viernes, enero 30, 2009

Las palabras de los otros. (1)

Para que las palabras tengan sentido solo cabe reconocerlas, sin ello se accede a la impotencia, y desde esta, probablemente a la soledad, o a la rabia. Quien no entiende la palabra está condenado al aislamiento y todo lo que pueda oír y comprender será dentro de sí mismo. Un lenguaje único: el de la soledad, o el de la rabia. Es muy probable que empiece a trascender a la mirada una suerte de locura, algo febril, el del ser que hablando consigo mismo solo a sí mismo entiende y será un entendimiento contra los demás. Ellos, los otros, no lo saben. Seguirán emitiendo palabras que no entenderá, razonarán con sentidos lejanos que se convertirán en armas: he ahí la ignominia de la agresión de quien parapetado en las palabras apela a la ignorancia; probablemente se esté riendo de él, pensará. En realidad no sabe que no existe la risa, que el asunto es serio, lo llevan en volandas las palabras que no son suyas. He ahí otro problema: no posee las palabras, no se trata de que no las entiende, si solamente fuera eso podría hacer un esfuerzo, pero no quiere. ¿A estas alturas? Lo que pasa es que no posee las palabras, no son suyas, nadie se las ha dado, nadie se las ha abierto. Una palabra es, debe de ser, será tal vez, como una golosina: hay que abrirla y reconocerla al primer golpe de vista, o de oído, con celeridad. ¡Un sonido y ya está! Bueno, si ha sido así, si se ha llegado hasta aquí, así estará bien. Hoy no es día de envidiar, eso fue antes, cuando sentía que el mundo se le escapaba en imágenes y no entendía lo que decían. Entonces, en ese antes que es la fuente de todo, en el antes en que cree, los tiempos pasados, los días de aprendizaje, cuando las cosas estaban bien, no necesitaba las palabras más que lo justo, y las de los otros menos. Nunca las ha entendido. Uno construye, y no sabe que lo hace, un muro alrededor y se convierte en dios. Su dios: yo soy así. No se trata entonces de envidiar, ahora si estamos al cabo de la calle. Se trata de ser como hay que ser: Yo soy así. Y las palabras del otro siguen sonando inaccesibles: ¿quien las quiere? ¿No está agrediendo, hostilizando? ¿No trata de mostrar su propia presunción? ¿Tan importante se cree? Y entonces da un golpe en la mesa con la palma de la mano y no levanta los ojos al hablar, nunca los levanta porque no mira a las palabras que salen de la boca de los otros, que dibujan los ojos en las miradas, que se apoyan en la expresión para ser más claras, diáfanas; no levanta los ojos pero si la voz, que es irritación, agravio, y dice, con orgullo, o no es orgullo pero si convicción: yo seré un ignorante pero no me hace falta tanta palabrería. Sonríe: bla, bla, bla. Yo tengo mi idea y pienso lo que pienso. Todo está bien, ha conquistado el silencio.

miércoles, enero 28, 2009

De los cielos descendió sobre el prado...

No se trata de un encapotamiento general, sino de una masa de nubes que forman una sola desde el oeste, que se abre hacia la meseta castellana vieja, hasta el este en el que las montañas forman la línea del cielo. Todo es gris, plomo, apenas la vaga reflectancia de un lechoso brillo, como si detrás de todo ello alentara una luz. Otra vez la luz. Si traspasas, parece decir, esta barrera que nos separa, llegarás a mi. ¿No es esa la llamada de Dios?

Hacia el mediodía, entre las doce y la una de la mañana, Goyerri avisa de que ha llegado su tiempo de pasear. Sube la escalera y se acerca al Hombre del Prado que teclea frente a la pantalla del ordenador el post, o algunos correos, o lee el periódico o trata de trabajar en su novela. Es una hora bruja, que se dice, porque todo el tiempo está detenido en las notas de música, que hoy es Mozart pero ayer era Charlie Parker y mañana Dios dirá. Sea, Goyerri se encarga de romper la brujería, pues se queda inmóvil junto al hombre en su prado y le mira, nada hay más intenso piensa este que la mirada de un perro que quiere algo. La incomunicación, pues solamente ladran entre ellos o en momentos de exaltación en que pierden el sentido de la razón y del lenguaje, les ha enseñado a mirar con el deseo a flor de mirada y poner en ella su intensidad. Solo queda adivinar, pero esto es, fruto de la convivencia de trece años, relativamente sencillo.

