miércoles, septiembre 26, 2007

Un chico en una gasolinera

Estos días, de regreso al bosque, ocupado en ordenar el jardín, que parece esperar que él se ausente para explotar , nacer, crecer, morir, mientras limpia bordes, recorta setos, amontona hojas, corta de sus tallos a las flores muertas y observa a los esquejes recién preparados por ver si muestran en sus hojas el arranque, siempre probable pero nunca seguro, de una nueva vida, no deja de darle vueltas a una frase que oyó en una vieja película de Chabrol hace unos días: Lo único conmovedor son las desdichas. Tiene claro que las desdichas conmueven, cuando presentándose de improviso encarnadas por otro que surge, en el escenario para mostrarse desdichado, y le asalta la compasión. En el sentido castellano, la palabra conmover no es sino emocionar, así que aquel que se conmueve con las desdichas es persona que se emociona y eso muestra que tiene tendencia aquel que se conmueve a emocionarse con la desdicha ajena, a expresar ternura, a sentir emoción, a dolerse por el desgraciado otro.

Hace tres días murió un joven de El Espinar al chocar su moto con un autobús, en una de las carreteras locales. La circunstancia es lo de menos. Cuando el Hombre del Prado se enteró, fue por un comentario casual de la mujer que viene a ayudar en las faenas de la casa. "No podré ir mañana porque voy al entierro de mi sobrino" La historia que narró es breve y termina en la muerte de un chico de diecisiete años, todavía desconocido. Horas más tarde, en una comida improvisada, surgió la noticia de esa muerte. Estando en fiestas, es casi de obligado cumplimiento que algún chico pierda la vida sobre una moto. Ah, las fiestas de los pueblos, con su carga de poco dormir, mucho alcohol. La expresión es banal, ciertamente porque tiene poca importancia que esa muerte sea el cumplimiento estadístico de una muerte acostumbrada en fiestas, de un chico imprudente sobre una moto que no debía tener, habiendo bebido más de lo conveniente a una hora de la madrugada en la que ya debía haberse retirado. Tenía, le dijeron, diecisiete años. La moto, le dijeron, era de esas pequeñas. Iban, le dijeron, haciendo tonterías con otros dos muchachos más, todos en sus motos. Se saltó, le dijeron, un stop y el autobús pudo evitar al primero, pero no al segundo. El conductor, le dijeron, era íntimo amigo, y familia también, del padre del muchacho muerto.

Cuando un chico muere en un pueblo es una muerte de todos, porque todos le conocen. En un momento u otro se ha tenido un contacto con él, se le ha visto, se ha hablado, se han cruzado en la calle aunque ese cruce no se recuerde ni la mirada haya conservado en la memoria las facciones. Cuando un chico de diecisiete años muere en un pueblo, la tragedia es un manto que todo lo cubre y aunque las fiestas no se interrumpan, en el programa de actos se incorporará, de manera elemental, sin oficialidad alguna, el entierro, la misa, el comentario.

Naturalmente, se dice el Hombre del Prado, ese muchacho que no tiene cara ni voz, ni relación alguna, estaba vivo y probablemente no lo sabía. Quien sabe que está vivo, con la pasión de la vida convertida en un saber íntimo que se abre como una flor cada día al salir el sol y se cierra en la hora del sueño, de la noche, quien sabe que está vivo es más prudente, se dice de una manera ligera, por decirse algo. La imprudencia es un derroche de la vida, una generosidad sin límite ni razón, un malgastar algo que se atesora sin medida y sin cuento. ¿Quien piensa en morir a los diecisiete años? ¿Quien se para a saber que está vivo, cuando lo está con tal plenitud que es toda la vida la que estalla, sin necesidad de reflexión alguna? Ah, se dice, estamos hablando de la inmortalidad del joven.

De repente una frase le sobresalta, porque le pone cara al chico, voz, gesto, un cara a cara y una breve conversación. Estaba trabajando en la gasolinera. Pero, ¿se trata de ese muchacho con el que habló hace unas dos semanas? ¿Era acaso un muchacho que hablaba con cierta dificultad? ¿Era ese chico que parecía un poco fuera de lo normal, parlanchín, simpático, abierto? ¿Que parecía menor de la edad que tenía? Era ese, llevaba tres semanas trabajando en la gasolinera. Si lo recuerda, claro que lo recuerda y de la memoria salta a la realidad una emoción percibida, simpatía, por el muchacho. El Hombre del Prado llegó a la gasolinera a pié con un bidón de cinco litros en la mano; no había ningún coche y el chico estaba apoyado en el surtidor de la Super. Le alargó el recipiente: ¿me lo puedes llenar? Si, claro. ¿Con mezcla o sin? Sin, contestó él. Ah, entonces es que va a cortar la hierba. Si, es para la segadora. Lo sé, le dijo el chico mientras aflojaba el tapón, porque yo también trabajo en jardines. Muchos jóvenes de este lugar trabajan en jardines durante el verano; se ganan un dinero segando la hierba, recortando el seto, pasando el rodillo, poniendo vallas de brezo para ocultar los chalés de las miradas. El chico siguió hablando mientras llenaba el bidón. También subo al monte a por leña, cuando la tala. Un silencio: y llevo paquetes del supermercado los sábados. Los cinco litros de gasolina colmaban el bidón de plástico amarillo y el muchacho lo cerraba ahora con el tapón de rosca rojo. ¿Es grande su jardín? No demasiado. Si quiere ayuda, avíseme. Le dio las gracias: le gusta trabajarlo a él. Trabajas mucho, le dijo y el chico se echó a reír: algo hay que hacer. Además me gusta. ¿Que es lo que te gusta? Trabajar, me gusta trabajar. El bidón estaba ya en la mano del Hombre del Prado y el muchacho le señaló la tienda. Tiene que pagar dentro. Lo sé. ¿Vive usted aquí? Si, todo el año. Porque si quiere alguna cosa puedo ayudar en todo.

Todo es una palabra enorme, de tan ambigua llena el espacio al pronunciarse y obliga a concretar, a reducir su alcance a las cosas que realmente le afecten. Adiós, le dijo, lo tendré en cuenta. Adiós, le dijo el muchacho sonriendo. Ciertamente tenía al hablar una manera algo gangosa de decir las cosas, como si le costara no solamente pronunciar, sino un esfuerzo el pensar y el decir. Pensó que no era muy normal, tal vez algo retrasado. En cualquier caso, mientras esperaba a que la cajera le cobrara, miró hacia fuera por la ventana y lo vio hablando con el conductor de otro coche. Sonreía, parecía estar prendido de una sonrisa y la simpatía que emanaba le llegó al Hombre del Prado como una emoción. Le gusta mirar y ver y sentir y un pequeño diálogo le hace feliz; piensa que eso es la vida y esa es la pasión a la que se entrega. Al salir de la gasolinera y tomar por la calle hacia el puerto, no más de medio kilómetro, le hizo un gesto que el muchacho contestó agitando la mano con la que no sujetaba la manguera, sin dejar de hablar con los otros, desconocidos en coche desconocido.

Las desdichas de los otros conmueven y en esa conmoción uno se pierde un poco. Apenas un gesto para sujetar a una persona que pasa de la que se ha prendido la emoción de la simpatía; apenas un gesto para sujetar en el tiempo un diálogo intrascendente al que la vida debe un poco de riqueza. En el prado, en el bosque, este hombre que escribe alimenta su vida de pequeños encuentros por senderos con gentes a las que conoce de vista y que siempre tienen un saludo en la boca, un comentario, una sonrisa. Un día desaparecen y es que, probablemente han muerto.

Cesar González Ruano, periodista fino e inteligente, uno de esos tipos con los que el tiempo ha sido tremendamente injusto, escribió que "morir es perder la costumbre de vivir" y Quevedo le daba en cierta manera la razón (o bien puede ser a la inversa por cuestión de cronología) cuando escribía en un soneto este verso "mejor vida es morir que vivir muerto". Ambas frases resumen una verdad coincidente, y es que la vida no es solo vivir. Para el Hombre del Prado esta es una evidencia personal, se sabe vivo, y entiende que saberse vivo no es el resultado de estarlo sino de proyectar una pasión, que poderosa, le impulsa a mirar, a pensar, a saber y aún consciente de que mucho mirar no muestra todo, de que mucho pensar no abarca todo y de que mucho saber es casi nada, su vida es el lugar en que habita con su pasión. Ahora piensa en el chico y en el suicidio de André Gorz y de su mujer Danielle. Piensa que ellos dos, estos últimos, habían perdido la costumbre de vivir, en expresión de González Ruano o que preferían la mejor vida de morir que vivir muertos, tal y como Quevedo nos dice. Razones del corazón que la razón no siente, diría el filósofo o inversamente, razones de la razón que el corazón hace suyas. Un chico simpático y entrañable ha muerto con diecisiete años y dos ancianos de noventa se han suicidado: el primero estaba vivo y no lo sabía, de tan vivo que estaba; los segundos estaban muertos y lo sabían.

