miércoles, mayo 30, 2007

Nada no quiere decir algo ( I: el espejo) )

Por la mañana se ve en el espejo del baño del hotel y no se encuentra. Cambiado el paisaje cotidiano la verdad se abre camino y su dirección es acertada: ya no él quien es mirado si bien si crees que es él quien mira; porque en este espejo amplio de cristal ligeramente matizado, el que tiene el sentimiento es él y el otro es su mundo, al que ahora sorprende porque le sorprende.

Dos meses de una dieta alimenticia se han llevado de su cuerpo casi catorce kilos y en su espejo matinal de cada día no se ha dejado angustiar por el cambio; un cuerpo es su cuerpo y este, constituido por la vida no es solo suyo es al fin una imagen que le acompaña. Han aparecido arrugas, flojedades, una manifiesta fragilidad que antes quedaba escondida por un redondeo que sin caer en la obesidad si hacía ostentación de lo que se da en llamar la buena vida. En la barbilla y en la sota barba, dos pendones de piel ceden al inclinar de la cabeza y en las mejillas una cierta flacidez parece anunciar un deterioro: no es asó, es salud, le han dicho. Le queda la mirada, se dice, pero sabe que debe cambiar la graduación de sus gafas si quiere ver de nuevo con propiedad.

No conviene hacer literatura de la experiencia porque la realidad tiene una naturaleza tozuda incluso para cualquier interpretación de la misma. No se trata de mirarse en el espejo y pensar que es otro el que está ahí, eso sería ficción nada científica, sino que se trata de que al no reconocer parte de la identidad que es el cuerpo, al hacerse cargo de la mutación de la imagen reflejada en el espejo, debe aprender a reconocerse y lo que es más importante, a gustarse. Sucede que el que está ahí, que no es, es más él que el que si es, porque le devuelve la exacta encarnadura en la desnudez; no hay imaginación que pueda maquillar la realidad si existen espejos a mano. Sin ellos, piensa, podríamos creer que el mundo no es o que es nada porque lo que empieza a no ser es uno mismo.

Tiene el espejo para él un sentido intenso y al mismo tiempo de origen desconocido. Todo espejo es la realidad que es uno, su mundo nuclear; no hay manera de que el espejo refleje lo que vemos sino que siempre nos muestra lo que está en la misma dimensión, en la misma horizontalidad. Es espejo es la devolución del "donde estamos" y tozudamente nos niega la visión del "a donde vamos". Es pues antagónico si así se quiere entender, porque entre aquí y allí hay un espacio que nunca puede cruzarse del todo, caminarse del todo, ya que siempre el allí se retrae hacia el horizonte y el aquí se alcanza y se vuelve, mientras se va al allí, carece de sentido.

Lo que tiene el espejo, piensa, lo que este le da, es el mundo que ya posee pero que no puede ver en su totalidad, en su conjunto, con él mismo refugiado en él. Nada como un espejo para hablarnos del mundo que menos se percibe y que en realidad es el que interesa principalmente. El espejo es la única demostración de que la realidad es un conjunto de elementos que se unen en la carne de quien lo mira y lo comprende. No es ilusorio, no es un espejismo, sino que es la misma realidad que se nos niega ver.


Armados de espadas asesinas, los Titanes se apoderaron violentamente de Diónisos, ensimismado en la contemplación de su imagen que se reflejaba en el espejo mendaz. Giogio Colli: La sabiduría griega

Porque Diónisos cuando vió su imagen reflejada en el espejo, se puso a perseguirla y en consecuencia se hizo mil pedazos. Olimpiodoro: Comentario al Fedón de Platón.

En el final del Primer acto del Calígula de Albert Camus, estrenada en París en 1945, Calígula toma a Cesonia (su amante, espectadora paciente del nihilismo absoluto del primer, cómplice por silencio de sus crímenes) y la lleva ante el espejo y señalando el reflejo, le dice:

Nada, ya ves. ¡Ni un recuerdo, todos los rostros han huido! ¡Nada, nada más! ¿Y sabes lo que queda? Acércate un poco más. Mira (a los otros) Acercaos, mirad. (Se planta ante el espejo en actitud demente. Cesonia mira y exclama espantada) ¡Calígula! (Ahora con actitud y tono triunfante, él repite serenamente.) Calígula.
En el último acto, al final del mismo, Calígula es asesinado por sus cortesanos. Cuando les ve llegar y muere su fiel Helicón asesinado por los magnicidas, Calígula se vuelve con una banqueta en la mano al espejo y mientras arroja la una contra el otro, y este se rompe en mil pedazos, grita "¡A la historia, Calígula, a la historia! El espejo se rompe y entran todos los conspiradores que le hieren al tiempo; Calígula, que ha roto el espejo, sobre sus pedazos, exclama muriendo: ¡Todavía estoy vivo! Albert Camus: Calígula.

El espejo como realidad o como reflejo de la otra realidad. ¿Quien percibe la misma que los otros? ¿Cómo poder saberlo? ¿Quien no debe mirar al espejo para comprender que la tragedia nos acompaña en el destino final, ineludible? El hombre que ha enflaquecido tanto en poco tiempo recuerda que su abuela temía la rotura de un espejo, como tanta gente, y se preguntaba si eso tendría que ver con la desgracia de Diónisos, que es la parte más humana de la carne que nos forma. ¿Porqué? le preguntaba, y sucintamente le contestaba ella: trae mala suerte. En el espejo está todo, el engaño y el conocimiento (Colli), y ¿no son el engaño y el conocimiento las dos partes indisolublemente unidas de la realidad que nos sostiene? ¿Quien era este hombre que se mira al espejo en el cuatro de baño de un hotel antes de cambiar su mundo por este otro y verse de nuevo, como una sombra que se le antoja trágica, flecha proyectada hasta la extinción de la vida. No es que pueda no saber quien es sino que puede llegar a olvidar quien ha sido cuando la imagen no responde al recuerdo. Todo, se dirá, por un exceso de azucar en sangre, pero algo tiene que ser lo que le hace reflexionar sobre si mismo.

Hamlet lleva una calavera a guisa de espejo en la mano cuando recita su monólogo sobre el ser o el no ser, tan repetido, tan poco comprendido. Podría llevar un espejo y mirarse a sí mismo pues es esa calavera lo que ve en el alma de la reflexión que está haciendo. Es Yorik, el bufón muerto, aquel cuyos burdos labios besó innumerables veces siendo niño, quien le hace aflorar su parlamento, pero no es parlamento de la razón sino de la melnancolía el que le dota de su visión repentinamente certera de la realidad, como si se hubiera asomado a la realidad misma, por un instante apresada, que no puede verse sin el espejo, sea este calavera o cristal. ¿Que importa la naturaleza del espejo si al fin devuelve un reflejo y en él se contempla el mundo más cercano?

El espejo velazqueño en la Venus muestra una cara que es la mentira de la realidad, una cara de fea en un soberbio cuerpo cuya perspectiva se centra en unas soberbias posaderas. Carnal, dionisiaco, la pintura nos muestra el objeto del deseo del pintor, no cabe duda, al que le ha pedido que pose y probablemente venciendo la resistencia avergonzada de ella ante la pose que la muestra de espaldas mostrando una sensualidad primigenia. Ese espejo miente a quien lo ve desde lejos, desde fuera del cuadro, pero no le miente al pintor, que soberbio, rectifica el reflejo y nos equivoca. Sucede lo mismo que en Las Meninas, de nuevo el espejo, de nuevo el reflejo que no es, una transubstanciación de la realidad, un atisbo de la verdad emboscado en una cristal teñido en su parte posterior con azogue. Los espejos juegan en el barroco y devuelven además de la luz el esplendor que somos para que, ensoberbecidos, se contemple en su mundo quien asiste a la mascarada del poder.

Stendhal, prodigioso siempre, humilde, modesto, gnomo de los salones, comprende que la novela, para ser la verdad, debe mostrarse como un espejo que se pasa a lo largo de la vida. Esta, como los dioses, no se comprende mirada directamente a los ojos y conviene distanciarla en la sutileza de un pluma aparentemente apasionada, veleidosamente fría, que actúa como ujna superficie de azogue sobre el que discurre lo que discurre frente a ella. Es el cine, se dice el hombre delgado, asombrado: Stendhal ha definido al cine y este no es sino que la imaginación plasmada en una pared blanca, recorriendo los caminos de la historia: una novela plana, una visión ya dada. Otro espejo deforme nos ofrecerá Valle Inclán, claro que en este caso será el del esperpento, y deforme será porque la deformidad de la vida no puede reflejarse en un espejo de perfecta factura: el esperpento necesita del espejo deforme o de la pesadilla ya que lo que sucede es vida pero su reflejo es deformidad. Nunca como aquí se atina a entender que no siempre el reflejo es lo correcto, puede penetrar en el alma de las cosas y descubrir los olores ocultos de lo podrido.

Descubierto el espejo por Diónisos, hecho añicos para destruir la realidad, abierto el espacio desde el reflejo al hueco del mundo que se cierne alrededor, ahora sin perspectiva, los hechos que flotan en ese mundo amplio solamente tienen los ojos para asomarse dentro y ninguna distancia hay ya entre el todo y la nada que queda al ser engullidos por aquellos. Es lo que vemos, se dice entre nubes de vapor de la ducha recién tomada, solo es lo que vemos y nunca sabremos si lo que vemos es o fué, o está en un sueño, y este vértigo conduce a Calderón, pero no: ¡toda la vida no! Se requiere ante el reflejo una apelación a la lucidez cuando, repentinamente, como salido de los tiempos, cabe reparar el el titular de prensa que nos trae el reflejo distante que ahora es ya nuestro mundo y al cabo el noticiero de cada día en la televisión. Ahora si que es cierto que ninguna desgracia puede ser ajena porque ya están aquí, reflejadas en el espejo del salón a la hora de la cena.

Roto el espejo del baño, quien sale de allí, húmedo del vapor del agua caliente, oliendo a colonia fresca, vestido ya, no es sino la marioneta del reflejo en el cristal, ya armada con sus varillas dispuestas a ejecutar los movimiento necesarios para construir una apariencia de vida. Hará falta desayunar para comprender que sigue estando ahí el espejo, conteniendo su mundo, ahora de dimensiones colosales. Lo demás es nada.

lunes, mayo 28, 2007

Graellsia


Foto: Eduardo Soto - Grande

Inclinado sobre el tronco del árbol, a la luz confusa y escasa del anochecer, Eduardo le señalaba con la punta del dedo a la Graellsia, que inmóvil sobre la corteza del árbol de su jardín, parecía desconocer existencia alguna. Ni asomo de inquietud, las alas desplegadas, ocupando su terreno, esperaba según le dijo su acompañante a que se activara al llegar la noche. Le había llamado por teléfono minutos antes invitándole a conocerla e incluso a fotografiarla. Cuando Eduardo le llamó estaba justamente ordenando unos libros procedentes del viaje a Berlín, del que había vuelto la noche anterior. Estaba cansado, porque en el aeropuerto de la ciudad les habían retenido cuatro horas a la espera de que la tormenta que descargaba sobre Madrid amainara. No llegaron a la casa del prado hasta las cuatro de la madrugada y en esas circunstancias no es capaz de meterse en la cama y desconectar, sino que necesita apagarse poco a poco, para alcanzar el sueño y el descanso. Por ello no abrió las bolsas hasta el caer de la tarde y ubicar los libros de un viaje es siempre un proceso de hojear con lentitud y de apilar en un montón provisional. En esas estaba cuando sonó el teléfono.