Una vez en el exterior de la casa, dejando a un lado el frío intenso de este invierno, el más hostil que recuerda el Hombre del Prado, aunque sabe que si le pregunta a la gente del pueblo le dirán inexorablemente que hubo uno mucho más duro y difícil, aunque no se pondrán de acuerdo en el año que fue. Hay una pregunta que late en la mente de quien esto escribe y que le hace particularmente desgraciado. ¿Porqué esta gente del pueblo tienen siempre un ejemplo lejano con el que negar su realidad presente? ¿Porqué no dejan nunca que el habitante recién llegado pueda entrar en la convivencia de las experiencias y huyen a lugares del pasado que son inaccesibles para aquel? Nunca dicen "si, cierto que hace dos o tres años vivimos un invierno difícil", lo que permitiría integrar al recién llegado, que lleva ya casi diez años en el lugar, en sino que salen al paso de cualquier afirmación con un "eso no es nada, hace veinte años..."; pues en medio de este invierno hostil salió con Goyerri a dar el paseo de la mañana, y contra la voluntad del perrillo que envejece acrecentando su despotismo y malhumor antes de la comida y su ansía de ternura al caer la tarde, cruzó Arroyo Mayor por el nuevo puentecillo de madera que parece sacado del libro de Thoureau y subieron ambos la senda que lleva a Prado Largo, donde las ruinas de una vieja casa muestran unos muros abiertos al cielo por las dentelladas de los vanos de ventanas que han desaparecido. Allí, ante lo vasto, ancho y largo, despejado, de un prado encontrado en el corazón del bosque, el Hombre del Prado suele detenerse un rato para seguir con la mirada los regatos de agua que descendiendo por Aguas Vertientes vienen a desembocar aquí, tomar un ligero remansamiento, perder velocidad y deslizarse hacia la parte baja donde encontraran una hendidura en el terreno que se convierte en cauce que a todos recoge y conduce hacia el arroyo.

El momento es hermoso, Goyerri se pierde en sus olores y el caminante en sus ensoñaciones. ¿Que mejor puede convertir este tiempo breve en eterno? Pero, en este paseo la eternidad se ve interrumpida por un zumbido de película, el de las aspas de los helicópteros que zumban, zumban, zumban. están encima de su cabeza y descienden sobre la hierba húmeda. Es cosa de un momento ver a una multitud de siluetas vestidas de negro que ponen el pie en el suelo y se abren en círculo rodeando al hombre y al perrillo, se despliegan en dos círculos, uno interior y otro más amplio, dejando a los aparatos detrás de ello, y otro helicóptero, mayor, esplendoroso, toma tierra en el centro, se abre su puerta y desciende otro hombre alto y elegante, delgado, una figura vagamente familiar que al tomar suelo camina directamente hacia el paseante. Es reconocible, pero no se atreve a creer lo que está viendo, así que espera. A pocos pasos se detiene para llegar luego, despacio, extendiendo la mano hasta estar tan próximo como para estrechar la suya, seguido por las siluetas negras que se convierten en más que siluetas, visten todas traje oscuro, camisa blanca y corbatas de colores apagados, lisas. El hombre alto a sonríe con una mirada llena de afecto y ternura, de franqueza, directamente a los ojos, y en inglés de América le dice: "¿qué puedo hacer por usted?"

