viernes, junio 29, 2007

Una visita al caer de la tarde.

Ha entrado en el jardín atravesando el seto que da al sur, de madreselva que está todavía sin flor por el retraso que llevan en el prado las vidas de las plantas, la marcha de la botánica. El seto no tiene cancelas, ni entradas practicables o desperfecto alguno en toda su extensión, lado, y sin embargo ha entrado por ahí porque cuando el hombre ha levantado la cabeza advertido de una presencia, de esa dirección venía caminando por la pradera recién regada, atravesando la irisada luz en retazos de arco iris que en las gotas de humedad que el aire lleva se refleja. Así, la figura que camina hacia él, abandona ya la hierba y entra en la zona de gravilla rosa ese hombre que se describe a si mismo como "aunque nacido de padre liberto y en humilde cuna, la envergadura de sus alas fue mayor que su nido; que gustó a los principales de la Urbe en paz y en guerra; que era (y es tal y como le ve llegar hasta él) de cuerpo exiguo, ya canoso, amante del sol, rápido de enfadar aunque también de aplacar y de aproximadamente cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años. "

El Hombre del Prado ha levantado la cabeza desde las páginas del libro que lee, anotando esporádicamente en la libretita negra cuanto le parece de utilidad para formar los diálogos de algo que trata de escribir con sospechoso fracaso, y ha saludado al visitante, que recogiendo su toga blanca, sin franjas de color que determinen ocupación pública alguna, con un manto de lana sobre los hombros para escapar del fresco del bosque que les rodea, se ha quedado mirando a su alrededor y finalmente al hombre sentado, y finalmente aún más, al libro que este tienes en las manos. ¿Qué lees? ha preguntado. A ti. ¿A mi? ¿Que cosa? Las epístolas, estoy leyendo tu epístola I del Libro Segundo. Ah, ha dicho el hombrecillo, esa.

¿Te referías a ti? ¿Al escribirla? Si, claro. Todo lo que se escribe se refiere a uno mismo. ¿No te has dado cuenta. El Hombre del Prado no levanta los ojos de las líneas que tiene ante sí y que ha leído varias veces durante la tarde, a menudos fragmentos, tratando de deslindar el lenguaje poético del mensaje escrito. No es lo mismo, se dice, a menudo parece que se escribe sobre algo y es nada y en otras lo obvio es áspero y difícil; sin embargo, aquí, en esta Primera Epístola del Libro Segundo de Horacio, la forma es el vestido magnífico en el que el poeta afirma contundetemente que si el vulgo tiene razón es que la tiene; y sin embargo.

Los griegos escribieron mejor, más elegantemente y con mayor profundidad y forma que los romanos, eso es evidente. Y sin embargo fuimos nosotros los que conquistamos el mundo y pintamos, cantamos y luchamos más sabiamente que ellos. ¿Quien podría negarlo? Habla para el hombre que sostiene el libro en las manos, con una voz cansina, débil, un tanto saltarina en su melodía, deprisa al pronunciar las palabras, espaciando los espacios para respirar. Debe, piensa el otro, estar cansado por la subida al prado desde el otro lado del río. Ya sabes que se dice que "es antiguo y bueno lo que ha cumplido cien años" así que las cosas están claras. Para ser bueno algo que se ha escrito, conviene esperar cien años, pero ahora... ¿cómo saber si lo es? O ¿Es bueno lo que tiene cien años, pero no lo que tiene un año menos, o simplemente un día? Porque si despreciamos lo que nos parece bueno de hoy, pero que por ser de hoy no lo es, ya que no es antiguo, ¿como llegará a serlo para que un día lo alabemos? Se ríe para sí y señala su libro, el que sostiene el Hombre del Prado, ahora depositado en sus rodillas. ¿Cuantos años tiene ya? Más de dos mil, contesta el otro. ¿Tantos ya? El tiempo corre demasiado. No para ti, siempre ha estado presente. ¿No soy antiguo y bueno? pregunta riendo.

Todo poema antigua no es sacrosanto, contiene a menudo uno o dos versos, nada más, de relieve, sublimes si se quiere. Pero he ahí que se aplaude la obra entera, los mil versos por el valor de dos. A veces el vulgo ve lo correcto, y a veces se equivoca. Si a los viejos poetas admira y alaba tanto que nada prefiere, nada parangonee con ellos, yerra. Cuando era niño el pegón de Orbilio, su maestro, le enseñaba recitando a Livio, y aprendió a apreciar sus versos, pero no le parecen ahora tan bellos, no lindan como se dice con la perfección. Me indigna que algo se reprenda, no porque se juzgue de composición grosera y desgarbada, sino reciente, y que para los antiguos se pida no venia, sino honra y premios. El Hombre del Prado escucha la voz que contiene cada línea: Quien, viene a decir, loa cantares antiguos de los que poco entiende (afirma el poeta que lo mismo que él) no es que respalde y aplauda talentos difuntos, sino que envidioso impugna los nuestros, nos odia a nosotros y los nuestro. Porque si la novedad hubiera sido a los griegos tan odiosa como a nosotros, ?que sería ahora viejo? ¿O qué tendría para leer y hojear, cada uno a su gusto, el público?

Es cierto que en mi tiempo escribía cualquiera, afirma, y de cualquier manera. Todo el mundo que se preciaba de elegante y culto, componía versos sin preparación alguna. ¿No queremos que el médico o el piloto de la nave sepan lo que se traen entre manos? ¿Pues a que esperar del poeta que escriba cualquier cosa sin exigirle un conocimiento profundo de lo que hace? Antes del amanecer pide cálamo, tablillas y escritorio para escribir lo que le tiene en el pensamiento, y cuando camina por la calle, como distraido, va midiendo versos, encerrándolos en la jaula del pié, buscando que las palabras contengan un ritmo musical. Si él, asegura, no hubiera afirmado su valor frente a una sociedad que había dejado de asistir a la tragedia del teatro con los oídos, e iba a ella con los ojos asombrados del aparato escénico, con el sentido del olfato atento al perfume de azafrán que se derramaba sobre el escenario, al vestuario magnífico que escondía los versos en una apariencia de espectáculo, si él mismo no hubiera cantado su valor y su novedad al componer sus versos, tal vez nadie hubiera aceptado dejar que pasara el tiempo, dándole ya por bueno mientras vivía.

Cae la luz y el Hombre del Prado tiene que entrar dentro y salir a dar una vuelta con Goyerri. Le ronda en la cabeza el descubrimiento de la modernidad del poeta latino; su afirmación del valor de la obra compuesta en los tiempos nuevos, pero tiene dudas. ¿Porqué, le pregunta, tenías tanta fe en tu obra que afirmaste sin modestia alguna que seguirías vivo, eternamente en tus versos? Se marcha Horacio, que ya es hora, arrebujado en su mantón de lana. Camina despacio hasta desvanecerse en los reflejos de oro del último sol que fracciona su luz al atravesar el castaño entre sus ramas. Antes de irse, afirma solemne, risueño también "Porque lo sabía".

Todo lo que sucede es normal, se dice el hombre del Prado y el hecho de que el hombrecillo de la toga blanca y el manto de lana se siente junto a él en una tumbona que está, la verdad sea dicha, un tanto desvencijada, de lado para poder verse las caras, no le sorprende en absoluto. El predio sabino en que pasa la mayor parte de su tiempo, es vecino del prado segoviano en que nuestro amigo vive su vida en un retiro que a veces le ofusca el pensamiento y confunde imaginación con realidad. La pequeña finca de Horacio se encuentra cruzado el vado, a menos de un kilómetro de distancia. Volverá allí el poeta y el Hombre del Prado paseará a Goyerri, o se paseará a si mismo satisfecho de la visita recibida. Hay que tener fe, se dice, en la modernidad. Contiene todo lo bueno que somos capaces de crear. El tiempo la convertirá en sacrosanta, pero hoy es la vida misma, que fluye a través de las teclas del Pecé.

martes, junio 26, 2007

Mirando el infinito y Nadie

El infinito es siempre uno más: por eso no estremece su vastedad, la que nunca se ve. El infinito, de existir, es un día más, otro ciclo, una primavera, un poco de barba cerrada por la que pasar la máquina, una arruga y un kilo de más, otro amanecer, un plato de comida, páginas de libros y el mismo paisaje adormecido, el mismo paisaje que retorna; nunca el mismo paisaje, mudando el color, asomando la hierba, acariciando el viento la copa del árbol que siempre es otra copa, una y mil copas del mismo árbol a lo largo del día. Decir del infinito cualquier cosa es no decir verdad, seguro equivocarse. No se puede abarcar, dicen: y es mentira. Imaginarlo es imposible, dicen: y es mentira. Para imaginar el infinito basta cerrar los ojos y dejarse ir al territorio interior del pensamiento, culebreando a su antojo entre los pliegues de un cerebro que imagina lo inimaginable: el infinito es una música hecha de un silencio soportable, percibida, si, pero irrepetible. ¿Cómo decir de ella que se ha oído, si no se puede convertir en medida humana? Ese es el problema de infinito: la medida. Que cada cual se talle y calce a su medida, dice el clásico, y muestra un apéndice del infinito que es el hombre, mirando perplejo la caverna en que se aloja, tan grande y sobrecogedora que no osa darle el nombre de hogar: es el universo, se dice. Y encoge la cabeza asustado, no vaya todo el espacio sin luz a hacerse un hueco en él. Infinito, se dice, o piensa, y desesperación, son casi la misma cosa; a la medida de dios el primero y del hombre el segundo. Pero el dios no es sino el hombre que se mira al espejo, al agua rumorosa del río que cruza el terreno que pisa y le devuelve su congoja. Así pues, lo que no alcanzo a medir, ni siquiera a imaginar, ni siquiera a saber, aquello que en realidad no es mientras yo no lo haga ser, es infinito: infinito o nada, esa es la medida por la que debe tomar una decisión. En la tarde de junio, opta por nada. Entre ser y no ser, soy yo cuando podía, realmente no ser. O no ser todo, es decir nada. He ahí una idea de infinito fundamentada en la nada, no se trata de un vacío, que sería de ser eso algo, un vacío, sino de nada. Y en la nada nadie. Pero Nadie es el hombre que entra en la caverna del monstruo de un solo ojo y así le dice su nombre: Nadie. ¿Cómo puede caer en la trampa la estupidez, siempre, de tal manera? Le dice Nadie y no entiende que le tiende la trampa del no ser.

Una tarde de lunes descubre que hace días que no escribe su comentario y se sorprende: ¿qué ha hecho en todo este tiempo? Nada. Nada es el infinito hacia atrás, un restar uno menos cada vez hasta seguir restando, horadando en lo vasto e improbable lo hondo, profundo e incierto. ¿Cómo hacer un agujero en la nada? Pero es así, sentado en el paisaje o caminando por el jardín viendo como se arruina el rosal por una plaga y crece la hierba donde no debiera cuando oye noticias que le aburren: desasosiego es saber que el presente es como siempre ha sido: miserable. ¿Será solamente él quien siente la lucidez y por tanto la fatiga? Sabe que no, que los hombres que se angustian son legión y por ello están condenados a la soledad. En el bosque, cuando el emboscado se refugia, sabe, es seguro y cierto, que cada comentario que escriba y cada pensamiento que tome forma, lo harán en un vasto desierto de infinitud, es decir: de soledad. Todo hombre lúcido, o está solo o disimula compañía. No se puede ser lúcido y permanecer en la fiesta. Infinito es el gesto que cada día se repite, la lucidez con la que uno desea volver a la caverna, pedir una butaca de platea y entarse entre amigos a disfrutar de las sombras de sí mismo. Ha escrito un poema, hace unas horas, y no se resiste a copiarlo.

Maté a los niños de caballos blancos
y supe que el templo era de carne:
todo de carne el pórtico, mi carne
y una vez que hubieron mis palabras
despedazadas en sus manos, ido,
me acogieron sombras y silencios
bajo el pórtico frente al mar.

