Ahora, se le ocurre pensar, ya no debo escribir sobre la vida, sino sobre la muerte. Y eso hace. No porque sea de ánimo pesimista y esté en franca depresión, sino porque de la vida hay que escribir cuando se siente la pulsión de ella saltando por las arterias en busca de un paisaje humano y a la vez comprensible. De la vida hay que escribir cuando se siente el enigma de lo incierto, el miedo de lo incomprensible, la angustia de lo por venir, el aliento de la pasión y la ternura acobardada de los días que pasan sin llegar a ninguna parte. El sol y el mar, la playa como una sábana, el dry martini o la cerveza, el libro de páginas acariciadas, el tacto de las palabras que ofrecen un cuerpo terso, sonrosado, adivinando en el esplendor de un hotelito de tres al cuarto. La vida como tal se escribe en vida y no hay experiencia que valga. Alguien dirá "cuando éramos jóvenes" y demostrará no tener ni idea de lo que dice. Cuando estábamos vivos, piensa, con el mundo abierto en pedazos y la ira, negar esa palabra sería indecente, ofrece al hombre un altar para sacralizar su recién inaugurado reino de los cielos. Ah, la vida es cuando no se sabe que se vive, ni un solo pensamiento llega a alcanzar la arrolladora velocidad de cada emoción hija de los descubrimientos. Sigue insistiendo aquel que insiste en recordar a la juventud como una nostalgia. ¿Transformaste el mundo? debería preguntarle. No lo hizo. Nadie en su sano juicio querría haberlo hecho, pero intentarlo abrazado a una libertad que se adivina, si. Esta libertad lleva una falda corta y un suéter de cuello cisne y la melena le cae dibujando las mejillas, rubia, lacia, como Marie Laforet, si así fuera. Por primera vez la sintió como si fuera la misma levedad, la de una sonrisa, la de una mirada, desconcertante timidez y al tiempo la pasión de una tarde acompañada. En ese tiempo en que la vida llamaba a la puerta del vientre y se abría paso, desconcertada y violenta vivir era vivir, exactamente eso, ni una palabra más. Un verso suponía un hallazgo y la voz de Ray Charles un zarpazo. La vida era en Nueva York Charlie Parker, que andaba realmente por París, y Billie Holiday le acompañaba sollozando un blues, religión pura. La vida estaba en Camus y en Ginsberg y en la sala de un cine para ver Bande a Part o Cheyene Autum. La vida eran sesiones inacabables de palabras con besos y de amaneceres en soledad, ¿porque te has ido? Si entonces no escribiste, ¿a que hacerlo ahora? Ya la vida no es la misma carrera enloquecida del tiempo en que se era inmortal, inmortales fumando en un tugurio de la Plaza de la Villa de Madrid en Barcelona que se llamaba Zodiac. o en la sala de un teatro apedazado en que Godot no llegaba nunca. El patio de butacas se asomaba a la espera y en el bolsillo dormitaba Rayuela de Cortzar. La vida era una hoja de marihuana y una novela de la Durás o de Robbé Grillé, ininteligible si, como una asignatura imposible. ¿Cómo se puede vivir sin creer en dios? preguntó la muchacha y el chico contestaba: viviendo.
Eso, vuelve a repetir el visitante del prado, con un whisky de malta en la mano, era cuando éramos jóvenes, y el hombre del bosque le mira atentamente. No estamos aquí para nostalgias, lo que digo, le dice, es que nadie que ya no esté en la vida de esa generosa manera de dar tumbos deseando que lo sórdido adorne lo prodigioso, debería escribir sobre la vida. El tiempo se pasó con ella y ahora, no siendo inmortales, ¿que queda por hacer? El visitante: yo viví menos que eso, no se como, pero viví mucho menos.
Contemplar el jardín y callar mientras la tarde, fría bajo un sol cuya luz debilitada anuncia el fin del verano. Palabras las menos, pero es inevitable. ¿A que vienen ahora las confidencias? Los rotos del hombre que le acompaña y muestran debajo una desnudez sucia. Mucho hielo picado, bourbon, una hoja de menta, un poco de agua y un vaso de cristal ancho y bajo. Pero tú, le dice el nostálgico, que ha preferido malta, estás escribiendo tu libro. Si, le contesta el hombre del Prado, es un libro sobre el otoño, antes de que el invierno se lo lleve, un libro sobre el camino de acabarse con la conciencia adormilada. ¿Que le queda por hacer a esa criatura en la que piensa, sino morir? ¿No tienes música en el jardín? pregunta el visitante. Los pájaros, contesta, el rumor de la Nacional, el viento que arrasa las cumbres cercanas, el mismo silencio; solo tengo esa música. El otro: cuando éramos jóvenes veíamos el mundo de otra manera, ¿verdad? Yo ya no me acuerdo mucho de ello, pero creo que si. Y enseguida, ¿sabes? yo no sabría escribir un libro.