Conviene imaginar el momento, el sonido de las aspas de los helicópteros, el rumor de los regatos, la bruma que se levanta y la sonrisa de aquel que tendiéndole la mano le ofrece ayuda. No espera a que el Hombre del Prado le contesto, sino que sigue hablando: usted sabe, amigo mío, que podemos, juntos podemos... Y después del apretón de manos da media vuelta y todos se repliegan hacia los aparatos que de inmediato toman aire y se van hacia lo alto de las montañas para perderse detrás de ella. De nuevo el silencio, de nuevo el tiempo en su eternidad de un instante que se demora en pasar. El Hombre del Prado mira a Goyerri y este al Hombre del Prado. De nuevo la intensidad de la mirada del perro que es una pregunta fácilmente adivinable: ¿Qué quería? Le contesta que no lo sabe, y Goyerri, esta vez totalmente audible: ¡Joder! ¡Que cosas pasan en este pueblo! Y de inmediato: no le has pedido nada. No contesto y él, para sí, no muy convencido: bueno,lástima.

Hay que volver a casa para dejar constancia de esta experiencia única, el día, la hora, el momento en que Obama descendió de los cielos en Prado Largo y estrechó la mano del Hombre del Prado.

martes, enero 27, 2009

El tiempo cósmico

Mirando al vuelo el libro de Alexander Roob sobre Alquimia y Mística, se encuentra con una ilustración y un comentario entresacados de "Los tres ciclos cósmicos" de Joaquín de Fiore (hacia 1130-1202).

La primera edad, transcribe el Hombre del Prado, la del Padre (que en la ilustración es la de abajo de todo), la del Antiguo Testamento, se caracteriza por la observancia de la Ley y el temor de Dios. La segunda edad, la del Hijo, es la de la Iglesia y sus dogmas. La tercera edad, la del Espíritu Santo, cuya venida él veía próxima (Fiore), es la de la alegría y la libertad. Esta lleva aparejada una nueva compensión, intuitiva y simbólica, de las Escrituras, el fin de la "iglesia amurallada" y la fundación de nuevas órdenes contemplativas.

Le llama poderosamente la atención el concepto "la iglesia amurallada".  A menudo las cosas que son obvias permanecen en su lugar de archivo y el que escribe es consciente de su incapacidad para ver de un solo vistazo la totalidad de su conocimiento. De inmediato y en el mismo libro salta a una serie de ilustraciones que muestran las ciudades alquímicas dedicadas a la sabiduría, amuralladas como fortalezas inexpugnables, que toman modelos de las fortalezas militares con sus baluartes estrellados y su centro dedicado al Templo. Tiene ante sí el grabado que muestra en la Arithmología, de Athanasius Kircher (1665, Roma), el Templo de Jerusalén encerrado en sus espléndidos muros sobre los doce niveles y de inmediato visita en su biblioteca los trabajos dedicados al mismo Templo por Villalpando y el Padre Martín, en los siglos XVI y XVII. Y naturalmente termina ese recorrido visionario en la explanada del Real Monasterio del Escorial, en el que los muros que forman los dos palacios, el convento y  y las dependencias forman una sólida muralla, que inspirada en lo anterior y a la manera de la Ciudad de Dios, preservan la fe de la herejía exterior.

Ahora vuelve atrás, al tiempo espléndido de esa Ilustración desbordante que fueron los últimos años de la República en Roma. Lucrecio, tan admirado, escribe en los primeros párrafos de su De Res Natura, aquello con lo que se refiere a Epicuro:

... a él no le agobiaron ni lo que dicen de los dioses ni el rayo ni el cielo con su rugido amenazador, sino que más por ello estimulan la capacidad penetrante de su mente, de manera que se empeña en ser el primero en romper los apretados cerrojos de la naturaleza. Así pues, la vívida fuerza de su mente triunfó y avanzó lejos, "fuera de los muros llameantes del mundo..."

He ahí una expresión bella, las murallas del mundo que levantan los hombres. A lo largo del poema repetirá Lucrecio en varias partes de él como el hombre puede, con la fuerza de la mente, derribarlas, levantadas por la superstición y por la religión. No es cosa de maravillarse por el texto, no ahora, sino de constatar como el hombre sobre la tierra lleva siglos levantando murallas de defensa frente a enemigos hijos de la imaginación y cuan pocos son los hombres que consiguen derribarlas.


lunes, enero 26, 2009

Una noche de conversación, instalados entre amigos en un VIPS, a la salida de un espectásculo, el Hombre del Prado sintió desinterés por la conversación, que él entendía banal, y se fue de la mesa hacia la zona de librería. El encanto que tiene el caminar entre libros, ojearlos y hojearlos e incluso comprar alguno a las dos o tres de la mañana, es para quien gusta de ello, indescriptible. De las palabras huidizas al hecho formal de las palabras impresas en papel. Con un libro entre las manos, la espera de volver a casa es menos acuciante.