Un biólogo es alguien que siempre puede hacer una pregunta confusa y endemoniada como la que me hizo aquella noche por teléfono: "¿conoces a alguna Graellsia?" Obviamente no, no hace falta ni pensar en ello, pero hay que preguntar que es. Una mariposa es; una mariposa que vive en pocos lugares de la península, uno de ellos está esquina serrana entre las dos cordilleras. Ante su silencio, le dijo: "ven, conocerás a un vecino" Eduardo, que es joven y persona simpática y agradable, bromeaba tal vez, pero ciertamente se trata de una vecina que vive su metamorfosis a lo largo del año hasta convertirse en ese prodigio cromático que es una mariposa. A un biólogo joven y entusiasta es complicado hacerle una pregunta presuponiendo una respuesta corta. Los biólogos, piensa él, son personas que responden a la curiosidad con su saber, que es enrevesado, con lo que una pregunta conlleva en muchas ocasiones una larga respuesta indescifrable. Caminó por el prado para llegar hasta el jardín del otro mientras veía que la luz de la tarde se apagaba. Caminando hacia el este no se puede apreciar el espectáculo rojo del ocaso, sino que hacia donde se va es hacia las tinieblas violáceas y a las negras sombras del bosque, más allá del arroyo. La casa de Eduardo está separada del vado por una pista forestal asfaltada, nada más. Es el último espacio antes de llegar al bosque.

Hay mariposas que arriban, llegado el tiempo, a su jardín y vuelan en él; se niega a escribir "revolotean" que le parece una cursilería y se posan donde creen que deben de hacerlo. No las conoce aunque las vea, así que dificilmente podrá reconocerlas en momentos siguientes. Si se meten en el invernadero y no encuentran la salida, las ayuda a hacerlo tratando de posarlas en un dedo. Le incomoda la idea de causar una muerte o de que un insecto se agote vitalmente por no encontrar una salida y por no ayudarle a ello. Una mariposa forma parte de un paisaje y está, probablemente para muchos, unida al conjunto visual de una naturaleza que no se divide en unidades. Desde la cima de Cueva Valiente hasta la mariposa que revolotea en el prado o los grajos y cuervos que pasan por allí, todo es lo mismo para el habitante del prado. Pocas cosas son, en sí, cosas aisladas: una rapaz que se descuelga del cielo, un caballo que pace en un prado libre, un perro solitario, los obreros que trabajan en una obra cercana. En el jardín, detrás de cada árbol hay una historia que solo se recupera cuando uno se acerca a él y en el repara. Piensa que un biólogo es persona que en estos campos y montes en que vivo, debe caminar alerta como un detective, a todo lo que permanece en el terreno; por esa razón sabe cuando llega la Graellsia después de abandonar su capullo y decide presentársela.

Últimamente le preocupa el hecho en si de que las cosas no sean hasta que apelan a uno, le detienen y obligan a reparar en ellas. Debe suceder así con las personas también: los paisajes de nuestra vida, piensa, están llenos de figurantes y poco son figuras en las que reparar. ¿Quien es quien en un campo de fútbol? La Graellsia se despreocupa de su identidad y nada conoce acerca de su tamaño, grande y robusto, o de su especie de pelusilla que recubre su cuerpo y el colorido espectacular con que se confunde con la corteza del árbol, envejecida, amarillenta. La Graellsia, como los animales no debe sentir el miedo, llevarlo con ella que es la cosa que hacen los humanos, sino que precavida, es de natural asustadizo cuando llega el momento. Los humanos llevan el miedo en una mochila y en cualquier sitio acaban preguntándose si deberán sospechar de cualquier cosa. Las mariposas no, parecen de natural despreocupadas. Cabría decir que un insecto no es en la medida en que no lo sabe.

Empezó a chispear y truenos y rayos asomaron por el cielo ya oscuro. Seguía allí la mariposa y ellos inclinados sobre ella. La primavera, detenida por uan borrasca que duraba días, había bajado sus temperaturas y tuvo que dejar la contemplación del insecto. "¿Porqué se llama Graellsia? le preguntó a Eduardo. La descubrió un hombre que se llamaba Graells. Ni nombre tiene, se dijo, esta vecina. Mientras Eduardo le acompañaba a la puerta del jardín, los tres perros del biólogo trotaban a su alrededor esperando impaciente la salida para el paseo. Por la noche, le contaba el joven, oyes como se golpean las Graellsias en el cristal atraídas por la luz, toc, toc, tratando de llegar a ella". Salió del jardín y caminó por la calle hacia su casa unos cien metros hacia el pueblo. Empezaban a caer goterones fríos y subió la capucha del corta vientos. Pensaba en que tenía que explicarle a Ana que había conocida a una vecina que vivía en el prado mucho antes de que ellos llegaran allí: la Graellsia.

domingo, mayo 27, 2007

Berlín Estación cuarta. Akenatón en SantSoucy



Mientras va en el tren camino de Postdam hojea la Guía sin demasiada convicción: las Guías son resúmenes digestivos de algo que no es, miradas para un turista que cronometra la visita y derrocha esfuerzo mientras escucha y ve tratando de fijar una síntesis en su conocimiento. El turista y el viajero se diferencian en el estado de ánimo, no en el tiempo que dedican al viaje. El viajero se enfrenta a lo que desconoce y a lo que conoce y los enfrenta a ambos; el turista ve lo que desconoce contento por el hecho de haber estado allí en aquella ocasión. El viajero ha estado siempre en el lugar al que llega por vez primera. El turista no ha estado nunca en ninguna parte salvo en las fotografías que guarda en un álbum, en las cintas de vídeo y en los recuerdos que guarda en las estanterías del mueble del salón. No quiere ser despectivo con el turista por el simple hecho de sentirse viajero, pero sabe que al final del viaje, uno y otro hablarán de cosas distintas.

En este viaje en tren trata de entender cual es el sitio al que va pero no coge el sonido en la música que suena en su cabeza. Los palacios de Postdam son muchos y de alguna manera se convirtieron en el lugar mágico de la familia reinante en Prusia a partir de Federico el Grande. Hay, parece ser, enormes complejos al estilo Versalles, pequeños pabellones, casas de campo, palacios en la ciudad y palacios en medio de la campiña. No está dispuesto a caminar todo el día por los jardines o por los salones, bajo el sol primaveral que hace que el tren se refleje en el río entre destellos; no quiere verlo todo pero en atención a que viaja en compañía trata de establecer un pacto ofreciendo a los otros que le acompañan un programa estimulante y relajado. Por una razón de personalidad se siente inclinado a insistir en SantSoucy porque contiene algunos Watteau y según la Guía es un lugar pequeño y acogedor.

El paisaje por el que atraviesa el tren es un río ancho que discurre por un bosque abierto. El tren, ligeramente elevado, permite ver los pabellones de pescadores, de madera y techos de zinc, de colores variados, que se aplastan en las riberas formando rimeras desordenadas. Está en la antigua Alemania del Este y la construcción de esos refugios es tosca y dejada un poco de la mano de dios, pero los colores verdes, bermellones y azules de la madera pintada producen un efecto gozoso a los ojos de quien lo contempla.

Para entrar en el pequeño palacio hay que esperar, la visita es a horas concertadas. En un claro en el bosque del lugar un pequeño kiosco ofrece salchichas con mostaza y buena cerveza y sentados al sol disfrutan del ambiente. Tiene el entorno un aire a lo Versalles a lo que le falta la rigidez graciosa del lugar francés. Los jardines son espléndidos y los que rodean Sant Soucy espléndidos enmarcados por el graderío de viñas plantadas al sol, que quiso Federico I (El Grande) tener frente a la terraza fachada de su lugar de descanso, que acabó convirtiendo en vivienda habitual. Ciertamente el palacio es equilibrado y muy ligero, a la par que gracioso, entonado con el verdor del entorno, de un tamaño que no es fácil de definir, más pequeño que un palacio al uso y mayor que un pabellón de caza, largo de fachada, asentado sobre el terreno, todo él puertas balcón que se abren al interior.

Federico El Grande lo construyó para si y para su mínimo acompañamiento de amigos íntimos. El ala real tiene tan solo una espléndida biblioteca forrada de madera, circular; la sigue un gabinete de trabajo que es al mismo tiempo dormitorio; a continuación un salón de audiencias privadas y enseguida los dormitorios de los invitados: cinco. Ni uno más. A cada dormitorio de invitados le corresponde una pequeña cámara para los criados. Entre el ala real y el ala de invitados, un salón ovalado con una bóveda abierta al cielo, cubierta por un cristal, rodeado de dobles columnas que lo enmarcan. Todas las cámaras están abiertas al sur, a los viñedos. Todas tienen salida a la terraza. No es propiamente un palacio, sino un lugar encantador para reunirse con amigos, personas y libros y para conversar con ellos en medio de un paisaje que parece propio de una pintura de Watteau, que tiene allí varias obras que no se alcanzan a ver con propiedad. Volitare vivió aquí varios años, invitado por un rey que al anochecer cenaba con sus invitados y hablaban de la Ilustración que había de llegar, de los adelantos del tiempo, con franqueza de hombres ilustrados. Este rey de día era un hombre cultivado de noche, vivía dos vidas, como Jano dos caras, manteniendo conversaciones abiertas prohibidas a sus súbditos y sujetando con mano de hierro los destinos de Prusia. . No habían mujeres, por lo menos no se sabe que las hubiera; el rey matrimonió a una tal Carlota con la que no convivió nunca: a ella la exilió a un gran palacio en Postdam, la cercana ciudad. Tampoco tuvo hijos, su heredero fue su sobrino, otro Federico.

Hitler le admiraba considerándole el gran constructor de la Alemania moderna que debía llegar a Bismark. Kershaw cuenta que en un cumpleaños del Fuhrer le regalaron un retrato espléndido de Federico, sacado de los fondos de un mueso berlinés. El Nido de las Águilas en Baviera era para el dictador su SantSoucy particular. Es curioso que los dictadores tratan de parecerse siempre a alguien que ha gobernado antes. A Franco le sucedía lo mismo con Felipe II; tal vez se consideraba el segundo gran organizador de la nación: tenía el mismo gusto por la beatería y las reliquias y junto a la gran obra arquitectónica de aquel, El Escorial, construyó su panteón, El Valle de los Caídos: allí está ahora. Federico que siempre quiso reposar en SantSoucy, lo que no pudo ser por necesidades del panteón real en la Catedral Barroca de Berlín, ha sido ahora, al final de los tiempos, hoy: ha vuelto al palacio de sus sueños.

Los lugares reales tienen siempre una dimensión fría y ceremonial: para eso se hacen, para mostrar en piedra lo que no es la carne del poder reinante. Los palacios, los jardines, los pabellones, aturullan por su significación más allá de lo que son, viviendas reales. SantSoucy es el único que realmente parece ser lo que intentó ser: una casa de campo de un rey a caballo de dos inteligencias: la absolutista y la de la modernidad.

Al salir del Palacio, caminando por los jardines entre grupos ingentes de turistas, se ve sorprendido por los hermosos rododendros que jalonan las avenidas y rodean fuentes. Los rododendros, cuando florecen, parecen un milagro de azúcar, medio transparentes, frágiles, fragantes. Aislado del gentío entabla con esas flores un diálogo de encanto, se siente fascinado por ellas y piensa en las suyas, en el jardín del bosque, que tardarán todavía alguna semanas en abrirse, que crecen lentamente de año en año. Le invade la nostalgia por la vida sosegada y piensa que ya queda poco de este viaje. Vuelven a Postdam abandonando las avenidas centrales y caminando por un camino que recorre, entre el bosque, una curva amplia flanqueada a su vez por un canal de agua sombreada. Debería sonar música barroca y en lugar de pensar en Mozart o en Bach piensa en Palestrina. Pero nada suena sino el rumor de los turistas, que un poco más allá caminan gozosos y agotados, también de vuelta.


