El Hombre del Prado piensa, en el atardecer de un día de enero, frío y aún soleado, que la patria debería ser un lugar pequeño. Cree que hay dos tipos de personas, o tres, sin ir mucho más lejos: Los indiferentes, los que creen que su patria es un lugar enorme destinado por Dios a la inmensidad o los que aspiran a encontrarla en un país pequeño y acogedor en el que humanamente caben. El Hombre del Prado ha llegado, con el tiempo, a entender que este último lugar es asequible para cualquiera, cuan grande pueda ser el territorio en que su verdad se asiente.
La fama y la gloria, que rastrea en escritos de clásicos, a los que dedica el tiempo buscando las huellas de sí mismo, no alcanzan a ofrecerle el mejor acomodo, el hogar más cálido. No sabe lo que son y aquel vetusto y virgiliano verso de "Digno y no honorable es morir por la patria", le resulta poco portador de ambas cosas, porque nunca ha llegado a amar a la patria con tales impulso y vehemencia. Tal vez en otra sociedad, en la que los valores morales no hubieran estado en manos de un dictador y de sus cómplices, (¿como olvidar a los cómplices?) hubiera alcanzado un profundo sentido del amor por la patria. Pero ¿como amar a aquello que se presenta pervertido por el simple hecho dele jercicio del poder más común? Durante años, las portadas de la prensa que le han educado, ambientando su lugar y su tiempo, han sido el halago obligado a un general y a sus cómplices, que enmarcaron desde su primera niñez hasta bien entrados los treinta y cinco años. Ellos, y eso puede entenderlo, ya que el amor es una emoción libre, no cesaron de loar a la patria y tanta loa le provocó el rechazo.
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