Un volumen editado por Taschen le sugirió compañía. Ya se sabe que los libros apelan a los mirones, como dos solitarios se ven en los ojos el desasosiego y hacen por encontrarse. Así fue en este caso y terminó por llevarse el libro,  impreso en papel couché, con profusión de ilustraciones, de hecho todo el libro se basa en ellas, y multitud de sentencias que las sitúan en el espacio temporal en el que surgieron.

Como tantas cosas que se toman fruto del desinterés por otra, el libro paró en un estante de la biblioteca, junto a varios estudios sobre El Beato de Liébana.  El libro muestra el título: El Museo Hermético. ALQUIMIA Y MÍSTICA, y es una reunión de imágenes y textos que ha hecho Alexander Roob. 

domingo, enero 25, 2009

Tormenta

El prado está desierto, solamente el vendaval de ayer, la lluvia de estas semanas últimas y la nieve intermitente, que hoy mismo ha estado cayendo, lo han visitado. Ocasionalmente se podía entrever entre esos elementos una silueta lejana que cruzaba por la linde del bosque. El hombre entre los elementos hostiles muestra toda la imagen de la soledad. ¿Quien y a donde va? ¿Qué piensa entre esa desatada naturaleza que le envuelve?

Cuando arrecia el mal tiempo, siente el Hombre del Prado la necesidad de refugiarse en el hogar, que lo es porque es su refugio. Durante su niñez se encandilaba con cualquier imagen de tormenta en la que una ventana con los postigos abiertos dejaba salir la luz amarillenta de un interior que siempre se adivinaba cálido. Sería cosa de los cuentos infantiles, de las viejas películas, de las ensoñaciones que una felicitación navideña de Ferrándiz podían evocar. Toda luz desparramando un halo de acogida refería al niño que era el hombre que ahora es, la imagen del puerto de acogida. Donde hay luz, debía pensar con una lógica mucho más simple que esta que ahora se escribe, vive y aguartda una porción de humanidad que debe ser feliz. ¿Porqué la felicidad se identificaba con la luz aislada en medio del terrible huracán?

La luz se ha convertido en refugio que llama y anuncia la acogida, pues es lo que se ve y guía los pasos hacia ella. Eso debía pensar el niño cuando imaginaba senderos de nieve entre ventisca. Con la luz, probablemente el humo que fluía de una chimenea apenas visible, venía a componer la imagen de un tiempo en que el fuego representaba un centro de reunión más cálido, no solamente por razones de física, que el televisor. Podría ser, no está seguro de esto el Hombre del Prado, que los hogares de hoy no han creado puntos de referencia que emitan las señales del refugio o de la felicidad. Es difícil saberlo, pero ¿cómo adivinar un mundo feliz tras las ventanas iluminadas de un bloque de apartamentos? Quedan todas tan lejos...

Por eso el prado, cuando le sacude la tormenta y lo avasalla, queda como la imagen más diáfana de la desolación. Ni una sola luz, pues nadie lo habita hoy, salvo el hombre del Prado, con Ana y Goyerri. Unas cuantas linternas de faroles ofrecen resplandores inmóviles por los que ninguna sombra se aventura. Hace unos meses, alguien le dijo, que un zorro visitaba el prado por las noches, pero quien esto escribe no ha tenido la suerte de verlo, no se le ha hecho presente y le hubiera gustado, mucho, para sentir menos lacerante esta soledad de los elementos.

A vuela tecla...