Como una modelo experta, la reina, esposa de Akenatón, posa con gracia y dignidad ausente ante los fotógrafos. No sonríe; tiene alrededor de los labios ligeras arrugas; también en los ojos; aún siendo reina tiene un aire de soberbia humanidad nada divina; parece una estrella del mundo de hoy, una modelo de pasarela. Su belleza es cálida, nada fría, nada lejana, pero nada tocable. No es para uno que la contempla, no es familiar, es una estrella, ya lo ha escrito y se siente ante ella intimidado por la belleza y la gracia. En torno al lugar que ocupa se afana la gente en verla, en comentar sobre ella, en darle vueltas. Impávida sostiene el paso del tiempo que para ella es nada, la fugacidad de un segundo que es suficiente para comprender que a pesar de haber llegado a la democracia y a la sociedad del bienestar, hay cosas, seres, entes, inalcanzables. Cuanto más bella más inalcanzable. Recuerda algunas historias de amor pasadas, algunas pasiones inabordables...
La colección egipcia del Museo, ahora instalada junto a la colección griega, en la Isla, es una colección casi perfecta. Le viene al pensamiento la enorme caminata por el British de Londres o por el louvre parisino, siguiendo un rastro de piedras, momias y estatuas y abalorios, tratando de encontrar las escasas piezas relevantes. En arte antiguo, y cabe preguntarse si es arte, la acumulación de objetos no favorece la visión; uno acaba ebrio de cantidad y al final se cansa y ya no mira, sigue la avenida de la gente como si se tratara de la corriente del río: se deja llevar. De los dos museos citados al inicio de este párrafo no guarda buen recuerdo salvo dos o tres piezas en cada uno de ellos que le hablaron, apelaron a él al pasar y tuvo que detenerse. Como si pudiera desarrollarse un diálogo, él pensaba que les había encontrado y ellos se sentían felices. Incluso en el Museo de El Cairo acabó fatigado de ver momias alineadas en estanterías que nada le decían. El bosque impide la visión del árbol y es necesario dejarse llamar, pero en la espesura se pierde el sonido de la voz: la apelación no llega.
En esta colección es todo lo contrario. Se sigue al paso, escuchando un audífono en el que se marca el número de la pieza que interesa; no hay acumulación de piezas y en las amplias salas están bien separadas, con un orden azaroso, cada cual manteniendo en su espacio la capacidad para crear su mundo. Cabe agradecer al instalador de la colección por este tránsito pensado para que el viajero se sienta a solas con los dueños de la casa y dialogue con ellos. Parece que la visita es deslizarse por el tiempo. Años ha, más de veinte, entraba en la pirámide de Keops para llegar a la cámara central, iluminada por una bombilla de escaso voltaje, que no hacía sino crear un mayor y más profundo reino de sombras; junto a la caja de granito del sarcófago vacío hizo una fotografía al espacio y la luz del flash no alcanzó a destacar nada en la tiniebla. Si alguien le hubiera preguntado entonces a que había ido a Egipto hubiera contestado que a eso, a entrar a gatas en la pirámide por un boquete abierto en un lateral, ascendido por unas rampas de sombras, seguido corredores largos en los que algunos visitantes decidían volver atrás, sobrecogidos por el espacio, para llegar a la cámara del sarcófago. Sintió que había llegado al lugar del tiempo, y estuvo allí, acariciando el granito con la mano sintiendo el frío de la piedra en la palma, diciéndose que ese era el frío de la piedra de una eternidad medible en años.
En El Cairo, horas después, compraba un ejemplar en inglés de El Libro de los Muertos. Más tarde se haría en Madrid con el editado por Editora Nacional. Pasando páginas llegó a un texto que le sobrecogió: la Oración Negativa. En ella, el muerto recita ante sesenta dioses una oración que es el modelo de vida que debe haber tenido aquel que quiere llegar al reino de las sombras, a la vida en eternidad. Se trata de una declaración de inocencia ante los dioses. Es larga, pero se puede citar el inicio:

No cometí iniquidad contra los hombres.

No maltraté a las gentes

No hice mal

No empobrecí a un pobre en sus bienes

No hice lo que era abominable a los hombres

No perjudiqué a un esclavo ante su amo

No fui causa de aflicción

No hice padecer hambre

No hice llorar

No maté

No di orden de matar

No causé dolor a nadie...

Sigue de esta guisa a lo largo de muchas frases más. Los dioses debían calibrar la verdad de tales asertos y situar lo cierto en un platillo de la balanza y lo incierto en el otro. El alma del muerto esperaba, probablemente como el reo de justicia espera la condena; cada cual sabía de la verdad o mentira de lo dicho y en la espera alcanzaba a sentir el miedo a la sentencia.
En el museo de Berlín encontré un papiro largo, muy largo, expuesto en la pared, con escritura ordenada en líneas de pulcra rectitud en caligrafía hierática, animado por colores todavía frescos. Desde el audífono le llegaba una voz grave, bien timbrada, que recitaba con categoría de actor el texto de la Oración Negativa. A menudo en su vida ha sucedido que algo que se experimentó años antes se ha reencontrado con una evidencia que completaba el conocimiento en tiempo posterior. Hacía mucho tiempo que no pensaba en la Oración Negativa que tanto le impresionó en 1983, cuando la había leído después de salir de la cámara mortuoria de Keops. Ahora la oía en voz y la veía en caracteres egipcios, veinticuatro años después. Deberíamos poder decir lo mismo, le dijo a Ana, que escuchaba a su lado, y ella afirmó, probablemente sin demasiada convicción.
Soy puro, soy puro, soy puro, soy puro, termina la oración. En aquel momento lo era.

jueves, mayo 24, 2007

Berlín Tercera Estación: La fugacidad del tiempo



Mientras caminaba hacia la Puerta de Brandenburgo miraba a su alrededor buscando rastros: tal vez pudiera ayudarle la enorme mole de la Embajada de la Federación Rusa, que en la Under der Liden se convierte en una mole de aspecto inexpugnable, muros sólidos, un torreón central sobre el que ondea la bandera, ahora de colores blanco, azul y rojo, pero que no le cuesta nada imaginarla roja con la mancha dorada de la hoz y el martillo. Esa embajada, se dijo al verla, en un país de tan solo catorce millones de habitantes, era una exhibición de fuerza al mundo occidental y su aspecto, pulcro y ordenado, monolítico, ciclópeo, plantada sobre la acera izquierda del bulevar según se va a la Puerta debía ser lugar vigilado: ahora no. Ahora la vigilancia está en torno a las embajadas de EEUU y del Reino Unido, en la Wilhelmstrasse, a un lado y otro de la Under der Linden, donde los dos accesos a las calles están cerrados por postes y vallas que impiden la entrada de un coche cargado de explosivos y conducido por un suicida. Los tiempos han cambiado, se dice. Los tiempos...
Buscaba pues rastros sabiendo que ya no existen. Son muy pocos los que quedan del régimen nacional socialista: se dinamitaron dejando un edificio para el horror como museo y los pocos que se conservaron, por su valor funcional, han sido absorvidos para otras funciones. No hay turismo nacional socialista, nadie debe pensar que podrá preguntar alegremente por Hitler o por Goebels o por el mismo Himmler ni esperar pasear por los restos del bunker de la Cancillería o por el patio por el que el Fuhrer salía a ver la luz del sol en sus últimos días del mes de abril de 1945. Queda, en Wannse, a la que se puede llegar cogiendo el tren elevado que conduce a Postdam el palacete en que Reinhard Heydrich reunió a un grupo selecto de oficiales y funcionarios del Reich para poner en marcha la solución final: allí estaba Eichman. El palacete puede visitarse yendo y pidiendo verlo, pero no es algo abierto al público de manera ostentosa. El morbo puede mucho y él confiesa que le hubiera gustado ir, pero se decidió por el Schloss Sant Soucy y sus jardines. En realidad, ver y tocar todo rastro de aquello que condujo al holocausto le interesa por incredulidad; ya ha dicho que considera que el Holocausto es el hecho trágico de mayor importancia por revelador, de la historia hasta el siglo hoy, y aún así le cuesta creer en lo sucedido. Resume en su pensamiento que todo ese horror no es imaginable o que es solamente imaginable, como cuando una película de ciencia ficción parece realmente ficción. La realidad es que la incredulidad no se basa en la observación del hecho sino en la procedencia humana del acto. Por ello, en cierta medida, cuando se asomó al concepto de Hanna Arendt "la banalidad del mal" se sintió satisfecho, porque ya podía empezar a borrar la incredulidad: solamente haciendo del mal una banalidad sin importancia se pueden cometer semejantes crímenes. Sola convirtiendo al judío en un infrahumano se puede aceptar que su eliminación es necesaria e insignificante.
Tampoco en la Wilhelmstrasse actual queda nada de la Cancillería Oficial o de la privada, de los Ministerios de Propaganda o de Construcción y Armamentos, de la Organización Todt, ni la sombra de Sper, nada. Ahora es una calle moderna ligeramente parecida en su parte que toca a la Unter der Linden a la calle de Capitán Haya de Madrid, pone por ejemplo. Una calle sin más de la que queda el rastro de la historia, una calle que trató de ser la otra cara de Whitehall, que en Londres sigue manteniéndose en forma con sus estatuas de políticos ocupando el carril central. No, la Wilhelmstrasse ha sido castigada por la historia. Cuando la ha recorrido ha pensado en el tiempo como índice de la fugacidad de los deseos y de las pasiones. En sólo doce (se decía para sí, "doce años, señor, tan sólo doce años") la locura alcanzó niveles de pasión destructora, el hombre enloqueció, no un hombre, sino el hombre en sí, cargado de ansias de regeneración, enloqueció y abrió la puerta al mal. En solo doce años, se dice y no sigue sin dar cabida en su cabeza a ese lapso de tiempo en el que cabe tanta ambición, soberbia, crimen y castigo y al fin la nada. Doce años de nihilismo absoluto, aún cuando se puedan adornar de ideologías. Otra cosa es el tiempo del campo contrario, el de la revolución que fue la fuente que abrevó al gulag, al muro, a los juicios en los países del este, a las deportaciones. Ese marco de tiempo relativo fue grande, largo, extenso, medible a lo largo de una vida, conservable en el seno de ella.

Recuerda una expresión de su padre cuando ya sabía de su gravedad y muerte posible: "siento que me moriré antes que Franco" y así fue. Es el don de la eternidad, que es un punto de vista. Los doce años del nazismo debieron ser muy largos para muchos alemanes, para muchos berlineses. Hay que creer en la impotencia y en el silencio protector, incluso en el olvido: pero el tiempo tarda en recorrerse a si mismo y repite los días. Solamente doce años para una tragedia de semejante dimensión, un armagedón de proporción absoluta. Digno es de ser bíblico en el sentido ejemplar. El tiempo dividido en actos: el anuncio del infierno, la entrada al infierno, las leyes del infierno y finalmente la estancia en el infierno, el apocalipsis y la destrucción: doce años, no más.


Y sin embargo esos doce años han tenido su prolongación en el tiempo. Tal vez esta visita a Berlín tiene que ver con una visita a la vida de una mismo en el marco de la propia historia entrevista en noticieros y periódicos. Ya sabía lo que era el Check Point Charlie y cuando bajó caminando por Friedrichstrasse sabía donde iba a llegar y como era el lugar, pero no esperaba descubrir que el teatro más ramplón se hubiera instalado en la caseta en la que las autoridades aliadas restringían o autorizaban el paso a quienes optaban por cruzar el muro. Hoy, muchachos vestidos en uniforme, con dos banderas, se mantienen a disposición de los fotógrafos aficionados para sus parejas se sitúen entre los dos y sean así fotografiadas; a las mujeres parece ser, por lo que pudo ver y contar, que las gusta más protagonizar la foto y se cogen del brazo de los actores y les sonrían primero cortésmente para luego sonreír a la cámara.

Y sin embargo ahí está el cruce de la realidad con la historia exactamente igual que antes estaba un cruce de caminos. Ahora la realidad es una ficción en forma de charada. Antes era una cuestión política a la que el cine dio el protocolo vivaz y expresivo de serie negra. El intercambio de espías a través de Check Point Charlie se producía siempre de noche y lloviendo: un hombre camina desde el puesto soviético hacia cámara mientras otro de espaldas camina en dirección contrario; al cruzarse se miran de reojo y en la secuencia se insertan dos primeros planos, dos cortes del plano general, después prosiguen su camino; se levantan las barreras, un poste en realidad, y el malo se pierde en la bruma de un Berlín hosco y pobretón mientras el bueno se abraza con los buenos. Son cosas de la vida en días de cine, pero las dos garitas estaban allí y ahora en una se hacen fotos los turistas y en esa parte de la calle no hay tráfico.

