miércoles, enero 30, 2008

Confidencias (II)

(Debe leerse a continuación del post anterior)

El Hombre del Prado camina ahora ligeramente detrás de S.Z. y le ve enorme, alto, más que grueso grande, ágil sin embargo como una bailarina, caminando con pasos cortos, algo femeninos. Ha cogido una rama del suelo y se apoya en ella como se apoyaría en un bastón, hasta que con un crujido se parte. ¿Que rama aguantaría ese peso, ese devastador apoyarse para, dándose impulso saltar de un pie a otro, de un paso a otro? Mira la rama rota y acaba de separar las dos partes.; se queda con una a modo de bastón de mariscal de campo o de varita mágica que agita en el aire. Tiene un cáncer, le ha explicado. Un cáncer primario, detectado a tiempo: los médicos le han dicho que debiendo preocuparse, debe de estar tranquilo; es curable, operable. El viaje a Madrid ha sido para hacerse unas pruebas, sin decir nada a nadie, ni a su mujer ni a sus hijos: la familia es una piña, piensa el Hombre del Prado. Nadie imagina que haya metástasis, que hayan nódulos secundarios: ha tenido suerte, le han dicho, no hay como mantener un buen control preventivo.

Se trata una vez más de mi fortuna, le dice caminando. El pino ese que hemos visto no sabe que el muérdago podría matarle, yo sé que el cáncer que tengo no me va a matar. ¿Que crees que es? ¿La mano de Dios? Ríen los dos. Cuando llamó por teléfono para anunciarle su visita a Madrid y decirle cuanto le apetecería verle, aunque fuera poco tiempo, volver a charlar como hacía años, tomar una copa, recordar nombres, personas, el Hombre del Prado le dijo que no vivía ya en la capital, que estaba a sesenta kilómetros, encerrado en un bosque, inmerso en su vida (no le dijo cuanto había tratado de despojarla de lo irrelevante para sentirla más cercana y propia) porque tal confidencia estaba fuera de lugar con S.Z. Pero recordó partidos de tenis, formando pareja, admirando a aquel enorme y ligero compañero que salvaba los partidos con subidas a las red que eran inimaginables, con una enorme y efectiva manera de jugar que, según confesaba, había aprendido solo. Es natural, decía a quienes se interesaban por su capacidad de juego sorprendente, nunca he dado una sola clase. ¿Porqué no vienes, le propuso, a mi casa del bosque y duermes aquí? Al día siguiente te llevaré al aeropuerto. Le debía esa hospitalidad a quien tanto había sufrido teniéndole a él por compañero de juego, y durante años no había proferido nunca la menor queja.

Durante el desayuno, les contó a Ana y al Hombre del Prado el asunto del cáncer, las pruebas que se había hecho, el agobio de su cuerpo enorme encajado en la máquina del Pet mientras la máquina zumbaba recorriendo su longitud de la cabeza a los pies. Me preguntaba que verían, y si queréis que os diga la verdad, pensaba que me iba a morir, que me estaban engañando. Ana le habla de la necesidad de creer aunque se dude y S.Z. le contesta sobre lo fácil que es dudar. Porque todo lo que le viene a la mente y al lenguaje surgió la noche anterior como un arroyo que empieza a manar, algo casi irrelevante y sin fuerza: no se trata de miedo, asegura, sino de un descubrimiento insólito: puede morirse, no de una manera genérica, sino ciertamente. Así es que uno puede morirse ahora, en unos meses, en menos de un año o dos. La vida, insiste, es repentinamente una certeza que expira a plazo fijo. He ahí una novedad.

Están entrando en el pueblo por el norte, que permanece solitario, un paisaje casi sin figuras, habitado por neblina ligera que humedece el aire y le confiere brillos acuosos. ¿No es lo deseable, dice volviendo a su tema, una vida sin altibajos, siempre un poco mejor, basada en la fortuna y el trabajo, en la suerte? Nunca ha tenido un problema cuando mirando a su alrededor eran evidentes; sus hijos fueron buenos estudiantes, cariñosos; su matrimonio no conoció altibajos, las discusiones eran siempre por nimiedades que acababan disolviéndose en nada; su trabajo fluía y le permitió conocer a gente interesante como el Hombre del Prado, al que confiesa haber admirado siempre por su manía de pensar, de dar la vuelta a todo: le gustaba escucharle y pensaba que aprendía de él aunque ninguna inquietud quedaba en su espíritu; su retiro en la casa de Santánder era un largo período de tiempo, repetitivo, hecho de costumbres agradables: embarcar de vez en cuando en el barquito, pescar de vez en cuando, sentarse en el jardín, en una tumbona o dormitar viendo la televisión. ¿He hecho algo mal para no ser, una vez por lo menos, desgraciado? El Hombre del Prado se ríe. Anda, vamos a comprar el pan, que se lo ha pedido Ana al salir a caminar con Goyerri.

