Sobre Umbral, poco. Lo encontré por vez primera en “Los helechos arborescentes” y me pareció extraordianrio. Le seguí hasta que cada vez que leía sus líneas le veía como un fantoche de sí mismo (por favor, que no se me malinterprete) como somos todos cuando tenemos a un medio de comunicación con objetivo y audiencia delante. Hoy el beso casto del príncipe es la llama de la televisión y “los diez minutos de gloria” para algunos son media vida.
Supongo que son/somos muchos los que estamos irritados y/o furiosos con nuestra vida. Umbral era brillante. Umbral era insoportable. Unos íntimos amigos míos vivían en el chalé de al lado de él y contaban cosas terribles. Muchos son/somos así. Pero en nuestro trabajo somos buenos hasta que el objetivo nos da rienda suelta al histrionismo que llevamos dentro. Uno es lo que escribe y más aún lo que publica. No se que piensas, Q, de esto. Perop Umbral era más. Sacó el término snob del diccionario y lo llevó a El País con aquello de “El splen de Madrid”. Luego El Mundo le fagocitó (conste que escribo de mirar con mi mirada y de él no sé nada) como ha fagocitado tanto… resentimiento?… redentor. ¿Qué serían hoy Pío y Azorín, con sus rarezas, a través de la pantalla de la televisión? El escritor necesita el silencio y el cabrero en vivienda cerrada, aislada con vecinos.
Durante un tiempo se le comparó a Quevedo. Su prosa era excelsa. Pudo ser más como escritor, yo creo, en el recuerdo de la gente si su persona no se le hubiera comido. Un Jekill o un Hyde, como todos.
Para mí se quedó en aquella historia dels eñorito de drechas y en “Mortal y Rosa”. Que grande estuvo ahí! Solo por ello habría que darle las gracias intentando evitar que nos contestara.
Y por cierto, en el tema de la Milá, tenía razón. Se rebeló y después fué abducido. Ah, la lucidez de Warhol se le adelantó. Todos tenemos derecho a diez minutos de gloria, aún cuando sea en un comentario de un post ajeno.
Yo mismo, que aprovecho este comentario para escribir mi columna, que tiene que ver con los tiempos, contando con la idulgencia del redactor jefe, el maestro Quiñonero.
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