga eléctrica de baja tensión, un chispazo, vive el Hombre del Prado, camina, evoluciona por un sendero que bordea el bosque. Puede ir por donde quiera, moverse a su antojo, sin una orden prefijada o una dirección establecida de antemano en una plantilla. Lo curioso es que en estos momentos, quien escribe le ve al borde del bosque en un campo de cereal ya recogido, donde el rastrojo amarillea: y sabe que es incierto (todo lo que el Hombre del Prado vive en la incerteza de que lo que se imagina no es), porque en este lugar, donde el bosque se extiende y es monte, físicamente monte arbolado con pino albar, robles y castaños, aquí pues, no hay cereal y en los prados crece el pasto para disfrute de los caballos.

El Hombre que escribe imagina al Hombre que escribe que imagina al Hombre del Prado. Como en los ascensores con espejos dobles o en los baños equipados de la misma manera, la imagen repite una imagen que a su vez repite otra, y otra y así hasta un infinito que es ya imperceptible, pero que está, siempre el mismo ámbito, siempre más lejano, siempre más pequeño. Imágenes como muñecas rusas crean un túnel imaginario que se ve en la realidad sobre una superficie de cristal, lisa, sólidamente cerrada en su fisicidad.

Los lugares que no existen no dejan de ser una quimera concretada en la propia realidad de mencionarlos. Basta afirmar la existencia de Eldorado para que exista y en la medida en que el soñador le añade espacios y ficciones al lugar, este va adoptando una fisicidad perfectamente definida en la mente del otro. Una ciudad toda ella construida de oro, o la construida de bronce en el Sur de España que se menciona en El Libro de Alexandre, de bronce de una sola fundición son sus murallas, ni una sola fisura, ni una rendija, muros de lisura extrema que guardan habitaciones y cámaras llenas de nada.

Cuando se escribe "El Hombre del Prado ha sentido a veces el estremecimiento de la angustia...", ¿lo ha sentido realmente? ¿O lo ha sentido el Hombre que escribe? ¿No será simplemente un flujo de la memoria recreada, algo así como de un chispazo surge un escenario y en él habita el actor al que se le da un papel en blanco y se le pide que improvise? De niño, el que escribe, al irse a dormir, metido entre sábanas, se decía ensimismándose: "voy a soñar en tal cosa, o en tal otra". Se alejaba de su cuerpo, metiendo la ensoñación que venía hacia dentro, o yendo a ella, y al cabo despertando por la mañana no estaba seguro de donde había estado. Lo cierto es que al decidir pensar en el lugar del sueño lo recreaba en la mente: una vasta pradera, un poblado de casas de madera. Una carreta entrando por la calle al trote. Ni siquiera el escenario recreado era el original, salía a retazos de una película o de una novela. Ford y Zane Grey se daban la mano para ayudar al niño a meterse en si mismo e ir al sueño. ¿Llegaba? Nunca pudo saberlo, ni afirmarlo.

Permanece el Hombre del Prado detenido en la linde del bosque, y el campo de cereal sigue a sus espaldas aún cuando quien escribe ha escrito que no hay campos de cereal aquí, en el lugar de la escritura. Hay, esta es una observación de la realidad, obtenida tras alzar los ojos y mirar por la ventana, una lluvia torrencial que azota el tejado (también se la oye) y azotando los cristales, llevada por un vendaval. Sabe quien escribe, y en este momento el Hombre del Prado sigue de pie, parado como dicen en América, mirando el bosque desde su linde, dando la espalda al campo de cereal hecho rastrojo, pues sabe quien escribe que la lluvia es una realidad de un presente narrado que en el momento en que se convierte en narración, palabras con sentido, deja de ser real. Podría ahora mismo dejar de llover y aquí, en la pantalla seguirían estando las palabras para que cualquiera que lea reconstruya la escena. Naturalmente que será otra escena. Desde que en estos textos no hay fotografías, que no consiguen otra cosa que atajar hacia el entendimiento, libertad absoluta para ver lo que se quiera ver, lo que lleva en si, en esa libertad, la interpretación según el buen saber y entender de cada cual. Cuantos más lectores más interpretaciones de una visión inexistente de un Hombre del Prado que siendo, no es el Hombre que escribe, que en el momento en que se escribe no es quien escribe sino que es otra imagen formada en un espacio mínimo, si es que es espacio, detrás de la frente, hacia dentro.

Un día, a mi, para que el MI establezca una identidad de partida, me dijeron que la costumbre de escribir sobre hombres que imaginan hombres no era sino que que un comportamiento esquizoide, que es un concepto que se aplica a personas muy retraídas que no llegan a ser esquizofrénicos, y que en ese retraimiento imaginan al otro como no ajeno, no fuera, sino parte de una ajenidad que les involucra íntimamente. Es cierto que quien me lo dijo no era sino mi primera mujer y estábamos entonces en proceso de divorcio, lo que da a su diagnosis sobre mi comportamiento un sospechoso tendencismo. Entonces escribía yo sobre Julius, un hombre solitario, alto y delgado, de unos cincuenta años, con gafas (el modelo físico estaba sacado de Arthur Miller, el dramaturgo, aunque tenía un cierto parecido con la imagen del padre muerto muchos años antes)al que le solía visitar en la casa solitaria en que vivía, un chalet envejecido en una urbanización cercana a una capital en cuyas colinas cercanas habitaban los indios, de hostilidad amenazante e imaginada.