Una libreta, que es como llaman aquí a la hogaza: y a la barra de pan, pistola; y a los pequeños panecillos para tostar y tomar en el desayuno con mantequilla, pulgas. Piden seis pulgas y la libreta y Luis, el panadero, socarrón, con su broma de siempre, que debería estar gastada, le dice: le daré entonces la mitad de media docena. Le devuelve el cambio y saliendo, ahora sí, reemprenden la marcha hacia la casa caminando por la acera que bordea la Nacional VI. ¿Qué puedes haber hecho mal? ¿Es que ser desgraciado es una obligación sin la cual no se debe vivir? S.Z. se ríe y hace girar la media rama desgajada en el aire, a su costado. Verás, y no quiero molestarte más, es que de repente, en el Pet, me dio por pensar en cuando era joven y me pregunté por mis inquietudes de entonces. No las encontré. Me dije que los jóvenes deben de tener inquietudes, que seguramente yo las habría tenido. No pude recordarlas. ¿Quise ser otra cosa? Imaginas que hubiera querido ser otra cosa y lo hubiera dejado atrás? Ahora me ha dado por leer libros de historia y disfruto mucho con ello, y como sé que no me voy a morir seguiré disfrutando. Pero, ¿quise ser algo más que un impresor? Porque ni siquiera lo fui, monté una imprenta como podía haber montado una peluquería. ¿Porqué me da ahora por la historia? ¿Entiendes lo que me agobia? ¿Le agobia realmente? El Hombre del Prado cree que no, que en realidad se ha abierto un agujero en su confianza en la vida real que ha tenido hasta este mismo momento en que vuelven a casa caminando. Si pudiera recordar alguna inquietud de juventud sabría, podría saber, en que me he equivocado, añade.

He aquí se dice el hombre del Prado, a alguien que necesita encontrar un tropiezo en su vida, una culpa que expiar. ¿De que podría acusarse en un juicio final? ¿De afortunado y feliz? Vamos, vamos, le dice, déjate de chorradas y opérate, sube al barco, pesca, lee historia y muérete cuando te toque. Pero nada de esto convence a S.Z. Seguirá buscando una culpa en pos de una expiación.

Mientras, después de comer, van al aeropuerto en coche, reparan en que no han hablado de nadie, ni de los viejos tiempos, ni de los partidos de tenis. Y empiezan entonces a hablar de la vida.

domingo, enero 27, 2008

Confidencias (1)

Soy un vividor, le ha dicho S.Z., mientras se encaminan hacia los senderos del bosque. El Hombre del Prado se sorprende porque la expresión tiene mal sonar; su compañero se lo aclara de inmediato, consciente del peso de lo dicho y de la interpretación que pueda hacerse. Palabras hay que están marcadas por el más reprobable de sus significados y este inmerecimiento que acaba calificándose a sí mismo se convierte en su residencia en el lenguaje. Quiero decir, sigue hablando, que creo que he vivido a costa de la vida misma, de la suerte, de la misma fortuna que me ha acariciado sin ir yo en su busca.

Es difícil caminar con S.Z., porque tiene la manía de pararse cada cuatro o cinco pasos para reforzar su parlamento; no sólo pararse, sino que además tiende la mano para sujetar el brazo de su acompañante y detenerle, con lo que una conversación iniciada por el placer de hablar caminando, se convierte en un lento proceso de caminar y parar, volver a caminar y volver a parar, que convierte cualquier camino, por corto que sea en interminable. A veces, sigue S.Z., oigo hablar a amigos míos de sus cicatrices, reunidas a lo largo de la vida. Yo me miro por dentro, hago memoria, y te aseguro que no tengo heridas, cicatrizadas o no. El Hombre del Prado se pregunta entre parón y parón si es posible que alguien viva sin cicatrices. Antes de recibir la visita de su amigo, estaba leyendo "Vida y Destino" de Grossman, y una cita le ha llamado la atención: "el pasado es ingenuo" y en un sentido aproximado a ello cree que tal vez su acompañante mira hacia su pasado y le sorprende su ingenuidad, tan blanca, tan escondida de cualquier conflictos. No acaba de creer lo que le dice y antes bien, piensa, que sin mentirle, se engaña a si mismo. ¿Quien, rebuscando, no encuentra una cicatriz señalando la piel de la memoria, el rastro de lo vivido?