El cruzó con desgana comprendiendo que no hay escenificación presente que no tenga que ser, por su propia naturaleza, burda. Vestido de verano y a plena luz de día, estaba muy lejos de ser el héroe del lugar y en el café que abierto en el cruce tiene prohibido modernizarse, porque es el de las películas, se refleja el tiempo de hoy porque el de ayer se ha ido.

Se entretuvo mirando las vallas en las aceras laterales de la casa en las que se narraba cronológicamente la historia del Check Point y del muro; estupenda lección de historia, pensó y se afanaba en contemplar las fotografías en las que coches con cuarenta años de antigüedad en su diseño cruzaban el paso entre tanques. En un edificio a la izquierda de la garita según se va del oriental al occidental, que ya no son lo que eran, en un edificio se exhiben las 4 banderas aliadas: era la Jefatura del Check Point, y aparte de ellas, pende una vieja, deslucida y sucia bandera de la Unión Soviética. Allí estaba colgada, cuenta un texto en cartel al lado, la original que está ahora en el museo en el mismo edificio, y han dejado otra para ocupar el lugar. Esta ha envejecido y se ha ennegrecido hasta ser un miserable pingajo de tela gris. Piensa que estamos ante una metáfora de la realidad pues la bandera ha envejecido hasta el agotamiento lo mismo que el sistema que la enarboló con tanto orgullo. Comprende a las parejas fotografiándose entre soldados de pega, con banderas de pega.

Al cabo del camino que recorre por el Berlín moderno, terminará tomando un café exquisito en un bar de Postdamer Platz, sentado en el corazón del nuevo Berlín que augura la modernidad más absoluta, el tiempo recobrado, el tiempo por llegar. Un nuevo paraíso le acuna, hecho de acero y cristal, reflejando las alegrías del sistema que ha resultado vencedor en este pulso entre ideologías, y que sin serlo en sí, es el único sistema de vida posible para vivir en paz. Mientras saborea el café que toma expreso, muy corto y sin azúcar, consulta la Guía: al día siguiente irá a encontrarse con Nefertiti y con Federico el Grande.


miércoles, mayo 23, 2007

Berlín Segunda Estación. Lo griego en lo berlinés

Bebe de la fuente inagotable a la derecha, donde se yergue el ciprés. Versos órficos inscritos en tablilla descubierta en Creta. La Sabiduría griega. Giorgio Colli. Editorial Trotta

Para Gregorio Luri, por quien libé antes de subir las gradas del Altar.


Desde el balcón del hotel ve al berlinés que se afana en su quehacer, moviéndose entre espacios vacíos: lo que más sobresalta en esta ciudad es la abundancia de espacios, de solares, de huecos. La historia de la destrucción y de la reconstrucción, del enfrentamiento de bloques, del muro y de la alevosa vigilancia que obligaba a despejar el entorno, han dejado una ciudad que debe crecer hacia dentro ocupándose a sí misma, conquistando su tierra, el espacio vital en que se asentó en otro tiempo. Hoy, la batalla es por la modernidad y los nuevos edificios rivalizan en espectacularidad. La parte de la Friederichstrasse que toca al río y que geográficamente apunta al oeste, es un catálogo inmenso de arquitectura moderna, avanzada, de cristal, ocupada por oficinas y galerías comerciales. En los diecisiete años desde la unificación, la construcción de una ciudad nueva donde cupiera parece haber sido el objetivo principal de este impulso berlinés. Se diría que todo esta febril construcción ha de acabar con instalar la locura o la neurosis en una ciudadanía víctima, pero extrañamente, esta gente que se afana es tranquila y cortés y va a lo suyo con un gesto de calma que hace que cruzar la calle sea una actividad indolente: no hay semáforos, ni pasos de peatones, ni pasos cebra, o cuando menos no abundan como para ser omnipresentes. Nada amenaza al peatón o al ciclista que van de un lado a otro. Le extrañó en un principio esa posibilidad de bajar de la acera y cruzar lentamente dejando que pase un coche que viene a corta velocidad o que un tranvía, tras hacer sonar la campana, le exija pasar sin gesto alguno que sea imperatorio. Berlín es una ciudad para caminantes, o cuando menos, su centro histórico que es también el monumental y al mismo tiempo el de los tiempos modernos. En un momento de distracción tuvo que frenar un coche para no arrollarlo y al ver la cara del conductor no vio el griterío hosco y desaforado al que la vida mediterránea le tiene acostumbrado y se sintió bienaventurado.

Unter der Linden: Cantaba hace muchos años Marlene Dietrich algo así como "mientras florezcan los tilos de la Unter der Linden, Berlín seguirá existiendo" y a ese deseo hay que rendir culto. Pasear bajo los tilos de una ancho y espacioso bulevar que es a Berlín lo que el Sur de la Castellana a Madrid, o el Paseo de Gracia a Barcelona o Champs Elysés a París, es un placer del tiempo, del muelle sosiego en el que la mirada bajo la sombra arbolada va de una fachada a otra, de escaparate en escaparate, de terraza en terraza, presintiendo la vida que late, el pulso de una ciudad que aspira a la mayor longevidad sin estimulantes eternidades en el deseo. Han sufrido mucho los árboles y los edificios, tanto, que uno no sabe al fin si todo esto no es una reconstrucción sacada del recuerdo y el ansía de seguir existiendo, que es cosa diferente al ansia de eternidad que ha dado con tantas cosas en el olvido.

Berlín está, sin duda, en este bulevar que viene desde el amplio desarrollo oriental, uniforme y confuso aunque lleno de espacio hasta ir a topar de bruces con la Puerta de Brandeburgo, allí donde se ensanchan las aceras y todo respira más si cabe; el Bulevar es anchuroso y al llegar a la puerta abriéndose a las bandas crea un espacio a modo de plaza que anticipa el enorm espacio del otro lado. Nuevos edificios rodean a este ensanchamiento, de altura medida y acorde con los la medida de los que allí llegan, sin tratar de hundir a la Puerta en la miseria del tamaño. Armonía en la conservación de los huecos de aire, que es al fin la vida, que corresponde a cada piedra conservada o reconstruida con el afán de que parecer lo que fueron, o de las nuevas estructuras de acero y cristal que pretenden cortrer en el tiempo para alcanzar el hoy y el preludio del mañana. Tonos y matices que se conjugan en luces y sombras. En el Café Dressler se almuerza muy bien, cocina berlinesa, en un salón intemporal, sacado de un filme de la UFA. Este café, por cierto, tiene su doble en el Barrio Nicolai, junto al río, donde el Reinhard's ofrece en similar ambiente la misma carta de buenas carnes y pescados, guisos aromáticos, salsas medidas, espléndida cerveza (no la ligera a la que la sed mediterránea nos tiene acostumbrados) de grado, cuerpo y color y una carta de postres que siendo espectacularmente atractiva, me está vedada.

El río: después de cruzar la Friederkstrassese viniendo de la parte del Reichstag y acunando en una ese suave a los nuevos edificios del Bundestag de arquitectura lúcida, luminosa y transparente, se divide en dos y en su centro aflora una isla en la que el neoclasicismo ha edificado cinco museos y una catedral barroca. Explicado parece que el paisaje vaya a ser enorme y monumental, grandilocuente, colosal, y sin embargo es un paisaje humano, de piedra ennegrecida y gastada, reconstruida, conservando en su piel rastros de metralla y de impactos de bala que dejaron su huella, en la batalla de Berlín. El mismo río es una brazo de agua del que no se puede decir que sea grande o mediano, pero si caudaloso; es un río cansado en su fluir como lo es el Danubio cuando pasa por Viena; diría el viajero que se trata de un fluir melancólico en cuyas riveras el berlinés, llegada la primavera, acude a sentarse para tomar el sol y disfrutar de ese avanzar de la corriente. Parodiando a la inversa a Heráclito, este agua nunca vuelve a pasar por la mima ciudad.
La orilla del río por la que se avanza a lo largo de las fachadas de los museos abre en sábados y domingos un mercadillo en los que se pueden comprar reliquias del ejército de ocupación, probablemente de fabricación actual: cascos de acero, gorras de oficial soviético, insignias militares. Debe ser humillante, piensa, acabar así, residuo de mercadillo como huella de una historia que fue, hace ahora diecisiete años. No es cosa de ayer lejano, sino de un ayer que aún nos toca en presente. Las barcazas siguen el cauce llenas de pasajeros que sentados en cubierta, hacen fotos de quienes, desde la ribera, a su vez les fotografían. Es pues un inmenso espacio de recuerdos. Tiene la impresión de que en esta ciudad la historia se conserva en la calle y no la han borrado, salvo por el hecho de que en ningún mercadillo ni tienda de viejo encontrará una sola insignia nazi, objeto militar o del partido. Lo que se fue se fue en el marco de la tragedia que desencadenó. Lo ruso queda para solaz del turista que lleva a su casa una gorra de plato elevadísimo o un casco del vopo que guardaba el muro. No es la misma tragedia: de la primera todo Berlín, se diría, salió derrotado; de la segunda no, se saldó con la caída del muro y una increíble noche de alegría en la que ni un solo policía o soldado de ocupación soviético, osó aparecer por el escenario. Se quiera o no, de lo militar queda el atrezzo en mercadillo abierto o en el monumento de piedra que sobre el bunker de Hitler han construido los soviéticos en memoria de su Soldado, enterrando allí a unos dos mil muchachos muertos en la Batalla de Berlín. Sobre dos plataformas pesadas, nada airosas, de hormigón, se posan dos tanques T 34 con los que sus tropas entraron en la ciudad. Están allí en lo alto, al igual que sus uniformes de ocupantes están en el mercadillo y pese al buen fin del monumento y a la tristeza de muertes jóvenes tan absurdamente lejos de sus casas, los tanques y la piedra son el paisaje del Tiergarten en que habitan, frente al Reichstag: tumba que ni es ni no es de naturaleza turística, guarda cierta dignidad albergada entre los árboles del bosque.