Cuando el Hombre del Prado decidió volver al blog, encuentra que todo ha cambiado en la tecnología que le rodea y en la que habita. Cambió su equipo por un Mac hace un mes (ya se sabe que estas cosas se hacen por Navidad o Reyes) y Google empezó a negarse a seguir por esa andadura. La nieve, el viento y una central telefónica de dudosa reputación, se han confabulado para hacer más difícil aún el hecho, tan simple hasta poco antes, de subir al correo o al blog cualquier informamción. Antes que caer en la desesperación, optó sensatamente por dejar que el tiempo pusiera las cosas en su sitio. Se verá.

viernes, enero 16, 2009

Desde Wall Street a Negrito

La mayor reducción al absurdo es saltar vertiginosamente de los más grande a lo más pequeño, o de lo significante a lo insignificante. Hay un tipo que camina por las calles de Nueva York y viaja en su jet privado del que dicen que ha estafado 50.000 millones de dólares. Al Hombre del Prado le parece imposible, no cree que eso sea una estafa, en el caso de que se haya producido una apropiación indebida, y hasta en el uso de esta última palabra que tal vez sea a su vez indebida, pues le parece imposible que alguien pueda hacer eso, quedarse con una cifra cuyo monto está fuera del alcance de la imaginación y es con mucho más cercano a una secuencia de ceros que tiende al infinito. Pues ese hombre camina por la calle, viaja a Londres, le incautan joyas y paquetes de dinero, él sigue en la calle, pasea por ella, vuelven a discutir si hay que mantenerlo dentro o fuera de la seguridad de una celda preventiva, y la cifra que tiende al infinito sacude la angustia larvada de sus antiguos propietarios.


El Hombre del Prado, encogido por un frío de hielo que cristaliza hasta en el alma y desde luego en el ánimo, no hace sino que sentir el vértigo de todo lo que sucede alrededor. Como ha cumplido, hace pocos días, sesenta y cinco años, ha decidido jubilarse, no de la profesión, que abandonó hace tiempo, sino de todo lo demás que le liga al resto, esos centenares de cordones umbilicales que a lo largo y ancho de la vida se han ido creando a su alrededor, parten de él y le unen a los noticiarios en televisión, a las páginas de los periódicos, al mundo en general que le rodea y que se inicia en el político más cercano e invisible de cuantos conoce, que es el concejal de basuras del pueblo en que vive, hasta el mismo dios que habita en Wasingthon o en Madrid, uno y dual, uno y trino, uno e infinito, pues va creando y dispersando clones de sí mismo que toman porciones de su poder infinito, que es del gobernante sobre el gobernado.


Sabe este Hombre que habita en el frío que se extiende demasiado y va de la Meca a la Ceca sin rumbo fijo. Siempre se lo han dicho. Es tan consciente que relee los párrafos que acaba de escribir y opta por volver al semi dios que camina por las calles con la íntima satisfacción del deber cumplido al apropiarse de lo indebido, e incluso va un poco más allá, porque no quiere olvidar a Negrito. Pero antes debe pasar por un hecho que si fue circunstancial ahora forma parte del paisaje estable. Una crisis económica, inmensa, seguramente aterradora cuando en el futuro se la contemple y cite como cronología de referencia, lo envuelve todo, y a la certeza de su existencia se añade la cita común de la adversidad que todo quisque prevee para sí o para un amigo cercano. "Hay crisis" dice todo el mundo, pero en la cercanía del hombre del Prado, nadie dice "estoy en crisis", y la vida sigue con su tic tac inexorable, tal vez ligeramente suavizado por el hecho anecdótico de que existe una confesión generalizada: conviene derrochar un poco menos.