Fíjate, dice S.F., que me cuesta reconocer mi vida. En el sentido de encontrar en ella acontecimientos que me hayan marcado especialmente, cuando esos acontecimientos que marcan a todo el mundo son tragedias. La miro hacia atrás y veo que se trata de una película sin colores fuertes, desvaída, un tanto difuminada. Yo soy el espectador sentado en el cine, y no me emociona nada. Diría que es una película sin acción, con un guión poco original y muy aburrido. ¿Cómo es asó? quiere saber el Hombre del Prado. Fíjate, sigue el otro, que no lo sé, es verdad que no lo sé. Seguramente quería hacer unas cosas y acabé haciendo otras. Sin darme cuenta de nada, me encontré en otro destino que el que había proyectado, y allí estaba feliz y bien acomodado. Claro que...

Caminan por la ladera de Aguas Vertientes, donde en su descenso choca con la tapia del campito de fútbol que no tiene hierba, con el terreno de juego de tierra. Unos carpinteros en la grada transportan tablones de un sitio a otro, y piensa el que escribe que estarían cambiando los asientos. Viene de frente hacia ellos una mujer de edad, mayor, aparentando más de sesenta años, que acompaña a un perrillo que trota delante de ella y que al cruzarse con Goyerri hace ademán de pararse, pero debe pensárselo mejor y pasa de largo ante el hocico estirado del perrillo amigo, que se muere por oler a cualquier cosa viviente. Se saludan con cortesía e intercambian cuatro palabras sobre el tiempo. Nada mejor que salir a pasear con el perrito, dice ella, para mantener un poco la salud. Así es, contesta el Hombre del Prado. Es la mejor medicina. Ella añade sin venir a cuenta: mientras funciones ésta, y con el dedo índice de la mano derecha, ligeramente curvado se señala la frente, y estas, y ahora el mismo gesto se dirige a las rodillas, hay que pasear y vivir lo mejor que se pueda. Se separan. ¿La conoces? pregunta S.Z. Nos hemos visto de vez en cuando por aquí. Pues parecíais amigos de toda la vida. No, no tengo amigos de toda la vida. tengo pocos y son recientes. Y eso, ¿porque? pregunta S.Z. Cosas del ser emigrante.

Suben la colina para bajarla de nuevo por el otro lado, donde el arroyo desemboca en un claro, formando una curva cerrada. Se cruza por el agua sobre una pasarela de losas de granito encastadas en la tierra, ennegrecidas por el tiempo, el polvo, verdín y cardenillo que las pone un poco resbalosas. Ve con cuidado, le dice a S.Z. y éste cruza el lugar caminando con precaución, extremándola de tal manera que parece que camine de puntillas, balanceando su enorme cuerpo y extendiendo los dos brazos, como si se tratara de un funámbulo sobre el cable. Emprenden la cuesta, empinada y corta, hacia un barrizal y alcanzan de nuevo la ladera, allí donde entra los árboles se vislumbran las casas de Los Robles, que chalates de estilo montañés: piedra, grandes vigas de madera y enormes ventanales que tratan de descubrir el corazón del bosque desde el interior cálido de los hogares.

Fíjate, que todo lo que iba haciendo me salia bien, lo bastante bien para hacer que mi vida haya sido acomodada. He ganado dinero, he montado una fábrica que ahora dirigen mis dos hijos. La chica me ha salido ingeniera y lleva la producción y él chico lleva lo comercial. Mi yerno está allí también, en la Administración. No me lo propuse, salió y, algo asombroso de lo que me doy cuenta ahora: a mi alrededor, cuando otros cerraban yo crecía. Me preguntaban por la crisis y yo les contestaba que no veía ninguna crisis. Nunca he visto una crisis sino en los periódicos. El Hombre del Prado se echa a reír. Eres un optimista o un inconsciente. También ríe S.Z. Seguramente.

La verdad, ha guardado silencio un tiempo lo bastante largo para caminar un buen trecho, es que no he sido consciente de que era afortunado. Tampoco he pensado nunca que fuera un genio de los negocios. Si todo te va bien acabas creyendo que a todo el mundo, por lo menos a los que trabajan como tú, les va igual de bien. Viajas, te compras una casa, una segunda, el coche, las carreras de los chicos, unos ahorros y ves que a tu alrededor crece lo mismo, como en el campo el trigo. Una espiga no es diferente a otra. ¿Verdad que no? No lo es, cierto, contesta el Hombre del Prado. Pues yo pensaba que todo era así, en todo. Y día me convencieron para que me retirara y para que nos fuéramos a vivir a la playa. ¿Cómo te convencieron? No lo se, me dijeron que ya estaba mayor, que estaba cansado, que me había ganado el descanso. Nos fuimos a la casa de Santánder y allí estamos. Venimos a menudo por los nietos, son lo único que realmente me motiva.