Julius vivía en soledad porque, y esto se piensa ahora, no necesitaba a nadie, aunque también podía ser que no tuviera a nadie; esto último podría ser lo más probable. Lo cierto es que Julius vive saliendo al jardín, tomando coñac de vez en cuando y leyendo libros que no tienen título ni contenido que signifique nada en la narración. No se trata de un mundo culto, el autor no necesita decir que está leyendo a Nietzsche para mantener una semejanza culta en el plano vacío de la irrealidad en que se escribe. En esa nada que es ahora lo que más tarde será irreal, Julius vuelve desde el jardín acompañado por un hombre pequeño, algo obeso, sin cabello, con un suéter de cuello redondo y de color claro, que aceptará el coñac que Julius le ofrecerá y empezará a contar como ha llegado caminando por la colina y ha creído ver a los indios allá arriba, entre los últimos árboles. Preocupado ha apretado el paso. Nadie puede explicar de que manera este hombrecillo que no tiene nombre entra en el jardín de Julius. Anochece y la situación permanece estática, sin que suceda nada aunque como en los sueños dormidos parezca que suceda un mundo.

Ahora tenemos a Julius y al hombrecillo en una situación de conversación que no se produce: están esperando su papel, pero el director de escena no lo ha escrito todavía. Tenemos también al Hombre del Prado que sigue detenido en la linde del bosque, también sin papel, sin destino, sin lugar donde ir ni pensamiento que ofrecer. Goyerri está cerca de él (esto es nuevo) y levanta una pata delantera esperando. Si el Hombre del Prado caminara, es decir, si el director de escena dijera imaginariamente la palabra "acción" y empezara a caminar hacia un lugar u otro, de no ser el que Goyerri espera, este se mantendría quieto (eso es lo que hace en la realidad) mostrando su disconformidad y si el hombre con la voz le obligara, Goyerri caminaría cojeando de manera clara y dolorida, mostrando los signos de una cojera terrible. Revisar su patita, mirar las almohadillas de sus pies no conducirá a nada. Cojea pero aparentemente no tiene nada. Cabe decidir volver a casa y entonces, de inmediato, magia de la mejor calidad, Goyerri deja de cojear y empieza a trotar con agilidad envidiable por el camino que les aleja del bosque.

El Hombre del Prado piensa que en su interior no hay nadie, pero Julius pensaría en los indios, que sabe, ciertamente sabe, que viven en las profundidades de la espesa floresta.

sábado, agosto 18, 2007

El Jardín del Edén y la Edad Dorada

Un día de otoño encontró en el bosque a un diosecillo; gordezuelo, viejo y arrugado, sucio, allí vegetaba esperando un milagro: el de volver a casa. O tal vez no lo encontró, sino que lo imaginó; imaginar y soñar son cosas parecidas, casi sinónimas, así que tal vez lo soñó. Pensándolo esa es la manera de ser de los dioses, se dice: ser soñados hasta alcanzar una realidad intangible. Aquel diosecillo, entre el sueño y la realidad, probablemente nada sino una evanescente presencia de sueños alimentada con sueños, quiso confraternizar con Goyerri y este se negó. Un perro y un dios, por pequeños que sean ambos no tienen porque estar hechos el uno para el otro. El diosecillo del bosque comía frutos secos cuando él Hombre del Prado se los llevaba y tiernas raíces sin especificar cuando quedaba solo. De tan pequeño que es el bosque, habitante de una sierra pequeña, en términos de magnitudes modernas, está bien claro, el diosecillo tendía a perderse cada día por miedo a salirse de los límites. Un dios menor, entre los árboles, es alguien, pero fuera de ellos en el llano mesetario que lleva a Madrid, se convierte en humo, en nada.

El bosque, como el prado, como el jardín, son metáforas del mundo: en realidad del paraíso que debiera ser el mundo, del paraíso improbable que se viene soñando desde que los dioses subieron a sus montes y erigieron allí sus palacios de mármol y colores cálidos. Tal vez fue Caín el primero que mostró la improbabilidad de un paraíso universal, o el castigo de Zeus a Prometeo en la roca caucásica, el que iba a demostrar que los sueños de los hombres se acaban imponiendo a la propia vida y se convierten en sus constructoras. Una vida construida por sueños es una vida más allá de una realidad primigenia, pero ¿y cual es esa realidad? Alzándose un día sobre los talones y contemplando el horizonte, piedra en mano, venteando una pieza vivaque se desea cazar, los sueños del hombre están por llegar o de estar dando vueltas por ahí, son todavía miedos.

Del miedo al sueño donde el bosque, el prado y el jardín afirman en su existencia metafórica la realidad imposible de un universo eterno durante el tiempo en que dure la vida del Hombre del Prado. La vida soy yo, piensa él, la vida del hombre soy yo y no soy metáfora sino de mi mismo. Por más que miro nunca a alcanzo a encontrar un rostro que pueda decir, este es el mío. No hay espejo que devuelva un plano general del hombre en el jardín, del jardín en el prado, del prado en el bosque. Realidad y no realidad son la misma cosa, y mientras se escribe tecleando a buena velocidad la máquina de escribir, eso es real, se dejan correr los pensamientos a tal velocidad que a menudo se van más allá, no les alcanzan las palabras, se pierden y el sendero que estaban abriendo desaparece como cuando se corre por una senda del bosque y se dejan de pasada mundos por explorar.