Mientras escribe esto, llega desde lejos, el pasodoble torero de la corrida de vaquillas que se celebra en fiestas. Mañana habrá estofado de toro para todo el que quiera, en el bosque, junto a las pistas de tenis. En estos días nadie duerme y comercios y oficinas cierran a las doce del mediodía. Se bebe mucho, se conduce muy deprisa y se pierde la voz en una ronquera del poco dormir y el mucho disfrutar.

sábado, septiembre 22, 2007

El apagón

Suena fuera el rumor de una llovizna que parece imparable y cae desde ayer a media tarde. Por la noche, una tormenta, enorme, pavorosa, asustó a Goyerri, que se acurrucó junto al butacón de Ana, debajo de sus pies, hecho alfombrita, mientras truenos y rayos descargaban violentamente; en el horizonte, esas líneas quebradas, de luz brillante, blanca, un largo destello recorriendo el espacio que la acoge en su negrura, iluminaban la superficie del mar y se podían ver, en la fracción de tiempo mínimo de luz, la cresta blanca de las olas, mar rizada, violenta, batida por un un viento que llegando desde el oeste azotaba los cristales de la sala. Se fue la luz y se quedó el siglo XXI sin energía: nevera, congelador, televisión, música, cisternas del baño, ascensores, relojes, todo lo que representa la calidad de vida de los tiempos quedó repentinamente fuera de uso y ellos dos, junto a Goyerri, mantuvieron silencio unos segundos hasta que unas velas en dos candelabros comprados en una feria hindú devolvieron una visión atenuada, una luz avergonzada de serlo.

El piso había quedado en un silencio hijo de la oscuridad y desde la altura de su situación, los chalets de abajo que reptan por el cabo hasta formar una línea de horizonte en la que conviven con palmeras, una hermosa curva que a plano día puede llegar a parecer un paisaje africano, recortada sobre el horizonte del cielo azul y de la franja de mar que emerge, quedaron absolutamente a oscuras; igual que la avenida del otro lado de la casa. Todo era en la zona del cabo oscuridad y silencio, no tan silencio si abriendo la cristalera se asomaba uno al exterior de la terraza y allí la tormenta le batía con viento, agua, y todo estruendo.

Empezó a fluir la conversación en la medida en que la memoria filtró los recuerdos de otros tiempos en que se iba la luz y a la grisura del tiempo se añadía la carencia de energía, marco recordara de otra historia, de una sociedad casi mezquina, tales eran sus carencias, según se piensa. Fluyó la conversación como si nada, acunada por la penumbra mientras pasaban los minutos y al cabo la hora se seguía igual, esparenado la reposición de la luz en el paraiso. Goyerri, ahora impaciente, había exigido un espacio del butacón de Ana y los dos compartían el asiento, él con la cabeza apoyada en el regazo de ella, ella con la cabeza apoyada en el respaldo, los dos apoyados en una acogedora oscuridad de la sala.

Cotejar apagones llevó a cotejar vidas, ahora, cuando cabe reconocer que nunca se acaba de conocer la vida de otro por mucho que se esté a su lado, como nunca se alcanza a conocerlo del todo, como nunca se alcanza a conocerse a uno mismo, pues los recuerdos reveladores no son nunca suficientemente o son por el conttario demasiados. Uno y otro son dos a tiempo compartido y esto le lleva a él a una disgregación del pensamiento, a saber: le desagrada el plural que tanta gente usa: a nosotros nos gusta el cine de fulanito de tal y no acaba de entender porque las parejas hacen uso de ese nos mayestático que pluralizándolos acaba por anular sus individuales. Por poco que se sea, se dice, siempre se es algo y siempre quedará algo de uno, escondido en la recámara del lenguaje. Detesta el nos como detesta el papá y mamác on que los cónyuges se llaman disolviendo el nombre propia en la fase anterior a la pater-maternidad de ambos. Papá, le dijo ella a él, otra ella y otro él, en la mesa de un restaurante una noche hace ya algunos años, papá, me pasas la ensalada y el papá le pasó la ensalada acompañada del protector comentario que todo hombre de bien haría: cuida, mamá, que está muy fuerte de vinagre.Tal vez estaba irritado, la cena estaba discurriendo por los terrenos del aburrimiento o simplemente perdió la moderación que siempre ha venido perdiendo y que Ana le recuerda a menudo: cuida lo que dices, que puede molestar. Lo cierto es que los miró, ora a uno y ora a otro, y les preguntó: ¿habeis olvidado vuestros nombres?

Una vez más se ha ido del tema principal que era el cotejar recuerdos en la penumbra de una noche de tormenta en el piso del cabo en Alicante. Fluyó repentinamente el recuerdo de la casa de Diputación, la pequeña librería de su padre, el laboratorio fotográfico, la música, las revistas Life y Paris Match, unos amigos íntimos con cuyos hijos compartían libros de May, Sabatini, Verne; fluyó la charla cotejando la calle Diputación de Barcelona con la calle Toboso en Madrid, en el barrio de Carabánchel, donde sus cuñados le cuentan que cuando vivían allí, la casa lindaba con los campos de cereal. Ser de Carabánchel marca origen en Madrid como ser de Gracia en Barcelona. Hay en la familia de Ana quien nunca ha vivido ni vivirá en otro espacio que ese barrio de trabajadores y de clase media que se ha llenado de luces de neón, de bingos, de sucursales de banco, de restaurantes de comida rápida, pequeñas discotecas, que comparten espacios con pequeños talleres, industrias familiares, mesones, mercerías, droguerías, panaderías, encerrando entre todo ese mundo de plástico y metal iluminado, las fachadas de ladrillo de algunas viejas casas de veraneo, de algunos colegios religiosos, de un viejo parque, un cementerio para ingleses, la parada del metro, Urgel, que tiene el mismo nombre y es la misma parada que en Barcelona le conducía a su casa en Diputación. El mercado de Carabánchel sigue abierto entre callejas estrechas y el pescado, si no tiene los ojos frescos, mirando casi, se queda en las canastas o en las cestas y las hortalizas sonríen en colores.

Los barrios, con su muerte, se han llevado un mundo entrañable de seres humanos que recreaban la pequeña sociedad pueblerina pasada por el tamiz de la gran ciudad. Las tiendas, el comercio que era el nervio, el pulso vital de la vida en la calle, tenían sus rótulos que generalmente diferían del nombre que se les daba: la señora petra era la lechería y Manolo el barbero, Los de Aragón era René y Pierre y en la tintorería los puntos de media los cogía la Cinta, naturalmente hija de Tortosa. El hermano menor de Ana, Paco, callejeaba por las granjas de Carabánchel y hacía pellas, novillos, se saltaba el cole, por ir a ver las vacas. tanto le gustaban que fue novillero y se retiró después de una cogida, por la presión familiar, después de llevar en su haber en cuatro años casi cien corridas. Hay fotos en su casa, carteles, estuches de cuero que guardan los estoques, capotes y muletas, taleguillas y en la librería el Cosío, la enciclopedia del mundo del toro, la catedral en texto de la fiesta. De una vaquería al albero de la plaza de Vista Alegre, de la parada de Urgel en la Gran Vía a la parada de Urgel en General Ricardos, de la señora Petra a la Chiri. Todo lo que existe en el recuerdo que fluye existe y basta.

Compartían hablando un vaso con cubitos de hielo y bourbon, que Ana cree que es más fuerte que el escocés y él cree que no, que tiene un aroma más cariñoso. Compartían el vaso, que es una buena manera de no beber solos en la oscuridad y de vez en cuando sus manos se tocaban y Goyerri gruñía porque su dueña rebullía en el asiento para alcanzar el tintineante recipiente. Todo el sonido eran las voces en la penumbra, una célula habitada en la inmensa oscuridad exterior; asombroso retorno de las palabras. Ahora Ana recordaba a Pepe, el hermano mayor, que por aventura marchó a la Legión y allí, en África le tocó vivir lo de Sidi Ifni. El Hombre del Prado, trasplantado a la playa recuerda que en Barcelona, se decía del hijo de los dueños de una cadena de tiendas de ultramarinos, que había sido fusilado allí por cobardía y deserción ante el enemigo. ¿Leyenda urbana? ¿Verdad filtrada? ¿Quien sabe? Pepe volvió de la legión y fué hasta morir un tipo alegre al volante de un camión que recorría Europa: cordial, entrañable, un hombre cariñoso por encima de todo con una sonrisa dibujada desde la misma profundidad del alma, incluso cuando el cáncer pudo con él.