Allí quedé, absorto, para el juicio de los dioses.


miércoles, junio 20, 2007

Divagar en una tarde de junio

Le cuesta comprender que lo más sencillo y cercano sea inaccesible. No se trata de un casualidad ni de un comentario brillante y vacío: puede comprobarse. ¿Cómo saber que uno es amado? ¿Cómo enfrentarse a la sonrisa del saludo, cada mañana? ¿Cómo saber que no se está muriendo en ese mismo momento? ¿Cómo saber que ellos te tienen en cuenta? ¿Cómo saber que lo has comprendido bien? ¿Cómo saber que la felicidad de un instante no es un espejismo? ¿Cómo saber que no eres un espejismo? ¿Eres real? ¿Qué quiere decir ser real? Todo está expuesto a la falsificación, a ser ella, parte de ella, el reflejo de ella. Es una cuestión de cristales, de fragmentos de luz, de voces sin dueño, de sombras sin cuerpo. Entre el blanco y el negro están los colores y son infinitos. Siempre serán infinitos, es decir, uno más, siempre uno más.

Una mirada a la grava del suelo puede descubrirla como un todo de partículas de minúsculas piedras a las que el sol de este verano nuevo inunda de volumen. El muro del fondo de madreselva se descompone en miles de hojas de verde vivo y brillante, cada hoja con su correspondiente agujero negro, con su volumen delineado sobre el mismo muro de hojas de la madreselva. Las sillas de lona dispersas sobre la grava, en la superficie de piedra caliza casi blanca que forma la plataforma del solario, el comedor al aire libre, con la larga mesa de teca y ocho sillas menos una, que se llevó alguien para repararla hace más de dos años, una eternidad de tiempo, piensa, una enorme cantidad de tiempo. ¿Que hacía en este mismo día del año de hace dos, a esta misma hora? No puede saberlo porque todo lo que se hizo no es sino nada, un puente entre lo anterior y lo que viene, el trazo de los actos de cada día. Y sin embargo flotan las imágenes de un junio anterior, de fecha indefinida, que le devuelve una mirada suya con todo su contenido.

Tener la propia imagen en la mente, es decir, saber como es uno cuando parece que es, pero ¿para quien?, pues este saber que uno es, digamos que de manera general, es imposible de saber, incluso de tenerla. La mirada del yo no admite posibilidades, es la que es y ve lo que ve. Otra cosa es dudar. Mirar y ver es estar, no hay otra manera, aún sin actuar, mirar y ver, ¿o ya es eso un acto? El simple hecho de mirar en su terrible consecuencia: hoy mismo, antes de escribir estas líneas, un hombre ha acuchillado a una mujer porque le había mirado mal. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo se consigue mirar mal al pasar si el día es de un bello verano? Antecede al mirar la intención de mirar, el reconocimiento, y la voluntad de mostrar la emoción del odio, o del desprecio. Pero no se conocían aunque él asegure que le miró mal. ¿O era la mirada de él la que contenía la mirada de ella? Ella ha muerto, mirando sin mirar, mirando sin ver...

Comprende que la mirada es todo inmersa en el silencio. La mirada merece una atención especial, no se puede dejar que se eduque a si misma. Un hombre como debe de ser debería tener educada la mirada para ver y significar. ¿Cómo sino atreverse a decir lo que se ha visto? Ella se quejaba de que él no hubiera visto como estaba a su disposición (era un historia real de alguien a quien había conocido) porque le amaba, y trataba de mostrarle cuan fácil era llegar hasta ella, hasta su sonrisa y su disposición. Pero él seguía imperturbable tratándola como a una conocida; cordial, si; amable e incluso muy afectuoso0, manteniendo una distancia que ella juzgaba que era la incapacidad de él de comprender sus señales. Se lo contó a un amigo común, alguien que les conocía bien: no se entera, y mira que le mando señales; pero no se entera. Quien recibió la confidencia conocía las dos historias: la de ella enviando señales y la de él aparentando no recibir ninguna, no aludiendo a nada, distanciándose. Decidió que no debía mantenerla a ella en el engaño: si recibe las señales, querida, le dijo, pero no quiere recibirlas, porque no le gustas, no puede amarte, no quiere ni intentarlo... Las cosas, de tan simples, se esconden en la complejidad de lo que no es deseado, de lo inesperado. El recibía las señales y no emitía ninguna por su parte, y ella era incapaz de comprender que la historia estaba bloqueada en lo imposible; no podía comprender que alguien, al ofrecerse ella, no corriera a tomarla. Cosa de la mirada, se decía el Hombre del Prado. ¿Que es lo que se ve? ¿Que es lo que se simula?

Cuanto más general es la mirada, más sencillo resulta comprender la panorámica. Amores y desamores, cansancio, un cierto desvarío... Las tardes del verano incipiente tienen una vaguedad llena de inconstancias: se podrían hacer tantas cosas, pero sentarse en el jardín es una invitación a acariciar el tiempo y con él las cosas más cercanas, por su proximidad. En cada momento podría suceder algo, incluso irremediable, pero se supone que esas cosas avisan, como una enfermedad grave cuyo empeoramiento constante es visible a lo largo de las horas que anteceden al desenlace.

Un día, un vecino del pueblo le dijo mirándole a la cara, deteniéndole en la calle: yo a usted le conozco. ¿Si? Pues no sé... Si, si, yo le conozco a usted. Yo le he visto en la televisión. No, eso es imposible. Que si, que si, que yo le he visto, y no hace mucho. No, seguro que no, tal vez me ha visto usted aquí, vivo en este pueblo hace un año. No, quiá, si le conociera del pueblo yo le he conocería, pero lo que le digo es que le he visto a usted en la televisión. No, no, se equivoca. (Una pausa de silencio entre los dos mientras los camiones atravesaban el pueblo por la larga calzada de la carretera. ¿Trabaja usted allí? No, yo no trabajo. Tenía que irse, le dijo. Y al despedirse: Seguro que le he visto en la televisión. Ya verá cuando se lo diga a mi mujer. Se sintió avergonzado al separarse, como si hubiera faltado a aquel hombre; debía haber aceptado que le había visto en la pantalla de un televisor; después de todo, ¿y si fuera verdad?

Mirar y ver, como cuando se mira la página de un libro y no se lee, pero están las letras, las palabras, las frases, los párrafos, todo aquello que significa un trozo de la historia o del conocimiento. La mirada resbala por el papel y se pierde en un punto infinito, en un plano distinto del propio espacio tiempo que se ocupa, se vive en ese mismo momento. Su abuela Concepción, años después de muerto su marido, el abuelo murciano, lo veía por la noche, casi siempre a la hora del amanecer, resucitado debería decirse, sentado en el dormitorio, vestido con con estilo y elegancia, la corbata bien anudada, una cadena de oro entre ojal y bolsillo del chaleco, cruzada una pierna sobre la otra, sentado en la silla de mimbre justamente al lado del armario cuya luna estaba cubierta de fotografías. Lo explicaba por la mañana: hoy ha vuelto a venir. No le hacían mucho caso y ella insistía. ¿Y que hace? Nada, hablamos. Y tú ¿que haces? Ah, yo no sé, yo no me miro, yo le miro a él. Abuela, ¿y como es? Oh, como siempre.

Siente que la brisa de la caída de la tarde, fresca ahora, le incomoda, pero no se mueve. La misma brisa mueve las hojas de los árboles en un trémolo sin sonido. Se queda envuelto en el frío, mirando, dejando que las cosas sean solo pensamientos.

martes, junio 19, 2007

Un amigo leal: Horacio

Escribe:

Este era mi sueño: una parcela de campo no muy
grande, con huerto y fuente perenne vecina a la casa
y por encima un poco de bosque. Más generosamente y
mejor los dioses han actuado. Bien está.


Cuando leyó este inicio de la Epístola 6, quedó en suspenso reconociendo el sueño como propio. Y se dijo a sí mismo lo mismo que el poeta concluye: Bien está. Es de bien nacidos ser agradecidos, dice una expresión popular y aunque no sabe bien a quien debe mostrar ese agradecimiento, o que quiere decir realmente ser "bien nacido", se considera dentro del grupo de aquellos que han visto que el sueño realizado cumple todas las esperanzas de bienestar. La parcela de campo no es muy grande y el huerto en realidad es un invernadero acristalado en el que en verano crecen tomates, pimientos y berenjenas; en invierno se guardan begonias, dalias y geranios y en in en primavera se semillan las plantas que deben florecer en verano; la fuente perenne, descontada el agua corriente, está cercana, no una sino varias que manan de la ladera de Aguas Vertientes, en el bosque, uniendo su rumor al del lugar. Los dioses han actuado con generosidad.

No recuerda con precisión cuando conoció al poeta y fue ese conocimiento un hecho producido lentamente, dejado al obrar del tiempo, a la lectura y a la intuición de que la persona del hombrecillo -que se presenta a sí mismo como de pequeña estatura, algo barrigudo, miope, de comer frugal y ambicioso de su retiro en el campo, dejando la estancia en la Urbe para lo estrictamente necesario- podría bien ser un amigo personal de aquellos que a lo largo de la vida van acompañando a uno, lealmente. Así se forjó la amistad entre ambos, convencido de que la simpatía sería mutua y la charla entre ambos motivo de acuerdos acompañados de copas de vino de Falerno, filtrado y cortado con agua, para evitar que los pensamientos se nublen. De bosque a bosque, Horacio y el Hombre del Prado, se conocieron pues como vecinos de ruralía, viéndose en las calles del pueblo cercano, paseando por los caminos, acudiendo a sentarse a la fuente para leer un poco, el uno del otro, dejando pasar las horas con la lentitud que solamente es propia de quien las tiene y sabe en abundancia.

En un viaje a Roma, de los primeros viajes, años atrás, fue a visitarlo en su predio de Licenza, cercano a Tívoli. Dicen que es reconocible por las ruinas de un pequeño templo cercano. En el prado que sustenta la ruina, o mejor, el recuerdo, cayó un día desapacible un rayo justamente cuando el poeta estaba sentado junto a un árbol, y derribo este de tal manera que la vida del poeta corrió serio peligro. Volvió sus ojos a los dioses, asustado por que la vida que tan apacible y gozosa le era podía serle arrebatada en un instante. Lo accidental es lo terrible, le diría el Hombre del Prado, pero ello no debe conducirnos a poner la suerte en manos de los dioses. ¿No hemos quedado en que de existir poco se ocupan de los hombres? Si, pero... ¿a quien acudir sino a los dioses? ¿Es que puede Augusto decretar que un rayo no me fulmine? No, claro está que no puede. Entonces... Acudir a los dioses en caso de angustia cuando la violencia desatada de una tormenta de verano interrumpe la lectura apacible, junto a la fuente, y caen los rayos, que Júpiter arroja a decir de las leyendas de los hombres, es cosa razonable, y más aún: racional. Solamente la razón más absoluta es capaz de abrir la puerta a lo irracional, y por ella pueden entrar los dioses, que acabarán sentándose a la mesa de arce, junto al cálido fuego, donde se asa un cordero. Lejos quedará aquellos versos suyos de la Sátira 5.101 en que narra un viaje a Brindisi que hace acompañado por sus amigos Virgilio, Mecenas y Vario:

Pues aprendí que los dioses viven sus cuitas
y que si la naturaleza hace un portento, no lo mandan
los dioses airados desde su morada celestial


Lo mismo escribe Lucrecio. El Hombre del Prado le dice a Quinto Horacio Flaco que entre mentirijillas de poco calibre, más bien travesuras del diálogo que sostiene en su soledad de escritor - que todo escritor cuando está en ese ejercicio de crear es una criatura radicalmente sola -, le dice pues que alcanza a entender que muestra una imagen demasiado humilde, jocosa en algunos momentos, tan simplemente cordial y modesta, que no puede por menos que generar simpatía; pero, le dice, "tú sabes que puedes ser hijo de liberto, ciertamente, pero que cuando fuiste tribuno militar en Filipos, eras ya un caballero y en ese orden vivías, y que a tu retorno a Roma, derrotado, pudiste perder la fortuna de tu padre, requisada por los vencedores de los republicanos, pero de inmediato alcanzaste un puesto que compraste, de secretario del Tabularium, bien remunerado. Y que no tenías tan solo el predio sabino de LIcenza, sino que en Tívoli tenías otra finca, y una ínsula en Roma. No está muy claro que tu casa del bosque te la regalara Mecenas, aunque así se tiene por verdad, y es más que probable que la compraras tú. ¿Cómo vas a ser pobre, con ocho esclavos a tu servicio en casa, y cinco aparceros en tu finca que satisfacían con regularidad el alquiler de la tierra?"