Hubo una Edad Dorada, dice don Quijote en su discurso a los pastores en la primera parte del libro y en él les cita del tiempo aquel "Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas ofrecían". Describe no solo un paraíso terrenal sino una vida terrenal de paraíso, donde nada es de nadie y de todo hay abundancia, incluso de justicia. "Dichosa edad y siglos dichosos..." comienza el parlamento que nadie ha de entender, afanados como están en los temas del día, el sustento y los chismorreos del corazón. Y ciertamente hubo una Edad Dorada que cada uno que puede y quiere y a quien su vocación le guía, como hace el rayo citado por Heráclito, imagina y sueña en un tiempo sin cronología, una especie de plataforma temporal que permanece en un limbo y que no es sino lo que pudo ser y no fue: al fin y al cabo el sueño suele tomar su materia de muchos imposibles.

Cuando el Hombre del Prado se encamina al bosque con Goyerri, que a su lado actúa como un Sancho Panza de menos palabras, espera que la imaginación le traiga la ensoñación del dios menor. Algunos días lo entrevé entre el ramaje y piensa si no estará disgustado por tan largo abandono o si habrá encontrado, pinchazo de los celos o cierta incomodidad y desconfianza toca ahora, a otro caminante del bosque que menos entrometido le haya regalado con sus nueces y avellanas. Hace dos meses, una cierva, cruzó veloz el prado por el que caminaba sin mirarlo siquiera aunque teniéndolo bien visto. ¿Adonde iba a tal velocidad que dejó tras de si el chasquido de las ramas rotas y sonando estaban todavía cuando ya no era?

Recuerda que hace dos semanas, cenando en una casa amiga de una zona residencial de Madrid en la que se acaba de construir una ciudad deportiva de "Litle Boxes" que cantara Seeger y aquí se coreaban con crítico fervor sin saber que acabaría siendo el sueño español del progreso, cenando allí, alguien le preguntó: "¿Tenéis jabalíes?" Si, contestó, los he visto en invierno en el bosque en un par de ocasiones. No más, no se dejan ver. "Oh, si, contrarió el otro, aquí mucho. En es Paseo de Atenas, delante de casa, bajan por la noche y junto a la parada de autobús, en el césped, lo levantan todos. Si te asomas a la ventana los ves". Pensó en el Paraíso Terrenal de los jabalíes´, expulsados de su tierra por los hoteles y los campos de fútbol, o por los centenares de adosados que van cubriendo la tierra, dejando bien atrás la Edad Dorada.

En estas estaba paseando y pensando por el bosque, cuando percibió que Goyerri no le acompañaba y volviendo la cabeza atrás lo vió quieto, inmóvil, a unos cincuenta metros de distancia...

Pero esto lo contaré mañana en "Goyerri el tramposo"

viernes, agosto 17, 2007

Hortus clausus

Reparo en que hace dos meses que no entro en el bosque, que en verano adquiere un ambiente cálido, bochornoso casi, y se llena del zumbido de insectos que suelen acompañar al visitante a lo largo de todo su recorrido. Como aquella hija de dios griego condenada a huir permanentemente de un tábano convertida en ternera, quien pasea por el bosque en verano no deja de moverse convulsivamente, de palmearse partes del cuerpo y de proferir quejas, mientras el sol implacable entra por entre el ramaje y abruma. NO es el bosque en verano el lugar adecuado para dejarse ir en pensar; sí por la noche, cuando en la comedia de Shakespeare, una luz de luciérnagas ilumina todo aquello que pareciendo evanescente permanece, surge de la espesura la Reina de la Noche y las hadas atolondradas nos llenan el oído de sátiras divertidas y malignas travesuras. El Sueño de una Noche de Verano es el sueño de varias pasiones que ciegan los sentidos para que se alcance la felicidad con lo inalcanzable. Pero este bosque, ay, no es el que se habita en el prado, en la esquina norte que forman las sierras de Guadarrama y de Malagón.

Tiene además el verano una esclavitud añadida: el trabajo en el jardín, el cuidado de un terreno cerrado por setos que aspira a convertir el Hombre del Prado en su Hortus Clausus: jardín cerrado, jardín del edén, paraíso reencontrado salido de las manos del hombre, por eso más apreciable todavía y por ello más dichoso quien lo habita. El jardín que es a un tiempo morada interior y paisaje exterior, espacio cerrado abierto a un todo que se desconoce porque no es posible definirlo, conoce de la mano del creador que cada día se aplica en él para que sea la calma y la quietud, el color y la luz, lo que compongan un espacio de vida que ha de ir quemando sus días hasta que llegue el momento de volver algunas plantas al invernadero para aguantar la invernadero, siempre bajo cero. Son muchas las horas que cabe dedicar a un jardín para que crezca por dentro y por fuera, unido por raíces de misteriosa esencia que van de la tierra al corazón de los sentimientos siendo ambos espacios uno mismo. Hace unos años, el Hombre del Prado decidió que en su jardín no entraría otra mano que la suya, tal vez alguna ayuda con la azada, pero en lo general solamente él se haría cargo de esta construcción que va unida al libro y al pensar y al sentir. El día en que no pueda, con sus fuerzas, recrear la arquitectura del edén en este espacio de tierra entre montes y bosques, volverá a vivir en las torres de los hombres y cultivará bonsáis.