Y entonces, de improviso, se hizo la luz y sonó el televisor. Goyerri, retornada la normalidad que tanto ansía, saltó del regazo de Ana y se acercó a la cristalera de la terraza y aspiró el sutil aroma de tormenta, que ahora, mucho más calmada, danzaba en el aire exterior; todo el espacio suyo, de la tormenta. Toda la visión de Goyerri, en la tranquilidad. Apagadas las velas se percibe un cierto desasosiego porque no se puede convocar al mágico retorno de los recuerdos sin medida ni dirección, apagando la luz y cerrando la tele. Las cosas suceden cuando suceden y por lo que suceden. Búsqueda de canal y adormilada ella, y adormilado él...

NOTA: Leído este post por Ana corrige una apreciación: Carabánchel no era un barrio, le dice, de clase obrera y media. Era un barrio de clase obrerra, rojo y de inmigrantes. Y ante tanta seguridad no cabe disculpa alguna, que ella lo sabe bien, que nació y vivió gran parte de su vida, allí.

jueves, septiembre 20, 2007

El inverosímil parto de la bestia

Entre los libros que han llegado en cajas a la playa, está la novela de Vassily Grossman, publicada en francés, Vida y Destino. La casualidad hace que el mismo día en que lo coloca en un estante, se entere de que va a ser publicado de nuevo en español, ya lo fue hace muchos años por Seix y Barral, pasando desapercibido, o eso cree recordar. Recuerda perfectamente que llegó a sus manos como un regalo de un amigo que viajaba muy a menudo a París, y que le costó esfuerzo leerlo, ya que meterse en 900 páginas en francés, contando con una habilidad media para leer y comprender en ese idioma, requiere dos cosas: paciencia y suficiente interés para perseverar en el esfuerzo.

El libro de Grossman le pareció terrible y lo relacionó con otro libro que había leído años atrás: El cero y el Infinito, de Arthur Koestler. Ambos exponen, de los libros conviene hablar en presente cuando son actuales, la cara perversa y escondida del totalitarismo. Y, como por obra de una maldición que actúa sobre la mente de los individuos y que no es sino el peso de la propaganda, machacona, sobre las personas, cuesta creer en sus contenidos. tachar a estos libros de contenido anti comunista, a secas, podía resultar eficaz en los tiempos en que los leyó, pero calaron en él.

No fue hasta mucho más tarde cuando se encontró con Los Orígenes del Totalitarismo, de Hanna Arendt, del que Vida y Destino parece ser la puesta en imágenes (después de todo funciona como una novela) del libro de pensadora judía. Lo que esta teoriza apasionadamente, comparando las dictaduras soviética de la epoca de Stalin, con la dictadura nacional-socialista, aparece reflejado capítulo tras capítulo en la obra de Grossman, de tal manera que uno y otro forman una dualidad compenetrada, un todo coherente narrado con dos lenguajes y si en el libro de la Arendt las imágenes las pone el lector, que ha recibido harta información gráfica de aquellos hechos terribles, en el de Grossman el pensamiento que allí late está claramente expuesto en la obra de Hanna.

La casualidad le ha llevado hoy a encontrar, entre los libros por clasificar, un pequeño volumen, de unas 170 páginas de caracteres grandes y espaciados, titulado Historia de la columna infame. No lo había leído, estaba olvidado en ese sueño que les corresponde a muchas obras que esperan con paciencia su turno y que algo deben de tener, porque en las limpiezas periódicas de una biblioteca, mudan de lugar pero nunca abandonan el sitio. Esta Historia es obra de Alessandro Manzoni, su siguiente trabajo después de haber escrito y publicado Los novios. Manzoni, está seguro, no es sino una referencia en los libros de literatura, cuando se habla de los románticos italianos, y en verdad fue un romántico al que un día arrebató la razón del puro romanticismo y ganó una visión crítica de la historia y del tiempo. Lleva un prólogo de Leonardo Sciascia al que he de volver enseguida.

A las 4,30 de la mañana del día 21 de junio de 1630, Caterina Rosa, una mujer de clase baja vecina de Milán, estaba asomada a la ventana cuando un hombre que caminaba por la calle le llamo la atención. Escribía algo en un papel y de vez en cuando pasaba la mano por la pared. Extrañada recordó que se hablaba en la ciudad, que sufría los coletazos de la peste, del infame untar paredes con ungüentos terribles para que la plaga se extendiera. Y en este sentido denunció al viandante. De como los jueces, la opinión pública y los funcionarios de la justicia convirtieron aquel hecho explicable en un acto de terrorismo contra la ciudad, a partir de la aplicación de la más salvaje tortura, del más horrendo suplicio moral y físico, da cuenta el libro. No uno, sino varios encausados por confesiones alocadas hechas por los encausados para salvar, no la vida, sino limitar o acortar la tortura, fueron apareciendo en nombres sugeridos al azar, sin conocimiento entre ellos ni relación alguna. Los dos principales encausados fueron condenados a ser paseados en carro por la ciudad mientras se les atenazaban las carnes con tenazas al rojo; se les cortaban, primero una y luego la otra, las manos; se les descoyuntaban lentamente los huesos, les rajaban las carnes y finalmente los colgaban cuidando de evitarles la muer5te para degollarlos seis horas después. Sus casas fueron derruidas y finalmente en el solar de una de ellas se levantó una columna, que se llamó infame, en memoria de los hechos y que ya no existe.

Manzoni, en este informe, que no es una novela, centra su interés en los jueces, hombres que debiendo ser responsables, se entregaron a un festín de sangre y tortura a partir de una palabra: "inverosímil". En la medida en que los interrogados por la tortura negaban las versiones que los culpabilizan, la respuesta de los jueces, escritas en las actas del juicio era: por ser su respuesta inverosímil, se le vuelve a dar tortura.. Hay palabras que no son inocentes cuando quien las usa es capaz, porque tiene el poder, de darles el sentido necesario. Curiosamente aparece en las citadas actas una expresión que no es caprichosa y si reveladora: esta verdad referida a las confesiones de inocencia de los reos, son las dos palabras que crean para la verdad la existencia de dos niveles: esta verdad, la suya, no es verosímil y si se observa bien la frase veremos cuan reveladora es de la certeza de que la inverosimilitud es porque no se adapta a esta verdad, la nuestra.

En el prólogo, Sciascia expone un concepto que le llama la atención nada más leerlo: la burocracia del mal. Se refiere a la maquinaria de la justicia que, de buenas a primeras, empieza a funcionar ignorando pruebas, falsificando razones, forzando confesiones y decretando torturas sin cuentos y horrendas ejecuciones de inocentes. Esta burocracia del mal que narra Manzoni y cita como concepto Sciascia, viene a ser aquella banalidad del mal a la que se refiere la Arendt en El Juicio de Eichman. El mal convertido en burocracia se convierte en ciega maquineria cotidiana desprovisto del horror, salvo por la víctima; aplaudido incluso por la ciudadanía que llega a creer en aquello tan formal de algo habrán hecho, ya que ningún ciudadano, en su cabal juicio, podrá pensar nunca que los jueces que deben proteger a la sociedad puedan dedicarse a instaurar el mal, como norma moral de vida.

Al acabar el día, tras haber dado cuenta del libro en una tarde de lectura, una noticia le llega y en cierta manera le conmueve: ha sido detenido y va a ser juzgado el número dos del khmers rojos, co responsable de la persecución y muerte de 1.400.000 ciudadanos camboyanos. Hilando fechas se da cuenta de que todo tema de este cariz no es sino la presencia del mismo mal a lo largo del tiempo, parido por los hombres.

Inverosímil le parece todo lo que ha ido hilando. Esta verdad, se dice, no puede ser cierta porque es inverosímil. Y recuerda la frase de Brecht: aún esta vivo el vientre que parió a esta bestia.

viernes, septiembre 14, 2007

Crónica de un crimen de novela

Pasamos la vida construyendo una identidad, le digo a Ana. Pero, me contesta, ¿no es en eso en lo que consiste la vida? Estamos frente al mar, sentados en la terraza; el sol velado por la calima produce un calor bochornoso. Un ferry entra en el puerto de Alicante y su blanco refulge ligeramente, como hijo de un vaho, mientras la isla de Tabarca ha desaparecido dentro de una masa opaca en la que el azul mediterráneo ha dejado paso un desvaído color salpicado de grises y de bordes blancos, causa de la luz del sol al contornear las nubes.

Hemos llegado hace dos días con la intención de pasar poco más de una semana, con el coche cargado de libros apilados en cajas plegables de plástico de las que se compran en las tiendas almacén de bricolaje. El hombre moderno se ha convertido en un habitante de Leroy Merlín, de el Corte inglés, de Carrefour, pensaba mientras metía los libros seleccionados en las cajas, amarillas y azules que parecían realmente barquillas de fruta: las novelas de John Le Carré, de P.D. James, de Henning Mankell, y también las más antiguas, de edición rústica que guardan a Hammet, a Chandler, a Mc Coy, Macc Donald, Himes, Quenn,Mc Cann y la Highsmith, sin olvidar a la reserva espiritual que representan Simenon, Cristie, Doyle y como una joya preciada, antigua. anticuada, reaccionaria, la obra de Edgar Wallace. También, se dijo, somos almaceneros de un almacén propio, colección de horas pasadas, archivo de enigmas vividos en el pasado, sólidas tardes de hastío convertidas en tardes de gloria.