No hay respuesta, sino una silenciosa sonrisa brillando en unos ojillos que a causa de la miopía están casi siempre cerrados dejando solamente una rendija por la que el mundo se ve, limitado, pequeño, y con escasa definición. Tal vez sea a causa de esa miopía que el poeta guste de intuir a las personas en lugar de conocerlas con solo mirarlas, cosa que por otra parte puede hacer mucha gente, aunque sin garantía de acierto, por supuesto. Escribe sus sermones, eso es lo que son sus sátiras y sus epístolas, como charlas dirigidas a amigos, desde un punto de vista moral, apuntando con ligereza a los defectos de la naturaleza humana, a la capacidad del hombre para mentirse así mismo. Conoce el tiempo en que vive, porque justamente lo ha vivido y lo vive, día a día; se hace pequeño, se muestra jocoso y en ocasiones ridículo, de sí mismo se ríe con tal de que esa risa provoque simpatía y se haga perdonar el exceso de franqueza. Conviene no ambicionar, no desear por encima de la necesidad, respetar el paso del tiempo que es la vida, conformarse con lo que el día ha dejado, comer y beber moderadamente, tener amigos y ser leales con ellos, no prestarse a negocios públicos, deambular por las horas del día y por los minutos de las horas, amar con el cuerpo y con la imaginación, estar satisfecho de la vida. Suetonio da fe de que Augusto le quiso por secretario y se negó. También de que aquel le echaba en cara que no le enviaba sus versos con la prontitud necesaria: no quería hacerse pesado cerca del príncipe. Vivía y dejaba clara constancia de unos tiempos y costumbres en los que la Urbe recuperaba una moralidad con la que él estaba de acuerdo, pero desconfiaba del futuro. ¡Siempre cabe desconfiar del futuro!

¿Porque no cambian
estos penosos tiempos? Los paternos
peores ya que los de nuestro abuelo,
malos nos parieron y autores
de descendientes aún más viciosos. Odas. III.7


No imaginaba cuanta razón llegaría a tener cuando muerto el príncipe augusto una caterva de irresponsables degenerados de la familia Julia, enterrarían la República en una satrapía oriental de corte militar, único poder efectivo. Tiene en su mirada de miope, una especial clarividencia para destruir cualquier mitificación y escribir con sentido crítico: "de sedición, perfidia, crimen e ira, se peca dentro y fuera de los muros de Ilión (por Roma)" y se divierte recordando canciones infantiles que juegan los niños y en las que adivina verdades colosales: los niños jugando dicen: "serás rey si cumples la ley". Se ríe de la historia o llora con ella recordando los largos años de guerra civil que hacen que los romanos aspiren a vivir en paz y agradezcan un poder dictatorial como el de Augusto, una monarquía enmascarada, ellos que siempre han considerado un delito ser rey. "Siempre que sus jefes desvarían, sufren daño los aequos"

Al Hombre del Prado le gustan especialmente unos versos:

A quien gusta lo del otro, no es raro que odie
su suerte. Tontos ambos culpan al lugar sin merecerlo.
El culpable es el espíritu, que nunca huye de sí mismo. E.14.13.

No importa la aparente banalidad del tema, una reprimenda a su mayordomo de la casa de campo que desprecia el campo y prefiere vivir en la ciudad, sino la profundidad de saber comprender que la naturaleza de los hombres les lleva a la tozudez y al auto engaño, y lo que es peor, a engañar a los demás. Es necesario atenerse a una moral de contención, volver a las viejas costumbres republicanas. El dinero, la envidia, la soberbia, la presunción, la avaricia, la mentira, el despotismo y el servilismo, el olvido, la doblez, todas las cualidades naturales del ser humano se presentan en sus palabras y si las fustiga también las entiende. Sería tan fácil ser moralmente mejor, piensa, pero ¿que es lo fácil? Viendo actuar a la gente de manera alocada, se pregunta y contesta al mismo tiempo "¿Que mal ha golpeado su mente? La superstición. Y viéndose así en medio del teatro de la humanidad, como un pícaro callejero, intuye que él no puede ser el único lúcido y pregunta también: "Y puesto que no hay una sola clase, ¿de que tipo de estupidez crees que adolezco? Yo, la verdad, me veo sano".

Al Hombre del Bosque le gusta conversar con Horacio como si se tratara de una conversación consigo mismo. Le dice, cuando ambos pasean por los prados altos en la ladera, los que están casi bordeando las cimas de los montes, en los claros amplios y soleados que presentan abundantes rocas y troncos caídos, para sentarse y disfrutar de unos sorbos de agua fría, y de la brisa tierna que sale de la enramada que les rodea, que ciertamente los tiempos han cambiado pero que son los mismo, y que los hombres han cambiado también, pero que son lo mismo. Para un hogar, le dice, solamente hacen falta, como tú dice, "una mesa de tres pies, una concha de sal pura y una toga para el frío". Bueno, le dice Horacio, tampoco hay que exagerar, eso es lo que se escribe, pero conviene que cada cual se talle y calce en su medida. ... Nadie nace sin defectos, es mejor, claro, quien los tiene menores... los hombres inventaron la ley por miedo a la injusticia... Se calla y parece pensar, luego ríe... Y añade:

"Y puesto que no hay una sola clase, ¿de que tipo de
estupidez crees que adolezco? Yo, la verdad, me veo sano" E.II.3

Añade que es tan solo el hijo de un liberto que quiere escribir lo que piensa y meterlo en pies ajustados a la estrofa, hexámetros, como si se tratara de un juego. Los hijos de los libertos, aunque hayan recibido una exquisita educación y alcanzado el segundo orden social, deben recordar siempre quienes fueron sus padres, y porqué. Más le vale ser humilde y leal. Me declaro tonto, ríndámonos a la evidencia- y también loco. Y se echa a reír con pequeños gritos de excitación; le sacuden las risas, modestamente también. También yo, piensa, sin embargo: ¿De que tipo de estupidez, crees lector, que adolezco. Yo, la verdad, me veo sano.

domingo, junio 17, 2007

De una imparable nostalgia en tiempos de lluvía

Los héroes, bajo la lluvia se mojan, como los demás; y los románticos, y los tristes, y los descarriados. Pero ¿que es un romántico? ¿Y un triste? ¿Y un descarriado? Es esta primavera que parece de otoño, húmeda, torrencial, verde de agua que se precipita por trochas y torrentes, que cruza los senderos y que cambia la circunstancia y el ánimo. ¿Donde estará el dios menor con este tiempo en el que nada es como debiera? Una inmensa masa de nubes, una inmensa nube como una masa, de negro color, sucio color, se extiende desde el norte y el oeste y avanza hacia el sur cruzando el puerto por alto, derramando agua y refrescando el ámbito. Ayer, que bajó hacia Madrid para comer en casa de unos amigos, descendió las rampas del puerto envuelto en una niebla intensa que al llegar al llano seguía presente, algo poco habitual: en el llano escampa, por regla general. El clima nos iguala, le diría al dios menor, pero no le encuentra: desde que volvió de Berlín no se han encontrado.

Esta misma mañana ha salido hacia el bosque siguiendo la Forestal hasta la Cerca de las Monjas, por no cruzar el vado que viene crecido. Allí, en la cerca, se ha metido en el monte hacia arriba para dejar de lado la pista asfaltada por la que los domingos transita el visitante de la ciudad, o eso le parece a él que son todos los que van por el asfalto en su coche en domingo -paseantes por un bosque que les acoge con indiferencia - y por una senda entre helechos que alcanzan ya la media pierna, relucientes de un verde mojado, hermoso, fragante: senda zigzagueante y bien trazada. Llega a la parte oeste de la cerca y allí ya, abriendo la cancela, entra en el mundo mágico del bosque ajeno a la pista, que se adentra en el corazón de sí mismo. Él, que no cree en la magia pese a los feroces intentos de Clarice que si cree en ella con rabiosa pasión, entra por los jirones de niebla seguido por Goyerri como si atravesara la pantalla de una película de bosques iluminados en los que nada es sombrío pese a lo desapacible del clima y por contra el verde resplandece con trasparencias, como deben ser aquellos en los que nació su abuelo gallego, muy cerca de Sarria, en el término provincial de Lugo.

Una noche de niebla y tormenta, yendo con Ana en coche por aquellos andurriales gallegos, bosques de arboles truncos, rotos por vendavales de la imaginación y del maltrato, con niebla nuvolada arrastrando su esencia a ras de asfalto, entre curva y curva, sin reserva en posada y sin posibilidad de enocntrar habitación vacía, alcanzó un parador en el que pidieron refugio y les dieron, casi sin precio y como por lástima, un cuarto de criados (o de servicio) sin agua corriente, ni ducha, dos camas, unas mantas, las sábanas: el lugar justo para refugiarse. "Las meigas, le decía él a Ana, no están contra nosotros y nada nos van a hacer, me conocen y me respetan, bromeaba. La Santa Compaña es un grupo de amigos de mi abuelo, que nació por aquí". Bueno, bueno, le contestaba ella, pero encontremos un lugar para alojarnos. Como todo instante vivido alcanza a ser literario, le vino a la mente Romance de Lobos, de don Ramón María del Valle Inclán -que es la forma en que le emociona decir el nombre de ese autor, salvando la familiaridad del apellido, regla copmún e los institutos de su tiempo- y en ello estaba, cuando le habló a Ana de su abuelo, José Rivera Vega, guardia civil afincado al final de su vida en Barcelona, nacido allí, en Sarria, en tiempo tan inmemorial que le diera tiempo incluso de irse a la guerra de Cuba de servicio; que de Sarria había huido de niño, o sin huir había tomado el camino a pie de los puertos de exilio camino de Madrid, donde según decía Amadeo, había sentado plaza de tambor en un regimiento (sin mencionar cuerpo ni nombre) hasta dar con sus huesos en la guardia creada por el duque de Ahumada. "No me habías contado eso" le dijo Ana, y él le respondió que hasta esa noche, allí, que todo tiene su momento y lugar, no había pensado en que hubiera nada que contar.

La historia que nos tiene nos viene del tiempo en que podemos recordar el tiempo de aquellos a los que conocimos: lo demás es ajeno. La historia que no tiene está trufada de caras, olores, recuerdos y figuras familiares con denominación de origen: el "tío Pepe, el Marino" es un buen ejemplo del cartagenero que llegado a Barcelona, abandonada la marina de la que ya no se sabe ni se recuerda nada, entró a trabajar en La Canadiense, compañía que electrificó Cataluña. Del Tío Pepe, el Marino, quedaba en casa de los primos un sable de uniforme y una gorra de plato, y en el velatorio de una tía prima, los chicos menores jugaban por el pasillo alternando la propiedad y el uso de ambas cosas, mientras los mayores, entre aromas de Anís del Mono y café de puchero, velaban a la pobre prima muerta de desazón, decían, que de soledad, porque se le fue el prometido en el Cabo de Buena Esperanza con rumbo a América, cuando le había dicho que iba a por tabaco. Del Tío Pepe, el Marino, no queda hoy, según cree, otro rastro que la memoria propia, un rastro indefinido y seguramente falso, o por lo menos dibujado de otra manera, con otros trazos. Alguien habrá más cercano que le conocerá mejor o le recordará con mejor propiedad.