Para llegar a comprender el jardín es necesario desprenderse del sentido de la propiedad y del tiempo. Nada más humano que poner las manos en la tierra y semillar una dalia (prodigio de la simplicidad) o un geranio (explosión de alegría) y esperar a que la planta en el invernadero alcance los dos o tres centímetros de altura para clarear sacrificando a todas menos una de cada macetilla. La primavera es lenta en el prado, y tardía, y hay que mantener el invernadero con calor para que aguante la noche tanta delicadeza. Cuando ya el tiempo lo dispone se sacarán las plantas para formar las hileras en los lugares en que los bulbos han florecido y decaído, trasplantando la planta nueva y sacando del invernadero la del año pasado que allí se refugió para pasar el frío y el helor. Mediada la primavera parece que todo se dibuja, con poco color aún, verde sobre verde. Mientras florece los árboles, la zona del huerto de frutales y la que él llama boscosa donde alterna castaños, hayas, cedros, arces y abetos en plurales de no más de dos, no se vaya a pensar que se trata de un bosque dentro de otro bosque.

Es cuando el verano se asienta cuando la sonrisa de un dios desconocido parece que brota de la tierra y sobre la hierba cortada o sobre la grava rosada del espacio para sentarse y estar, el color reclama con su presencia la atención de tal manera que quien por allí camina le parece que todo le llama en un enorme guirigay al que no quiere prestar atención: es imposible. Al mismo tiempo, en la ligera zona de huerto tomates, pimientos, guindilla, rábanos y pepinos, empizan a correr atropelladamente hacia la flor y conviene no perder la costumbre de mirarlos cada día, después del riego de la tarde. Un buen amigo tiene que le reprocha que no tenga más cosas "que den" y cada vez que planta, un nogal hace unos días, regalo apreciado e inesperado, le pregunta: "¿y esto que da?". Contento, le responde y el otro, llevado de una simplicidad hija del tiempo le dice: "Ah, pero el contento no se come". ¿Qué sabrás tú? piensa el Hombre del Prado sonriéndole con cariño, porque es amigo al que cabe apreciar mucho.

Este jardín, Hortus Clausus donde habita el alma, dentro del prado que está a su vez dentro del bosque que se encierra en la sierra, no es sino el jardín interior de una serie de círculos que le garantizan el aislamiento de cuanto no le gusta. Podría decirse, que como en las catedrales, según le explicaba muchos años atrás, cuando era niño, un arquitecto y arqueólogo amigo de su padre, la forma de la enorme catedral con su aguja encierra a una bóveda inmensa que encierro un ábside menor que se sitúa en su corazón un baldaquino en el que se guarda una custodia que contiene al fin un círculo de harina: lo más sagrado. Todas las formas son úteros, espacios que guardan a otro espacio que a su vez contiene otro y otro, no como las menudas muñecas rusas que van hacia dentro minimizándose en su decrecer, sino hacia lo grande y extenso, pudiendo él poner el límite donde lo crea conveniente, donde la frontera señale un más allá del que quiera estar más acá. Piensa a menudo en el retiro del Jardín del Edén de los monasterios románicos o góticos, en los que la fuente central no hacía sino remedar el agua de Tigris, Efrates y Jordán y los setos de boj abriendo paso al camino los senderos por los que transita el alma.


Todo es metáfora, se dice, todo, todo cuanto se quiera que sea metáfora lo será, y en el bosque y el prado y el jardín, la metáfora de la vida es rehuir la parte de ella que de manera más grosera puede asaltar a uno recreando una belleza que devuelva el sentido de la palabra paz. No cabe ignoprar que sucede la vida de puertas para afuera, que acontece con la misma intransigencia e insultante soberbia con que se viene comportando desde que un dios furioso, llevado de un rapto de furia, hechó del paraiso a dos pobres idiotas que creyeron que lo bueno podía durar siempre. No había nacido ingenuos, o sea: libres. El Paraiso nunca fué más que un préstamo. Ahora también.

Pensando y escribiendo en lo que se va el tiempo, las dos hayas crecen lentamente, doradas por el sol cuando se oculta en el oeste. Tan iguales son que les ha puesto nombre, Castor a la primera, Pokux a la que aparece detrás a la derecha. Ahí están, dioses del bosque convertidos en eterno, anteriores a la razón y a la palabra, hijos del mito. Se reconforta el ánimo viéndoles cuan diferentes son y tan iguales; como en la cercanía su belleza es distinta y y al verlos desde una distancia moderada forman una línea de similitud sin uniformidad. En el bosque, en la misma naturaleza, no existe la moda y cada cual es según su esencia natural, se tener que ser y estar, le dicta. Montan las hayas alegre guardia tras una hilera de parterres que cobijan a dalias de muchos colores, amparadas por un seto de brezo que justamente ahora empieza a levantar cabeza y a ensanchar el territorio que necesita: en otoño dará una flor que allí estará hasta que los fríos estén bien instalados. También el Paraiso, aquel inexistente, aquel forjado por las historias de viajeros en las mentes de los sedentarios que sobrevivían a la vida, perdía después del verano el dulce aroma de la fruta madura y el brillante color de las verduras. Aunque para enmascarar una verdad que lo convertía en un paraiso humano, el viajero decía que durante todo el año, todo, maduraba la fruta y brillaban espléndidas flores de todos los colores.

martes, agosto 14, 2007

Chouraki: In Memoriam

El 9 de julio de este año ha muerto André Chouraki. Ha sido, según cree este hombre del prado, una muerte silenciosa, un irse sin más; o por lo menos eso le ha parecido. Probablemente no se trataba de un hombre de conocimiento general, y hasta ese concepto de general, casi totalitario, debiera ser discutido, hasta destripando su naturaleza estadística, cuantificar quien es quien y cuantos son, los que se consideran el todo general que se entera de todo. No son palabras vacías, hasta el hombre del prado ignoró esa muerte hasta pasados unos diez días, cuando lo leyó en internet a cuento de la traducción que en su día hiciera del Poeme des Poemes.