El Museo de Pérgamo: Esta piedra que mira y traigo aquí, no pretende resumir al arte de los griegos que conserva Berlín, porque ni mis fotos valen para eso ni estos comentarios pretenden ser ciceronianos (como bien nos trae Julia esa palabra de nuevo a la cultura del viajero). Esa piedra que mira representa para mi la mirada, en piedra, desgastada por el tiempo y los muchos avatares, la mirada universal del viajero que ve en la ciudad el pulso de la historia señalado en cada poro de la vida hoy, y la mirada de la ciudad que sigue ahí, en su observancia de los tiempos que le tocan vivir. La ciudad tiene el afán de sobrevivir, que es mucho para cuanto ha vivido y para cuanto ha muerto. No la conozco tanto como para resumir sus esperanzas, que de lo que hablo es de la mirada mía como si fuera una cámara en travelling permanente atento a ver y guardar los signos de la humanidad que almacena. Hay en el tipo de mediana edad, que nos mira desde los griegos, un gesto ligero que pienso casi irónico, matizado, sin superioridad alguna. Siempre quedará una sonrisa, pienso literariamente, en este Berlín atormentado que parece haber encontrado su destino.
El Altar de Pérgamo: Conviene no olvidar que un Museo es más que un contenido un espacio de tiempo aprisionado por la voluntad de mostrarse. Ante la inmensa multitud de visitantes que poco perciben y sienten sino una admiración prestada de las pocas líneas dedicadas en la guía que portan en su mano, el contenido tiene voluntad de permanencia y vocación de exhibirse, consciente de si mismo, seguro de lo que representa. El Altar de Pérgamo, encerrado en su espacio grandioso, se deja acariciar, transitar, ocupar, por gentes de todo el mundo que llevan, cuando menos, la sorpresa de la visión monumental; porque nada de lo visto eantes s tan grandioso y en la soledad del museo tan indiferente. Está en si mismo, abierto para quien entra en la sala, alejado, dejando aire entre el visitante y él, para que el acercarse se convierta en si en una ceremonia que cada uno de ellos repite con la mirada bovina de la indiferencia o con la asombrada visión del sentimiento. No hay palabras, salvo las muy expertas, que caerían en la frialdad descriptiva, que puedan resumir el impacto: hay, si, un recuerdo de Paestum, en octubre de hace unos años, al caer la tarde y ponerse el sol por el mar al que se asoman los templos y una especie de color de bronce se enseñorea de la piedra desnuda, abierta al mundo y a su mundo.
Como allí, frente al altar no le cabe al espectador más que sentirlo, lo demás es superfluo. Está ante lo griego y ahí debe sentir algo así como palabras mayores, porque si el templo fuera en si piedra sin "lo griego" le vendría a suceder lo que a la vecina Puerta de Istar de Babilonia, que con toda su majestad, queda disminuida porque la vida que esconde no tiene el aliento vital que sí tiene lo griego. La puerta es ladrillo decorado magníficamente; el Altar está en nosotros y así lo ,percibe el visitante, que se reconoce en él, por mínimo que sea su conocimiento, así pues el Altar es él, piensa, y él está en el altar y cuando asciende por la escalinata él y el altar son parte de la misma esencia que ha discurrido a lo largo del tiempo, de lo que da el filósofo en llamar historia acaecida. Es el Altar el que acoge después de llamar al visitante y el que generoso le muestra su apertura hacia lo interior. Después de todo, piensa, venimos de lo griego y siempre, al empezar a pensar volvemos al inicio, al poema de Parménides, a los aforismos de Heráclito, al poco leído Platón. Lo griego está en lo griego, y está en lo romano y está en el reencuentro con ello en la Edad Media, en Ibn Rush y, y, y... Cabe aceptar que si no fuéramos parte de lo griego, seríamos lo bárbaro, en todo el uso amplio del término, se dice, y entonces la Puerta de Istar, de majestuosa presencia, sería nuestro ideal: no lo es. Cuando entra en el patio del altar, en lo alto de la escalinata, el visitante que ha comprendido entra en sí mismo y se reconoce. El y el Altar se contaminan de lo mismo, de lo común, del origen. El visitante, que ha recorrido la ciudad entre una enorme cantidad de edificios de corte neoclásico, que son, en la práctica histórica, el acta fundacional de una ciudad que emerge superando el barroco, reencuentra su geometría, su medida, sus dioses. En el altar, el viajero comprende al fin la realidad: no es un bárbaro.
Y puesto que no es un bárbaro se extasia ante la lucha entre gigantes y dioses y ve como estos son empujados a lo alto, mármol de expresividad absoluta, perfección escultórica tallada con el sentimiento de la fe en la propia historia y en el propio mito. Los frisos que recorren la escalinata dan fe del titanismo épico de una historia que desde el mito descubre el pensamiento y nos lo deja como legado. Volver a los griegos que nunca nos han abandonado, piensa, es el punto de partida de una nueva iniciación, y le vienen a la cabeza unos versos órficos que no puede dejar de citar:
Me estoy muriendo de sed. - ¡Pues vamos!
Bebe de la fuente inagotable a la derecha,
donde se yergue el ciprés.
- ¿Quien eres? ¿De donde vienes? - Soy hijo
de la Tierra y del Cielo estrellado.
Simbólicamente ve, en el fragmento de friso con que cierra este escrito, el terrible desencuentro de dos seres, espalda frente a espalda, y se pregunta si habiendo dado la espalda a lo griego, olvidando el origen que está en cada uno como aliento, cultura, medida, no se acabará hundiendo en lo extraño, en lo bárbaro. Pero ve en la otra fotografía algo que le parece prometedor y le iulusiona: lo griego se muestra a la muchacha y se abre para ella.



Así habrá de ser, respira aliviado y mientras sale del lugar piensa, reconoce que con nostalgia por lo no visto, que este Altar y estas esculturas debieron ser, en si, en todo su esplendor, del lugar bajo el cielo azul y bajo el sol de su ciudad. Cabe admitir sin embargo que no han sido los arqueólogos los enemigos de la antigüedad que han arrebatado y llevado a sus museos, sino los molinos y los hornos que proliferaron en el mismo Pérgamo y en el foro romano, y que desmontaron losa a losa y piedra a piedra, el mármol para pulverizarlo y convertirlo en cal. Trata de explicar esto a alguien durante el almuerzo, pero este, de irrenunciable conocimiento insiste en el expolio. El viajero se siente feliz de haber estado aquí y deja de insistir. Cada cual tiene su verdad, aunque no lo sea.

lunes, mayo 21, 2007

Berlín Primera Estación: el encuentro

En un café se rifa un pez. Alfred Döblin. Berlín Alexanderplatz

¿Cómo se llega a una ciudad hasta la conmoción y la entrega? ¿Cual es el viaje? Es algo que no sabe, no puede por tanto responder. Puede afirmar que de manera repentina parece que es el tiempo de ir y lo hace, consciente de que si antes no lo ha hecho, no han mediado decisiones premeditadas o falta de oportunidad; siempre deja de ir a las ciudades que desea conocer pensando que hay tiempo y sabiendo que todavía no lo es, porque no está preparado. Los viajes los trae el tiempo de la vida y no la circunstancia de hacer turismo. Si el viaje no es una aventura personal, mejor estar en casa.


Una ciudad es un encuentro mañana, sin mañana fijado o con lo incierto de la cita; una ciudad es una aventura promesa siempre que consiga, piensa, aislarse para comprenderla. Si viaja acompañado deberá ser infiel a la compañía. Solamente con una ciudad debe uno abandonar el plural y reconstruir una relación nueva para acabar defraudado o enamorado del rastro de lo que debía estar allí y se ha guardado para la visita. Una ciudad llama desde lejos como se presiente una amante. Ya pocas ciudades le reclaman desde lo desconocido, Kyoto si, pero de manera todavía débil, como presintiendo un encuentro que no es todavía algo febril y apasionado. Habrá que esperar a que se construya pacientemente la metamorfosis de oportunidad a necesidad. Ahora ha sido Berlín.

¿Desde cuando Berlín estaba apelándole, sacudiendo con fuerza su indolencia, reclamando su atención? No lo recuerda. Siempre ha estado allí, como en su día fueron París o Londres, a Edimburgo, o Bergen, o Praga, o Nápoles, o Roma, o Viena, Munich, Dublin o tantas otras de aquí o de allí, de la tierra más cercana o de la que se percibe en la lejanía del mundo. Berlín, pensaba él, es un cabaret o el espacio inmensamente lleno de la plaza que ya no es y que describiera palabra tras palabra Alfred Döblin en su obra maestra, sin duda, Berlín Alexanderplatz. De eso se trata, siempre se ha tratado de eso, de que las ciudades que le apelan con tanta rotundidad son los puntos de vista de otras narraciones que le han entrado hasta crearse en él. Recupera ahora las palabras de la solapa del libro que está en su poder desde hace años: "Berlín se alza como símbolo de la perdición y de la catástrofe donde el hombre se corrompe y naufraga... Centrada en el tema de la alienación tecnológica de las grandes urbes y la angustia del hombre enfrentado a la masa"


Ahora, de vuelta, se dice que no, eso piensa. Ha estado en la Alexander Platz para recuperarla, como punto de partida, como primera escala de su viaje, al cabo de los años de esperar la decisión. Döblin escribió sobre otro paisaje, sobre una geografía que ha perdido el sabor. Derrotada, la plaza ya no lo es, ahora un enorme espacio de nada herencia del régimen de la RDA. Es hora de sentarse, se dice, y repensar lo visto, y sentirlo. No se puede hacer caso de la primera impresión cuando llegado a un inmenso vacío y no ha visto nada más que un espacio inmenso, un pavoroso vacío en el que se pierden árboles, una torre de televisión y un edificio medio gótico del XIX de ladrillo rojo que siendo el ayuntamiento y siendo enorme, es simplemente algo aislado en el centro de lo vacuo.

Si por la primera impresión fuera, piensa, hubiera echado a correr para retornar al origen del viaje: el libro de Döblin, la película en 14 partes para televisión de Fasbinder, las de los últimos días del bunker, las de los Juegos de 1936, las de la conquista de los rusos vengadores y su humillación sobre una población escarnecida, para aquellos reos de pecados terribles, víctimas del atroz ojo por ojo. Berlín, su Berlín está en películas, en historias de espías, en sórdidas conspiraciones de la guerra fría, en el muro extendido como una llaga, en la Puerta de Brandenburgo horadando el espacio con la piedra horadada. El punto de partida para llegar a una ciudad es siempre una colección de postales que en su conjunto han construido una impresión. Habrá pues que sumarle a lo dicho la exquisita cabeza de Nefertiti y el altar de Pérgamo, del que no puede hacerse una idea hasta haberlo visto: ¿Y quien podría? Berlín le ha llamado para recomponer su imagen. Las cosas son, se dice, de tal manera que nunca se sabe nada sin haberlo sentido: ver y sentir, respirar y sentir, tocar y sentir.

No importa que se vista de turista y cuelgue del cuello una cámara digital, al tiempo que en la bolsa de lona que pende del hombro lleve el plano y la guía. Una ciudad no está nunca en el plano hasta que se han puesto los pies en ella; ¿que quiere decir Friederichstrasse si no se ha caminado desde el Check Point hasta Oranienburg? Solo quiere decir la dirección de un hotel, allí donde la calle cruza sobre el puente de hierro la corriente de aguas preñadas de oscuridad, en el que pide, exige, que la habitación tenga vista al río, al espacio abierto. Conviene asomarse al cristal de la mirada y ver, reconocer, descubrir: ahora si el plano tiene sentido.

En esta Primera Estación que resume el encuentro no puede estar en todo, hablar de todo, tenerlo todo claro, porque es ahora, después de sentirse conmovido, cuando empieza a ver con los ojos cerrados y con el pensamiento que late al unísono del sentir. Lo escribió una vez de Roma y ahora vuelve el pulso acelerado: " ¿En que momento me conmoviste tanto? " preguntó a la ciudad del Tiber. Ahora, en Berlín, sabe que ha sido al entrar en el hotel, anocheciendo, en la alcoba cuyo balcón se abre al río y por sobre su amplía horizontalidad, su apertura el espacio de cielo tachonado de noche, alcanza a ver un fragmento de la cúpula del Reichtag, y por sobre la oscuridad que se cierne plagada de luces y reflejos (toda la vida del agua del río refleja toda la vida que viven sus orillas) gira el rótulo luminoso del Berliner Ensemble.


Así pues era eso, piensa, hambriento como está por encontrar las claves que describen nuestros pensamientos con meticulosidad. "Has llegado" se dice o tal vez solo lo percibe, que es cosa diferente a decirlo para sí o a pensarlo. Percibir es saber sin palabras, recuperar. En la lejana juventud que pervive siempre al alcance de un pensamiento, soñó con ir al Berliner Ensemble para ver una obra de Brecht, viviendo Brecht, en el Berlín oriental: no lo hizo. Asistió a una representación de El Círculo de Tiza Caucasiano, del Berliner en Milán: en el teatro de Strasser y Gasman. Sabía que no era lo mismo, porque Berlín era el único lugar adecuado, pero las cosas salieron de otra manera. Ahora resulta, que haber conspirado su voluntad con su pensamiento, su habitación se abre al Berliner mismo y gira y gira el rótulo luminoso que le recuerda que algún día tenían que encontrarse, promesas de la vida, certezas de la probabilidad. Suceden las cosas cuando uno está dispuesto a comprenderlas, sino no suceden porque no son de él, ni siquiera son. En la tarde siguiente, callejeando por el Tiergarten se encontrará con la calle Hanna Arendt. No la buscaba, ni sabía que existía, pero allí está. Había empezado el recorrido cruzando el río para llegar a la puerta del Berliner, doscientos metros de camino a lo sumo, y después, vuelta a cruzar el río en busca de Unter der Linden hacía la Puerta de Brandenburgo y el nuevo Reichstag, girando por el borden del parque hasta dar con el monumento al holocausto. Ana le dijo, "mira donde estamos" y la esquina marcada por dos direcciones: Hanna Arendt trasse y Cora Berliner strasse. De Brecht a la pensadora que representa en su vida un hogar o una fiesta, el goce de la tragedia, la comprensión de lo incomprensible. Reconoce que sin Hanna Arendt, como sin Camus, su vida sería otra que no sabe imaginar, ni quiere.