Una vez más piensa que las cosas son tal como las pensamos y así no es como son sino que creyéndolas a medias nos ilusionamos con ella, despegando de la realidad. Aquella noche mágica del Parador de Sarria, era una noche privada entre Ana y él, de la que se acuerda ahora, por lo menos veinticinco años después de haber sucedido. Volvían de Finisterre, de asomarse al cabo, donde cuentan -cree que en Gargoris y Habidis de Sánchez Dragó- que una legión romana fué allí para ver como el sol se hundía en el mar, en el horizonte, y como ascendía desde allí una niebla espesa en el ocaso, que era el vapor de agua, producido al apagarse el sol de cada día en el fondo del Mar Tenebroso. Ya flotaba por entonces el sepulcro de piedra del santo Iago que realmente no era de él, sino de un hereje, según parece. Por esos mares, al sur, se adivinaban para algunos entregados al misterio, las islas de San Brandán, o de San Borondón. De como un sepulcro de piedra puede llegar flotando hasta el Atlántico finisterriano y desde allí ser conducido hasta los cimientos de la tierra de la iglesia de Santiago, es cosa no sabida y misteriosa. Lo que fue fue, y lo que no, no se sabe.

¿Porque un recuerdo alberga tal carga de felicidad? se pregunta. No es cosa de entrar en él armado de la razón, sino de aspirar el aroma de aquella noche en en cuarto de servicio casi prestado. Recuerda que el viaje empezó en León, en el magnífico Parador de San Marcos. Allí, cenando en el comedor, vieron desfilar una procesión de ánimas con velones de cera, de cristales para fuera. Era Semana Santa, lluviosa, fría; Ana y él se habían conocido unos meses antes. Sonaban tambores de cajas ligeramente destempladas para amortiguar la brillantez del toque. Fuera era oscuro y en el comedor media luz; poca gente cenando; fuera desfilaban los capirotes de color morado a la luz de sus hachones y algún Cristo en talla, no lo recuerda bien, en detalle, balanceaba su magnífica hechura a media altura deslizándose por el espacio visual de los ventanales. El camarero que servía la cena se interrumpió al ver cruzar la profesión, con una bandeja que portaba dos truchas ahumadas con limón, mantequilla y unas lonchas dentro de la tripa de oloroso tocino, sostenida popr su mano derecha. Quedó el tiempo detenido, también ellos dos, silenciosos, y el resto -muy pocos en verdad- de los comensales, mientras el son del tambor se alejaba. El camarero pareció hacer un gesto para cambiar de mano la bandeja, pero debió resultarle impropio y alzando la izquierda se santiguó con torpeza, que los gestos repetidos con rutina son difíciles cuando se cambia. Llovía, llovía como ahora, cuando le llega el recuerdo y siente el retorno de una brizna de felicidad pasada que, según piensa, nunca nos abandona, tan intensa fué.

Mientras sigue en el bosque llamando al dios menor que no aparece, no está en su claro, ni en el camino que lleva a la Peña del Águila, ni en las trochas que bordean las calzadas que restan en el monte alto. Un hombre camina con sus recuerdos y con destellos de las viejas felicidades, y es por eso feliz, se dice. ¿Quien es enteramente infeliz? Mientras camina, con Goyerri, remoloneando a la espalda, piensa en la línea que conduce al oeste y que señala un ancestro galaico, que corre por sus venas, No cree en esas cosas de cruces de cultura, genes nacionales, en todo eso, pero lleva dentro de sí la morriña de la niebla y el sol del mediterráneo: creer no cree, pero llevarlos los lleva.

jueves, junio 14, 2007

Tres historias de armas: La tercera: Amadeo

Ha vuelto la temperatura fresca, impropia del mes de junio, acompañada por nubes cargadas de agua que descargan pertinazmente sobre el prado. La primavera, interrumpida languidece en una perdida de oportunidades: le falta sol y temperaturas cálidas para que lo que empezó a brotar siga su camino. Dicen que no hay que preocuparse, porque con el calor lo que ha interrumpido su crecimiento seguirá adelante: no es cierto, si se interrumpe la vida esta se resiente.

Este pensamiento le lleva a Amadeo. Lo ha tenido in mente durante los tres últimos días, pendiente de escribir sobre él para situarlo detrás de Arquiloco y Horacio, pero un cierto respeto y la necesidad de saber sobre la historia que quiere contar, le hacen calmar el ánimo, llamar por teléfono a su hermana y pedirle sus recuerdos sobre aquel hecho, que considera trascendental. Ella le responde con la misma historia que él conserva en la memoria, y en ella están los mismos detalles, la misma gestualidad. Es evidente que recuerdan ambos un hecho que les contara su padre, Amadeo, muchos años atrás, y que este hecho mantiene simultaneidad en las memorias de ambos porque fue contado de la misma manera una y otra vez.

Al ponerse a escribir tiene una idea en la cabeza que es la idea clave de este artículo: en el proceso de construcción de la identidad de cada uno, las figuras de la mitología cotidiana, aparecen correspondientes a la apariencia que han querido dar de si mismos sus poseedores. No conoce a su padre, muerto ya hace muchos años, cuando era más joven incluso de la edad que el hombre del prado tiene ahora. No le conoía porque los padres muestran a los hijos la cara formal de la personalidad, el aspecto positivo con el que no solo quieren educar sino salvar su apariencia y su memoria. Los padres, cuando no quieren ser oídos, hablan en voz baja; cuando no quieren ser vistos cierran la puerta; cuando no quieren ser juzgados emprenden la caminata por el disimulo. Todos somos honrados a los ojos de los demás: los padres más; y amantes. Sin tacha ni mácula, los padres se promueven como ejemplo y los hijos, al cabo de l tiempo los critican, abominan de ellos, se rebelan, se liberan y al cabo vuelven a estimarles: con todo no les conocen.

Un día le contó a su hijo David, en un restaurante que está subiendo al Tibidabo, una historia propia de amor, una pasión vivida: el muchacho le escuchaba con los ojos como platos. Los padres no son apasionados y los chicos los creen. Parece como si la vida discurriera censurada, una lluvia a trechos que impregna aspectos de la relación y deja espacios secos, donde el agua no moja ni se forman recuerdos. No le estaba hablando al chico de su madre, sino de un amor apasionado y en cierta manera demoledor en el que hubo de todo, hasta el vacío y la disolución que son el desamor. Devastador, le decía al muchacho, eso es lo que es una pasión cuando arrasa y poco se puede hacer, no es suficiente cambiar de acera o subir a un autobús a toda prisa si la mujer que llega caminando hacia uno es la mujer que es, y así se sabe. Devastador, le repetía, y el muchacho quería saber si la había olvidado. No, nunca se puede olvidar, pero el tiempo vacuna contra la memoria. Si, dijo el muchacho de veinte años, eso más o menos me ha pasado a mi. Se sintió confortado: eso les había pasado a los dos.

La de Amadeo fue esa vida rota por una guerra civil que llamó un día a la puerta de los ciudadanos cuando aspiraban a pasar un domingo de sol y vacaciones. Bajaban, les contaba su madre, tropas por la calle Calabria y al cabo de un rato se oían tiros. Una guerra civil empieza siempre con un desfile al que le sigue una violencia demencial. Arquíloco de Paros escribe, con sabiduría reflexiva:

Siete cayeron muertos, que alcanzamos a la carrera,
éramos mil los asesinos.


Amadeo, hombre de gran miopía, aficionado apasionadamente de la fotografía, nunca fue al frente y quedó asignado a Intendencia, donde le dieron, por buen administrativo, los galones de cabo. Por estar en Intendencia podía desviar piezas de bacalao y puñados de patatas que llevaba a casa de una muchacha a la que conoció un domingo en un baile. Se gustaron y él proveyó de lo que pudo a una familia sin recursos. La vida era dura, pero había una ilusión carnal que transportaba una apariencia de paz: ella era una muchacha muy mona, poquita cosa, redondita, de padres murcianos, nacida en Cataluña; él era un chico alto y de porte elegante, delgado, con un bigotillo bajo unas gafas de concha que afinaban su mirada miope. Ni él ni ella hablaron mucho de aquellos tiempos a sus hijos, después, cuando acabada la contienda podían escuchar y entender. Sobre la guerra se corre un telón: representación acabada; empieza el neorrealismo del hambre, de la falta de trabajo, de la venta de las cosas superfluas, de las sombras. En los álbums de casa que resumen las vidas para nadie, hay fotografías de aquella juventud de Amadeo y Maruja paseando en Montjuich acabada la guerra, a la espera de casarse unos meses después. Ella lo hizo de luto, un terrible vestido negro de novia por la muerte de su padre, en uno de los bombardeos de los aviones que llegaban a Barcelona desde Mallorca. En su sombrero negro campaban uunas enormes margaritas blancas, flores de la inocencia.

En esta historia hay dos hechos, uno contado y el otro no. Del uno se habló hasta la saciedad porque era el de la heroicidad de encarar una vida condenada a la penuria; del otro nunca se habló y saltó a la luz años después, otra vez en los álbues y cajas de fotografía que aquel Amadeo, que llevaba en los ojos una mirada de fotógrafo y sabía resumir la realidad en un clic: no había, de los años de la guerra civil, entre los recuerdos del padre, sus despojos íntimos, ni una sola fotografía hecha entre los años 1936-1939. ¿No tenía cámara? Si la tuvo, él afirmaba haberla tenido desde sus dieciséis años. ¿Cómo un hombre que domingo tras domingo resumía su vida en fotografiar la ciudad y en revelar las imágenes de la mañana por la tarde en un mínimo laboratorio en el que prendida la luz roja, se veía como en fantasmales planos de cine de terror. Lo cierto era, que durante los tres años, aquel hombre que fotografiaba todo, no hizo fotos o perdió las hechas: no había en montones de cajas una sola fotografía de su ciudad y de su gente durante los tres años de guerra. El hombre del prado piensa que en las historias no contadas se suele esconder el miedo, o la prudencia, también la verdad. Después de todo estuvo castigado a no encontrar trabajo por haber sido cabo de intendencia de la República, destinado en la estación de Sants de Barcelona. Así la memoria se queda sin memoria pero se salva una cierta tranquilidad rodeada de incertidumbre. La pregunta no hecha ante el lo acaecido, descubierto cuando ya era tarde para preguntar, hubiera sido: de haber roto las fotos, ¿a quien temía mostrarlas? ¿A los unos? ¿A los otros?

La otra historia, esta si que contada, es la que le une a Arquiloco y a Horacio. Explicaba con lujo de detalles, como la mañana del 25 ó 26 de enero de 1939 entraban las tropas del General Solchaga en Barcelona, por la Diagonal; él había sido citado con armamento, correaje y todo el equipo en la misma Diagonal, para subir a los camiones en que su compañía emprendería la marcha hacia el norte, para atravesar los Pirineos y entrar en Francia. Su hermano, le dijo que convenía irse, que tenía miedo de los que entraban, que arrasarían la ciudad, y que no le importaba dejar a mujer e hijo, antes de enfrentarse a los franquistas: se fue. Quedó la familia sin él. Amadeo dudaba: no pensaba que fuera a ser tan terrible y una chica de la que andaba enamoraducho, más joven que él, siete años, que se quedaba en su casa de la calle Calabria esquina Diputación. Caminaba con armas e impedimenta en dirección a los camiones consciente de que aquella guerra, terminada ya, no iba con él si es que en alguna opcasión de los mil días terribles había ido; debía pensar en su inocencia de cabo de intendencia: había robado unas patatas, algo de aceite y unos lomos de bacalao salado que escondía entre la camisa y la piel, para llevarlos a la casa de la muchacha. Una mañana, en plena guerra, unos vecinos, al oler el guiso, bajaron a exigir su parte de la comida bajo la amenaza de denunciar: el hambre es de todos, democráticamente. Les dieron su ración.