Se ha quedado mirando una rama de muérdago que cuelga sobre su cabeza, en uno de los pinos. Oye, eso es... Muérdago. Si, muérdago. ¿Crece en los árboles? Si, es una enfermedad del pino. Ahí está, chupando la sabia, creciendo a costa de la vida del otro; acabará matándolo. Como a mi, dice, como mi cáncer. Ha venido desde Santander para hacerse una pruebas. Va a operarse en un mes de un cáncer de pulmón, que en estado muy primario, no reviste una gravedad alarmante. Estará, dice, ahí comiendo mi savia, hasta matarme. Se ríe: pero me han dicho que no me voy a morir.

(Este paseo terminará mañana)

martes, enero 22, 2008

"Erubimericano"

Todo paisaje es pequeño cuando se abarca desde los ojos. En su pequeñez reside lo grandioso, que es lo que emociona. Esa visión llena de tal manera que no hay nada más que pueda, en el momento, compartir la contemplación: nada es inteligente, nada racional, nada está vestido del orgullo de la propiedad o de la satisfacción de la pertenencia y vive y reside en el Hombre del Prado la más viva emoción, cuando sentado en un rincón soleado de la terraza, frente a la piscina cubierta por la lona del invierno, percibe que el paisaje son las figuras que en él se mueven y que las figuras son las hijas del paisaje que se transforma por la contemplación de la vida.

Desciende, desde la balaustrada de la terraza, la vista, por una ladera de casas y vegetación que bajan hacia el río, que de tan minúsculo, no merece ese nombre. Allá abajo se extiende el llano hasta las pendientes grises y azuladas que el sol brillante de un invierno primavera desdibuja. Encima el cielo. ¡Cuán cerca se está de él! El cielo azul no es sino la síntesis del deseo de felicidad que todo lo cubre, el amoroso manto de la magnificencia. ¡Debieran, se dice, existir los dioses, solamente para darles las gracias.

Unos minutos antes ha vuelto al comedor abandonado del interior del chalé y ha tomado en sus manos la copa de cava y la botella medio vacía, aún ligeramente fresca. Quería brindar consigo mismo porque en la terraza soleada del exterior Águeda, Ana, Olga, Noelia y la minúscula Ainara, jugaban al corro de la vida con una pelota que en vano perseguían también Yeico y Gollerry. Los dos perros, minúsculo en segundo y enorme el primero, han querido unirse a lo humano alborozado, terminando por acercarse al Hombre del Prado, que con sus auriculares en los oídos, escucha muy tenue el volumen para no apagar las risas, una recitación del Corán a la manera de El Cairo, recogida por la Unesco. Todo cuanto se junta en un instante produce un desbordamiento de la felicidad, corta, hija del bien estar y del buen sentir. Pues los hombres son felices, se dice, la felicidad existe.

La minúscula Ainara, recoge siempre la pelota desde el centro del corro y la devuelve con gritos de alegría. "Es rugby americano" le dice Ana entre risas y la niña repite con sus casi tres años "erubimericano" llevada por el grito tribal de la alegría. El Hombre del Prado ve a las mujeres, todas mujeres, en una escala generacional que va de abuela a madre y tías, centrando su alegría en el cariño, o es a la inversa, por ese trocito de carne vivo que, recibiendo tanto no podrá sino que amar a la vida, aunque en ella encuentre desazón y miedo. ¿No es este instante de juego un lugar para volver cuando las sombras pueblen fragmentos de su vida? Se pregunta el mirón que sostiene la copa de cava y oye la salmodia oriental, por el paradero de los hombres. No están, el uno en sus frutales, el otro lavando el coche, él mismo en un rincón convertido en dos ojos que ven y sienten? Siempre ha tenido un punto de envidia por esa complicidad que las mujeres practican entre ellas, por esa capacidad de convertir lo intrascendente en íntimo.

Hace solamente unas horas que ha encontrado una curiosa frase en el Libro "El Pronóstico" de los TRatados Hipocráticos. Dice así: En las enfermedades agudas hay que observar atentamente esto: en primer lugar, el rostro del paciente, si es parecido al de las personas sanas y sobre todo si es parecido a sí mismo. . ¿Cuando se parece el hombre a sí mismo? La risa, espuma de la felicidad, en este caso, hace semejantes los rostros de las mujeres y piensa que nunca van a ser más parecidas a si mismas que cuando tanto se vuelcan en dar alegría a la niña que se la reclama. Todo es un juego, se dice, pero la vida es un juego, que de no serlo sería insoportable. Cuando se pierde, piensa, el sentido lúdico de vivir, el vector que convierte el acto natural de nacer y morir con su espacio de tiempo que intermedia entre uno y otro acontecimiento, en un vector de regocijo, la vida se convierte en un absurdo.