Tardará cuatro días en recuperar para su conocimiento el rastro de Cora Berliner, una economista de portentosa profesionalidad que perdió en 1933 su trabajo por ser judía y arrinconada poco a poco por el nazi terminó por desaparecer en junio de 1942. La biografía que le relata cosas de su vida dice del final ..."murió en fecha y lugar desconocido".



En otro paseo el viejo cementerio judío que la Gestapo desmanteló en 1943 le llama en forma de bosquecillo entre casas. Un sendero de piedra lleva a una lápida que recuerda el hecho; está en el corazón de un barrio que fue abundante en hebreos y que ahora es zona alternativa donde proliferan restaurantes y tiendas de moda. Un bosquecillo entre calles que se curvan limpiamente apenas se atreve a sobresalir: se trata en realidad de un solar con algo de profundidad. Una plancha de césped le separa de la acera y en la linde misma, al otro lado de una valla, un grupo de siluetas parecen esperar entre sus brumas, sombras de otras sombras, bronce de carne palpitada, ahora ya no, sombras o recuerdos, también sombras de quien fue, y que parecen demandar del caminante una guía, un gesto, mirándoles desde el otro lado de la valla. El efecto se hace tragedia y no puede por menos de quedarse allí mirándoles, desde su libertad recién estrenada a la rígida muerte del tiempo de los otros, ya idos, desperdigados.

En las siguientes estaciones de este viejo al tiempo recobrado y al tiempo que fluye, unidos los dos en una suerte de pensamiento - memoria (hay que recordar que nació en 1944, cuando las tropas alemanas estaban todavía asediando Stalingrado) afrontará de otra manera las presencias en la ciudad. En esta primera mirada será el sentimiento el que se reconozca, sabiendo que la ciudad no guarda en ella sino el homenaje para que la memoria no se pierde. Se lo debe a las víctimas, y a quienes levantaron la mirada y la voz. Pero la realidad es que la memoria que fluye es del hombre que pasea por las losas que destrozaron las bombas y de la tierra que destripada se abría en tumbas vacías.





Rudiger Safranski escribe de Heidegger en Un Maestro de Alemania que "para él, (Heidegger) lo mismo que para Adorno, Auschwitz era un crimen de la modernidad". En la acción del nazismo resalta Hanna Arendt la existencia del mal como banalidad, (El Juicio de Eichman) lo que en cierta manera viene a evidenciar lo mismo. El hombre que pasea su meditar, cámara al hombro, da en ver que en Berlín cayeron, de forma simbólica pero definitiva, los dos regímenes totalitarios que parió la vieja y culta Europa. Fue en Berlín, no en Rumanía con la muerte de los Ceacescu o en Polonia con Solidarnosc, sino en Berlín, donde la construcción del mal como sistema de poder sobre los ciudadanos, alcanzó las formas desapasionadas del devenir banal de lo cotidiano. Mientras las sombras del grupo de judíos recuerdan que fué en Berlín donde residía el poder que los señalaba como víctimas, sin más explicación que la de la mala fortuna de ser víctima, las exposiciones sobre el muro que se ofrecen en diversos lugares, al aire libre en el Chek Point que en se guarda en Friederikstrasse muestran a otras víctimas, esta vez no por pertenecer a un grupo particular sino por ser uno de los dos únicos grupos existentes: el de los ciudadadnos sin derecho ni protector; el otro grupo era el que mostraba la despiadada voluntad de poder a la que Brecht hará referencia en aquel poema suyo, irónico y cruel que reflñeja los acontecimientos que en la RDA se produjeron en 1953, cuando se vivió una revuelta obrera frente al sistema comunista. Brecht parodió:



Tras la sublevación del 17 de Junio,
la Secretaria de la Unión de Escritores
hizo repartir folletos en el Stalinallee
indicando que el pueblo
había perdido la confianza del gobierno
y podía ganarla de nuevo solamente
con esfuerzos redoblados. ¿No sería más simple
en ese caso para el gobierno
disolver el pueblo
y elegir otro?



En Postdamer Platz, la nueva construcción de un imponente grupo de edificios que tienen como objetivo, aventura, mostrar la voluntad de ser en modernidad, en impulso tecnológico, en diseño y construcción de una tierra al servicio de la sociedad que la habita, resta un fragmento de muro anclado en el suelo firme de la enorme y espectacular plaza. Pensaba en ello y lo comentaba con sus acopmpañantes, sentados bajo la inmensa tela de araña del complejo comercial y de oficinas; allí se juntaban las do aáreas durante la guerra fría que el muro trató de congelar para el tiempo infinito. "Cuando se construye un muro se evidencia un fracaso, les dijo, pero es el constructor aquel que ciego por naturaleza ante el valor de su propia obra, el único que no va a poder reconocerlo nunca" Casiu 1.000 victimas mortales, sin contar heridos o detenidos, ultimó el muro, asesinadas por la espalda cuando trataban de huir, negado su derecho a salir por la puerta. La RDA disolvía al pueblo y le mostraba el camino de la ejecutoria correcta. Después de todo, acordaban, acaba sucediendo aquello que se anuncia por pequeños símbolos que carecen en los periódicos de impoprtancia: hoy huyen de sus hogares unos hombres, una familia entera salta la ventana al vacío para acudir al "otro lado", mañana en un grupo que hace un tunel o que se esconden afanosos en reductos impensables, en coches minúsculos: mañana será todo un pueblo el que abandone a sus políticos que desconcertados mirarán desde las ventanas buscando un rastro de fidelidad. Y será nada.

En el muro que queda, convertido en memoria, los jóvenes con mayor dedicación, escriben sus mensajes y mezclan colores hermosos. Hay una estética de este recuerdo festoneada de frases hermosas, bienintencionadas. Alguien escribió una línea, "la violencia es acción sin discurso" y al pié la firma de la autora: Hanna Arendt. Que inmenso placer encontrar en Berlín la presencia de esta buena amiga, piensa.




miércoles, mayo 16, 2007

Hasta pronto





En atención a Luri, pòngo imágenes de mi alter ego (o soy yo el suyo, lo más probable). La pareja del Goyerri festivo es Ariadna.


Goyerri se queda con su primo Yeiko (el nombre es absurdo, pero...) que es un perrazo enorme con el que comparten sofá y cuidados familiares. El dios menor se queda solo en el bosque y el bosque pasará sin mi y yo sin él. El jardín está al cuidfdo del riego automático. Las luces apagadas, la alarma conectada. Ana y yo nos vcamos pocos días.



Visita sentimental: Berlín Alexander Platz.

Visita obligada y demorada: el Altar de Pérgamo, el busto de Nefertitis, los papiros egipcios, las puertas de Babilonia.

Visita de arquitectura: la cúpoula de Foster y el Museo Judío.

Paseos obligados: por el río en barco. Postdam si hay tiempo. El barrio Nicolai.

Por la noche: un cabaret

Resto del tiempo: callejear.



Abstenerse por falta de tiempo: de los palacios barrocos y de las iglñesias barrocas y de las calles barrocas.



El lunes más o menos, estaremos aquí de nuevo.

martes, mayo 15, 2007

Desde Brooklyn

Le digo "ven" y viene como en el bolero: lo deja todo. Hoy no, se queda quieto, aplastado sobre el suelo, tratando se diría de confundirse con él, de adoptar el alma de cosa que es una alfombra, un simple elemento de un paisaje que se inadvierte incluso al pisarla. Repito la voz, le animo, incluso silbo, y sigue ahí. Se que está vivo porque respira y cuando me muevo pasando junto a él enarca una ceja; eso se sabe porque el mechón blanco sobre el ojo izquierdo de levanta de manera perceptible. Así sé que me espía, que está pendiente de mis pasos aún cuando finja ignorarme. Me voy al bosque, le digo, y sigue igual. A pasear, le insisto, tienes que hacer tus cosas. Por estar Ana delante no me dirige la palabra: su habilidad para hablar es un secreto entre nosotros, y con Ana que es de manera entrañable su preferida no mostrará esa habilidad, pienso yo que para no hacerse mayor y para seguir siendo tratado como un bebé, que no lo es.

Ya está, me digo, es que desprecia al dios menor y no quiere acercarse por el bosque. Le invito a ir al pueblo: eso es irresistible para él y odioso para mi, porque encantador como es con las personas el paseo se convierte en una eternidad de media mañana. Me conocen como "el dueño de ese perrillo tan simpático" y la verdad es que a la propia individualidad de uno no le gusta ser de esta manera maltratada. Me niego a ser convertido en la circunstancia de mi amigo perro de tal manera que si él desapareciera yo dejaría de ser. Justamente, durante el desayuno, frente al jardín que ha recuperado el sol perdido en los días pasados y vuelve a ser prometedora primavera, le he dicho a Ana, hablando de una persona a la que ambos conocemos bien pero vemos de diferente manera, que las personas son como las vemos porque no las vemos como son. Así pues, el dueño de Goyerri, que escribe estas líneas, existe para otros como la compañía casi invisible de un perrillo gracioso y encantador que enamora a quien le hace una caricia.

Salgo pues solo a dar el paseo matutino de Goyerri, convertido en un autómata que no puede dejar de hacer lo que cada día hace aún cuando el objeto de sus movimientos se rebele. La m´máquina sigue implacable su camino, no sabemos de ella que se canse, rebele, angustie. La cadencia de la máquina es inhumana, mi paseo no; sin Goyerri deberé acomodar mi paso a mi mismo y subir el bosque a una marcha sin paradas que reclama el olfato del perro. Ahora soy yo, me digo, mientras ya entre árboles asciendo el camino que encara directamente Aguas Vertientes y que llegando a la Forestal, la pista asfalta que recorre la ladera por su base, se encuentra con dos fuentes de agua fresquísimas que manan como si fuera elixir de vida, justamente acompañadas del sonido propio de su caída por el ancho caño metálico, asomando por el granito berroqueño.

Es ahí donde, mirando a la izquierda de la fuente y a muy pocos metros de ella, se abre una cancela que hay que atravesar dejándola cerrada detrás del caminante para evitar que salgan a la carretera el ganado que pace suelto: vacuno y caballos, los primeros en busca de prados abiertos entre los árboles, los segundos caminando entre las columnas de madera y la bóveda de ramaje, yeguas y potrillos, separados de los machos: ellas esbeltas, ágiles, de cabeza fina y ojos despiertos, los potros nerviosos y asustadizos que buscan la protección de la madre cuando me acerco.

Veo la primera de las ardillas del verano que recorre un trecho de tierra y pinaza entre dos troncos y asciende por el segundo de ellos, ágil y veloz, madero arriba. Lo último en perder de vista es la cola que se mueve como un penacho. Recuerdo a Cirano, sus últimas palabras antes de morir cuando afirma que de todas las cosas importantes aquella que permanecerá enhiesta, como el honor y la dignidad, será su penacho. Ese final de obra siempre me ha emocionado. Si supiéramos, pienso, cual es de nuestros orgullos el que es el penacho que hemos de dejar alto y gallardo en la hora de morir, su pudieramos comprendernos de tal manera, con tal orgullo y dignidad, con tal satisfecha certeza, me digo, si pudiéramos... Pero sé que de poder tal vez no sabríamos que hacer, con que, ni con quien, ni para qué. Demasiado condicionales.