Pero ya está llegando a Negrito, que es una referencia importante en este post, el primero según piensa quien lo escribe de un retorno que espera que se produzca de manera regular, ahora que parece que ya se puede retornar al Blog. Cosas de la vida, claro. Negrito llegó una mañana de domingo de la mano de dos pequeños que llamaron a la puerta y le dijeron al Hombre del Prado que alguien les había dicho, (¿quien pudo ser?) que él recogía perros abandonados. Negrito movía la cola, era una mezcla labrador y algo más, de unos cuatro o cinco meses, grande, poderoso, excitado, alegre, vivaz; solaz para la vista y el ánimo era ver aquella masa de nervios que brillaba bajo el sol, sujeto con una cuerda por unos niños que lo encontraron vagando por Arroyo Mayor y preguntaron a alguien que hacer con él y este alguien les dijo que un tipo recogía perros en el otro extremo del prado. El Hombre que escribe niega la mayor, como se dice en castellano mesetario, pues él no recoge perros pero sí ha asistido en dos o tres ocasiones a recuperar a algunos perdidos. Devolvió una pareja, padre e hijo, a sus dueños, cuando se habían escapado e internado en el bosque y los llevó a la casa en que los había visto corretear. Llevó otros dos en dos ocasiones al refugio que fue con anterioridad una granja de visones que fue a la ruína.

Negrito se quedó dos días en la casa del Prado y dejó bien claro, nada más pisar el jardín, que estaba dispuesto a vivir allí en igualdad de condiciones que Goyerri: acceso al mismo sofá (todos los sofás), dormir en el dormitorio principal, tener su plato de comida y su vaso de agua, libre acceso a toda la casa y un lugar de acomodo frente a la televisión entre Ana y el brazo del sofá, donde se arrebujaba al calor de ella. No llevaba chip y era evidente que había estado bien cuidado hasta que se le abandonó por alguna de esas razones que hacen que un ser humano normal se convierta en un canalla: falta de espacio en un piso, demasiado barullo, estos chicos que no lo cuídan o cualquier otra razón de peso.

Dos días de búsqueda, de comunicación a los servicios de la Comunidad, de intento de llevarlo al refugio, inútil intento pues estaba abarrotado, de tratar de encontrarle propietario, todo antes que permitir que el animal se quedará en la casa del prado. Si un perro entra en una casa, aunque sea por accidente, cuesta mucho que salga de ella, no solamente por él sino por aquel que lo ha acogido. Negrito se ganó la estancia esforzándose en resultar alegra, simpático, servicial, cariñoso y sobre todo divertido. Goyerri, por su parte, iba cediendo el disgusto inicial por una austera y gruñona resignación.


A los dos días apareción Cristian. El Hombre del Prado le tiene simpatía, mucha y no sabe porqué. A la simpatía no hay que pedirle razones sino impulsos. El castellano de Cristian es gutural y trazado a cuchillo, sin artículos ni pronombres. Cada vez que llega con su furgoneta a descargar unas cajas de vino, llamaba antes por teléfono: "Hombre, ¿estás?" El Hombre del Prado le decía que si estaba en casa. "Voy, decía Cristian. Llevo caja. Dos. Ahora" Y al minuto aparecía renqueando la furgona por la cuesta y saltaba el muchacho, con su camiseta sin mangas desde el hombro, su aspecto enjuto, una sonrisa un tanto arisca bajo dos ojos alegres de mirada distante. Cristian parecía tener su orgullo y lo mostraba. "Espera, bajo cajas. Firma aquí." Convenía hacer lo que él decía.

El interés de Negrito por Cristian fue el mismo que en sentido inverso. "¡Ostia! ¡Guapo es! dijo el muchacho. "¿Es tuyo?" Le dijo el Hombre del Prado que no, que buscaba un dueño. ¡Yo! Me llevo conmigo! "Espera, espera, Cristian." Y le expuso las instrucciones necesarias. Siempre queda un poco de descofianza. ¿Lo cuidarás? Has de comprarle un collar y una correa. Hay que ponerle el chip de inmediato. No lo maltrates. No le pegues. "¡No, hombre. Es amigo!" Y enseguida. "No es para mio. Es para novia. Ella quiere perro. Yo le llevo." Otra condición: "Llamadlo Negrito. Se lo hemos puesto hace dos días y ya viene cuando se le llama". Al día siguiente Cristian estaba en la puerta de la casa con su furgoneta, sus cajas desparramadas en la parte de atrás. El Hombre del Prado vieron como Negrito subía de un salto al el asiento vecino al del conductor, como si aquel hubiera sido su destino para toda la vida.