Pues, al igual que los perros, dóciles y cansados, no puiede compartir el corro, deberá refugiarse en la mirada, que a través de las figuras que se agitan y corren, se pierde en el paisaje, pequeño, propio, íntimo.

miércoles, enero 16, 2008

Un nido dentro de un nido dentro de un nido...

Sale del Prado en medio del vendaval, cuando las copas de los árboles se cimbrean y en el techo, en lo alto, se deslizan las nubes grises, gris sobre gris, color de plomo sobre color de plomo, en dirección al sur. Las cumbres aparecen moteadas de blanco o del verde oscuro de los pinos y robles. ¿Quien podría decir cual es el color de la trama, el fondo real de la urdimbre de dos colores y de sus tonalidades? ¿El estado de ánimo? Sin aviso ninguno llega una lluvia densa, de gotas que forman una cortina espesa de puntos grises que vuelan en formación, de arriba a abajo, inclinando el plano de la caída, cayendo hacia el sur. La poca luz ambiente mengua más todavía y Goyerri sale de su lado corriendo para volver a la casa. Este perro no aguanta el tiempo inclemente, por leve que sea, que se ha vuelto (o siempre ha sido) muy señorito y poco dado a aventuras.

También el dios menor se ha retirado; él, que sigue con su manía de actuar como demon aunque el Hombre del Prado ha rechazado la oferta, que tiene por prodigio si resultara, pero al que en realidad le basta con la percepción continuada de Si Mismo y de su propia Conciencia. Cualquiera diría que está cayendo en un desdoblamiento de personalidad, pero sabe que no es cierto. Tiene la soledad del prado y de sus bosques (otra vez la urdimbre complica las cosas: ¿son los bosques del prado o este último de los primeros?), pues tiene esta soledad la ventaja de acentuar las propias percepciones, de verse uno a sí y a su conciencia, como si pudiera entablar una conversación en compañía. Volviendo al Dios Menor, que ahora habita en la casa y se mueve con ella con desparpajo y familiar libertad, este anda ahora enciclopédico y se dedica a mirar libros, a ser posible, que contengan fotografías, y muy especialmente, de su Grecia natal. Cuesta no obstante aceptar que esta Grecia de ruinas que el Hombre del Prado pone a su alcance en la biblioteca, sea en realidad la tierra natal de quien un día tuvo acceso (aunque restringido, que es dios menor y poco más) al Olimpo.

En este deambular entre grises y agua de lluvia, el Hombre del Prado repara por ves primera, entre las ramas desnudas, esqueletos de madera por los que alienta una vida en forma de savia, ahora detenida, un pequeño nido, muy pequeño: una semiesfera de ocho o diez centímetros de diámetros, perfectamente moldeada con ramitas y hojas que han secado formando un compacto, bien sujeto a la base equilibrada que forman tres ramas al unirse. es de color pardo que tiende ahora al gris total que le rodea, y se dibuja sobre el horizonte del cielo con una perfección casi absoluta. La geometría es un cualidad natural en los seres vivos, son ellos de geometría y en geometría se reconocen. Cuando en Roma, el Hombre del Prado, visitó el Panteón, se sintió abrumado por la cúpula con su óculo central: círculo de límpido cielo horadando una cóncava superficie de absoluta perfección. Escribió entonces un poema que no e resiste a reproducir aquí, hace de ello ahora más de diez años, en el primer viaje en el que sintió el fulgor de lo deslumbrante como un retorno a lo esencial perdido.

¿que miras? El panteón de Adriano - (1).

la geometría.
lo bello siempre inalcanzable
más allá de un gesto.

imaginando vuelos de paloma
cautiva en el círculo perfecto
que divide intención y libertad,
ya ciega de salidas
-así pues inacabada-
en el corazón de un hueco de infinitos
circulares
ininterrumpidamente…

es
a la manera griega,
la medida del hombre
y la suma del sueño,
geometría, reflejo
de uno mismo.

no existe el tiempo
y cabe cosechar el instante
de haber estado dentro





en el panteón de adriano (2)

salir por la puerta,
tomar a la luz con la mirada,
apoyar la palma de la mano en la columna
-es todo el tiempo, todo-
en el pronaos, cerrando los ojos,
cederse al vértigo. redimido. redentor.

perdida la identidad
ya nunca pecarás con la banalidad.


Este nido que observa, ahora vacío, le ilusiona; ha estado tres años esperando que los pájaros tomarán el jardín por por Edén y en él se aposentaran. En vano ha sido, tal vez porque el corto espacio de tiempo que lleva encrecimiento no había dado aún, no solo la apariencia, sino la misma natural confianza en la que un pájaro ha de depositar en el paisaje para decirse a si mismo: "este es el lugar". El nido, ahora vacío, espera la llegada con la primavera de sus ocupantes y el Hombre del Prado siente una honda preocupación por si este viento huracanado que recorre la península, fuera a producirle daños o a arrebatarlo de su anclaje y estrellarlo contra la ladera de Aguas Vertientes.