La nostalgia es un pedazo de pasado encallecido, se ve bien y suena igual, pero está dura y quemada como un trozo de carne olvidado en la barbacoa.
Baja por la calle un matrimonio joven con tres niños como una procesión religiosa, revoloteando pasos de baile sin aprender, un dos tres, un dos tres; un niño se adelanta y el padre grita "no te alejes" y la voz le retiene. El visitante tiene al cabo su monólogo: hicimos la casa para los chicos, pero no vienen. Aquí estamos solos, como pasmarotes, sin saber que hacer ni que decirnos. Los chicos no nos hablan, hacen su vida. A veces parece que me van a decir algo, me miran, me sonríen y abren la boca, pero algo les detiene. Yo les apremio y me gano el silencio. Hubo un tiempo en que era hermoso sentirlos cerca, me contaban todo, nos entendíamos. Ahora no se porqué, no quieren saber nada de nosotros. No me vienen a ver más que de vez en cuando y cualquier cosa que digo les irrita. Me da miedo hablar porque no soporto el desdén. Nosotros no éramos así, ¿verdad? Así, ¿cómo? Pero el visitante apura el sorbo de malta y gotas frías del deshielo de los cubitos. Sabes ¿que pienso? Que todo lo que toco lo estropeo. Para colmo, este año, ni siquiera maduran los tomates. El matrimonio y los niños se pierden tras la esquina acercándose a los límites del prado, donde se inicial la calle que lleva al pueblo pasando por la pista de tenía y la piscina, una a continuación de la otra. Así, sigue el visitante, así, con tanto desprecio por nosotros, que somos sus padres, joder. Una pausa cómoda, por no decir lo que no hay que decir. ¿Y tú les hablas? ¿De que? ¿Sobre qué? No se lo que piensan ni lo que les interesa.
Mira al pastor aleman que dormita bajo el castaño mientras Goyerri lo hace a poca distancia a la sombra de un arce. El visitante señala con el vaso vacío al gran perro marrón y dice: solo le tengo a él.
Ya sabes que me he hecho salesiano. Pero es que creo que la "Incerta glòria" de Joan Sales ha encontrado finalmente en personas como nosotros, Luis, a sus lectores.
ResponderEliminarYa lo he pedido, me lo llevaré a Alicante de aquí unos días.
ResponderEliminarHermoso texto, muy hermoso, Luís.
ResponderEliminarAh! a propósito de Incerta Gloria tengo al utima edición de 1971, la definitiva de 910 páginas. Si es a devolver en plazo indeterminado, os la puedo enviar por correo.
ResponderEliminarMuy amable, Francesc, pero ya la he pedido al FNAC y me han avisado que la tiene. Bajaré hoy mismo a recogerla.
ResponderEliminarEn cuanto al texto, surguó de una visita que nos hicieron unos amigos y en la que hablando sobre la vida se asomó a la amargura de la muerte, o mejor, la desilusión.
¿Sabe Luis? Yo creo que arte es esto, lo que intenta transcribir a borbotones de palabras con sentido. Sus palabras son un mundo entero, probablemente sin límites. Me reconozco en lo que escribe y usted puede estar halagado porqué si algo debería de ser importante además de la pulsión de vivir que tan bien describe, es la capacidad de comunicar experiencia o sabiduría, cosa de la que depende nuestra especie para afinar esta verdad siempre incompleta que buscamos.
ResponderEliminarAsí, aunque el arte es una íntima mentira que sólo abarca lo que podemos, esta mentira honrada, cuando tiene esta espléndida consistencia nos deslumbra.
Cerilla, me deja sin palabras y lleno de agradecimiento. No se que decir. Gracias.
ResponderEliminarAy, la vida! Plagio a Francesc: hermoso texto, muy hermoso.
ResponderEliminarY tan incierta, la gloria! La de abril y la de septiembre.
La vida desilusiona porque cuando se es joven se espera demasiado de ella y creemos que podremos controlarla, por suerte, las advertencias de los mayores, no nos afectan, en esa época.
Sobre Incerta Glòria -al Francesc- no sé si la del 71 no tendra algunas diferencias con la última que ha salido, que también me he comprado hace pocos días. Quién puede resistirse a la propaganda insistente del señor ocateño?