Hora es de adentrarme en el bosque y cruzar el claro en el que se rodó El Laberinto del Fauno. Bromeando digo a menudo que nos dieron un Oscar y caigo en la cuenta de esta irrelevancia. Al magnífico bosque que me acoge le da lo mismo la estatuilla o el reconocimiento. Este bosque nos presta su atención cuando ya dentro de él, árbol tras árbol, va desvelando su presencia y en cada tronco vivo que hincado en la tierra es parte de ella, siendo su mundo el bosque y la mirada de aquel que al verlo lo ve, se entrega y acaricia a nuestro paso. Diríase que el bosque nos pasa una imaginaria mano por el hombro y establece con nosotros la relación fraternal de un hogar que siempre estará abierto a nuestro anhelo.

Ya se que todo esto es irrelevante. Cuando llega el leñador de Icona señala los troncos para la tala del año y han de caer porque han llegado a su edad, al diámetro del tronco, a la longitud de la madera vertical. Les he visto hacerlo e incluso, cuando está por terminar el invierno, subo a cargar la madera del ramaje, troncos de suficiente espesor y longitud, que arderán en la chimenea durante el invierno siguiente, cuando el sol del verano los haya secado lo suficiente. No recuerdo a, los árboles, que talados son cosas de otra naturaleza, el bosque ha diluido su presencia y en él se han disuelto dejando un espacio pequeño que señala un tocón, que ahora ya no es la fúnebre apología del desaparecido sino la presencia estética de un hecho natural. Vida y muerte en el bosque de árboles, deja sus señales, las mantiene y ellas son el mundo en que caminamos, camino yo, por la mañana.

Goyerri no ha querido venir por causa del dios menor, ahora lo comprendo, cuando percibo que me sigue, no por el sendero, sino entre los árboles. Veo la mancha discreta y blanca de su túnica corta y el ruido de sus pasos: comprendo que escondiéndose quiere manifestarse y me detengo, le llamo, le saludo y observo como me dice con la mano que me acerque yo, que entre en el laberinto de árboles, para seguir, pienso escondido de las miradas de los hombres. Sigo sus instrucciones y después de saludarnos caminamos juntos un rato sin decir palabra. Al cabo le digo: Oye, y ¿cuanto tiempo vas a estar aquí? Se encoge de hombros. Ah, bien quisiera volver a casa, a la Hélade de la que soy, pero ¿cómo hacerlo? Bueno, bueno, argumento yo, este bosque es bonito y confortable. Niega con la cabeza. Volver, me dice, volver. Siempre es conveniente volver al lugar de donde se salió. ¿Cuando saliste? ¿Cómo llegaste? NO lo recuerda como los niños no pueden recordar cuando y cómo nacieron: para eso existen los calendarios y los relatos de los mayores. Ni de lo uno ni de lo otro disfruta este amigo divino.

¿Y el perro? me pregunta. ¿No ha venido? No, le contesto, no, y miento, porque está un poco pachucho. Ah, me dice, que lástima. Le he cogido cariño. ¿Sabes? Me gusta esa criatura. ¿Porque no me lo dejas? Niego cortésmente. El no podría vivir en el bosque, con las noches oscuras y la caída de la temperatura, con los ruidos que podrían asustarle; no le digo que menos con él al que desprecia. ¿Cómo va a vivir un perro que habla y adquiere día a día inteligencia con un dios menor amargado en el exilio, o en el olvido? Insiste en que es una lástima: si él tuviera un perrillo que le hiciera compañía. Un perro es complicado aquí en el bosque, le explico: necesita vacunas, revisiones médicos, alimento especial, peluquería, desparasitantes... No podrías, le digo, cuidar de él adecuadamente. Y en relación contigo, él vive muy poco y su presencia sería como el suspiro de un amor, no tendrías tiempo apenas de comprender su existencia y compañía cuando ya no estarías. Ya lloro, me dice, cada día, de soledad. Llora mucho: le creo.

Me vienen a la cabeza las palabras iniciales de un poema que leí hace poco, traducido al español desde su inglés americano, y que por alguna razón han quedado prendidas en la memoria:

Desde Brooklyn, sobre el puente de Brooklyn, en esta hermosa mañana,
por favor, ven volando.

Ah, la desesperanza de los hombres y de los dioses cuando deben enfrentarse a la soledad. Brooklyn, como un bosque, en la hermosa mañana espera...

domingo, mayo 13, 2007

El Guadarrama y una muerte anunciada

Releo a Ortega como se lee de nuevo a alguien a quien creyendo conocerle, debes aceptar al fin que no tienes de él más que una idea superficial. Haberme sentado a leer con dieciocho años, hace cuarenta y cinco años "Meditaciones del Quijote" y después, pocos años después "España Invertebrada" y "La rebelión de las masas" nunca me ha dado el suficientemente conocimiento como para haber sido consciente de quien era el pensador e incluso de quien era el filósofo. Hay lecturas que nunca son completas porque no llegan a tiempo, que es el del interés por el asunto. Así de la primera lectura saqué como consecuencia la necesidad de leer, de ver, de conocer: Baroja, Azorín, Flaubert, Goethe, Cervantes. Poco más salvo recordar aquel "yo soy yo y mi circunstancia" que como tantos conceptos importantes -por ejemplo el carpe diem horaciano- han sido tomados de otra manera, alejados de sus autores y convertidos en envoltorio cultural de la ignorancia.

Ha sucedido que en varias ocasiones se me ha dicho que en lo que yo escribo se percibe un rastro de Ortega, una sutil presencia en el lenguaje, o en la forma, o en el paisaje que narro y en los modelos que tomo para la reflexión. Este decir acerca de lo que escribo me ha llevado a hacerme con las Obras completas, seis tomos que son solamente lo publicado y quedan otros seis de aquello que quedó en el cajón, acabado o no, de quien murió prematuramente y dijo mucho acerca de casi todo y poco acerca de otras cuestiones que eran imperativas en cuanto a expresar opinión. La cosa quedó al fin en el proyecto trunco de un futuro, cancelando una vida encerrada ya en si misma de principio a fin para la Enciclopedia.

Evocar en algunas de mis líneas a Ortega es motivo de orgullo, como lo es que en su momento una redacción infantil, de trece años era yo cuando la escribí, influenciada por el estilo de Azorín en La Ruta de don Quijote o Pueblo, me costara un castigo colegial al recluirme en clase después de la hora de salida por no confesar lo inconfesable: que había copiado una redacción que por demasiado bien escrita era impropia de un niño de tercero de bachiller. Impropia era de quien así la juzgó, pero confieso que para solventar un castigo que empezaba a pesar tras dos semanas de perder la libertad de salir a media tarde de mi encierro escolar, confesé haberme dejado influir por Azorín hasta el extremo de haber "copiado" su estilo. Con sonrisa de superioridad se me levantó el castigo: esa fue mi infantil experiencia con el estalinismo de mis mayores, que años más tarde encontraría en un ejemplar de la biblioteca de mi padre, El cero y el infinito de Koestler, convertido ya en la horrenda tragedia del siglo XX.

He salido pues a la busca de Ortega como si se tratara de buscarme a mi en él; todos podemos encontrarnos en otros, o en el otro si aceptamos de la necesidad de su existencia. Antes que reconocernos, autistas en el espejo, deberíamos buscar nuestros rasgos de identidad en los renglones leídos o en la pintura vista o la música escuchada. retornar al otro para dar consigo mismo es el viaje apasionante de quien sigue deconstruyendo su vida para borrar lo superfluo, lo dado, lo impuesto en el pensamiento: los cien mil mandamiento de una ley acumulada.

Ortega amaba el Guadarrama y lo tenía por entorno vital. Y aquí estoy yo, en pleno bosque de esta sierra, convertido en encarnadura de mi ser, diría que absorbido por mi naturaleza hasta ser parte del ser que soy. Si durante mis últimos veinte años he tratado de ordenar mi pensamiento en una dirección creativa, formar mi identidad a partir de mi proyecto vital, ha sido en este bosque del Guadarrama, en la esquina que forma esta sierra con la del Malagón, donde ha empezado a asomar, como las diminutas orquídeas de las cimas de este lugar, de azules desvaídos y lilas brillantes, trazos de comprensión que van formando un cuerpo sólido. Un hombre, creo yo, se encuentra a si mismo en el destierro, aunque sea auto impuesto, o en el exilio, aún cuando este sea casual. Un hombre se encuentra a sí mismo cuando roza la soledad y teme que lo banal le embargue y ahogue. Cabe saber que es lo banal, pero allá cada uno con su descubrimiento.

Leo el prólogo de Meditaciones del Quijote y guardo silencio. Lo guardo porque en esas pocas páginas que empiezan apelando al Lector, escritas en julio de 1914, Ortega descubre un entramado de paisaje y pensamiento que le llevan incluso a escribir de un ensayo que no va a escribir - Ensayo sobre las limitaciones - y establece su afirmación sobre la circunstancia (¡Circum stantia!) y se instala en mi paisaje al que he llegado tras de él, siguiendo su huella sin saberlo. Yo no se si Ortega es un gran filósofo pero si sé que es un pensador formidable poseedor de una cultura casi ilimitada y, muy importante, de un conocimiento de la naturaleza de la cultura que relativiza lo magnífico. Cito "la cultura nos proporciona objetos ya purificados que alguna vez fueron vida espontánea e inmediata, y hoy, gracias a la labor reflexiva, parecen libres del espacio y del tiempo, de la corrupción y del capricho". O "¿cuando nos abriremos a la convicción de que el ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva". Uno tiene que encontrar en los libros claros de bosque, fuentes cristalinas, lugares en los que pararse a pensar y a saciar la sed: de no ser así, ¿para qué armarse con un libro si no hay batalla y tregua en su lectura?. "Cuanto es hoy reconocido como verdad... nació un día en la entraña espiritual de un individuo". Alguien, suficiente en sí, podría decir que esto es sabido, pero es labor de la deconstrucción, la más importante, que lo sabido se haga presente y apele a ti para que caigas en cuenta de su existencia que, por sabida y larvada, no tenía el menor interés. El viejo sendero retoma la invitación y te adentras en él.

Pero debo llegar al final de esta reflexión tocando del presente lo trágico, que es lo moral. El bosque encantado del Guadarrama, la luz de Velázquez, la magia del celaje incomparable sobre El Escorial, no van a poder esconder una realidad del hoy y de su insuperable villanía. Alguien va a morir, o tal vez no, pero existe la posibilidad de que en un atentado terrorista, un día de estos, por causa de un terrorista que se achacará a la falta de previsión de un gobierno de turno, alguien puede saltar por los aires en un aparcamiento, estación, calle, edificio público, ¿quien sabe donde? Alguien puede morir porque el error puede existir, ya lo sabemos, si no fuera así un atentado sería solamente una molestia, no siendo inocente sino simplemente, siendo una persona normal dedicada a su quehacer y a su circunstancia. No hay belleza que disimule esta realidad. Estamos en vísperas de que alguien muera y eso es el terrorismo: la amenaza. Así que Ortega paso a Camus y recuerdo su teatro sobre los nihilistas rusos, Los Justos".

Transcribo un diálogo.

Dora: Yanek está conforme en matar al gran duque, ya que su muerte puede anticipar el día en que los niños rusos no se mueran de hambre. Eso no es fácil. Pero la muerte de los sobrinos del gran duque no impedirá que ningún niño ruso
se muera de hambre. Hasta en la destrucción hay un orden, hay límites.

Stepan: No hay límites. La verdad es que vosotros no creéis en la revolución. Vosotros no creéis. Si creyerais totalmente, completamente en ella, si estuvierais seguros de que con nuestros sacrificios y nuestras victorias llegaremos a construir una Rusia liberada del despotismo, una tierra de libertad que acabará por cubrir el mundo entero, si no dudarais de que entonces el hombre, liberado de sus amos y de sus prejuicios alzará al cielo la cara de sus verdaderos dioses, ¿que pesaría de la muerte de dos niños? Admitiríais que os asisten todos los derechos, todos, ¿me oís? Y si esta muerte os detiene es porque no teneis seguridad de estar en vuestro derecho. No creéis en la revolución.