En el invernadero florecen con fuerza intensa y decisión los geranios y mantienen las begonias su pétalos de rojo apagado. Menta, cebollino, perejil, hinojo, poleo, tomillo, romero, salvia y albahaca, siguen contra natura creciendo en sus macetas y expandiendo por la burbuja de cristal un aroma especies que añoran su mar, la extensión del Mediterráneo. La temperatura se mantiene entre diez y doce grados durante toda la noche, cuando más allá del cristal cae por debajo del cero. Ahora, arreciando la lluvia, que se mueve el en espacio, que dibuja en su movimiento su tiempo, le rodea más allá de los cristales y contra ellos produce un ruido sordo, sostenido y compacto. Se dice el Hombre del Prado que cualquier forma de lenguaje estaría perdida sin adjetivos, y eso le divierte. Se vuelve a Si Mismo, (una forma de hablar, o de escribir) y le dice (o le piensa, otra manera) "ya ves que no te necesito para pensar algo original". Permanece el silencio por dentro de la lluvia sonora, un silencio dentro de un ruido; un invernadero dentro de la lluvia: un nido dentro de un jardín; un jardín dentro de un prado; un prado dentro de un bosque: abrir y abrir espacios para encontrar el otro más amplio, acogedor también. Tentado está el Hombre del Prado de elevar a los dioses inexistentes una plegaría preñada de agradecimientos.

Está en el espacio que todo lo envuelve, el cielo, el firmamento, el lugar al que van las almas que pesan menos que el aire y abandonan el cuerpo cuando este muere. Entre Cicerón y Lucrecio, se queda con el juego de las almas vivientes volando a encontrarse con su aire esencial, que narra el primero, sacado de sus lecturas griegas, de su admirada Grecia. Algún día, tendrá que encarar nuestro hombre, una conversación de retorno con el Dios Menor y abocarle de lleno al reconocimiento del mundo de ideas del que ha salido. ¿De que manera, se pregunta, conviene ver las cosas? ¿Cómo las transformamos dentro de nosotros mismos, a ellas, que son externas? Escribe Levinas en "Existencia y Conocimiento"

La luz, la claridad, es la inteligibilidad misma, hace que todo provenga de mi, reduce toda experiencia a una reminiscencia elemental. La razón está sola. Y, en este sentido, el conocimiento nunca encuentra en el mundo algo verdaderamente diferente. Tal es la verdad profunda del idealismo. En ella se anuncia una diferencia radical ent5re la exterioridad espacial y la exterioridad de los instantes unos respecto de otros
.

Hay un "de repente" para todo, que no es sino la abrupta frontera entre esto y lo otro, que parecen unidos y no lo están. El juego de las cajas que son nidos y se encierran no es sino el juego de las esferas que forman el cosmos, los enormes huecos de paredes de cristal que flotan unos en otros buscando un límite. Que maravillosa visión la de un mundo en geometría, se dice, que goce para el alma y la inteligencia, para la razón, poder encontrar una explicación hecha de planos geométricos, de formas geométricas. Usa el hombre las herramientas que tiene a la vista y abstrayéndola encuentra la relación entre el lado y el diámetro de un cuadrado: lado por raíz de dos. ¿Como podría olvidar algo tan elemental y dulce?

Pues en este "de repente" al que se ha hecho referencia, han aparecido volando dos rapaces, halcones tal vez, milanos posiblemente, muy altos, en círculos, en pareja, en su tiempo y en su espacio, que no es sino el suyo. Repara entonces el Hombre que ha dejado de llover y por eso vuelan los pájaros; sale él de su nido-invernadero al nido-jardín para entrar en el nido-casa, dispuesto a escribir este post. Después de ocho días de sequía, se le ha ocurrido algo para narrar.

domingo, enero 13, 2008

El Hombre del Prado piensa, en el atardecer de un día de enero, frío y aún soleado, que la patria debería ser un lugar pequeño. Cree que hay dos tipos de personas, o tres, sin ir mucho más lejos: Los indiferentes, los que creen que su patria es un lugar enorme destinado por Dios a la inmensidad o los que aspiran a encontrarla en un país pequeño y acogedor en el que humanamente caben. El Hombre del Prado ha llegado, con el tiempo, a entender que este último lugar es asequible para cualquiera, cuan grande pueda ser el territorio en que su verdad se asiente.