Hay una fuente de piedra y bronce, donde la calle Roselló choca de lado con la Avenida Diagonal, que representa a un fauno mitológico o cosa similar. Muchas veces, acabada la guerra, pasó por allí paseando con sus hijos y siempre les señalaba la fuente y les contaba la historia. ¿Recontar una historia es un antídoto? piensa ahora el hombre del prado. Tal vez si, es probable. Lo cierto es que aquella mañana, cerca ya del lugar en que los camiones aguardaban, solo en medio de la Avenida en la que nadie caminaba, ciudad sumergida en el miedo de la retirada de una república demolida por ella misma y la llegada de unas tropas que en la distancia atemorizaban a unos y eran bienvenidas por otros, que había mucha gente que aspiraba a la calma y la tranquilidad perdidas, aquella mañana pues, inmerso en aquella soledad soleada, de invierno crudo, llegó junto a la fuente y tuvo la idea de pararse, mirar a derecha e izquierda, aflojarse el correaje, apoyar el fusil mosquetón en el hierro del cuerpo central y bajar el cuerpo para beber cuidando de mirar que nadie hubiera. Con un gesto rápido sacó de sus hombros las correas y las dejó caer junto al fusil oyendo el golpe sordo de las cartucheras de cuero, cargadas de inútil munición. De inmediato, deprisa pero sin correr, enfiló calle abajo, hacia el puerto, zigzagueando, en busca de la muchacha de la que se había despedido la noche anterior, sinrtiendo en la boca el frescor del agua de la fuente.

Como Arquiloco y Horacio, Amadeo abandonó sus armas y se encaró al destino para decirle no es por ahí, me quedo. Nunca fue un héroe y no quiso serlo el último día de guerra en Barcelona, aunque desertar fuera, en realidad, una pequeña y mezquina heroicidad. Si Horacio abandonó el escudo y corrió para escribir su inmensa obra poética, Amadeo dejó correaje y fusil apoyado en una fuente para ir en busca de su chica y de su máquina fotográfica. Llegaron años duros y en ellos contaba a menudo cosas de la guerra en Barcelona, pocas, muy pocas. De una nunca habló, nunca explicó a nadie que había pasado con sus fotos de la guerra. Él, como Horacio, tal vez, temiera a Augusto vencedor de Filipos.

lunes, junio 11, 2007

Tres historias de armas. La segunda. Horacio

Dos escudos reposan en el prado y los ecos de dos batallas son el coro de una tragedia imaginada cuando entra un grupo de vacas lenta y cansinamente por el extremo sur, saliendo del bosque. El caminar de las vacas es un prodigio de indiferencia y saber estar: ignoran todo alrededor y parece que incluso ni están por ellas. Su gregarismo es disperso e individual y con saber que el resto del grupo pace en la cercanía parece bastarles; parecen un grupo de turistas al caer la tarde, con la última visita al museo, que en su dispersión más que mostrar interés por los detalles muestran ensimismamiento por el cansancio: caminan solos unidos al grupo. El caminante reposa libreta en mano y mira hacia esos escudos imaginarios que ahora los rumiantes rodean indiferentes, ahora los sobrepasan y al cabo quedan detenidos en la parte contraria del prado, en el norte, donde es probable que la hierba esté más tierna y jugosa.


Piensa en el campo de Filipos, donde Horacio arrojó su escudo y dió con la barbilla en la indigna tierra. También, días después, en ese campo de batalla, desnudos los cadáveres por el expolio, hechas las honras fúnebres que no puede negar un romano a otro, limpio el terreno, bebida la sangre por la tierra entrarían las ovejas del pastor y la gente de las cercanías. En aquellas guerras, los campos de batalla los visitaba la población local en busca de objetos olvidados, perdidos a la vista del pillaje de los supervivientes. En derredor al campo, en las colinas cercanas, en los bosquecillos, solían aparecer cadáveres de hombres que heridos y en huída habían buscado un refugio bajo matas para acabar muriendo desangrados o por causa de sus heridas. No es heróica la muerte aunque así la cante Homero y Virgilio le siga, en hexámetros de sonora expresión. Entre la muerte real y la del mito existe un amplio terreno de dolor y sufrimiento: el silencio de la soledad en la huída, la resignación al degüello del prisionero por el vencedor, el enfrentamiento al propio destino del vencido. "Vae victis" dijo el caudillo: "Ay de los vencidos". Nada más horroroso que ese anuncio.


Como en tantas batallas, Filipos fué una batalla de destino incierto. Ha pasado en ocasiones que ha ganado la lucha quien ha creído haberla perdido . Filipos fué una batalla no deseada por los combatientes, hartos de enfrentarse entre compañeros de armas, legión frente a legión. La victoria depende del primero que llevado por un gesto inadvertido, por una orden mal emprendida, abandona el campo, antes en orden y finalmente a la carrera. Acabada la lucha, apagada como se apaga el fuego de una tea, lentamente, queda flotando un gemido y empieza el pillaje: aquí un legionario, espada en mano, ha reconocido a un viejo amigo, del pueblo o de la comarca, o de otra legión en la que sirvió y no hunde la espada en la garganta sino que solícito le alcanza un poco de agua o le recuesta bien para que se acomoden el dolor y la angustia.

Los romanos enrolados durante más de veinte años en las legiones, sobreviviendo a luchas civiles, perdiendo de vista la identidad romana ante tanta sangre y odio civil, aspiraban a volver a la paz, a recibir el ahorro que se les guardaba en la caja de la legión correspondiente a los años servidos y a recibir como estipendio final un trozo de tierra, una res, un apero de labranza, en tierras a ser posible en la península. ¿Quien no sueñla un predio en la Campania? Entre romanos cunde el desaliento ante la inexistencia de Roma. Existe la soldada, la disciplinea y la lealtad a sus generales, viejos mandos de otras batallas, de otras campañas. ¿Como no van a estar los compañeros de Cesar con su sobrino nieto Octaviano? ¿Y que decir de Marco Antonio al frente de los suyos? Es la pura expresión del compañero de armas, bebedor, mujeriego, aventurero, valeroso, siempre con sus hombres a los que conoce por su nombre: si alguien quisiera ser otro, un mito, muerto César sería Marco Antonio.

Los hombres de la República, las legiones de Bruto y Casio esperan la oportunidad de volver a confraternizar con sus compañeros de armas del otro bando: no más guerra. Es dura la derrota y el mañana incierto. Llegaron como Roma y Roma les ha derrotado y vertido su sangre. Tanto cansancio, tanta muerte de amigos, tanto riesgo, para acabar donde estaban al principio en geografías lejanas, en el territorio de Grecia. ¿Y quienes son esos tribunos jóvenes, inexpertos, a los que han colocado al frente de las cohortes? Son los chicos bien de las familias de los dos primeros órdenes de la República , que estudiando en Atenas, puestos a salvo de la guerra civil por sus padres, han sido encontrados allí por Bruto. Bruto es brillante, honrado, leal, de oratoria fácil, elegante y convincente, es difícil no caer en su seducción personal, y les encuentra en cualquiera de los centros de estudio de la ciudad, o con sus preceptores. Son la juventud dorada de Roma y Bruto les envuelve en ansias de legalidad republicana y alista en sus legiones. Salvarán a la República y volverán a Roma para desfilar en triunfo. Ellos sueñan decir al regreso triunfal a la urbe, a sus familias, que estando allí les llegó la ocasión para defender a la República.

Como tribunus militum, puesto militar que exigía el orden de caballero, Horacio arrojó el escudo y se tiró de bruces al suelo; podemos suponer que estaba aterrorizado. Las cohortes de Octaviano caminaban en formación, cubierto el centro y los flancos, con las tropas auxiliares en la retaguardia. El sueño del día anterior es ahora la realidad del presente y esta se concreta en líneas de legionarios que les cierran el paso. La juventud dorada de Roma no está hehcha para estos menesteres: huyen. Eso nos cuenta Horacio.


y la veloz fuga
y el mal dejado escudo cuando roto
quedó el valor y la barbilla
tocó del bravo la indigna tierra
Carm. II 7, 1 - 10


Dice que le salvó Mercurio, tan agil corrió.

Igual que Arquiloco, cuenta de su cobardía, de su espanto ante la apuesta de la heroicidad y narra en versos brillantes, ligeramente irónicos como salío despavorido huyendo, abandonando el escudo. No se trata de los versos del griego, de contenido cínico, tosco, propio del soldado embrutecido, sino del verso de un poeta que aspira a ser reconocido,poeta entre poetas, por la misma gloria. No se anda Horacio con chiquitas: se sabe llamado a vivir en la eternidad de la memoria. Y se nos muestra en sus versos, dentro de una constante proximidad de la vida cotidiana, de sus recomendaciones, de sus sermones a los demás, de sus consejos y de sus
invectivas. Leyendo a Horacio le vemos a él, siempre a él, un hombrecillo pequeño y risueño, tal vez neurasténico. Los verso de Horacio son la pasión de Horacio y podemos dar con su huella, sus gestos, sus palabras, su vivir, su amar, su reir. A la manera de Cicerón, Horacio nos cuenta su vida escondiéndola en sus versos, para que la encontremos, tan seguro está de que iremos a buscarle.

Destino es aquello que no se puede elegir, así la vida es destino en cuanto que hay que vivirla. No es el destino la muerte sino vivir la vida hasta sus últimos segundos, que para eso se viene. El destino de aquellos jóvenes era ser perdonados por Octavio, volver a Roma y reincorporarse a una época de paz, no exenta de violencia y humillación, pero al fin paz para Roma, que había de permitir cerrar las puertas del templo de Bellona, por vez primera en muchos años. No podía elegir pues su destino era volver a Roma: rehenes de Octavio, gustosos rehenes, encarrilaron su vida en actividades políticas o privadas, fueron los cónsules sin demasiado poder, los tribunos populares a las órdenes de Octavio, los censores, cuestores, ediles, los publicanos y los poetas: fueron la nueva generación de funcionarios romanos, de patricios obedientes, fueron los republicanos sin República.

Horacio vivió después de la jornada del escudo una vida nueva que tuvo que elegir en Roma; no tuvo que ver con su situación personal, la leyenda de su pobreza, los regalos de Mecenas, su pobre aspecto, su retiro casi permanente en el predio sabino, no tan pequeño como pretende cuando tiene ocho esclavos para el servicio de la casa y tres aparceros que pagan puntualmente una renta por las tierras. Horacio, después de la jornada del escudo, olvida toda veleidad militar en defensa de la república y guarda silencio por ella. Accede a la cercanía del poder, Octavio Augusto le propone ser su secretario para la correspondencia y se niegA; tal vez nace aquí la leyenda de su retiro en el campo, que se encarga él de acrecentar en sus Odas. Tiene propiedades en Roma y un cargo magníficamente remunerado en el Tabularium; no es un pobre hombre más que, probablemente, en apariencia. No, arrojar el escudo es para Horacio el inicio probable de una mistificación de si mismo de tal manera que su vida escapa a su destino y pasa a la posteridad como él ha querido verse. Tal vez nos engaña, más a nosotros hoy que a sus contemporáneos y tuvo una vida más regalada, que para un poeta le pareciera probablemente excesiva. Y se inventó otra añadiendo a la suya ligeras modificaciuones, a la baja diríamos hoy.

Pero el destino es aquello que no se elige, que es inevitable y Horacio se sabe, se conoce. Lo dice Spinozza en su Ética, Proposición LXIII, "Quien tiene una idea verdadera sabe al mismo tiempo que tiene una idea verdadera, y no puede dudar de la verdad de eso que conoce" y Horacio, escondido detrás de su apariencia inventada habla a los suyos desde su posteridad y así escribe la última Oda del Libro III


He hecho una obra más perenne que el bronce,
más alta que el túmulo real de las pirámides;
no la destruirán ni la voraz lluvia
ni el fuerte Aquilón ni la inmutables
serie de los años en que escapa el tiempo.
No moriré entero: gran parte de mi
rehuirá a Libitina; crecerá sin pausa
con prez siempre nueva, mientras el pontífice
suba al Capitolio con la virgen tácita.
Se dirá allí donde resuena el violento
Áufido y reinó Dauno, pobre en agua,
sobre agrestes pueblos que yo, siendo humilde
me torné en maestro y el primero fui
que unió a ritmos ítalos los cantos eolios.