No recuerda cuando oyó hablar por vez primera de este hombre, que nacido en 1918, no ha dejado de viajar propagando su fe en su verdad: solamente del lenguaje puede derivar la paz. Dicho así no se ha dicho nada, pero los ejes fundamentales de la labor nada callada de Chouraki se pueden encontrar en los apartados en su discurso de aceptación del Premio Senador Giovanni AgnelliLe dialogue entre les univers culturels et ses horizons de paix pronunciado por él en Turin, el 23 de marzo de 1999. Los ejes a los que se hace referencia son "La palabra; El Silencio; El Mediterráneo; Jerusalén; La paz"

Chouraki fue, en el momento de conocerlo, un relámpago. La traducción al francés del Cantar de los Cantares, directamente del hebreo o su Carta a un amigo árabe colmaron en buena medida el interés por la figura de un hombre que, a medida que más de él leía, más se agigantaba una imagen de "hombre bueno" unida a la de hombre ingenuo primera acepción de la palabra ingenuo le haría honor, si bien el uso del concepto, ocasionalmente malicioso, podía llevar a malos entendidos. Ingenuo es aquel no tiene picardía para percibir segundas intenciones y en este sentido Chouraki no carecía del conocimiento de la maldad o de la malicia humana. Si en nuestra Roma mediterránea un ingenuo es quien ha nacido libre, Chouraki había nacido libre por derecho, marcado sin embargo por su identidad judía. El hombre al que una identidad acaba marcándole y apoderándose de su futuro, pierde la libertad y en el caso del intelectual francés, nacido en 1917 en Argelia, su libertad venía siempre a estar en manos de los otros, porque era judío.

En 1941, la ciudad de Clermont Ferrand, en Francia, una hermosa ciudad en la que el Hombre del Prado tuvo, en su juventud a una de aquellas corresponsales con las que se intercambiaban fotos e historias, María France se llamaba, pues en 1941 esa ciudad echo a la totalidad de sus vecinos judíos del término municipal. Se dice pronto, y debe quedar claro que hace ya sesenta y seis años, pero igual que se dice pronto se tarda en comprenderlo. Ya se sabe que Clermont Ferrand era territorio de Vichy y que la Francia que presidía el General Petain trataba de aplicar las leyes raciales con dudosa eficacia; pero es cierto que la ciudad hermosa de Clermont Ferrand decretó por edicto municipal que en pleno siglo XX los judíos debían abandonar el término municipal, decir adiós a sus vecinos, entregar las llaves de sus casas a la administración, y partir a un exilio con destino a ninguna parte, ya que ningún destino se les ofrecía. Por esas fechas, Hanna Arendt, su marido, Walter Benjamin y muchos más, buscaban no acabar en campos de asilo que pudieran ser antesalas para el holocausto, y vagaban por el campo en busca de granjas donde se les pudiera acoger. Personas de enorme inteligencia vagaban en busca del refugio y de la paz. Chouraki encontró asilo en el campo, en el Alto Loira, y allí entró en relación con la Resistencia y con Camus que estaba en lo mismo. Si el segundo escribía por esos días su lúcida "Carta a un amigo alemán", Chouraki tardaría años en, palabra tras palabra, volcar sobre el papel sus sentimientos sobre el conflicto árabe - israelí a un amigo árabe.

Este Hombre del Prado siente que es conveniente ponerse en el terreno del otro, y cuando piensa en el abandono por los judios de la ciudad de Clermont Ferrand, entre los que estaba André Chouraki, hebreo francés nacido en Argelia, pues no se le ocurre ponerse en el lugar de los que dejan la ciudad de sus vidas o sus vidas en la ciudad y se lanzan al camino, diáspora tras diáspora. Piensa en el papel de los vecinos de la ciudad e intenta imaginar, acerca de sí mismo, cual sería su actitud si en este lugar hermoso que es el bosque segoviano, una orden de expulsión obligara a sus amigos S y P a abandonar sus pertenencias y lanzarse al camino. ¿Que hicieron los habitantes de Clermont Ferrand? No lo sabe, no le consta ninguna noticia de ello y amargamente se pregunta por lo que haría él. Podría, si, decir a sus amigos S y P que se escondieran en su casa, en el piso alta, y que por nada del mundo se asomaran a las ventanas o salieran al jardín. Podrían disfrutar de la biblioteca, comida, cama caliente y compañía e incluso desde las ventanas, escondidos desde las sombras, podrían ver la silueta de su viaje casa, construida en 1921, a la que ellos llegaron hará ahora más de treinta y cinco años. Claro está que esto resume un riesgo y los riesgos son meditables, medibles, palpables; claro está que nadie osaría recriminar a nadie que viera a sus amigos caminar camino adelante a la busca de las montañas donde pudieran encontrar refugio.