Acarició una novela de Chester Himes, cuyo título es en sí una obra maestra de exposición inquietante: "Un ciego con pistola". Himes era un escritor de Harlem que fotografió su barrio suburbial y retrató a los personajes que pululan por él construyendo una identidad basada en la supervivencia y en la destrucción: vivió y murió en Málaga, escribiendo al sol del Mediterráneo, entrecerrando los ojos y soñando un Harlem violento de pequeños enanos monstruosos. La manera magistral con la que Himes traza una novela, las elipses que dibuja para ir y venir de un sitio a otro saltando por los capítulos, es una lección de la mejor literatura.

Entre toda esa novela una joya americana de Boris Vian: "Escupiré sobre vuestras tumbas". La admiración que siente por este autor es similar por grande con la que siente por Celine. En ambos casos, piensa, la locura de estos hombres es la de aquellos que lo han perdido todo menos la razón, según escribió Nietszche en algún lugar de su obra. ¿Porque piensa que este autor alemán es en realidad un magnífico autor de novela negra? Probablemente por las horas dedicadas a resolver los enigmas que plantea la muerte de dios y el nacimiento de un hombre empujado por la voluntad de poder, llevado en andas por el eterno retorno de su humanidad, una y otra vez cercenada, una y otra vez resucitante. A veces ha pensado, por pensar, que la mejor literatura no es sino novela negra, plagada de buenos y malos, de violencia moral y física, de castigo y redención, de culpables, siempre culpables, expiando su parte de insoportabilidad del mundo y de la vida: Crimen y Castigo, que leyó en 48 horas seguidas, interrumpidas por un sueño ligero de no más de tres. mientras cumplía el servicio militar, sin poder dejar el libro de las manos hasta llegar al fulgor de una frase: "el miedo a la estética es el signo de la impotencia". Faulkner, magnífico señor de la disolución del sur profundo, con un bourbon al alcance de la mano y un universo poblado de fantasmales deseos; Balzac, recorriendo con morosidad los salones donde el crimen se manifiesta contenido, irrealizable igual que despiadado; James, Miller, Tolstoi, Baroja, Galdós, Zola... En toda novela se cierne el asesinato del autor a manos de sus personajes, del lector a manos de la historia.

No se puede ordenar una biblioteca sin demorarse en los títulos, en las portadas y en la memoria. Las paredes de la habitación se visten de palabras, y convertida en cuarto de estudio y biblioteca abren sus ventanas a la sierra que rodea Alicante, peladas de vegetación, macizos informes de tierras pedregales, de inmensos roquedales que niegan la vida afirmando la voluntad de muros carcelarios, anticipo del África que al otro lado del piso se adivina exactamente en la frontal, la terraza, el mar, la línea del horizonte, la línea del sur trazando una línea recta desde el norte de la ventana hasta la misma Argelia, donde nada se divisa. Piensa que allí nació Camus, del que ha traído a Alicante algunos libros que tiene repetidos: El mito de Sísifo, El extranjero, El malentendido, Los justos... Todos novelas negras, se dice, todos libros de enigmas terribles que tratan a la vida y a la muerte como la misma cosa indiferente y banal.

Los libros son identidades compartidas, trozos de identidad que son del autor y del lector, por separado, unidos por los puntos vagos de las horas de lectura, del pensamiento prestado al otro que escribió en el otro lado de las palabras escritas, impresas en páginas de papel blancuzco. Tantas palabras para construir una realidad que es el hombre del Prado, que es al mismo tiempo el Caminante en la Playa y que es en resumen Luis R..., un personaje que se difumina en su realidad por el nacimiento de un hombre nuevo, de una identidad vivida y al tiempo inventada. Quien no inventa su identidad, quien no se ve a sí mismo como si fuera el otro, quien no participa en el asesinato ritual de aquel a quien intenta entender y no lo consigue, pierde una visión de su criatura. Todo individuo, al mirarse, no ve sino una metáfora de sí. Un ciego con una pistola o una hombre con una pluma y otro hombre en el prado que viaja a la playa y se refugia en el paisaje del crimen que ha cometido y nunca ha confesado: vivir inadvertidamente. ¿No es eso una forma de asesinar a un ser humano?

Claro, le dice a Ana, en la terraza, es eso la vida, nada más que construir una identidad, saber unir -saca a colación a Pitágoras de nuevo- el principio con el final. Abajo, en los jardines de los chalés adosados que extienden praderas irreales, metáforas de lo natural, adornadas de piscinas y columpios, un niño de seis o siete años trata de levantar al aire una cometa en un día sin viento, y no lo consigue. Corre esforzadamente arrastrando el armazón vestido de tela de colores, donde domina el amarillo, y aquel a trompicones tropieza con la tierra y se arrastra tirado por el hilo: tozudo el niño y terca la tela el intento se convierte en furiosa carrera en torno a la piscina en la que el agua centellea. Al fondo el mar, presente, siempre, una línea que grises que se dibuja desde la colina que soporta el faro hasta el hasta el Cabo de Santa Pola. En su recorrido, interrumpen la pureza de su línea algunos edificios de muchas plantas y en ellas muchas viviendas, colmenas del desarrollo demencial. Destruir un paisaje es también una historia negra, piensa, un gesto plagado de crímenes. Cansado el niño vuelve a su casa entrando por el trozo de césped, que enmarcado en una valla de madera blanca, crea la ilusión de un jardín particular; la cometa yace inmóvil sobre la hierba, como el toro en el albero, exangüe, muerta. ¿Cómo, se pregunta, pude vivir inadvertidamente tanto tiempo y ahora miro las cosas con tanta mesura, con tanto tiempo, tan detenidamente? ¿Quien puede contestar a la metáfora? Una brisa, repentina y breve, ondea las faldas de los toldos que parecen saludar, saludarle.

Goyerri empieza a inquietarse, son casi las once y entre un lento despertar y un soleado desayuno, han pasado dos horas y el amigo perro reclama salir a la calle, caminar por el paseo hasta el descampado en que se encuentra con todos los olores de todos los perros del mundo, eso debe sentir él, que tanto le ilusiona y le hace corretear siguiendo un rastro hecho de zigzags donde en cada vértice se detiene para hundir su hociquillo en el suelo y aspirar el aroma de perronidad que tan caro le es. El perrillo, casi humano, de identidad transformada, encontrará en esos rastros aquella que ha ido perdiendo entre sofás, alfombras, rincones sombreados, el bosque, el jardín. No parecerá importarle ni sentir desesperanza alguna por rencontrar un rastro que le conducirá hacia lo primigenio y propio: no tiene mitos.

Ana se pone en pie: hay que sacar a Goyerri. ¿A la playa o al acantilado? Le da lo mismo, lo que Goyerri marque. lo que le indique el minúsculo y adorable hocico cubierto por las greñas canosas de su especie. ¿Me acompañas? le pregunta a ella. Claro, le contesta, me visto y bajo contigo.

Buenos días.

Una línea

No sabe de donde sacó la frase, porque la anotó en su cuaderno negro sin relacionar el origen, pero si copió el nombre del autor: Pitágoras. Parece ser que en algún lugar escribió que "la felicidad consiste en saber unir el final con el principio". Es frase de aritmético, o de geómetra, según se proponga uno comprender el desarrollo de una fórmula o tener una visión clara y sintética. Comentando el sentido con dos amigos, coincidieron ambos en que la frase representaba una línea recta: ¿porqué recta? les preguntó. Era evidente, le contestaron, una línea que une dos puntos es una línea recta y final y principio son dos puntos de la vida, los dos únicos puntos que realmente interesan. Sus amigos no estaban por la resolución de un problema aritmético: tal vez tenían razón: la felicidad no debería nunca ser un problema aunque bien podría ser la solución del mismo. Intentó hacerles ver que de ser así conviene aceptar que si la felicidad es la solución el período anterior es de infelicidad

Cuando camina por el bosque acostumbra a zigzaguear tal y como lo hace el camino, en un aparente juego de curvas y revueltas sin sentido que obviamente conducen a algún lugar. Hay lugares de todas clases en un bosque, incluso lugares que no son aquellos que se esperan o que realmente ni siquiera parecen ser lugares. Recuerda a menudo como siendo niño, estando pasando unos días en Montserrat, su padre les llevó a él y a su hermana a un lugar llamado El Plá d'els Ocells. La excursión matinal fué larga por sendas empinadas; tuvieron la impresión de que el adulto se perdía en aquel bosque intrincado y que en un momento, llegando a un claro, cansados de tanto ir y venir, subir y subir, les dijo "hemos llegado" y señaló el pequeño claro, una cuesta ligeramente empinada, con unas rocas en el centro, rodeada por un círculo de árboles. ¿Es aquí? preguntaron. Aquí es, les dijo su padre. Tuvieron la impresión de que aquello no era el lugar al que iban, que ni siquiera era un lugar y que la prisa, el cansancio y la desorientación empujaron a su progenitor a adoptar un aire de triunfo en lugar de apelar al desconsuelo. Un padre, aquellos eran otros tiempos, no debían equivocarse en público ni en privado, que también es un ámbito público cuando se trata de los hijos.