Mis sienes, Melpómene, con el laurel délfico
ciña de buen grado tu orgullo legítimo.
Carm.III 30.

sábado, junio 09, 2007

Tres historias de armas: La primera. Arquiloco

Resplandece el prado bajo un sol inclemente y el bosque le ofrece acogedora sombra: rumoroso Arroyo Mayor es torrente vivo entre saltos y peñas hacia la Nacional. Cruzando el vado se asciende un camino entre árboles dispersos por el que pasan los camiones de la tala y ello hace que además de pedregoso esté lleno de piedras sueltas, pedazos de roca partida por el arrastre de los troncos. Un kilómetro más o menos de camino en ascenso lleva a una cancela de hierro, unida a una cerca de alambre entre postes que se extiende como un cinturón por toda la ladera del monte, que es como decir del bosque. Se trata de evitar que el ganado se salga, lo que sucede a veces cuando alguien se deja abierto el portón; entonces las vacas y sus terneros bajan por el camino, cruzan las aguas y subiendo una pequeña cuesta de castaños se encuentra en la pista forestal; cruzándola ent5ra en el prado y allí se distribuyen por las parcelas abiertas todavía, pendientes de construir o de venderse, y se comen la hierba fresca. Una vez entraron en su casa por el portón del jardín y dieron cuenta de un parte de la pradera, gozosamente dieron cuenta mientras él las contemplaba divertido.

Pasada la puerta, al fin del camino, y vuelta a cerrar aquella, se inicia ahora un sendero que finaliza en dos formando una Y griega. Coge el de la izquierda, que es anchuroso y tiene algo más de pendiente a lo alto. Volverá a cruzar el arroyo, aquí menos fragoso que en el vado, que está metros abajo y la caída le da fuerzas para hacerse oír, y seguirá por la senda cuando se inicia una cerca de piedra que cierra una pradera amplia, en cuyos bordes norte y sur, crecen dos robledales pequeños, de árboles que parecen enfermos, agostados se diría, pero que han tapizado la parte exterior de la cerca de la típica hoja del roble, larga, alveolada, seca en su color castaño. Rodeando la cerca se llega a una prado ancho, largo, amplio, que parece que se ha abierto el espacio entre los árboles hasta formarse un lugar rodeado por la muralla de troncos del pinar. La hierba del prado, con la luz del sol, tiene un color vivo, de vida y de intensidad que viene a ser lo mismo, y está tapizada de pequeñas rocas berroqueñas moteadas de musgo que en invierno revive y se pone rebosante de aliento y ansia por hacerse notar.

Cuando llega al prado se sienta en una piedra, nunca en la misma, tratando de encontrar una que se apoye en un tronco, y allí, saca un libro y entra en el trance de la ensoñación, en el dilema de leer o mirar, mirar y abstraerse o leer y abstraerse, quedarse en el mundo en que está o entrar en el mundo de otro que acabará siendo suyo en cuanto deletree la primera palabra. No le acompaña Goyerri porque estas salidas, por cortas que sean, no siendo las que la naturaleza le obliga a hacer, no le interesan, diríase que le aburran y cuando menos le cansan tanto que acaba fingiendo extrañas cojeras que confunden las patas, ora una de delante ora una de atrás, pero comediando una cojera que no es lesión sino cuento. En ella se basa para detenerse, levantar la patita dejándola colgando y mirar con cara de pena inmensa. Se deja tocar la extremidad, buscar entre las uñas una posible herida, una uña rota, palpar presionando ligeramente por si algún dolor hubiera y por aquella provocara un gemido: nada. Cuando le deja la patita en el suelo y le dice que camine vuelve a cojear. Si vuelven a casa, la cojera se cura en los escalones de subida a la puerta de la vivienda, que salva de dos en dos alegremente: se ha salido con la suya.

El prado en que está y que llaman Prado Largo aunque a él le parece ancho más bien, en el sentido en que se ve llegando a él desde el camino, está envuelto en el silencio sonoro del bosque y en la quietud dinámica del lugar. Todo paisaje muda de continuo y nunca es el mismo salvo que la mirada se abstraiga tanto que consiga convertirlo en una fotografía. Un paisaje al natural no puede ser nunca una instantánea, sino más bien un filme con la cámara fija, una ventana a lo que sucede cuando no sucede nada más que la vida por fiera de uno. Pues allí, en ese silencio y quietud, le da por leer a Horacio, tomito de Odas que lleva en el bolsillo, junto a una libretita negra que cierra sus tapas mediante una goma elástica, un artilugio para escribir que ni es pluma, ni bolígrafo, ni rotulador ni lápiz, y lápiz, este sí, de mina amarilla, muy brillante, que lleva en su composición una materia fosforecente: con él marca las líneas que le interesan. Si ha de tomar notas o reescribir frases que quiera utilizar, usa las hojas de respeto que encabezan y terminan el volumen, porque los márgenes se le hacen pequeños e incómodos.

Lleva escritos en la libreta, unos poemas de Arquiloco. La noche anterior, buscando datos, removiendo páginas, mirando al azar, dio con ellos sin recordar haberlos leído. Son bastantes los libros que le esperan en sus estantes a que les haga caso, como si de un harén extenso se tratara. No recuerda el libro, ni la compra, ni el asunto, poemas griegos de la antigüedad más lejana, de poetas, de los que en general quedan fragmentos, líneas, estrofas. Empezó por leer unos versos y llevó el libro a la mesa, se sentó, enderezó la luz y empezó a seguir, línea por línea, un paisaje apasionante de un desconocido. Lo que era sorpresa, deslumbramiento, rayó en cierto momento en asombro al leer cuatro simples versos, de desenfadad desfachatez pero expresiva historia:


Un sayo se jacta hoy con mi escudo perfecto

que abandoné junto a un arbusto, apenado

Pero salvé la vida. ¿Qué me interesa ese escudo?

Peor para él. Uno mejor me consigo.

Sabe donde ha leído lo mismo, o parecido, y le invade el asombro. Copia, pensando en el paseo de la mañana siguiente, en la libreta de tapas negras algunos fragmentos de los fragmentos que restan del poeta y lee sucintamente algo sobre él para saber lo justo. He ahí a un muchacho hijo de un noble de Paros y de una esclava. Fue educado en algo de saber y un cierto conocimiento de la vida, se puede suponer, pero la pobreza de una isla miserable le empuja a convertirse en soldado de fortuna y se alista mercenario en ejércitos diversos, recorriendo el Egeo, de isla en isla. No es un soldado simple, un truhán que busca en la guerra un trozo de pan y la posibilidad de un botín que le permita vivir y holgar de vez en cuando, sino que en campaña, o en tiempos de reposo, escribe sus versos. No los versos heroicos del gran modelo Homero, sino unos versos yámbicos de vulgar ordinariez, donde el hombre se descuelga del héroe y abandonándole vaga por los caminos. Camarada de armas de hombres vulgares que se defienden los unos a los otros de las tropas de Esparta, que luchan codo con codo, espalda contra espalda, que relativizan el heroismo y la vida, el hoy y el mañana, hombres que saben lo que son (ya es mucho saber en estos y en aquellos tiempos) y de lo que dependen:


De mi lanza depende el pan que como, de mi lanza

el vino de Ismaro. Apoyado en mi lanza bebo.

Este soldado que guarda en su mochila un poco de cultura, el oficio de escribir bien aprendido y un poco de poesía, música y ritmo, en su cabeza, descubre frente al héroe de Homero al hombre sujeto a su destino, al simple individuo, al dueño de una biografía que no está llamada a ser la del héroe que viajó a Troya o que volvió a Ítaca, el que murió joven lleno de gloria o el que alcanzó la madurez y la sabiduría. Una vida de errar de isla en isla jugando la vida frente a desconocidos, ni amigos ni enemigos sino parte de la desprovista despensa y de la escasa paga, tiene no obstante acceso al conocimiento de una doble visión de uno mismo:

Soy a la vez siervo del poderoso dios de la guerra

y practico sabiamente el dulce regalo de las Musas.

Algo de cervantino tiene esta definición de la función vital del soldado que se pone en manos del poderoso dios de la guerra pero acepta la dulzura de la creación que le llega de las Musas. Hay en la desdicha del hombre envuelto en su destino trágico, más trágico aún cuando no es sino vagar esquivando a la muerte y engañando al hambre, un hacerse que trasciende. El poeta soldado labrará su gloria por el simple hecho de la palabra y no por el de la espada, y aún cuando no llegue a saber que un día será reconocido, y aún admirado, entendido como habitante del Parnaso, cuando en los momentos de paz, la auténtica paz que es simplemente la ausencia de guerra, disfrutará escribiendo palabra tras palabras su visión de si mismo, de sus amores y de sus rencores, de sus odios y amistades, apetencias y recuerdos. Descubrirá a los dioses porque no osará ir más allá de si mismo, y porque sin los dioses su vagar y el simple hecho de sobrevivir sería inexplicable. Pues

Todo depende de los dioses: muchas veces

levantan al hombre caído en la negra tierra

muchas veces lo voltean y hasta al mejor parado

lo tumban boca arriba: y sobrevienen entonces

las desgracias y el errar sin medios y extraviado.

Pero fue cuando leyó el hombre del bosque, la noche anterior a la visita a Prado largo, cuando leyó el último de los poemas, el que había guardado para el final porque fue el que reconoció sin reconocer y el que le condujo 700 años después a otro lugar y a otro escritor, cuando, debe reconocerlo, sonrió para si como se sonríe al mundo entero, orgulloso no del descubrimiento, que nadie ya descubre nada por sí mismo, sino de la celeridad con que la casualidad cruza historias y compone pasiones, y sin la ayuda de los dioses los hechos suceden porque los dioses quieren.


Un sayo se jacta hoy con mi escudo perfecto

que abandoné junto a un arbusto, apenado,

pero salvé la vida. ¿Qué me interesa ese escudo?

Peor para él. Uno mejor me consigo.

Así pues, este hombre nos narra como en pleno combate abandonó el escudo junto a un arbusto, apenado pues era un buen escudo, pero no se puede correr con él a cuestas ya que es pesado y voluminoso, y corrió la derrota en busca de mejor acomodo salvando primero la vida, y luego el ánimo para contarlo. No hay vergüenza en él, hombre de cultura que debe conocer los versos de Tirteo que exortan a los hombres de Esparta a tener un comportamiento ejemplar y desinteresado en el campo de batalla.

Con la izquierda embrazad vuestro escudo

y la lanza con audacia blandid, sin preocuparos

de salvar vuestras vidas;

que esa no es costumbre de Esparta

Ningún orgullo guerrero, ningún amor por su patria hay en el mercenario que lucha en otra isla preocupado solamente por hacerse con un botín abundante, conformándose con una entrega escasa, tal vez una pieza de tela, un poco de oro, tal vez aceite o vino, tal vez nada. Este Arquiloco huyó en el campo de batalla y nada le importó explicarlo después entre amigotes, y escribirlo más tarde, carácter tras carácter, riéndose para sí por haber dejado un buen escudo a un enemigo que ahora se aprovechara de él. ¿Que importa? La guerra es correr hacia delante o retroceder corriendo y la pérdida del escudo un simple avatar.

Dos hechos vienen a la memoria del hombre que ha leído en la libreta los fragmentos de poesía y las pocas notas que con letra menuda, casio microscópica, mal trazada, desordenada, tomó del libro encontrado. Uno sucedió en el año 42, en la última batalla de la República frente a los generales de Roma que tomaban el poder personal como derecho constitucional. El otro en 1939, en la esquina de la calle Rosellón con la Diagonal de Barcelona. Los dos hechos, se dijo, se unen con él escudo abandonado de Arquiloco en una línea de miseria humana, de gloria apenas acariciada, del roce de un sueño nunca hecho realidad. Los sueños no están para convertirse en reales, sabe el hombre del prado, pero si para llenar las noches de vida cuando los días se llenan de penuria.

Abre el libro que lleva en el bolsillo y busca un poema pequeño, una Oda de Horacio, y lee:

... Filipos

contigo conocí y la veloz fuga

y el mal dejado escudo cuando roto

quedó el valor y la barbilla

tocó del bravo la indigna tierra.