Tal vez fuera, es imaginación poética si se quiere, esa salida al camino desde Clermont Ferrand, la que convirtió a Chouraki como infatigable viajero armado de la palabra, basando su estudio fundamental en tratar de encontrar en los textos sagrados hebreros, cristianos e islámicos, los puentes entre las culturas. Cargó sobre sus horas una tarea gigantesca y tradujo la Biblia, el Nuevo Testamento y El Corán a un francés que trató que fuera exacto, conservando cada esencia, cada impulso poético, cada gota del impulso oriental y de la médula espiritual que allí se guardan. Traducir, nos dice, no es convertir un texto en otro a la medida del lector y de su cultura, sino ofrecerle toda la esencia de la cultura que lleva en sí, esencialmente, como naturaleza propia del texto original. Traducir no es hacer comprensible un texto al tiempo y a la manera del lector, sino atraer al lector a entrar en el tiempo y en la manera perfumada del ayer del que proviene. Hoy en día, la lectura de sus traducciones es un placer que debe ser disfrutado con lentitud, solventando del francés cada palabra y cada concepto en pos de la comprensión de la palabra. Si las palabras no son entendidas, solo que da el silencio, el más hostil de ellos.

Chouraki no cesa de viajar profesando la fe de judío convencido en la existencia del pueblo judío y en la trascendencia que de ello se desprende, una afirmación de fe que va más allá de la simple (en términos de reductivismo) supervivencia. Chouraki es un judío que visita a todas las comunidades judías afirmando el derecho del Estado de Israel a existir en paz, significando lo que es ser judio, afirmando el derecho al íntimo deseo de la identidad. NO hay la menor duda del sionismo de Chouraki, ni de su férrea defensa de los derecho del Estado en el que en 1956 decide quedarse, a raíz de los sucesos del Canal de Súez.

Llegado a la tierra prometida, trabaja en la búsqueda del lenguaje y en la eliminación de los silencios. Está convencido de que la violencia es el silencio del lenguaje, es la derrota de las palabras. La guerra es el silencio entre los hombres y entrega a su "amigo árabe" su carta, llena de profundo y sincero dolor; repasa todos los hechos que deben enfrentarles, cuantas acusaciones puedan dirigirse unos a otros, y comprende cada verdad en su poder y en poder del Otro. Solo, una vez más la ingenuidad, tiene la palabra que se desprende de los textos Sagrados, del Mediterráneo, del lento vivir en sus orillas, años tras años desde hace miles: el amor es cuanto se desprende de las palabras, el entendimiento y el amor, la esperanza y el amor, y la paz.

Uno puede reírse, piensa el Hombre del Prado, de estos ingenuos que enarbolan palabras sin contenido escondidas en libros que nadie lee y enmascaradas en historias resentidas y reivindica doras. Después de todo Otro y el Otro, los dos otros, están de acuerdo en el odio y Chouraki pone la palabra encima de la mesa y la levanta a lo alto, para que la luz le de. Los tres libros, surgidos de los dos posteriores de la Biblia, reconocen el lugar común de la cuna y el origen. Hasta quien no cree en Dios, en su agnosticismo asimila no saber a no creer, puede comprender que el largo camino de Chouraki en busca de la paz, sus amigos en cada una de las confesiones enfrentadas, en cada uno de los estados enfrentados, pudiera tal vez, algún día, ser una piedra en el templo de la paz. El Hombre del Prado, agnóstico y cristiano, cree que es posible, en ocasiones, levantar una oración por el alma de André Chouraki, convencido de la existencia de un dios que la recoja: la conciencia de los hombres, algún día.

jueves, agosto 09, 2007

Dice Ortega que la materia del arte es el estilo.

El lugar donde viven los buenos.

Una frase en el seno de una película emitida por televisión, le alcanza y despierta. Un personaje dice "Supongo que la verdad es el lugar donde viven los buenos". Nada más le interesa de la película. Se remueve en el sofá, aparta un par de libros, busca una posición más cómoda y no la encuentra y termina por mirar el espacio vacío de la escalera que sube al piso alto. En la penumbra, el diseño de la casa le parece otro lugar. Siempre hay otro lugar, se dice, que considerar la casa de uno, y al fin el hogar. La noche de agosto, fría, oscura, parece el anticipo de un otoño frío y acaba de saber cual será el punto de partida de su siguiente post, artículo o columna, como se quiera denominar escribir, a estas líneas que suelen desencadenarse a partir de un momento de inspiración, es decir, de respirar profundamente y saltar desde el borde de la piscina al lugar sin palabras que es la pantalla del PC.

Todas las palabras tienen su definición y en ella, se esconden las trampas del no saber. Toda definición es, por lo mismo, un claro espacio de límites, necesarios para dar con las coordenadas de pensar y decir. Pero en realidad no es así, ninguna palabra quiere decir siempre lo mismo; no solamente por la entonación y el estado del alma en que se seleccionan y pronuncian, sino por el simple hecho de sacarlas del trastero de la memoria o del almacén del diccionario de sinónimos. Hogar, por ejemplo, uno sencillo y en teoría de inmediata visión, es como una pastilla de jabón mojada en el p`lato de una ducha: un peligro. Hogar es el lugar en que se vive, se dice, pero no es así. Entre otras definiciones encuentra una en el diccionario que aparentemente le satisface: lugar donde vive una persona, y a los pocos segundos comprende que no es así: vivir en el infierno de uno mismo, por ejemplo, ¿es vivir en el hogar? O vivir en los silencios, o en el disimulo, o en el resentimiento. Se puede decir que eso no son lugares, pero la cárcel si lo es, la cárcel de verdad de muros altos y ventanas con rejas, o el poblado miserable abierto a la lluvia y al frío, o el campo de concentración.