Aquel recuerdo le lleva a desconsiderar que Pitágoras se refiera a una línea recta. ¿Porque tiene que serlo? Geométricamente una línea es un conjunto de puntos cuyo único interés es mantenerse cada uno totalmente pegado al anterior y al posterior, como esos niños de guardería que se cogen del faldón de las batas para cruzar una calle. La forma que los puntos adopten, los recovecos que emprenda la lçinea en su vagar dubitativo, no tienen que ver con la realidad de que se trata de una línea. Así, que de ser línea, la felicidad pitagoriana debería ser curva e incluso quebrada.

Ahora, cuando sigue una senda en el bosque en pos de un lugar determinado, La Peña del Águila, por ejemplo, sabe que al llegar a lo alto se sentirá feliz y fatigado; o fatigado y feliz. Cuanto mayor el esfuerzo, mayor felicidad. Se puede llegar a la peña por sitios diversos, cruzando un arroyo y subiendo después por su margen , el camino más corto y a un tiempo el de mayor pendiente y por ende más fatigoso, o siguiendo una senda ancha, de curvas amplias, que pasa por llanos en el bosque que ofrecen un espectáculo de árboles dispersos por los que el sol derrama su luz en claroscuros, tan brillante paisajista es la naturaleza.

Todo camino se convierte en línea y toda línea, limitada por el tiempo y el espacio, empieza y acaba, es finita. Es o podría ser la vida, o de ella un hecho, un accidente, uno de los innumerables aconteceres que van entrecruzándose para dotar a la vida de contenido. La vida sería, sin duda, otra línea entrecruzada de muchas más, casi escondida en ellas de tal manera, que si se consiguieran borrar no quedaría sobre el papel rastro de trazo alguno. La vida bien podría ser, descontados los hechos que la forman, nada: un tiempo vacío, un espacio sin individuo: una oportunidad perdida En su finitud, la suma de aconteceres acaban por dibujar una biografía, sin ellos no dibuja nada. Se dijo que "el loco es aquel que pierde todo menos la razón" y debe ser cierto: una vida solamente cargada de la razón es una locura, es la locura, es el vacío de un loco.

Puestos a jugar a geómetras, les propuso a sus dos amigos, que a esas alturas estaban acabando una sencilla vuelta al prado por la linde del bosque, un simple camino de unos dos kilómetros de longitud por terreno llano de cómodo piso, les propuso pues que trataran de borrar de sus vidas los momentos felices identificándolos: las bodas de los hijos, el nacimiento de los nietos, su propia boda, un ascenso en el trabajo, algún hecho aislado o un recuerdo casi perdido; fueron coincidiendo en situaciones parecidas o aportando alguna diferenciada. Para A un momento feliz en su vida había sido despertarse junto a una mujer deseada y para B una tarde de lluvia en el porche de su chalet en la costa, cuando solo con un libro en la mano quedó viendo la tormenta, abstraído en ella, viendo como las olas se revolvían contra el cielo y todo el horizonte se poblaba de grises como el plomo. El Hombre del Prado les animaba a recordar y en ese ejercicio iba él también recordando situaciones análogas hasta acabar teniendo frente a ellos no más de veinte ejemplos pertinentes.

Bien, les dijo, y si sacamos de nuestras vidas estos hechos que parece que nos hacen felices a casi todos, o que identificamos con nuestra exaltante felicidad de hombres virtuosos,¿que es aquello que queda?. ¿Tal vez resulte que hemos sido infelices? esperaba oír una negativa rotunda, pero quedó el silencio entre los tres. Les propuso la infelicidad y la negaron. Tal vez la satisfacción: tampoco. La línea de la vida de la que habían empezado a hablar poco antes, era ahora una desnuda fila de hormigas zigzagueando hacia el hormiguero; ellas saben unir el inicio con el final. Cuando se insiste en el silencio es que algo no funciona y además estaban llegando a la casa y se hacía oscuro.

No recuerda cual de ellos habló al fin, pues ahora iban caminando un tanto desperdigados por el camino, desapasionados de la conversación. "Lo que sucede, dijo, es que esta vida es bastante jodida". Y la otra voz asintió enérgicamente: "Muy jodida..." "Pero, añadió el primero, hay buenos momentos, si". Y el otro lo corroboró: "Muy buenos". Pitágoras, pensó el Hombre del Prado, fue demasiado sutil, ciertamente es mejor decir que la felicidad son los buenos momentos de una vida que, por lo general resulta bastante jodida.

Por la noche acudió a uno de esos libros de citas que proporcionan una imagen de lector voraz a quien los usa y buscó la palabra felicidad. Le asombró contar más de doscientas definiciones de personalidades, prácticamente poco o nada coincidentes. En cualquier caso, la de Pitágoras no figuraba entre ellas.

martes, septiembre 11, 2007

El lenguaje y nada

Azorado ante las páginas escritas, ante las palabras alineadas, no consigue comprenderlas pese a que son las suyas. Años de escribir tratando de dar con cierto magisterio le conducen finalmente a la desesperanza. ¿Que es peor, se pregunta, escribir para uno o para otros? Siempre se escribe para uno, es la respuesta, para uno más uno, que es el lector, o más dos... Pero intentar escribir para más de uno es tarea ingrata porque en cada palabra escrita con un significado cada lector hallará otro diferente. Si el impulso de escribir, la pasión por hacerlo, la pasión de hacerlo apasionadamente, tuviera un objetivo menor, podría darse por satisfecho, pero ingenuo, ha tratado de hacerlo para que uno, solamente uno, comprenda lo mismo que él ha escrito palabra por palabra. La desolación está pues en el lenguaje que funciona, cabe reconocerlo, como un limitador de la comunicación, un simple "para entendernos" cuando el objetivo era "para que seas lo que yo soy cuando escribo".

Azorado ante tanta página en la que se enfrasca sin comprender nada, sin otra cosa que ver que un ciertamente elegante estilo de componer las frases, entiende que es llegado el tiempo de empezar de nuevo. Hasta las comas se le han rebelado y parecen haber cambiado de lugar jugando al escondite con la ilación de los conceptos. Hay que comprender que no es el maestro que al dirigirse a los alumnos asume la paternidad de la verdad que está explicando. Después de todo, este pensará que ellos tendrán que romper sus palabras en mil trozos cuando les convengan; objetivo, como debería ser, se sentirá reconfortado al saber que probablemente no dejará otra huella que un rastro de memoria acumulada, el tiempo la borrará o la transformará en un mito: todos seremos narrados durante un tiempo hasta que nada. El no es el maestro, acude a la plaza pública para lanzar al azar una voz con una o dos palabras y esperar que alguien las pueda oír y comprender. Podría decir a los demás ante su pasividad "puedo explicaros quien soy y así me podréis entender en la justa medida". Es otra falsedad ante la que hay que pasar de puntillas, porque no existe una justa medida, un sistema de pesos en lo humano que establezca cuantos son los gramos necesarios para que una incierta verdad, apenas entrevista, pueda hacerse evidente.

Cuando para explicarse el individuo acude a su biografía, asume lo falso y la mentira como propio, tal vez siempre lo ha hecho pero en esta ocasión la evidencia es sorprendentemente clara, pues ante el rechazo debe insistir, sujetar al otro por la manga y retenerlo. Le va a hablar de él para rogarle un tiempo de atención, tal vez tenga un resumen escrito en una cuartilla en la que desde la fecha del nacimiento hasta la superación de sus miserias se mostrará ejemplar. Padre y madre, y hermanos, y mujeres e hijos, formarán un retrato de familia en el que el fotógrafo de turno habrá proyectado un foco de luz maquilladora. Probablemente, para hacerlo más interesante haya creído recordar que fue un hombre terrible, alguien que fustigaba a la mediocridad. Siendo la verdad una pura convención moral frente a la otra verdad, no hace sino procurarse un hogar habitable, una explicación de sus pecados. Guardará esa cuartilla para releerla en la noche solitaria, al borde del camino, hasta saber, finalmente sabrá, que nadie habita en su biografía, ya que suele ser un disfraz.