La fama y la gloria, que rastrea en escritos de clásicos, a los que dedica el tiempo buscando las huellas de sí mismo, no alcanzan a ofrecerle el mejor acomodo, el hogar más cálido. No sabe lo que son y aquel vetusto y virgiliano verso de "Digno y no honorable es morir por la patria", le resulta poco portador de ambas cosas, porque nunca ha llegado a amar a la patria con tales impulso y vehemencia. Tal vez en otra sociedad, en la que los valores morales no hubieran estado en manos de un dictador y de sus cómplices, (¿como olvidar a los cómplices?) hubiera alcanzado un profundo sentido del amor por la patria. Pero ¿como amar a aquello que se presenta pervertido por el simple hecho dele jercicio del poder más común? Durante años, las portadas de la prensa que le han educado, ambientando su lugar y su tiempo, han sido el halago obligado a un general y a sus cómplices, que enmarcaron desde su primera niñez hasta bien entrados los treinta y cinco años. Ellos, y eso puede entenderlo, ya que el amor es una emoción libre, no cesaron de loar a la patria y tanta loa le provocó el rechazo.

jueves, enero 10, 2008

Salir para encontrar el camino a casa
Buscar la llave donde está la luz
La luz de la casa que siempre permanece lejana
Los amantes que deshojan flores para mantener lejana a la multitud
El encuentro como rencuentro
El reencuentro como encuentro

martes, enero 08, 2008

Noche de Epifanía

En la noche del 5 de enero, la de la Epifanía, el Hombre del Prado servía decorados platos con dos pastelitos de arroz rellenos de olivas negras y anchoas, salmón ahumado, un pellizco de brandada y un pepinillo dulce, aromatizado por vinagre de arroz y de Módena y levemente dibujado con frágiles cebollinos, cuando se fué la luz y el salón quedó sumido en la tiniebla, una caja de oscuridad maciza y densa en uno de cuyos extremos resplandecían unos troncos rojizos, brasas, y pequeñas llamas. Se hizo el silencio, breve, y siguieron las conversaciones mientras él abandonaba con precaución la mesa y caminaba hacia la caja de los fusibles, a ciegas. No lo pensó entonces, que es ahora cuando lo hace, pero esa imagen de sí mismo caminando a ciegas en la noche de su cumpleaños, abandonando la mesa en que se reunen sus amigos para festejarlo, oyendo sus voces al otro lado del muro de tiniebla, se le antojan una metáfora: una metáfora más. Cuando devolvió la luz barriendo las tinieblas, la metáfora empezó a tomar forma.

El Dios Menor, ya integrado en la vida activa de la casa, le susurró al oído que si hubiera aceptado su oferta de convertirlo en el demon particular de su existencia, no hubiera sucedido el apagón. ¿Y qué? le dijo él. ¿Acaso no ha sido un apagón fortuito al tiempo que una metáfora de mi mismo? Piensa que querría irse así, en la oscuridad imprecisa de un apagón, algo de duración variable, la incógnita del tiempo, mientras perdidos los rostros quedan las voces que se van. Un día de años atrás, en un momento de pasión destronada, escribió un poema perdido ahora, del que solo recuerda un verso: adiós, amor, adiós; no dejes que me vaya; le viene en este presente de enero a la memoria, cuando la destinataria no tiene la menor importancia (toda memoria no es sino un despojo) pero cuando las palabras adquieren una dimensión más pletórica: no dejéis que me vaya, escribiría ahora, a los amigos cuyas voces se pierden en la oscuridad.

La mesa bajo la luz, en la que se sientan doce personas, junto a la cristalera que da al jardín, ha sido puesta con todo esmero por Ana. Relucen los objetos bellos de cristal, copas hechas a mano que irisan la luz y apagan los brillos para conferirles una tenue solidez de cristal antiguo y la porcelana orlada en oro se asienta en el mantel de hilo. No se narra lo magnífico por el hecho de serlo, sino por el entorno ético que la estética confiere al conjunto. En este final del tiempo que es el presente, despojada la agenda de otras huellas, quedan esos doce rostros que le sonríen, que le han besado al entrar, los cariñosos labios dueños de la palabra y el afecto, y una atmósfera de contento. Se le antoja que en toda vida existe un asentamiento en el tramo último que adquiere el aire de un ancien regíme particular: un residuo de nostalgia y una felicidad del hoy.

Ariadna y David, el otro David y un Fernando, han caminado desde una niñez recordada a esa espléndida madurez del lento abandonar de la larga niñez, metidos entre los treinta y los cuarenta. Guapos, con el feroz entusiasmo de la juventud y el esplendor de sí misma hecho carne, ponen imagen a un poema de Whitman que no recuerda en su literalidad, aquel que habla del "esplendor en la hierba" y dió título a una espléndida película de Nicholas Ray. Si cita aquel otro fragmento del mismo autor, inserto en el Canto de mi mismo:

Siéntate un poco, querido hijo.
Aquí tienes bollos para comer y aquí leche para beber.
Pero en cuanto te duermas y te repongas del cansancio, envuelto , te daré un beso de adiós y te abriré el portal para que salgas de aquí.