A menudo ha pensado en el hecho cultural del coleccionismo al que los tiempos conducen, tiempos de abundancia y de consumo, cuando las personas guardan objetos a su alrededor, como objetos deseados en un tiempo, como recuerdos después, asideros de la memoria; finalmente como minerales en esa pirámide que hace seis mil años estaba solamente al alcance de los faraones egipcios, llenando sus pirámides de las cosas necesarias para la otra vida. Hoy, la pirámide es propia y se acumula en vida, antecediendo la necesidad a esta vida, y dejando para la otra el territorio de la fe o la indiferencia de la espiritualidad agnóstica o atea.

La frase es clara y aunque está escrita en un guión de cine, probablemente como demostración de estilo (la material del arte es el estilo, escribió Ortega), alcanza para él una dimensión intrigante. Los buenos, dando la vuelta a la frase, viven en la verdad, en un hogar desadornado, de paredes lisas y grandes aberturas, luminoso. Sin más decoración que su propia naturaleza o la fe que en ella se tenga. Hablamos, piensa, de la verdad pequeña, no la gran verdad del gran todo, sino de las verdades en que los hombres chocan en la angustia de defenderlas, a veces contra sí mismos, generalmente contra todos los demás. En cada verdad habita un hombre bueno, piensa, limitado a esa verdad, limitado al momento de la verdad pequeña en que debe decirse o hacerse aquello que corresponda. Si se vive en la verdad, se dice, habrá que expresarlo en alta voz y en público.

La vida no es sino un tiempo dado desde el que solo puede vivirse lo que toca a ese tiempo. El hombre que mira, desde su vida, no ve sino la parte del río del tiempo en que navega, con los mismos habitantes que le han de acompañar, que emergen o desaparecen. Nadie puede vivir en otro tiempo y de otra manera que ahí donde le corresponde. Nadie puede ver en su totalidad al hombre desde siempre, desde el primer paso pensante hasta el último que está por llegar: nadie tiene esa eternidad lúcida e imposible. Esa limitación del hombre a su tiempo, esa cerrazón de los límites temporales, esa limitación a un paisaje vital en el que hay que vivir o nada, se resume en la impotencia o el conformismo. ¿En que verdad habito? se pregunta. Para vivir en las verdades, como en los gerundios (tal y como lo expresaba el poeta) hay que hacer un esfuerzo de concentración para encontrar el lenguaje.

Los hombres, algunos, empeñados en vivir en la verdad de otro tiempo, reescriben la historia y se insertan en ella. Toda verdad es subjetiva (era Bergamín quien decía que él se expresaba subjetivamente pues era sujeto, que de ser objeto lo haría objetivamente)y habitarla es tarea de uno, por lo tanto de uno que se cree bueno, que se conoce bueno; bondadosos somos todos y eso nos da derecho al hogar de la verdad, refugio de la angustia. Ya se llega a un problema mayor, que no es de la verdad como hogar que se habita, despojado de todo lo demás. Quien habita la verdad y así lo creer es gente de bondad probada.

Conviene decir lo que es ser bueno y se le ocurre sin acudir al diccionario, que pudiera complicar las cosas, que cuando menos, bueno es aquel que no hace daño a nadie. Es ciertamente difícil no hacer daño a alguien, una vez por lo menos, ¿en un día? ¿En un mes? ¿En un año? ¿En toda la vida? Pero acepta que puede aceptarse un número de daños a un número de personas, limitados (otra vez los límites vienen a complicar las cosas) Como en el juego del golf, para habitar la verdad siendo bueno, puede otorgarse a cada cual un handicap de daños por realizar, a partir del cual no se es bueno y por mucha verdad en que se habite, no se es bueno. Un asesino, puede ser un hombre bueno si ha matado a uno o dos, pero un asesino en serie no habita ninguna verdad aunque confiese. Tal vez pueda, la redención del pecado otorgada por el arrepentimiento, hacer algo al efecto, pero en términos generales cabe pensar que los malos son los que son y saben que lo son. Si los nazis, en el tiempo de Alemania que iba desde 1933 hasta 1945, ocultaron sus actos de violencia, sus crímenes, sus planes de guerra, de aniquilación, su sueño de exterminio, si todo eso ocultaron, es porque sabían que los demás no les dejarían habitar en la verdad al no considerarlos buenos. Cabe mentir entonces.

Así pues solo puede habitarse la verdad verdadera (como dicen los niños que curiosamente han llegado a comprender que la verdad necesita un adjetivo para ser lo que expresa) y los malos, pudiendo definir a las cosas por su nombre y establecer los límites a su antojo, al final de la historia, mienten. Poderoso es aquel pue puede dar nombre a las cosas, parece que decía Quin Shi Huang Ti, que fue el primer emperador de China, tras unir, 600 años antes de Cristo am los nueve reinos. Ese es el error del poderoso, creer que puede, armado del poder violento, dar nombre a las cosas y recrear su propia verdad. Este es el punto en que empieza a ver la luz, se dice, ya está llegando a algo que estaba claro desde el principio: el lugar en que viven los buenos es un lugar plural donde una verdad, cualquiera que sea, es compartido por aquellos que no hacen daño a nadie, o cuando menos, lo intentan.