El individuo ahora se encuentra en el camino, no en la biografía, y estando en él no puede detenerse; no es quien camina sino que es el camino el que recorre el trayecto a la inversa y se le impone; le dice "déjame que sea yo quien te guié, déjame que transcurra por ti, así es más sencillo, es menos doloroso. ¿Para que la voluntad si en el sendero las marcas de dirección están marcadas y vas justamente hacia donde yo te conduzco? Puede tratar de encontrar su explicación en jornadas anteriores recordando un hecho, un acto, un hostal, un cruce, una sombra que le dirigió la palabra o un banco en el que se sentó junto a la fuente, pero las ha olvidado convirtiéndolas en historias de sí mismo, apenas nada que pueda interesar. Lo que ve a través de sus ojos no es sino la representación del camino que se ha impuesto, eso cree, cuando es la pasión de la vida la que le sitúa en él sin más motivo.

Todo lo que oye es lenguaje y lo que ve lo mismo y el mismo sentir sus sentimientos no son sino convenciones del lenguaje. Mientras no esté solo, desnudo en soledad, no alcanzará un territorio libre para perderse, pues no hay otro destino. Tal vez pueda entonces intuir que en la ausencia de meta se encuentra la parte más prometedora de su proyecto de viajero en la vida; tomará cuantos senderos se le antojen siempre convencido que ese que toma es el que más conviene a su momento y al cabo el momento será ya otro y habrá perdido la urgencia de resolver el conflicto y hacer la elección.

Absorto en el bosque no hace sino negar lo que ha sido creyendo ser y tratar de saber lo que fue sin saber. Podrá interrogar a los demás, pero el lenguaje, una vez más, le dará noticias falsas, poniendo ante sus ojos mil figuras y formas que, a su entender, no le corresponden. ¿Quien vivió por mí? se preguntará y no encontrará otra respuesta que "uno que fue antes que tú y al que ya has olvidado". Se tratará seguramente de él mismo, pero ¿cómo saberlo? ¿Cómo reconocerlo? No hay compañía aunque revolotee en torno a él toda la ternura del mundo hasta el punto de llegar a emocionarle. Filosofador al fin, tendrá que aceptar que una vez más le engañan los sentidos que se engarzan a la memoria como valores añadidos, como algo más que deberían, si eso fuera cierto, dar valor y coherencia, resumiendo una verdad que sabe que no existe. Yo no soy la verdad, se dice, que no existe o que puedo ser cualquier verdad en cualquier momento. ¿Cómo borrar esa perturbación de la memoria para que la emoción no le distorsione la visión? Como en un horizonte lejano, cuando volvemos la vista atrás del camino en el monte, vemos el paisaje que hemos recorrido como otro, vuelto del revés y ahora también el individuo es otro. "La vida es muy cruel" repetía alguien cerca de él, e irritado sentía ganas de decirle "¿que sabes tú de eso?". Fue en una noche de tormenta, alrededor de un fuego: no quiso consolar al que lloraba, bastante tiene cada cual con lo suyo.

Yo, afirmará rotundo en el silencio de la ausencia de otros, he sido feliz y de inmediato, el poco tiempo que se tarda en descubrir la traición del lenguaje, un instante cargado de cegadora luz, tendrá que decirse a si mismo o gritar al sendero que no puede saber lo que es, ha sido, será, ser feliz. ¿Acaso he sentido la placidez de ser creado? No cree que se pueda sentir otra felicidad que el saberse acunado en este mundo, cuando comprende al fin que ha sido dejado aquí, arrojado de manera brutal, despiadadamente. Y una vez más el lenguaje: ¿Que quiere decir "arrojado despiadadamente". Todo cuanto piensa con palabras debe ser vuelto a reescribir, borrar palabras que cambian el sentido de las cosas y finalmente encontrarse que de miles de palabras le han quedado las justas, una línea, diez o doce vocablos en los que el sujeto y el predicado están unidos por la vaguedad más absoluta.

Azorado ante tanta página escrita carente de sentido, alcanza el silencio sabedor al fin de que es la ausencia de lenguaje el único idioma capaz de ser comprendido. Aunque, le asalta una frase que leyó hace años de Pierre Klossowski: "¿de que forma podemos hacer para saber lo que somos cuando nos callamos?"

viernes, septiembre 07, 2007

El asesinato de Laura Inexistente

Busca un libro en la biblioteca que no haya leído, aunque al poco desiste de ese empeño y lo que realmente es un libro que le ayude a pasar un rato en el jardín, alejándole´ de lo que lleva leyendo en los últimos meses. Varias horas al día las pasa encerrado con unos personajes que son de ficción aún habiendo vivido en su tiempo una vida real. Para escribir sobre un tiempo hay que conocerlo, eso piensa, y para conocerlo necesita leer y viajar: conocer el tiempo y conocer el sitio. Hoy podría recorrer el Palatino y señalar las casas de Cicerón de su hermano Quinto, de Clodio; emprendería el camino de la Curia o subiría las laderas del Quirinal para pasar al Esquilino, donde estaba la Casa de los Tánfilos, el lugar en que Ático vivió su vida romana, en el centro de un jardín prodigioso, rodeado de libros y de obras de arte.

Los personajes de ficción, las criaturas que uno crea, son a menudo retazos de la propia vida del creador. Así debió ser con dios, que nos hizo a su imagen y semejanza, aunque esto es explicable y comprensible alcanzando a leer en clave de uno de los veinticinco niveles en que se pueden leer las Antiguas Escrituras. Lo cierto es que, honradamente, si uno escribe acerca de sí mismo un relato, que no se trate de una biografía, debe tener bien claro que ese fragmento vital que expone a la vista y lectura de todo aquel que quiera comprar el ejemplar, ha de tener el interés de mostrar lo desconocido, probablemente perturbador, siempre angustioso, que uno guarda en su equipaje. De no ser así, ¿quien querría leer la vida de un tipo exactamente igual a todos los demás? Se puede aducir que todos los seres vivos, tienen desde la infancia, cosas que ocultar, secretos y pecados o pecados secretos, que no es la misma cosa las dos, ya que los pecados en cuanto se exponen a la luz pública dejan de ser secretos: o cuando se confiesan a quien corresponda.

Conviene huir de los sentimientos propios, conocidos, vividos, recreados. Nunca se ama de la misma manera que ama un personaje de ficción que uno ha creado, aunque en la realidad la ficción vive dentro del creador y en parte le crea a su vez, en el momento en que se enciende la luz que le da paso, cosa propia, vida de uno. Conviene huir de la memoria propia y del magisterio del tiempo vivido, entregado a los demás. Hay demasiado autores de vidas inacabadas que quieren narrar su propia experiencia en cine o literatura, y lo que hacen es huir del confesionario o del psiquiatra. Piensa el Hombre del Padre que ambas profesiones deben tener en común el aburrimiento de escuchar, cada día, los mismos secretos que se consideran, por el que los posee, únicos y terribles. También puede suceder que confesor o psiquiatra descubran que quien se considera pecador o enfermo, puede estar acometido por el mismo pecado, la misma dolencia, que quien va a salvarle con la absolución o la terapia.

Hace años. mucho, cuando pensaba escribir de una manera vocacional y profesional, que encargo a un personaje que matara a otro. Aconteció el hecho en la Estación de Francia. La muerta fue una muchacha de nombre Laura Inexistente. El asesino un miserable inventado para la ocasión; se trataba realmente de una sombra que pasó por allí y le asestó una puñalada. Ni motivo, ni pasión u odio, un acto necesario para que en la narración se produjera un vacío en la ilusión, un viaje a la nada. De Laura Inexistente andaba el autor un poco enamorado, la había compuesto con la materia con que se forjan los sueños, sus propios sueños. Aquella muerte inútil nunca la ha podido olvidar. La infeliz yacía en el andén entre vías, entre las dos y las tres de la madrugada, sobre un suelo sucio y una mancha de sangre que empezaba a coagular en una placa pegajosa, prácticamente negra. ¿Porqué esa ferocidad de asesinar a un ser, por muy incierto que sea, querido. Hubiera podido seguir al asesino, era su potestad, por las calles de Barcelona en una lenta marcha desdibujada por la noche y una bruma que llegaba de el Moll de la Fusta cuando no era el territorio abierto de la modernidad. Los tinglados portuarios, en su oscuridad inquietante eran el paisaje ideal para que, repentinamente sonara una voz, un ¡alto! y al echar a correr el asesino sonara un solo disparo que diera con él en tierra y con su vida buena cuenta. No fue así y lo perdonó. Vaga esa sombra miserable por su mente esperando que llegue el momento de ajustar responsabilidades.