Desborda la alegría como el cava en las copas al llenarlas y el Hombre del Prado escucha a la sabiduría de Samuel N... que le dice cuan agradable es estar en una mesa con todos esos amigos, que son lo que queda de una larga vida de sesenta y cuatro años. Piensa aquel y rememora a sus amigos y los cita para concluir cuan corta y sin embargo rica es la lista de estos entre el enorme batiburrillo de los conocidos, siempre amigables, siempre cordiales. La pequeña compañía que queda, triunfante en la larga aventura de vivir al cabo del tiempo, sobrevivientes de una travesía del desierto que termina en esta mesa ricamente alhajada, cual si se tratara del oasis deseado.

Ah, se dice el Hombre del Prado, ¿será que llegando a este final del tiempo que mi carne puede soportar, es cuando llega el auténtico tiempo de amar y de vivir, aquel en el que el goce reside en la contemplación y en el lento latir de la sangre circulando por unas venas ya envejecidas. Ana, superviviente de un cáncer, a su lado, sonríe afanosa en el mimo y atención a los detalles; tanta atención es ternura para él, es compañía que en este mes de enero cumplirán diez mil días de caminar a la par, por la misma senda. ¿No es esta la riqueza, se pregunta, ayudada por el reencuentro con el tiempo desocupado que es ahora su mayor pertenencia, su mejor tesoro?

Cantar a la vida es contemplarla recluida en torno a una mesa de amigos y desgranar con ellos las aventuras pasadas. Se evocan viajes, experiencias, y todo se convierte en risa cuando la memoria, por naturaleza selectiva, se niega al retorno de la tragedia vivida o del exterior, cuya hostilidad no cesa. Nadie podrá cambiar el presente de fuera, tan tenso y violento, con el simple deseo de la paz o el atisbo instantáneo de la diferencia entre lo justo y lo injusto. Un hombre es metáfora de sí mismo, mil metáfora de sí mismo, un cristal de múltiples caras aristadas y esa percepción del bien y el mal no es sino un estado del alma, esa que es incapaz de verse a sí misma. ¿A qué pues tratar de tener una visión absoluta de un todo que se escapa? Justamente ahora, que acaba de aprender que en el más racional y científico de los conocimientos radica la Fe (la escribe con capital mayúscula para que no pase desapercibida la importancia de esa palabra donde no reside la religiosidad, sino la humana necesidad de asentamiento) prefiere abandonarse al albur de que la certidumbre no es sino la ignorancia, y aceptando ésta, uno puede alcanzar una visión completa de un instante en la vida, poco más; el fulgor del instante, en palabras de Levinas, es lo único que acabará dejando rastro. Habrá pues que tener fe en esa memoria de instantes que no son sino sensaciones.

"El hombre es su vida, sus acciones hasta el momento de su muerte: el hombre es su existencia", escribe Hanna Arendt en El Existencialismo francés y es verdad; ¿qué va a ser sino? se pregunta El Hombre del Prado. Pero tiene, ante esta mesa, esta cena laica de sagrado ritual, una certeza que descarta aquella afirmación por excesiva. El hombre, piensa él, es este presente, tangible y huidizo y nunca puede apreciarse en una totalidad de pasado y futuro cuando es la vida lo que reclama su atención. Llegado de donde sea y yendo adonde fuere, el hombre no es sino el fulgor del presente y lo que carne percibe y aquello por lo que late, en el momento que llega y se va en un tic tac. Imposible apresar la vida en ese destello en que se para a sentir, por que se fue y es otra, y otra y otra. En una entrevista a un periodista francés, Heidegger dijo que "el hombre había llegado demasiado tarde para los dioses y temprano para el Ser" y usando el sentido de lo dicho con la más absoluta libertad, pues las citas no solamente son para saber más acerca de alguien sino para iniciar un camino de pensamiento con entera libertad, a través de una puerta que se abre a lo desconocido, cree que ese es el presente, largo o corto, siempre instantáneo como el cava en la copa, el café en la taza, la caricia del amor, el beso de despedida.

Otro poema de Whitman le viene a la menta y lo busca en el libro que tiene siempre cerca. Últimamente camina con el poeta americano muchos minutos de su tiempo porque en él encuentra lo reconfortante, la singular entereza de quien se construye a sí mismo frente a todo lo demás, como una roca sola latiendo plena de vida.

Como Adán, al amanecer,
salgo de la espesura reconfortado por el sueño.
Miradme por doquier que me veáis pasar; escuchad mi voz que se acerca,
tocadme, tocad mi cuerpo con las palmas de vuestras manos cuando paso;
no temáis a mi cuerpo.