Y entonces llega a pensar, atrevidamente, que la verdad puede ser una emoción o un sentimiento cálido. Y decididamente buscará la puerta para entrar en ella y convertirla en su hogar.

domingo, agosto 05, 2007

Paisajes

1983: El Nilo se desliza en Assuan. Estamos en un restaurante flotante al que hemos llegado caminando tranquilamente por la orilla, ajardinada. La carpa adobada es menos que regular, el pollo con especias está bien y la cerveza más caliente que fría. Anochece. Hemos venido solos. El sol crepuscular ilumina el mármol blanco del Mausoleo del Aga Kan en la otra orilla y unas dunas van fundiendo a añil. Los gatos corretean por entre nuestros pies. Se oye una canción de Um Kurtum, ruidos de madera que cruje. La superficie del río, oscura, henchida como un vientre fecundo, se desliza ante nuestros ojos. La luna, en lo alto, es un disco enorme, amarillento en el que se dibujan las evanescentes formas de sus volcanes y simas. Un trabajador del restaurante pasa por el comedor saludando cordial, obsequioso. Llega a la borda que a la corriente, pasa una pierna por ella e inicia el descenso por una escalera de cuerda y tablas que pende. Le vemos bajar, de hecho lo tenemos casi en la vertical, abajo. Llega a una falúa pequeña con el mástil y la vela recogidos. Abre un cajón de madera que sirve de asiento y saca una pequeña colchoneta que extiende en la cubierta. Casi no cabe nada´más en este. Saca después un cobertor y lo coloca encima. Se despoja de zapatos y de la vestidura blanca que le cubre desde los hombros s los pies. Viste pantalón y camisa. Mira hacia el este e inicia su última oración del día. Se inclina con las palmas de las manos vueltas hacia lo alto. Ana y yo le miramos, hemos dejado de hablar, incluso de tomar bocado. Imagino sus palabras iniciando la primera Sura: "En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso..." Termina la oración y se extiende sobre la colchoneta. Coloca la cabeza sobre el brazo y con la mano del otro se cubre la mejilla. El agua del río sigue henchida a punto de parir la noche. El hombre se cubre con la frazada. Ana y yo nos miramos, sorprendidos de haber sorprendido esa pública intimidad. Yo pienso en lo eterno, en las cosas, me digo, que siempre han sido así.

1990. Edimburgo: Septiembre soleado, ligeramente fresco. Bajo el Castillo, entre casas del XV y XVL se extiende un pequeño cementerio. Ana y yo paseamos por las calles. estamos en medio del Festival de Teatro. En cada esquina hay una compañía, un grupo, una pareja, una sola persona, actuando para el gentío que camina. Reina una alegría joven y fresca que contagia. Una muchacha embarazada nos detiene y empieza a llorar señalando a un muchacho que parece borracho. Padre y madre de la primera nos hablan ambos al tiempo igual que otra chica que debe ser la hermana. Un cura católico interviene y nos habla también. Se los lleva. Seguimos caminando. Comemos mejillones con nata y cilantro en una tabernita que, según aseguran, visitan Stevenson. Salimos de nuevo al gentío: la Pantera Rosa intenta bailar conmigo y Ana se azora: es tímida. Nos metemos en una calleja estrecha, algo apartado. Una muchacha, sola, en la esquina, bajo un farol, sostiene en su mano derecha el extremo metálico de un enorme serrucho de leñador. Con el pie sujeta el extremo de madera. Comba el metal con precisión y pasa un arco por el borde liso. Suena, espléndida, salvaje, con un sonido silvestre y preciso, la Primera Danza Húngara de Brahms. Frente a ella una pareja de jóvenes payasos se acarician distraidamente. Ella, grácil, sigue con su cuerpo el ritmo trepidante de la música zíngara y de tan ligera resulta encantadora. Pienso que lo irreal somos nosotros.

1991. Venecia: Llueve cuando salimos del Hotel Da Londra en la Vía Schiavolini, frente al embarcadero de las góndolas. Es domingo por la tarde: llegamos el jueves por la mañana. Aún estaremos unos días más. Durante los tres días pasados la ciudad ha sido una zumban te colmena de turistas desbocados en pos de un Eldorado inexistente. ¿Que pueden buscar con esa premura con la que entran en la Piazza de San marcos por un lado y salen por el otro? ¿Qué les queda en la retina de la emoción? Nosotros entre ellos parecemos perdidos. El domingo, cuando atardece, decidimos salir para ir a cenar a un Restaurante que está frente al Teatro de la Fenice. Los nombres italianos solamente suena bien y evocan ajustadamente lo que tienen que evocar si se pronuncian o escriben en italiano. A las ocho de la noche, bajo una lluvia fina, cruzamos Piazza San Marcos y repentinamente percibimos con extrañeza el silencio. Miramos alrededor: no hay nadie. En el Florian, un grupo de músicos, sobre una tarima, toca una melodía y oírla es la que nos hace comprender que nos hemos quedado solos en la ciudad. El café, al otro lado de la plaza es la única luz cálida, habitada y la música que suena es reconocible. Es casualidad, y debe ser cierto que nada sucede nunca por ella, pero suena un pasodoble, bien e cierto que el famoso "Que viva España". Llueve y nos estremece una sensación tierna de nostalgia ñoña. Tomo a Ana en brazos y damos unos pasos, solos, bajo la lluvia, de mal pasodoble. Pienso que somos los protagonistas del plano final de una película.