Una historia es un sueño, se dice, algo que arrebata desde el primer momento hasta el despertar. Un personaje creado por la mente de un soñador suele tener mal fin, ya que en él se han de sintetizar los desencuentros, las fantasías tristes y la frustración del autor, que de tanto soñar ha dado con el personaje llevando a cuestas una vida, que no se sabe bien de quien es. Conviene en esto ser sincero con uno mismo, o practicar la osadía de lanzarse a crear sin rumbo fijo o lo que es peor, con un rumbo sin contenido. Quien escribe recrea de la mente al papel, o al disco duro. Todo lo que sale de sus dedos sobre el teclado ha pasado antes, centésimas de segundo antes, como un torrente por su cabeza, expulsado de no se sabe que depósito allí escondido; recrea además un paisaje que ha debido crear sacándolo del espacio indefinido de de otro tiempo y lugar, lleno de imágenes; o por el contrario de su propia vida y copia caras y cuerpos y nombres en claves que solamente él conoce. Proust y Kerouac, unidos por el destino en las páginas de En el camino han entrado en sus vidas y las han saqueado; que no se les malinterprete, no es su peripecia existencial por exhibicionismo lo que les interesa, sino meter al tiempo pleno en las páginas impresas de un libro para mirarlo a fondo, seguramente para tratar de comprenderlo.

Cuando el Hombre del Prado pensaba escribir de manera profesional, arrastrado por la necesidad, se encontró en sus manos con la obra de Proust y después de varios intentos consiguió dar vuelta a la primera página y siguió a lo largo de una primavera, un verano y parte del otoño, devorando aquel travelling lento, moroso, despiadado, que resulta de mirar, y mirar y mirar. Durante ese prolongado tiempo de lectura, dejó a Laura Inexistente tendida en un charco de sangre en la estación de Francia. En la puerta de la misma estaba Eliseo Cerrada que acudía a encontrarse con ella y que se había cruzado sin saberlo con el asesino miserable. Quedaron todos detenidos en un capítulo que era como un plano de la secuencia de una película y no retomó el trabajo de concluir el relato. Lo que estaba haciendo, se dijo, como el vino, si no tiene cuerpo, bouquet, paladar y aroma, no vale la pena.

Si la tragedia del ser humano es su propio conocimiento de la propia muerte, la del escritor es saber que no lo es, porque no sabe escribir. No se trata de un golpe de efecto, sino de una realidad hija de la lucidez. Escribir no es volcar palabras sino saber contar un trozo de tiempo y del lugar en que el tiempo atraviesa el túnel de las páginas. No son las palabras sino lo que dicen lo que cuenta, se dijo, y para no decir nada o casi nada, o menos que nada, mejor ni empezar. Con el tiempo las páginas escritas se perdieron y quedó el cadáver de Laura Inexistente en el andén, ella que aquella noche tan ilusionada estaba por encontrar a su amante, en una incierta cita, tan incierta que no tuvo lugar.

miércoles, septiembre 05, 2007

Al final de todas las palabras, agotadas en su significación, ya todas conocidas y comprendido todo el deambular del lenguaje construido desde la razón o desde la palsión, queda el silencio. Parece lógico comenzar por el silencio, él debía ser el principio de todas las cosas aunque tal vez no podía denominarse silencio, pero era nada en perpetuo mutismo. Elk siulencio y la luz van siempre unidos, y el tiempo. Hasta que se rompe el silencio, y el ser humano es arrojado al mundo y en él dejado. Desde el silencio a una libertad que dura apenas segundos, incluso menos. Abrir los ojos y ver ya es coindicionante, la misma curiosidad lo es, y perverso. Quien quiere saber acaba prisionero de las cosas encadenas, que como cerezas se prenden las unas a las otras. Perop esa curiosidad no es acto de la voluntad sino del instinto y con ella se poierde la libertad para ser prisionero de las cosas que existen, están en el exterior y hacen suyo. La libertad primera dura apenas el tiempo de ser un muñeco que llora.

Se pueden entonces aprender todas las palabras y lo que significan. Cuanto más se conoce más profunda y laberíntica la prisión. Encaminado por una senda de certezas, no hay sino que creer que cuanto viene de fuera aporta conocimiento. Entre nacer y morir se abre, como una pista de vértigo, el tiempo, propio de cada uno, su condena a estar para no estar. Pero las palabras ayudan a olvidar que lo que resume al ser humano es un trayecto vital que, independiente del contenido, consiste en nacer, vivir y morir. Cabe decirlo de otra manera: empezar a vivir y dejar de vivir, que es el ser aquí y ahora. Es más coroto el presente de lo que parece, empeñado el hombre en dividir su experiencia en la memoria y la experiencia, el conocimiento y el futuro.

La libertad perdida, de la que no se tuvo conocimiento, es ahora la meta final y en ello puede verse, si se quiere, la condena de vivir. En el Mediterráneo nacer y vivir son actos sulpables que necesitan ser perdonados. Desaparecido el Paraiso, quedan el apartamento y la angustia. Es ahora cuando conviene conocer, adoptar la experiencia acumulada como línea de fe y de copnvicción en uno mismo. Es verdad que en la vida se aprende

lunes, septiembre 03, 2007

Muriéndose...

Lee el periódico, pero descubre que no le interesa; ni el digital. Simplemente ya la actualidad deja de ser un hecho paralelo a su propia vida. Ha detenido el tiempo en un momento en que la luz refulge, se funden los tonos pálidos en un inmenso pastel de dominante azul: está mirando al cielo que se extiende como una cubierta protectora. La luz, el silencio, el bosque, un solo instante que va tomando intensidad de eternidad, un tempo lento, un movimiento musical continuo, inacabable, inabarcable. Hay un punto del tiempo en que es él, solo él. Nada se puede narrar entonces, porque no pasa nada, nada es un hecho, nada es un acto, nada y nadie, ninguno, toda negación es poca y en sí misma la sola negación de una palabra corta, no, tendría que ser suficiente. Existe el retorno, el vacío, una campana hueca, un tañido de bronce del que quedan solamente unas sordas vibraciones que llegan por el aire, un aire que no es. El vacío es la forma, leyó en clave zen, años atrás. O la forma es el vacío. Llenando el vacío se constituye un mundo, inadvertidamente, llenando el vacío en un intento vano por llenarlo, porque no hay manera de conseguir hacer realidad idea tan peregrina. El vacío está dentro y es a su vez lo lleno, completo, rebosante cosa que ni se puede describir, menos definir, explicar, matizar.

Son cosas que suceden cuando lo que no se advierte conquista el todo. No es un juego de palabras porque palabras no hay, ni una forma metafórica, ¿de que podría serlo? Por la mañana una figura pequeña bajaba por el camino con el bastón en la mano temblona de Parkinson. Reconocerlo es fácil, la silueta enjuta, insegura, breve, no menuda sino con una brevedad de vejez mística, diríamos que de poesía castellana. Los ojos encerrados tras dos rejillas, los ojos intensamente azules apenas vislumbrados, escondidos tras un pliegue que el tiempo ha dibujado, alejando de la mirada el resto de las cosas. J... camina cada día por esta calle hacia el bosque y rodea por él el prado, siguiendo por el sur la cerca de piedras que encierra el lugar de las yeguas y los potros. En la mitad de su longitud, sobre una roca, J... se detiene a mirar a los animales, magníficos en su naturalidad, que se acercan curiosos hasta el límite y sacan los belfos temblorosos acercándolos a la mano que trata de acariciar las cabezas, huidizas. Curiosidad y miedo, de tan humana combinación presumen las yeguas y los potros. J... los contempla en pie, diríase que un viejo indio añorando la pradera. Con su cáncer a cuestas resiste, en los viejos la enfermedad avanza menos le han dicho, y sigue yendo a dar la vuelta al prado, una vuelta mayor que llega hasta el borde del pueblo, en las escuelas cerradas ahora por vacación de verano. Después de estar un rato, J... vuelve a tomar el camino, rodea la cerca y baja por una senda que se empina, estrecha y un poco abrupta que sigue a lo largo del gran jardín de Eduardo A, que no es sino una pradera de hierba verde por la que corren siempre furiosos, eso parece, dos perrazos. El viejo del Parkinson desciende ahora la senda y se adentra en una franja de árboles, estrecha, que dan con el camino un giro de moca entidad para encarar la entrada al prado. Allí está el viejo pajar de piedra y teja que es almacén del ayuntamiento, y rodeándolo se desemboca ya en el claro, por donde arranca la calle del norte que pasa entre las pocas casas que allí hay. Pasará al poco por delante del Hombre del Prado que pasea a su perro nuestro de cada día, amigo del alma, y se detendrán los dos como de común acuerdo, al tiempo, el uno frente al otro. Importan los silencios porque J... es un viejo de pocas palabras. ¿Como le va, J...? pregunta el Hombre del Prado y el viejo contesta con dos palabras: Aquí estamos, le dice y al poco, como de haberlo pensado mejor: muriéndome.