Durante los siguientes meses Cristian seguía apareciendo en el prado, descargando cajas y hablando de Negrito. Esta todo el día con su novia, no la deja ni a sol ni a sombra, duerme con ellos, ve la televisión con ellos... La vida tiene estos extraños acomodos, los hilos del destino, los cauces de la casualidad que parece que dibuja manchas de felicidad. Hasta que un día, ya en medio de la vorágine de la crisis, llega la furgoneta con otro conductor que explica que a Cristian le han despedido, por la crisis, por reducción de personal. Primero los búlgaros, dice, ya se sabe lo que son estas cosas. Se hace lenguas de lo buen chico que era Cristian, pero ya no está. Se ha perdido en esta misería de la macroeconomía, y Negrito con él y con su novia. El Hombre del Prado no sabe si no estará pensando en volver a Bulgaria y en ese caso si llevarán a Negrito con ellos, o lo dejarán aquí. Y no quiere saberlo. Mientras un tipo pasea por Nueva York con 50.000 millones de dolores tomados inapropiadamente, el futuro de Negrito y de Cristian hunden al prado en una pesimista oscuridad.


jueves, enero 15, 2009

De Wall Street a Negrito

La mayor reducción al absurdo es saltar vertiginosamente de los más grande a lo más pequeño, o de lo significvante a lo insignificante. Hay un tipo que camina por las calles de Nueva York y viaja en su jet privado del que dicen que ha estafado 50.000 millones de dólares. Al Hombre del Prado le parece imposible, no cree que eso sea una estafa, en el caso de que se haya producido una apropiación indebida, y hasta en el uso de esta última palabra que tal vez sea a su vez indebida, pues le parece imposible que alguien pueda hacer eso, quedarse con una cifra cuyo monto está fuera del alcance de la imaginación y es con mucho más cercano a una secuencia de ceros que tiende al infinito. Pues ese hombre camina por la calle, viaja a Londres, le incautan joyas y paquetes de dinero, él sigue en la calle, pasea por ella, vuelven a discutior si hay que mantenerlo dentro o fuera de la seguridad de una celda preventiva, y la cifra que tiende al infinito sacude la angustia larvada de sus antiguos propietarios.

El Hombre del Prado, encogido por un frío de hielo que cristaliza hasta en el alma y desde luego en el ánimo, no hace sino que sentrirse el vértigo de todo lo que sucede alrededor. Como ha cumplido, hace pocos días, sesenta y cinco años, ha decidido jubilarse, no de la profesión, que abandonó hace tiempo, sino de todo lo demás que le liga al resto, esos centenares de cordones umbilicales que a lo largo y ancho de la vida se han ido creando a su alrededor, parten de él y le unen a los noticiarios en televisión, a las páginas de los periódicos, al mundo en general que le rodea y que se inicia en el político más cercano e invisible de cuantos conoce, que es el concejal de basuras del pueblo en que vive, hasta el mismo dios que habita en Wasingthon o en Madrid, uno y dual, uno y trino, uno e infinito, pues va creando y dispersando clones de sí mismo que toman porciones de su poder infinito, que es del gobernante sobre el gobernado.

Sabe este Hombre que habita en el frío que se extiende demasiado y va de la Meca a la Ceca sin rumbo fijo. Siempre se lo han dicho. Es tan consciente que relee los párrafos que acaba de escribir y opta por volver al semi dios que camina por las calles con la íntima satisfacción del deber cumplido al apropiarse de lo indebido, e incluso va un poco más allá, porque no quiere olvidar a Negrito. Pero antes debe pasar por un hecho que si fue circunstancial ahora forma parte del paisaje estable. Una crisis económica, inmensa, seguramente aterradora cuando en el futuro se la ciontemple y cite como cronología de referencia, lo envuelve todo, y a la certeza de su existencia se añade la cita común de la adversidad que todo quisque prevee para sí o para un amigo cercano. "Hay crisis" dice todo el mundo, pero en la cercanía del hombre del Prado, nadie dice "estoy en crisis"