Es así como el terror irrumpe en la placidez del bosque y cumple su función de asustarnos. Que no da miedo pensar...

jueves, mayo 10, 2007

Goyerri, el dios menor y Batasuna

Un día primaveral d sol y temperatura. Tulipanes, jacintos y narcisos se alinean en los cuatro parterres que delimitan la zona de césped, frente al portalón del salón. Las hayas apuntando al cielo sus hojas, todavía enroscadas y con punta de lanza, están prestas a seguir al castaño, a ,los manzanos, a los ciruelos y al cerezo. El mundo recobra en primavera el pulso, expandiéndose en una gran respiración alegre; camino del verano el sueño de una noche de verano volverá a ceñir en la carne una pulsión agónica, pero todavía latido. Por la puerta de la calle pasean al caer la tarde dos muchachas con un niño que corretea tras un perro. Más allá de esto no hay nada, es el instante, el tiempo.

En el bosque, en el claro asaeteado por rayos de sol donde se encuentra con el dios menor, con el que se ha reunido por la tarde, poco después de comer, se resiste a una leve somnolencia que invita a dejarse en manos de la siesta; quiere ser cortés porque el dios menor está allí, sentado en su piedra tronal, comiendo lentamente unas nueces sin cáscara que le ha traído animado para dejar una ofrenda. El diosecillo, al verlas dispuestas sobre el improvisado altar le ha interrumpido: "no, no, nada de ofrendas, déjame que las pruebe" y se ha lanzado por ellas "no las como hace siglos, y gime, oh dioses...". A Goyerri le gustan los frutos secos, y llevado de la esperanza se ha acercado al dios menor expectante ante la posibilidad de que algún trozo de nuez le fuera ofrecido. No ha sido así, la divinidad no tiene en cuenta a los mortales y ha dado cuenta del puñado de fruto a velocidad vertiginosa.

El extraño espectáculo le ha cautivado: dios menor y perrillo unidos por el deseo de unas nueces que inicialmente iban a ser una ofrenda en esa parcela del Olimpo que ha abierto una sucursal en Aguas Vertientes. Ante la evidencia de la última nuez Goyerri ha dado media vuelta y ha soltado un gruñido con apariencia soez; después ha ido a tumbarse a la sombra de un tronco anchuroso, tumbado y presentando el culo al dios, que así es como los perros muestran su descontento.

A este hombre que parece dormitar en el claro del bosque, le ronda por la cabeza la idea de explayarse en este blog - un día será un día si lo hace - con un tema de lo que se podría llamar política y que durante mucho tiempo ha tratado de soslayar. ¿Porqué? Por cobardía moral, piensa; o por disimulo, o porque no tiene intención de irritar a los demás, o porque a quien no quiere irritar demasiado es a sí mismo. Aquella vieja máxima de no intervenir en asuntos públicos, fundamentada en el epicureísmo, le ha mantenido largo tiempo en silencio tratando de que los ecos de la paz perdida no lleguen a contaminar el bosque, su morada. Pero el proceso de deconstrucción que ha ido practicando le ha dejado enormes vacíos en la mente, que antes estaban llenos de disimulos y excusas. Ahora los pensamientos están allí desnudos, delimitados y no se llenan de adherencias hijas de los años: nada es para él políticamente correcto, o no debiera serlo, cuando menos.

Sabe que estas cosas no son para pensarlas en el bosque a la hora de la siesta, pero esta mañana, respondiendo a un comentario que dejó en un excelente blog´magníficamente escrito por persona de cultura y experiencia literaria, estale ha respondido cortés y educadamente: una frase de la respuesta le ha quedado prendida entre los pensamientos y piensa que tiene que darle salida. Viene el tema dado por calificar a las elecciones en el País Vasco de antidemocráticas, ya que el Fiscal General del Estado por una parte, y el Gobierno de la Nación por otra, tratan de evitar que partidos, agrupaciones de electores o plataformas locales, que vienen dando apoyo moral explícito, así como apoyo económico y logístico a la banda terrorista que ha asesinado ya a casi 1.000 personas, producido una importante cantidad de secuestros con finalidades económicas o de chantaje, y mantiene una permanente extorsión cerca del empresariado vasco, puedan presentarse a unas elecciones democráticas.

La razón que el autor del blog aduce en el texto central se refiere a la "injusticia" de impedir que 250.000 posibles votantes de esa o esas agrupaciones y partidos, se quedarían sin posibilidad de votar. En el comentario final, aduce lo siguiente: La idea es que lo que de entrada no es democrático es ilegalizar un partido porqué no condena LA VIOLÈNCIA, CON TODO LO QUE CONLLEVA. Promete a continuación razonarlo más en profundidad en un futuro inmediato. A priori el razonamiento parece tener en cuenta a los votantes, ciudadanos a fin de cuentas, dejando en suspenso, en el aire, en la ambigüedad de esta desviación del tema del sujeto político al sujeto votante, la naturaleza del la formación política. Y esta naturaleza es en lo esencial "el uso de la violencia para alcanzar sus fines políticos, convirtiendo ene nemigos suyos a cuantos actúen políticamente contra ellos o a ciudadanos comunes alcanzado por el terror ciego y nada selectivo del coche bomba".

Habla nuestro hombre del bosque para sí y parece que el dios menor escucha, aunque su cara de viejo niño no expresa interés alguno, tampoco emoción; diríase que está dormido pero tiene los ojos bien abiertos y le mira directamente a la cara, así que atiende o hace como que atiende. Los leves ronquidos de Goyerri se mezclan con los sonidos del bosque y en ellos se diluyen. Así resulta que en el claro del bosque un hombre habla sobre política y terror, un diuos menor se deja llevar por el sonido de la voz y contempla el vacío y un perrillo duerme satisfecho una ingesta de nueces que no ha hecho.

La idea clave que se generaliza en la sociedad española, piensa el hombre del bosque en alta voz, es la de que un partido que acepta la violencia real (no la violencia teórica e hipotética), con su saldo de muertos, de voladuras, de terror, de familias heridas, no está legitimado para presentarse a unas elecciones en las que el resto de los partidos conviven en una afirmación: sin violencia el diálogo es posible, con violencia no. Esta afirmación se basa en el hecho, indiscutible, por otra parte, de que en un diálogo en que una parte se guarda la violencia como argumento a usar cuando los argumentos parecen encallarse, el entendimiento es imposible, porque lo que se está produciendo es un chantaje a las voluntad de una parte.

El autor de la frase en el blog citado, y no está solo en esta opinión que cuenta con muchos partidarios, traslada el argumento de los partidos a los votantes. Nuestro hombre diría que esta opinión, de buena fe emitida, sin duda, no hace sino hurtar la recta comprensión del problema. Intenta alcanzar con la frase una idea en si de aparente inocencia: ¿como se puede dejar sin opciones de votos a 250.000 personas que desearían votar a esas opciones políticas? No todos son de ETA. Insisto en la buena fe de quien emite ese pensamiento, creencia que no volveré a repetir por obvia.

Si el tema se fija en los partidos que se presentan a las elecciones, tenemos delante indiscutiblemente a un grupo de políticos que pretenden llegar a las instituciones con políticos que son cómplices, indubitablemente, de una banda terrorista, a la que apoyan permanentemente y a favor de la cual se expresan de manera continuada. Su negativa a condenar cualquier acto de violencia, asesinato o atentado, es permanente. Su recurso es acusar al estado de derecho de antidemocrático porque no permite expresar públicamente la voluntad del pueblo vasco; su otro argumento clave es que la simple presencia del estado español en el País Vasco es violencia. Cabe decir que ellos representan aproximadamente, con cifras de contiendas electorales anteriores, el 12% de voluntad popular. El 88% restante expresa su voluntad (que teóricamente no es tal) con toda libertad en un abanico de partidos que van desde el independentismo al centralismo más conservador, pasando por nacionalismos conservadores, nacionalismos comunistas y la presencia de un partidos socialista medianamente nacionalista también.

La tergiversación del asunto se produce cuando el foco de la situación se pone en el desvalimiento de los votantes de estas agrupaciones ahora deslegitimadas e ilegalizadas. Cuando en los actos públicos de estos políticos, en sus reuniones multitudinarias, aparecen varios terroristas armados, con la cara cubierta por un pasamontañas, el público les aplaude enardecido, les ve y les aplaude: luego les acepta. Y quien les vota les ve por televisión si no ha ido a la reunión: luego si vota, les acepta. Cuando se producía una manifestación que aglutinaba a varios miles de ciudadanos en la calle, su grito frente a sus adversarios políticos era: ¡ETA, mátalos! No debe caberle ninguna duda al votante potencial de estos partidos que la violencia es su caldo de cultivo y el apoyo a la muerte del enemigo por medios violentos, su reacción natural. Si ese posible votante se siente enemigo de la violencia, es obvio que deberá dejar de estar ahí y no se planteará dar su voto a los asesinos. No basta no ser de ETA para no darles aplauso o apoyo sin aplauso: al fin apoyo y razón para actuar.

Es cierto también que posiblemente crea, ese votante potencial, que el asesinato es necesario para alcanzar los fines que persigue. En ese caso ya no estaríamos hablando de los políticos o de los votante potenciales, sino que el foco estaría puesto en las víctimas potenciales que seguimos vivos pero a los que se anima a matarnos. Los que aquí andamos, en esta nueva democracia, sabemos que somos objetos de canje, víctimas posibles, corderos expiatorios destinados si cabe y llega el momento a un altar de sacrificio ciego.

Así pues lo democrático sería, piensa el hombre del bosque, de seguir al pié de la letra la opinión del autor del blog, que esos partidos existieran pública, legal y oficialmente para no dejar desasistidos a 250.000 votantes potenciales. ¿Porqué sería eso democrático? ¿Es que en democracia la violencia es una expresión política legítima? Es que el hecho del número, 250.000, legitima para el uso de la violencia. Quiero recordar que el tema clave es la negativa a aceptar, de partida, que esa opción política rechaza la violencia como expresión de "hacer política". Si no la rechaza el partido o la agrupación electoral, tampoco lo hace su votante. Si no hay rechazo de violencia, la banda terrorista queda legitimada en las instituciones.

Se dice a sí mismo, ya en voz baja porque ahora el dios menor ya se ha dormido, con los ojos semi abiertos y las manos cruzadas sobre una un poco abultada barriga, unido en sus ronquidos a los de Goyerri, que el problema, por lo que a él concierne es moral: quien entiende que la violencia es legítima en democracia es en realidad un canalla, (lamento la expresión por ser apasionada, moralmente lo es, porque quiere su muerte, la del hombre del bosque, y la mía y la de quienes puedan leer esto (escasas personas). Recuerda una frase admirable de Camus, escrita en su estremecedora "Carta a un amigo alemán" ; allí escribe: No sabremos nada mientras no sepamos si tenemos derecho a matar a ese otro que está ante nosotros, o a consentir que lo maten. El punto clave de la cuestión está ahí: yo no tengo derecho a matar y no puedo consentir que otro lo haga por mi. Creo incluso que aún si me dieran el derecho, no lo tendría. Nadie está legitimado a dar derechos de vida o muerte sobre el otro, nadie, aún siendo Institución o Estado.

Cada uno, pìensa el hombre solitario en el claro del bosque, de los votantes que se inclinan por un partido que acepta la violencia como recurso para la convivencia política, es cómplice. En cada uno de ellos hay una Gestapo; en cada ciudadano que no la condena un judio.

Despierta a Goyerri y abandonan el claro sin hacer ruido. Al pasar junto al dios menor le oye hablar entre los sueños del glotón atracón de nueces; las palabras surgían de su boca confusas y atropelladas, pero pudo distinguir los versos de la Ilíada que el satisfecho diosecillo declamaba soñándose tal vez uno de sus viejos héroes. Decía ... arrojó la reluciente lanza y se la clavó en el hígado, debajo del diafragma, a Apisaón Fausíada, pastor de hombres, dejándole sin vigor en las rodillas... (Ilíada, Austral, 576). ¿En que sueña? , le preguntó Goyerri. En sus héroes, contestó el hombre, y en sus batallas violentas, y en sus muertos. Goyerri le miró de reojo sin dejar de caminar: no me ha dado, dijo, ni una sola nuez... ni un trocito de nada...