domingo, junio 17, 2007

De una imparable nostalgia en tiempos de lluvía

Los héroes, bajo la lluvia se mojan, como los demás; y los románticos, y los tristes, y los descarriados. Pero ¿que es un romántico? ¿Y un triste? ¿Y un descarriado? Es esta primavera que parece de otoño, húmeda, torrencial, verde de agua que se precipita por trochas y torrentes, que cruza los senderos y que cambia la circunstancia y el ánimo. ¿Donde estará el dios menor con este tiempo en el que nada es como debiera? Una inmensa masa de nubes, una inmensa nube como una masa, de negro color, sucio color, se extiende desde el norte y el oeste y avanza hacia el sur cruzando el puerto por alto, derramando agua y refrescando el ámbito. Ayer, que bajó hacia Madrid para comer en casa de unos amigos, descendió las rampas del puerto envuelto en una niebla intensa que al llegar al llano seguía presente, algo poco habitual: en el llano escampa, por regla general. El clima nos iguala, le diría al dios menor, pero no le encuentra: desde que volvió de Berlín no se han encontrado.

Esta misma mañana ha salido hacia el bosque siguiendo la Forestal hasta la Cerca de las Monjas, por no cruzar el vado que viene crecido. Allí, en la cerca, se ha metido en el monte hacia arriba para dejar de lado la pista asfaltada por la que los domingos transita el visitante de la ciudad, o eso le parece a él que son todos los que van por el asfalto en su coche en domingo -paseantes por un bosque que les acoge con indiferencia - y por una senda entre helechos que alcanzan ya la media pierna, relucientes de un verde mojado, hermoso, fragante: senda zigzagueante y bien trazada. Llega a la parte oeste de la cerca y allí ya, abriendo la cancela, entra en el mundo mágico del bosque ajeno a la pista, que se adentra en el corazón de sí mismo. Él, que no cree en la magia pese a los feroces intentos de Clarice que si cree en ella con rabiosa pasión, entra por los jirones de niebla seguido por Goyerri como si atravesara la pantalla de una película de bosques iluminados en los que nada es sombrío pese a lo desapacible del clima y por contra el verde resplandece con trasparencias, como deben ser aquellos en los que nació su abuelo gallego, muy cerca de Sarria, en el término provincial de Lugo.

Una noche de niebla y tormenta, yendo con Ana en coche por aquellos andurriales gallegos, bosques de arboles truncos, rotos por vendavales de la imaginación y del maltrato, con niebla nuvolada arrastrando su esencia a ras de asfalto, entre curva y curva, sin reserva en posada y sin posibilidad de enocntrar habitación vacía, alcanzó un parador en el que pidieron refugio y les dieron, casi sin precio y como por lástima, un cuarto de criados (o de servicio) sin agua corriente, ni ducha, dos camas, unas mantas, las sábanas: el lugar justo para refugiarse. "Las meigas, le decía él a Ana, no están contra nosotros y nada nos van a hacer, me conocen y me respetan, bromeaba. La Santa Compaña es un grupo de amigos de mi abuelo, que nació por aquí". Bueno, bueno, le contestaba ella, pero encontremos un lugar para alojarnos. Como todo instante vivido alcanza a ser literario, le vino a la mente Romance de Lobos, de don Ramón María del Valle Inclán -que es la forma en que le emociona decir el nombre de ese autor, salvando la familiaridad del apellido, regla copmún e los institutos de su tiempo- y en ello estaba, cuando le habló a Ana de su abuelo, José Rivera Vega, guardia civil afincado al final de su vida en Barcelona, nacido allí, en Sarria, en tiempo tan inmemorial que le diera tiempo incluso de irse a la guerra de Cuba de servicio; que de Sarria había huido de niño, o sin huir había tomado el camino a pie de los puertos de exilio camino de Madrid, donde según decía Amadeo, había sentado plaza de tambor en un regimiento (sin mencionar cuerpo ni nombre) hasta dar con sus huesos en la guardia creada por el duque de Ahumada. "No me habías contado eso" le dijo Ana, y él le respondió que hasta esa noche, allí, que todo tiene su momento y lugar, no había pensado en que hubiera nada que contar.

La historia que nos tiene nos viene del tiempo en que podemos recordar el tiempo de aquellos a los que conocimos: lo demás es ajeno. La historia que no tiene está trufada de caras, olores, recuerdos y figuras familiares con denominación de origen: el "tío Pepe, el Marino" es un buen ejemplo del cartagenero que llegado a Barcelona, abandonada la marina de la que ya no se sabe ni se recuerda nada, entró a trabajar en La Canadiense, compañía que electrificó Cataluña. Del Tío Pepe, el Marino, quedaba en casa de los primos un sable de uniforme y una gorra de plato, y en el velatorio de una tía prima, los chicos menores jugaban por el pasillo alternando la propiedad y el uso de ambas cosas, mientras los mayores, entre aromas de Anís del Mono y café de puchero, velaban a la pobre prima muerta de desazón, decían, que de soledad, porque se le fue el prometido en el Cabo de Buena Esperanza con rumbo a América, cuando le había dicho que iba a por tabaco. Del Tío Pepe, el Marino, no queda hoy, según cree, otro rastro que la memoria propia, un rastro indefinido y seguramente falso, o por lo menos dibujado de otra manera, con otros trazos. Alguien habrá más cercano que le conocerá mejor o le recordará con mejor propiedad.