A mí, asustado en densa nube el ágil

Mercurio me salvó entre el enemigo: ...

Horacio, el amado Horacio al que la vista de Prado Largo le revela de nuevo como pensamiento, abandonó en Filipos el escudo y se arrojó al suelo asustado, fingiendo tal vez estar muerto, para enseguida, alzarse de nuevo y joven como era, y asustado, correr saliendo de la lucha, abandonando el heroísmo, salvando la vida al fin. "Roto quedó el valor y la barbilla tocó del bravo la indigna tierra..." Que cerca Horacio de Artiloco en el gesto y en el reconocimiento del mismo. Sólo los que se saben portadores de un valor diferente, superior si eso cabe, tocados por los dioses si se quiere, pueden reírse de si mismos y rememorar públicamente su cobardía. Los tiempos de los héroes habían pasado, para el uno en la islas egeas y para el otro en la llanura de Filipos donde Casio y Bruto perdieron la República a manos de Octavio y Antonio.

Con el librito de Horacio entre las manos, este hombre que se sumerge en la poesía y en la luz del Prado, piensa que seguirá contando estas tres historias mínimas de las armas abandonadas por encontrarse con la vida. Cierra el libro y mirando en derredor la vasta y verde extensión del prado da en pensar que bien podría ser este lugar el emplazamiento del predio sabino del poeta romano, que le regalara Mecenas. Pero de este predio escribirá mañana.

jueves, junio 07, 2007

El sol de Dióniso


Ha bastado que salga el sol, que las nubes que quedan en el cielo sean pequeñas, algodonosas y blancas, que la temperatura suba unos grados, para que todo el paisaje ría, se desperece, bostece de placer y estire sus miembros en busca del verano y la dicha. La puerta de cristal del salón ya permanece abierta todo el día al jardín con lo que parece que todo es uno y las tapizantes recién sembradas en los bordes del seto parece hinchadas, rebosando vida, dispuestas a preñarse flores pequeñitas y de colores. De la ladera de Cabeza Líjar ha desaparecido cualquier rastro de escarcha y por el noroeste oeste la inmensa extensión del cielo que apunta a Finisterre se abre el un papel de inmensa plenitud azul, inacabable. La dicha del verano que se anuncia, el retorno del sueño de una noche de verano, cuando las hadas hacen y deshacen en el reino de Oberon, con los amores y pasiones ciegas de los humanos que se buscan en los claros del bosque, cerca de las fogatas del plenilunio. Las brujas son amables, codiciosas de caricias y arrumacos y la pinaza brinda un mullido sostén al sueño de los cuerpos, inacabado sueño, siempre por empezar. De todos los sueños de noches de verano, la versión de Mankiewitz le deslumbró en la adolescencia de tal manera que todavía recuerda el despliegue del inmenso manto negro de la noche, irisado de estrellas de brillantez intensa y menuda, abriéndose desde la grupa del caballo de Oberon. Pocas veces ha vuelto a comprender el milagro del solsticio recién iniciado, cuando ido el frío invernal recorre las miradas de las gentes un atisbo de plenitud y el ansía de salir, de lanzarse a la fiesta de Dióniso.


Al despertar por la mañana, con la cabeza apoyada en la almohada, puede ver levantando ligeramente la vista el cielo con la luz del sol. Puesto que solamente ve la masa de azul sabe que la luz del sol está ahí fuera por el tono del color que palidece a causa de la descarga de luz. La luz es promesa, la luz del sol es más que eso, es promesa de vida. La mancha azul que enmarca la ventana se abre en extensión inabarcable cuando pone el pié en el suelo y la tiene ante su vista. Le vienen a la memoria las palabras del rey Oberon cuando hace víctima de su hechizo a Titania: "Lo que mires cuando despiertes, eso tendrás por verdadero amor. Ama y languidece por ello" Así pues es la luz, el cielo azul, el sol del verano, la misma última visión poética de Machado: Este cielo azul, este sol de la infancia.


El día que transcurre no suele estar construido por las promesas del dichoso despertar sino por el accidentado acontecer que ni aún tratándolo se puede evitar. Cuando el estallido de la primavera cabalga por los sentidos, es inevitable saber que en lugar de correr al bosque para despojarse de vestiduras y conocimientos, habrá que dar el enterado a una vuelta más de tuerca a la estupidez humana, de la que él mismo es copartícipe, ¿porque si no creería que existe un tiempo de maravillas donde viven los hombres? Escribe Nietzsche en El Nacimiento de la Tragedia "Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando. Por sus gestos habla la transformación mágica. Al igual que ahora los animales hablan y la tierra da leche y miel, también en él resuena algo sobrenatural: se siente dios y él mismo camina tan estático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses."


Naturalmente es así como se siente cuando sale al jardín y ve que las dos hayas, a las que bromeando llama los Dióscuros, se han cubierto de esa hoja brillante y broncínea cual si fuera un manto de divinidad, cuyos volantes se agitan por efectos de la brisa, cada hoja un movimiento, un aleteo. A menudo piensa en este jardín como en la finca tusculana en la que Cicerón vivió los momentos duros de la muerte de Tulia, su Tuliona, y en la que escribió el único libro que desearía haber leído de él después de leer todo lo demás, el que le falta, imposible, el más preciado: Las Consolaciones. Cuando pensaba en levantarle a la muchacha un altar en el jardín cuando en realidad le había levantado un altar en su corazón, en el que siempre habría de brillar una luz.


Todo cuanto quiere vivir vive en él, piensa. Esas dalias que semilló en el invernadero y que ahora apuntan ya los botones, pequeños al principio, pero que a final de verano serán de medio metro de altura, anchas, cubiertas de ramas y flores, le prometen llegar a la cita con sus ojos. Allí estarán con sus colores diversos, mientras los crisantemos blancos y amarillos revientan de color y atrevimiento. Toda esta vida es mi vida, piensa, y es mi sangre la que circula por los torrentes venosos de este paisaje perdido en el bosque y en la montaña. nada que exista fuera existe hoy, ninguna maldición ha de alcanzarme, nadie puede negar el anuncio del verano en el solsticio por venir. Hay un día en que se concentra en el aire de uno la magia especial, innombrable de las fiestas báquicas y querría llevar con naturalidad una piel de carnero por toda vestidura y mirarse en los ojos del fuego en el que arde el buey sagrado. Todavía no hay templos, no hay órdenes de arquitectura, ni números; hay dioses y hombres y la exigencia de la carne junto a las ardillas, al zorro, al jabalí y al corzo; es tiempo de oráculo y de poesía y las palabras son lo sagrado: hay si la promesa de la maravilla del hombre que saliendo del bosque y alcanzando la llanura creará la ciudad y con ella la razón y la lógica. Siempre, piensa, en días de tanta magnificencia, podremos volver a empezar como si fuéramos el sol, siempre de vuelta, intentándolo siempre de nuevo...


Es el mismo día en que esto sucede cuando una banda de terroristas anuncia que acabada la tregua, volverán a matar. En otros lugares del mundo, sigue la auto destrucción. Corre la sangre. Es también este el sacrificio de Dióniso, su locura, su brutalidad, su implacable brutalidad.

domingo, junio 03, 2007

Nada no quiere decir algo (III: La fotografía)


No el que ignore la escritura, sino el que ignore la fotografía será el analfabeto del futuro". Son palabras de Laszlo Moholy - Nagy, publicadas en "Fotografie ist Lichsgestaltung", editadas en Bauhaus, volumen II, enero de 1928. Las cita Walter Benjamín en un magnífico ensayo "Sobre la fotografía", publicado por Pre - Textos.

Él hombre del bosque piensa mirando a su alrededor que es una pérdida irreparable perder el sentido inicial de las cosas en su modernidad, ancladas en su vanguardia, a favor de una presencia cotidiana que las desprovee de un valor identificable: ¿quien da importancia a una silla? ¿Quien se detiene admirado ante una fotografía que plasma un instante perdido en el tiempo, en el lugar, en el recuerdo, de la memoria? Cuando Laszlo Moholy escribía su opinión sobre la futura influencia de la fotografía, ignoraba que la excitante mirada de la modernidad a través de la cámara, iba a convertirse en una repetición ad infinitum de los actos y tiempos de la vida cotidiana. De tanto mirar a través de la cámara, de tanto fotografiar, se acabaría perdiendo la inocencia maravillada de la mirada.

Si hace bien poco escribía del espejo y del laberinto como entes iniciáticos en la vida que recuerda, como entes que deben de ser recuperados y afirmados en el proceso de deconstrucción en que empeñó el tiempo abundante y la sobrada energía, ahora le toca a la fotografía, rescatándola de la misma memoria del Laberinto: de la cotidianeidad. En las páginas de los tebeos (hoy simplemente comics), hacia el final de sus contenidos, había una página de pasatiempos en los que a menudo un laberinto retaba a quien lo contemplara a coger un lápiz y tratar de seguir un camino entre casillas , pasillos, ángulos y arribadas ciegas a ningún lugar. En sus laberintos, se dice, siempre acabó encontrando un camino a seguir. Ahora, aliviado por la presencia del mito, le llega el momento a la fotografía como si en la última casilla del pasatiempo estuviera impresa una foto de su infancia, ya olvidada.

Sigue con Benjamín, cuando se expresa apelando a la obra de arte: "Incluso en la reproducción más perfecta (de la obra de arte) falla una cosa: el aquí y el ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. La historia, a la que ha estado sometida a lo largo de su perduración, está constituida sobre todo por esta existencia singular."

Aunque la ligereza de lo que escribe pueda inspirar en quien lee estos apuntes, una cierta frivolidad, una premura en escribir dejando que la inspiración y el estilo tomen partido a partir de una idea primera, sabe que no es así y que en sus largos paseos por el bosque o en su trabajo en el jardín, que este año está resultando laborioso e ímprobo, porque la primavera está a punto de irse y las temperaturas son todavía invernales, no deja de pensar en lo que quiere decir. Lo más difícil de esta aventura de escribir, es saber que es aquello que debe salvarse de la deconstrucción para ser de nuevo cimiento. Sí, se dice, mientras recorta el borde del césped, donde se encuentra con unas tapizantes que no acaban de extender su presencia de flores pequeñas y colores variados: el cielo amenaza agua de nuevo, cargado como está de nubes que apuntan por el norte y por el sur más allá de la cordillera que le guarda. La estación meteorológica anuncia lluvia y él piensa en la fotografía, cargado de tijeras de podar, rastrillos, carretilla, tierra, y todo lo que necesita para darle al jardín el toque que debiera resumirse en una fotografía para detener el esplendor con un pié de foto: "el jardín al oeste, 2007".

Pero a una afición heredada por hacer fotografías, por guardarlas en cajas, la ha sustituida un ademán de impotencia, casi de hastío, ante la idea de detener en un instante una mirada. Ya no quiere guardar los rostros de nadie, ni la espontaneidad de nadie, ni el movimiento de un mundo en el que se está con una cámara colgando del cuello y el gesto de llevarla a los ojos detenido. Ya no gusta de coleccionar las imágenes vividas como si fuera un rito de perpetuidades pendientes el guardar los instantes en álbumes. Durante muchos años ha estado pensando que algún día mirará las fotos guardadas de viajes y de la vida ordinaria para hacerse cargo de nuevo de lo acontecido, y al fin ha relegado la colección a un rincón, amontonado todo. "¿Ya no haces fotos?" le preguntan. Si hace, les dice, muchas, pero ni las mira, las vuelca en el Pc dentro de carpetas que llevan la fecha del volcado; ni siquiera se molesta en clasificarlas. De vez en cuando, para escribir un post de estos que le entretienen, entra en una carpeta y busca una imagen que le parece adecuada sin otro fundamento que la oportunidad. Años atrás, con una cámara Olympus acompañada de objetivos de aproximación o angulación, trataba de acercar una cara a su mirada, de guardar un gesto, de congelar un cruce de calle, unos coches, un celaje, amigos e indiferentes. Las personas que han estado o están todavía en su vida y en su sentimiento abundan en retratos, pero él prefiere pensar en los que son de verdad y están en su memoria. Resulta ahora que muchas de las fotografías que hizo las tiene en su memoria, guardadas neuronalmente como cuando las vió y disparó el mecanismo de la cámara; no ha olvidado ni la imagen inicial ni la fotografía realizada: ¿a que guardar la copia entonces si el "aquí y el aire" conservan su frescura en el recuerdo?

