jueves, junio 18, 2009

¡Danzad, palmeras!


Y danzan con la sensual locura que transporta la luz del anochecer y el denso perfume del mar adormecido. Es la hora, el tiempo de la danza en la playa habitada por una humanidad que no siente, y por ello ni oye ni ve. Gentío invisible desterrado a las islas mínimas de cada soledad. Y sin embargo la suya no existe. Camina el grupo bajo las palmeras que danzan como lo hacen los peregrinos, dirigidos al destino final sin el cual el camino pierde todo sentido y solamente es polvo. Nada perciben y sus voces de alegría las engulle la brisa que se las ha de llevar mar adentro. Con la noche que viene se habrán ido. He aquí, se dice, la danza, música silenciosa que se ve, ceremonia sensual. A él está dedicado ese cimbreo hijo del aire y a los pies de ellas parecen dirigirse las apacibles olas humilladas. Se cierne en derredor el manto de seda ligera como si fuera Cos, que es el crepúsculo. En la cercana lejanía que le rodea estallan en el aire los cohetes que anticipan la fiesta. En una semana la noche pagana del verano abrirá sus entrañas al navegante que vuelve del destierro. Diez años ya, atado al mástil que es todo el barco, tapados los oídos con cera para no oir los cantos de atracción implacable. ¿Quien no dejaría a Penélope en su tragedia y arribaría a esta playa en la que danzan las palmeras? No importa oir la música que hay que adivinarla en ese perceptible movimiento de las ramas que en el aire elevan su saludo y cantan su llamada.

Bailan las palmeras


martes, junio 02, 2009

La Casa del Padre. 3 - Una de dos.

No es conveniente practicar el olvido latente, que es dejar que las cosas no existan sin desaparecer. De vez en cuando la conciencia debiera hojear el libro de la vida para ver de nuevo las fotos y reconocer en viejas modas nuevas maneras. Es verdad que el mundo es caos (así lo cree el Hombre del Prado) y que, como escribiera en algún sitio Nietszche, si se pudiera ordenar y alcanzar un equilibrio, ya lo habría hecho, que suficientes años ha tenido para ello. Entre ese caos mescolanza que hace más e vidente la ingente cantidad de comunicación puesta a disposición del recuerdo y del presente, se pueden adivinar los trazos del devenir de las ideas, la trompicada manera en que desde un principio difuso han ido llegando hasta hoy, enraizando en la vida por multitud de terminales que absorven de ella el alimento para su voluntad de permanencia.

La patria, que aquí conviene escribir con minúsculas, es una de ellas. Se la puede adivinar en portadas de periódico en blanco y negro, en desfiles marciales, en asentimientos protegidos por "la seguridad del silencio" -como diría Schmitd cuando se discutía sobre su pasado nazi-, en los libros de historia, páginas iniciales en un Catón o en "España es mía" que se leía en clase. Patria a la que amar por encima de todas las cosas; patria por la que dar la vida ya desde muy antiguo, que dulce y decoroso es morir por ella, como escribiera Virgilio; patria de la que sentirse orgulloso; patria de ejemplar historia, de gloriosa historia a través de la que se alcanzó la fama universal; la patria como razón de ser; la patria diferente; la patria madre; la patria unidad de destino en lo universal, siendo también el tiempo parte de esa universalidad. Patria que excluye a los que no la aman y es ella quien decide lo que es el amor y la que ejerce el desprecio.

No importa, piensa el hombre del Padre, que esas imágenes lleguen de un blanco y negro hijo de la época, pues con el tiempo se han iluminado con el gris de la mediocre mezquindad. Cuesta ver en todo ese diluirse la puerta de lo sublime, que pareciendo un enunciado irrenunciable es a fin de cuentas un espacio vacío lleno de nada, o la nada misma, la nada en sí, un hueco como un desagüe por el que se van las cosas pensadas dejando un rastro de baba, que es el recuerdo. Han quedado los filamentos adheridos a la carne viva de la vida y aunque la inteligencia pueda desearlo, no hay dedos ni fuerzas suficientes para arrancarlos. No haría eso una herida sangrante, sino que como trozos de mineral dejarían zonas petrificadas, adheridas ya para siempre. Lo que fue deja rastro.

Conviene también ir más allá, a la patria del silencio que se alimenta de la historia secreta de la resignación, nunca de la renuncia. esa es la patria de la cocina en la que se habla de ella, se muestra el umbral de lo sublime que algún día se habrá de alcanzar, el sueño de futuro, la voluntad de ser que se explica en voz baja, que se evidencia en gestos secretos, en palabras que solamente comprenden los iniciados. Somos y seremos es el lema matricial de esa consideración; identificada la una es fácil identificar a la otra como enemiga a través de los tiempos, eterna enemiga, invasora de las ideas, negadora de los sentimientos, aplacadora de las emociones. Una, grande y libre, se describe la primera. Desesperada y triunfante se intuye la segunda.

Crece el niño en esa dicotomía, pues lo es, incapaz de resolver esa duplicidad poniéndose de parte. ¿Cómo hacerlo? Habitará en los refugios secretos de la cultura de ambas y a ambas amará dejando a un lado los símbolos triunfales o los deseperanzados. Las palabras le llevarán a los libros y en ellos habitará. He ahí otro ámbito de "la seguridad del silencio". Devendrá la vida en esa esquizofrenia siendo el nilño incapaz de establecer lo bueno y lo malo, el bien y el mal. Solamente con los años, los muchos años, alcanzará comprender, piensa el Hombre del Prado, que todo ello es cosa de la voluntad de poder de una y otra, de los unos y los otros, y que el refugio seguro fuera en su tiempo el tomar partido, aunque incapaz de ellos y habitando en las culturas, reconozca que ahora es ya tarde para ello.

De ahí que el bosque o el mar sean la patria deseada. Hoy.