Una vez más piensa que las cosas son tal como las pensamos y así no es como son sino que creyéndolas a medias nos ilusionamos con ella, despegando de la realidad. Aquella noche mágica del Parador de Sarria, era una noche privada entre Ana y él, de la que se acuerda ahora, por lo menos veinticinco años después de haber sucedido. Volvían de Finisterre, de asomarse al cabo, donde cuentan -cree que en Gargoris y Habidis de Sánchez Dragó- que una legión romana fué allí para ver como el sol se hundía en el mar, en el horizonte, y como ascendía desde allí una niebla espesa en el ocaso, que era el vapor de agua, producido al apagarse el sol de cada día en el fondo del Mar Tenebroso. Ya flotaba por entonces el sepulcro de piedra del santo Iago que realmente no era de él, sino de un hereje, según parece. Por esos mares, al sur, se adivinaban para algunos entregados al misterio, las islas de San Brandán, o de San Borondón. De como un sepulcro de piedra puede llegar flotando hasta el Atlántico finisterriano y desde allí ser conducido hasta los cimientos de la tierra de la iglesia de Santiago, es cosa no sabida y misteriosa. Lo que fue fue, y lo que no, no se sabe.

¿Porque un recuerdo alberga tal carga de felicidad? se pregunta. No es cosa de entrar en él armado de la razón, sino de aspirar el aroma de aquella noche en en cuarto de servicio casi prestado. Recuerda que el viaje empezó en León, en el magnífico Parador de San Marcos. Allí, cenando en el comedor, vieron desfilar una procesión de ánimas con velones de cera, de cristales para fuera. Era Semana Santa, lluviosa, fría; Ana y él se habían conocido unos meses antes. Sonaban tambores de cajas ligeramente destempladas para amortiguar la brillantez del toque. Fuera era oscuro y en el comedor media luz; poca gente cenando; fuera desfilaban los capirotes de color morado a la luz de sus hachones y algún Cristo en talla, no lo recuerda bien, en detalle, balanceaba su magnífica hechura a media altura deslizándose por el espacio visual de los ventanales. El camarero que servía la cena se interrumpió al ver cruzar la profesión, con una bandeja que portaba dos truchas ahumadas con limón, mantequilla y unas lonchas dentro de la tripa de oloroso tocino, sostenida popr su mano derecha. Quedó el tiempo detenido, también ellos dos, silenciosos, y el resto -muy pocos en verdad- de los comensales, mientras el son del tambor se alejaba. El camarero pareció hacer un gesto para cambiar de mano la bandeja, pero debió resultarle impropio y alzando la izquierda se santiguó con torpeza, que los gestos repetidos con rutina son difíciles cuando se cambia. Llovía, llovía como ahora, cuando le llega el recuerdo y siente el retorno de una brizna de felicidad pasada que, según piensa, nunca nos abandona, tan intensa fué.

Mientras sigue en el bosque llamando al dios menor que no aparece, no está en su claro, ni en el camino que lleva a la Peña del Águila, ni en las trochas que bordean las calzadas que restan en el monte alto. Un hombre camina con sus recuerdos y con destellos de las viejas felicidades, y es por eso feliz, se dice. ¿Quien es enteramente infeliz? Mientras camina, con Goyerri, remoloneando a la espalda, piensa en la línea que conduce al oeste y que señala un ancestro galaico, que corre por sus venas, No cree en esas cosas de cruces de cultura, genes nacionales, en todo eso, pero lleva dentro de sí la morriña de la niebla y el sol del mediterráneo: creer no cree, pero llevarlos los lleva.

12 comentarios:

  1. uffff a estas alturas de mi edad crítica me vuelves a matar.
    Cuánta necesidad me provocas de caminar por ese bosque!
    Recuerdos, nostalgias, lo que fue, lo que no es nada....tantas preguntas.
    Qué siga la lluvia de tus letras. Necesito empaparme.

    Abrazos a Goyerri

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  2. magnifico relato, más de uno mataria por escribir sí. Hermoso, muy hermoso relato. Grácias.

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  3. Puede que la unión, entre los genes mediterráneos y la morriña brumosa, haga con tus recuerdos lo que el mar con el sol cuando cae en la costa de Coruña. Se lee muy bien, huele mejor.

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  4. Ah, Clarice: es un poco de magia todo lo que llamamos nostalgia, o es nostalgia lo que llamamos magia.

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  5. Muchas gracias, Francesc. Realmente esta mañana, al leer tu deambular por Sabadell me he sentido en un trozo de realidad. Enhorabuena por eses líneas.

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  6. He empezado bien el lunes leyendo este texto tan bonito. Los recuerdos de lugares, de situaciones, de personas, van formando un conjunto extraño en los recuerdos, a veces pesan demasiado. Oí hablar por primera vez de la Santa Compaña por radio, de pequeña, escuchando una leyenda antigua. No sé si las ànimas van todavía en procesión por campos y montes.

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  7. Julia: Tampoco se yo si han dejado de hacerlo, dado que los tiempos han cambiado, pero en Valle Inclán son una constante y lo doy por bueno.

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  8. Unos bosques diferentes, por allá se llaman selvas (selvas de hayas) porque cuesta muchísimo andar dentro de ellas, no es broma

    Es un árbol diferente al Carvallo y al Eucalipto, más como de cuentos de casas de enanitos
    ¿Cuentos?

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  9. Feliz-ahora:Tengo dos hayas en mi jardín, supongo que te referirás a ellas. Por qeuí cerca hay un hayedo bellísimo, el de Montejo.

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  10. Me ha gustado mucho tu texto,tu forma de narrar, Luis, y me ha recordado mi viaje a Galicia, tierra que consideré entonces como el paraíso terrenal. Ojalá vuelva.
    Saludos cordiales.

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  11. Gracias por visitarme, Gabriela. El Paraiso Terrenal que reconozco es este bsoque en que vivo, pero haber otros, debe de haberlos.

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