Recuerda, como siendo muy niño, su padre le subía a un taburete de madera y en la penumbra de luz roja de un pequeño laboratorio fotográfico ganado a un rincón del pasillo de la casa de la calle Diputación, veía aparecer, primero con levedad casi invisible, luego a base de matices, los rastros de una imagen revelada, y esa palabra adquiere ahora todo su significado. Porque revelar no es palabra de actividad química sino de inteligencia abstracta, de una forma de entender el mundo, en cierta manera es la palabra de la filosofía y de la religión: se trata de lo que se revela para que veamos como emerge del fondo de una emulsión sobre el papel blanco y nos contesta a nuestra pregunta: es la imagen que vuelve, el tiempo detenido. La fotografía es el "aquí y ahora" del arte cuando ya el tiempo y el lugar son otros. Cuando la imagen, lo que se nos revela es lo que fue en el "aquí y el ahora" que ya no son y el donde ha quedado transformado de tal manera que es irrelevante asomarse a él, ahora con lo acaecido, con lo que ha llovido, que diría lo castizo. Recuerda tyambién como su padre, un hombre alto y delgado, se inclinaba sobre las cubetas para asomarse a lo "revelado" mientras con unas pinzas -primero de madera, finalmente de plástico- movía lentamente el papel en el líquido, para evitar burbujas le decía. La imagen se había empezado a revelar proyectada desde la parte superior, caja de luz brillante, de una vieja ampliadora, a un papel colocado al pié del foco de luz en la que la imagen se proyectaba con los tonos cambiados: aprendió la palabra negatico como inversión de lo positivo vienso ese trampantojo del paso del celudoide al papel. Con el tiempo todo lo negativo se iría decantando con un signo menos y un vaga concepción del mal envolviéndolo como un halo. Aquellos papeles con la revelación ya mostrada, terminaban colgados de un cordón tras haber pasado por el fijador, otro descubrimiento, ya que aquello que se revela al fin debe ser "fijado" para que la realidad no se escape, no imite esta realidad de la imagen a la verdadera que ha sido y se pierda entre las brumas de un exceso de revelado.

Una fotografía es memoria, para quien sea, autor o espectador, es memoria de lo visto o de lo vivido o de lo ignorado que a partir de esta visión ya deberá quedar fijado, revelado. Desde su misma existencia de la infancia, cuando la magia de ver aparecer la imagen le parecía cosa de maravillarse hasta ahora, cuando ya no desea tener más memoria que la que justamente es, la que vive en las neuronas -las cajas de las fotografías acaban en el garaje, en unas estanterías de madera en lo alto- pues desde aquel niño que acompañaba a su padre en el laboratorio hasta este hombre dedicado a deconstruir cuanto de inútil juzga que se ha infiltrado en él, ha sucedido un hecho de importancia extrema: ha recuperado la palabra y con ella el pensamiento y con él la imagen pensada. Ahora se dice, la foto es posterior a la palabra y la imagen nace de ella. Ya no quiere hatajos que le cuenten la vida que ha acaecido, la historia que ha acaecido. Las justas imágenes que aprendió en las edades de la inocencia, de los contenidos de Life, París Match, National Geographic y más, se guardan con su carga didáctica, habiendo producido sus frutos. Todo cuanto ha visto en fotografia le ha llevado hasta el bosque. Ahora es otra cosa e instalado en ella no puede recordar cuando fue que dejó de maravillarle una colección de fotos: está lejos de él saber cuando acabó la conmoción de comprender el mundo por imágenes; ya no solamente las imágenes arrebatadas a la realidad acaecida en torno al retratista, al fotógrafo, sino que abomina de aquellas imágenes que pretenden explicar sin palabras un mundo que es de por sí mucho menos simple de lo que aparenta. Una fotografía puede sustituir a un pensamiento, pero no porque esa sustitución sea cierta, sino porque es más fácil ver y sentir sin más.

A lo largo de amplios períodos históricos, las características de la percepción sensorial de las comunidades humanas van cambiando a medida que cambia su modo global de existencia, añade Benjamín. Cierto, se dice, rigurosamente; vemos la realidad por otros medios y aprendemos a aprehenderlos de la imagen del momento detenido. Testigos de absolutamente todo a partir de la congelación del "aquí y ahora" de cada cosa, se pierde la distancia con los hechos, con las cosas. El primer plano da cabida a todo y él comprende que no quiere ver el bosque de ayer ni a sus hijos de anteayer tomando una imagen entre los dedos, sino que ansía ver como el día a día, confiere a las cosas su dimensión de cambio y de presencia. Para lo otro le queda la memoria suya.

viernes, junio 01, 2007

Nada no quiere decir algo ( II: el laberinto) )

Si el espejo fue más que una reflexión un descubrimiento, su primer recuerdo es su propia imagen ante el cristal, un niño menudo del que no acierta a distinguir en el recuerdo ni vestido ni fisonomía, pero sí el lugar donde tuvo que darse el fogonazo de la realidad por vez primera, "ese soy, recuérdame ya para toda la vida", el laberinto ha sido el camino aciago de la revelación. A menudo, cuando camina por el bosque buscando retazos de su propia identidad del hoy para el mañana, construyendo con su pensamiento en lo que queda del día un trozo más de sí, que es cosa en la que mucha gente no repara y así van de cualquier manera mecánica por el día de cada día, a menudo pues, vuelve del recuerdo viendo los árboles, el laberinto de boj o mirto del Tibidabo en Barcelona, que allí estaba cuando era niño.

Era y es, como el bosque, el Tibidabo una montaña que dominaba a la Barcelona que caía mansa por el ancho valle hasta el borde del mar. Los sitios de la infancia, más que ser localizaciones geográficas, son lugares característicos de hábitos, de tal manera que a los domingos por la mañana en el puerto o en la montaña de Montjuich, visión de día de fiesta, acceso a tebeos nuevos, a aperitivos en un bar al aire libre, se intercalaba solo de vez en cuando una visita al Tibidabo, al que para subir convenía, de no hacerlo a pié, coger un autobús primero y después una tranvía de color azul y aspecto de clase bien.

En la cima, un templo con un Cristo abierto de brazos que por razón de de esas asociaciones mentales cuyo origen repetitivo permanecen en un fondo neuronal de difícil acceso, cada vez que lo ve le viene del recuerdo los dos artículos que escribiera Joan Maragall con motivo de los hechos de la Semana Trágica de Barcelona, en 1909, y también su poema El Cant Espiritual, que desde que lo aprendiera en su juventud, no lo ha olvidado y piensa que si estuviera en su posibilidad creer, medianamente creer en el dios creador, en lugar del padrenuestro, recitaría cada día estas estrofas que hablan de de la duda y de la preocupación, y del impulso hacia Dios. El poeta pregunta directamente a aquel a quien ansía

Home só i és humana ma mesura
per tot quant puga creure i esperar:
si ma fe i ma esperança aquí s'atura
me'n fareu una culpa més enllà?

Fragmento del Canto Espiritual. Joan Maragall.


En la cima de la montaña, junto al templo, se extendía un modesto Parque de Atracciones: una noria que no eran sino dos barcas que ascendían, una en cada extremo de una vástago de hierro soldado a una rueda gigante; cuando una barquichuela subía colgada de sus asas, descendía la otra.; un avión cuya hélice giraba y que daba vueltas sin fin en un viaje eterno de cinco minutos a ninguna parte, pero que salía ligeramente del borde de la montaña y podía verse, por las ventanillas, a los pies, la caída del bosque hacia la ciudad. También estaban allí en una sala, una serie de muñecos mecánicos que hacían toda clase de movimientos, en una especie de canto a la electricidad, además de dioramas animados en que se podía ver como en una ciudad se hacía alternativamente de día o de noche y llovía. Lo importante, sin embargo, era el Laberinto: un dédalo de pasillos de mirto bien recortado, de paredes verticales que cruzándose y entrecruzándose llegaban a lugares de paso ciego y, no siempre, al centro del laberinto desde el que si se abría una senda directamente dirigida al exterior. En este centro, se levantaba un pequeño balcón de tablones coronado por un tejadillo, de cuyo vértice colgaba una campana. Quien allí llegaba, llevado por la suerte o por la listeza del guía, tenía derecho a anunciar a los demás visitantes la feliz arribada.

Amaba de niño la emoción excitante del Laberinto y ansiaba que llegara el día de ir al Tibidabo para entrar en él. Con los años que pasaron, abandonado ya el Tibidabo de su existencia, siguió habitando el Laberinto y tocando de vez en cuando la campana. Recapacitando dio un día en pensar que espejo y laberinto son remedo de vida, simbolismo, iconografías, territorios en sombra del inconsciente que viene a relatar una historia tan larga como la de la humanidad. Le estremecía imaginar a Ariadna entrando en la cueva profunda, a merced del terrible Minotauro de la misma manera que en las películas de terror de la Hammer la protagonista corre por calles desiertas que son laberintos de adoquines sombríos, perseguidas por los vampiros que sin desplazarse apenas, llegan siempre.

Toda geometría es susceptible de convertirse en laberinto y apresar en su imposibilidad a quien lo visita. La campana no suena nunca, ni en ocasiones; laberintos hay creados por el hombre en los que el triunfo de llegar a la salida es imposible. Los laberintos hoy, se dice ascendiendo por el bosque, ya no lo son a la medida del hombre sino que parecen más bien diseñados para titanes que han desaparecido, si es que algún día fueron, además de haber sido, benévolos. Camina entre árboles, que no son sino un laberinto de libertades absolutas donde la elección del sendero conlleva siempre la apertura de nuevas posibilidades, de próximos engaños; hay sin embargo siempre, en el bosque, una campana para que suene el hallazgo de uno mismo en el sendero correcto; camina entre árboles y reconoce que este es laberinto a la medida del hombre; mirando hacia el valle la autopista hacia Valladolid es sin embargo, el acceso al laberinto de la desmesura.

Un día ya lejano, leyendo a duras penas El origen de la tragedia, de Nietzsche, dio en el principio del Capítulo 7 con unas líneas que despertaron en él los recuerdos, probablemente adormecidos, de aquel corretear en busca de la campana. "Tenemos que recurrir ahora, empieza el autor del libro el capítulo, a la ayuda de todos los principios examinados hasta este momento para orientarnos dentro del laberinto, pues así es como tenemos que designar el origen de la tragedia griega". Así fue como al cabo de los años volvió a estar en el laberinto que había abandonado como cosa de infancia: todavía no había llegado al bosque, vivía para entendernos en la ciudad de los hombres; "el laberinto se dijo, como origen de tragedia, no solamente griega, sino como origen de toda tragedia que al hombre pueda acontecer". A base de pensarse entre las palabras de otros, alcanzó a entender que el laberinto es una ocupación inútil que conduce al final trágico. Indefectiblemente, la salida es la que es, y el llegar al centro del mismo y tocas la campana, no antecede sino a la obligada salida. Nadie puede quedarse en el centro del éxito.

Piensa ahora que en el corazón del laberinto debiera estar expuesto un gran espejo que nos devolviera el reflejo del rastro de lo humano que contiene el ser de cada uno. Simplemente lo humano, dejando a un lado lo bestial y lo banal, para dar alientos a la salida trágica. Hay momentos, piensa cuando el bosque le rodea y en la soledad sonora en que se mueve se siente plenamente acompañado por un todo inefable que no tiene un perfil delimitado, en que, adultos al fin, ya no niños, deberíamos tener el coraje suficiente para no tocar la campana como signo de un triunfo puntual e ilusorio. La tragedia no es la llegada al centro, sino el ser arrojado de nuevo, directa y rápidamente, fuera del laberinto, de las dudas, de los caminos.