Bueno, despedirse es sencillo, a dios, hasta luego, eso, hasta luego. Desde el otro lado, mientras el viejo entra en su casa, una construcción antigua, blanca, enfoscada, de ventanas verdes y tejado a dos aguas, llega el relincho de una yegua que envía dos tarascadas al potrillo que la apremia. La casa del anciano tiene a su alrededor un hermoso jardín, grande, umbrío, con árboles de muchos años, corpulentos y altos: castaños y cedros. El piso del jardín es de tierra. El desnivel entre la calle de arriba y la Nacional, entre las que se extiende su terreno, se salva con unas escaleras que se pegan a las cercas laterales. Mientras ve al J... bajando por ellas para entrar en la casa por la parte delantera, recuerda que en ella vivió, hace más de cincuenta años una muchacha que se enamoró de un hombre al que ve a menudo paseando a sus perros por el lugar: un tipo educado de porte erguido. Se prometieron el tiempo por delante y él la dejó. Ella se colgó del piso alto, en un suicidio que conmovió alo pueblo. El amante dejó el pueblo y se metió a restaurador en Madrid. Volvió mucho tiempo después, cuando la historia se ha ido en el tiempo llevada por el mismo tiempo. La gente que ha muerto desde entonces. J..., que era persona modesta, compró la casa por cuatro cuartos porque nadie quería hacerse con ella y en cuanto aparecía un comprador, siempre había alguien que corría a contarle la historia de la muchacha colgando de la buhardilla por el cuello.

Ha sido por la tarde, sentado en el jardín con el periódico en la mano cuando ha caído en el vacío donde luz y silencio se adueñan de cualquier forma y acto. Solamente, lejano, llegaba el piafar de las yeguas, muy de vez en cuando y era el único cordón que le unía con el tiempo que pasa hoy, ininterrumpidamente. Antes de caer en él, recreaba la figura de J... caminando con su bastón, muriéndose.

sábado, septiembre 01, 2007

Atardece

Ahora, se le ocurre pensar, ya no debo escribir sobre la vida, sino sobre la muerte. Y eso hace. No porque sea de ánimo pesimista y esté en franca depresión, sino porque de la vida hay que escribir cuando se siente la pulsión de ella saltando por las arterias en busca de un paisaje humano y a la vez comprensible. De la vida hay que escribir cuando se siente el enigma de lo incierto, el miedo de lo incomprensible, la angustia de lo por venir, el aliento de la pasión y la ternura acobardada de los días que pasan sin llegar a ninguna parte. El sol y el mar, la playa como una sábana, el dry martini o la cerveza, el libro de páginas acariciadas, el tacto de las palabras que ofrecen un cuerpo terso, sonrosado, adivinando en el esplendor de un hotelito de tres al cuarto. La vida como tal se escribe en vida y no hay experiencia que valga. Alguien dirá "cuando éramos jóvenes" y demostrará no tener ni idea de lo que dice. Cuando estábamos vivos, piensa, con el mundo abierto en pedazos y la ira, negar esa palabra sería indecente, ofrece al hombre un altar para sacralizar su recién inaugurado reino de los cielos. Ah, la vida es cuando no se sabe que se vive, ni un solo pensamiento llega a alcanzar la arrolladora velocidad de cada emoción hija de los descubrimientos. Sigue insistiendo aquel que insiste en recordar a la juventud como una nostalgia. ¿Transformaste el mundo? debería preguntarle. No lo hizo. Nadie en su sano juicio querría haberlo hecho, pero intentarlo abrazado a una libertad que se adivina, si. Esta libertad lleva una falda corta y un suéter de cuello cisne y la melena le cae dibujando las mejillas, rubia, lacia, como Marie Laforet, si así fuera. Por primera vez la sintió como si fuera la misma levedad, la de una sonrisa, la de una mirada, desconcertante timidez y al tiempo la pasión de una tarde acompañada. En ese tiempo en que la vida llamaba a la puerta del vientre y se abría paso, desconcertada y violenta vivir era vivir, exactamente eso, ni una palabra más. Un verso suponía un hallazgo y la voz de Ray Charles un zarpazo. La vida era en Nueva York Charlie Parker, que andaba realmente por París, y Billie Holiday le acompañaba sollozando un blues, religión pura. La vida estaba en Camus y en Ginsberg y en la sala de un cine para ver Bande a Part o Cheyene Autum. La vida eran sesiones inacabables de palabras con besos y de amaneceres en soledad, ¿porque te has ido? Si entonces no escribiste, ¿a que hacerlo ahora? Ya la vida no es la misma carrera enloquecida del tiempo en que se era inmortal, inmortales fumando en un tugurio de la Plaza de la Villa de Madrid en Barcelona que se llamaba Zodiac. o en la sala de un teatro apedazado en que Godot no llegaba nunca. El patio de butacas se asomaba a la espera y en el bolsillo dormitaba Rayuela de Cortzar. La vida era una hoja de marihuana y una novela de la Durás o de Robbé Grillé, ininteligible si, como una asignatura imposible. ¿Cómo se puede vivir sin creer en dios? preguntó la muchacha y el chico contestaba: viviendo.

Eso, vuelve a repetir el visitante del prado, con un whisky de malta en la mano, era cuando éramos jóvenes, y el hombre del bosque le mira atentamente. No estamos aquí para nostalgias, lo que digo, le dice, es que nadie que ya no esté en la vida de esa generosa manera de dar tumbos deseando que lo sórdido adorne lo prodigioso, debería escribir sobre la vida. El tiempo se pasó con ella y ahora, no siendo inmortales, ¿que queda por hacer? El visitante: yo viví menos que eso, no se como, pero viví mucho menos.

Contemplar el jardín y callar mientras la tarde, fría bajo un sol cuya luz debilitada anuncia el fin del verano. Palabras las menos, pero es inevitable. ¿A que vienen ahora las confidencias? Los rotos del hombre que le acompaña y muestran debajo una desnudez sucia. Mucho hielo picado, bourbon, una hoja de menta, un poco de agua y un vaso de cristal ancho y bajo. Pero tú, le dice el nostálgico, que ha preferido malta, estás escribiendo tu libro. Si, le contesta el hombre del Prado, es un libro sobre el otoño, antes de que el invierno se lo lleve, un libro sobre el camino de acabarse con la conciencia adormilada. ¿Que le queda por hacer a esa criatura en la que piensa, sino morir? ¿No tienes música en el jardín? pregunta el visitante. Los pájaros, contesta, el rumor de la Nacional, el viento que arrasa las cumbres cercanas, el mismo silencio; solo tengo esa música. El otro: cuando éramos jóvenes veíamos el mundo de otra manera, ¿verdad? Yo ya no me acuerdo mucho de ello, pero creo que si. Y enseguida, ¿sabes? yo no sabría escribir un libro.

La nostalgia es un pedazo de pasado encallecido, se ve bien y suena igual, pero está dura y quemada como un trozo de carne olvidado en la barbacoa.

Baja por la calle un matrimonio joven con tres niños como una procesión religiosa, revoloteando pasos de baile sin aprender, un dos tres, un dos tres; un niño se adelanta y el padre grita "no te alejes" y la voz le retiene. El visitante tiene al cabo su monólogo: hicimos la casa para los chicos, pero no vienen. Aquí estamos solos, como pasmarotes, sin saber que hacer ni que decirnos. Los chicos no nos hablan, hacen su vida. A veces parece que me van a decir algo, me miran, me sonríen y abren la boca, pero algo les detiene. Yo les apremio y me gano el silencio. Hubo un tiempo en que era hermoso sentirlos cerca, me contaban todo, nos entendíamos. Ahora no se porqué, no quieren saber nada de nosotros. No me vienen a ver más que de vez en cuando y cualquier cosa que digo les irrita. Me da miedo hablar porque no soporto el desdén. Nosotros no éramos así, ¿verdad? Así, ¿cómo? Pero el visitante apura el sorbo de malta y gotas frías del deshielo de los cubitos. Sabes ¿que pienso? Que todo lo que toco lo estropeo. Para colmo, este año, ni siquiera maduran los tomates. El matrimonio y los niños se pierden tras la esquina acercándose a los límites del prado, donde se inicial la calle que lleva al pueblo pasando por la pista de tenía y la piscina, una a continuación de la otra. Así, sigue el visitante, así, con tanto desprecio por nosotros, que somos sus padres, joder. Una pausa cómoda, por no decir lo que no hay que decir. ¿Y tú les hablas? ¿De que? ¿Sobre qué? No se lo que piensan ni lo que les interesa.

Mira al pastor aleman que dormita bajo el castaño mientras Goyerri lo hace a poca distancia a la sombra de un arce. El visitante señala con el vaso vacío al gran perro marrón y dice: solo le tengo a él.