miércoles, marzo 26, 2008

Un ciego en un caballo ciego

Hay una historia china que describe lo que es una aventura. Sucede durante la dinastía Jin del Este. Charlaban cuatro personas y una de ellas propuso que cada una de ellas contara una historia de aventuras. "Lo más aventurero, dijo la primera, es limpiar el arroz con una lanza y tomar la espada como leña". El segundo: "Un anciano de cien años trepando a una rama seca". Llegó el tercero: "Un bebé durmiéndose en una noria que da vueltas". Llegó el turno al cuarto: "Un ciego está montado sobre un caballo ciego que pasea sobre la orilla de un estanque de aguas profundas".

Cuando el Hombre del Prado conoció esta historia recordó de inmediato una novela de serie negra, de Chester Himes, titulada "Un ciego con una pistola". En el capítulo final, dentro de un terrible caos que se produce en una estación de metro, una pistola cae en manos de un ciego y este, en su desesperación y rabia empieza a disparar a diestro y siniestro: ni ve a que dispara ni a quien. Chester Himes murió hace algunos años en Marbella, donde vivía, y son insuperables sus novelas en las que Harlem adquiere ribetes surrealistas, enormemente coloristas y desgarrados.

Un ciego sobre un caballo ciego o un ciego con una pistola parecen el absurdo. Nada más allá puede producirse que no sea consecuencia de ese hecho inicial que arranca de aquello que nunca debiera producirse para que no se produzca lo que no debe pasar. Cuando no se es dueño de nada, y el destino que se intuye pasa de largo de cada uno, es el absurdo y solo asumir la muerte libera de él. Todo volverá a estar en orden.

La pasada semana nevó sobre el bosque y se desencadenó un invierno moderado. Ciertamente hacia frío, pero el cálido interior de la casa acogía confortablemente a quien, desde detrás de los cristales, no hacía sino que mirar el exterior sintiéndose feliz al sentirse a salvo. Ese es el primer peldaño de la felicidad, piensa el hombre del Prado: el sentirse a salvo impulsa la noción de felicidad. A salvo del frío que azota bajo cero los cristales del invernadero y hace funcionar el calefactor sin pausa para que lo que allí se guarda no perezca. Tiene. la caja de cristal que se alza en el extremo norte del jardín, un toque de arca secreta del tesoro, y tras sus cristales se ven vivos y pujantes los colores bermellón, rosa y blanco de los geranios, o los verdes diversos de aromáticas, planteles, semilleros. Cubiertos de vaho por el calor interno, los cristales descubren una mezcolanza de colores desvaídos, desdibujados sus perfiles, que remedan un impresionismo pictórico. Nada es lo que es, pero no es la aventura salvo que una noche de frío intenso, deje de funcionar el calefactor y se hielen las plantas, aunque las más resistentes acabararán sobreviviendo. Fué en ese invierno pasajero cuando sonó el teléfono y Jani le dijo que su padre Conrado, internado en un hospital de Guadalajara, había pedido que avisaran al Hombre del Prado, de su estado.

¿Para qué escribir un blog? se pregunta el Hombre del Prado. No un blog cualquiera, sino este. La razón está en una diminuta figura, demacrada, que de espaldas en la cama de un hospital de Guadalajara, junto a una ventana por la que entraba una bella y clara luz, le decía: "Luis, yo creo que he pintado todo lo que he tenido que pintar, he pasado toda mi vida pintando; he trabajado mucho, he mantenido a mi familia; tengo una buena familia y creo que soy un hombre bueno. ¿Qué me queda sino morirme?" Cuando ya no queda nada es el absurdo, vivir es el absurdo. ¿Qué queda sino morir? Y en la asunción de la muerte, al aceptarla y controlarla, se domina al absurdo y se le quita toda suerte de preeminencia. Sorteando el absurdo, aún cuando se sea ciego montando un caballo ciego, por el borde de una laguna de aguas profundas y orillas peligrosas, el caballero avanza a la menos absurdas de las aventuras: morir en paz.

Al volver a la casa del Prado, después de la visita, recorrió con la mirada las paredes donde cuelgan los cuadros que pintó Conrado. Ahí está su preferido: el puerto de Barcelona, hecho de grises azulones, y manchas de ocres; o la vista de la Iglesia de San Isidro de Madrid, en la que una vez más las superficies lisas de color, que parecen no existir tal es su inocente presencia, son el cimiento de una visión de luz resplandeciente por el cielo del oeste. O los campos inmensos de cereal de Guadalajara; o encinares extensos sobre tierra roja; las líneas de puntos verdes del viñedo; el desgarrón de los cielos sobre los tejados. "Me he pasado la vida pintando"... Un hombre que elude su destino no tiene nada, y está situado en el absurdo, pero si su destino es pintar y pinta, desesperadamente, interrumpe el pintar para trabajar en otras cosas y ganar algún dinero con que mantener a la familia: no eludiendo su destino de pintar habrá llamado al mundo, apelado a él, y este le habrá contestado.

¿Porque pinta un hombre que se sabe destinado a pintar? ¿Por desesperación? ¿Como se puede comprender la felicidad, que no es sino que acallar la angustia de no hacerlo, que nace de, pincelada a pincelada, con un guiño cómplice entre mano y ojo, construir el universo dentro del lienzo. No se trata de un universo particular, sino del universo entero. Se puede ser pintor y se puede pintar. La categoría del primero, es la del que comprende que todo el universo cabe en un paisaje de cereal castellano o en el viejo Muelle del Carbón de Barcelona. No puede contestar el Hombre del Prado porque sabe que esto es cierto sin más , ni explicar por que que le basta con ver una pintura para saber si está ante un pintor o ante alguien que pinta; todo depende del mundo que cabe dentro del lienzo, es cuestión de mirada.

El hombrecillo de la cama del hospital de Guadalaja le dijo apretándole la mano, pues hablaban con las manos entrelazadas: "si esto ha de seguir así, prefiero suicidarme". No lo diría en serio, piensa quien escribe, porque el suicidio depende de disponer de la voluntad, los medios y el silencio. Pero está en su mente lo absurdo de una continuidad sin destino, como un barco que navega por navegar: si no hay puerto de arribada, mejor hundirse. Julieta grita en el tercer acto de la obra de Shakespeare: "aún conservo el poder de morir". Quien lo sabe está vivo y vence al absurdo, que es confrontación entre, como escribiera Camus, la llamada del hombre y el silencio irrazonable del mundo. Cuando el pintor amigo tenía diez o doce años, vió un roble y en su mirada se transformó en un árbol pintado por Monet, una lámina que colgaba en una pared de su casa. Reconoció al mundo a través del poder de transformación de su mirada, se encontró con ella, alcanzó todas las respuestas necesarias . Llamó y el mundo le contestó: pocos alcanzan eso. Tal vez nunca supo con entera claridad que vivía para pintar, pero desde luego no vivía por vivir.

"¿Por que, ahora, con setenta y cuatro años, tengo que luchar para seguir viviendo, si ya lo he vivido todo? Ya lo le luchado todo", le dijo Conrado en un susurro entre el gentío que se agrupa en torno a la cama y que no es sino una unidad de destino formada en torno a un lecho junto a otro lecho en el que se agrupa otra unidad de destino completamente individualizada, unidad separada, identidad aparte, dolor, angustia, preocupación, todas ajenas. Piensa el Hombre del Prado que el poder del suicidio es no luchar y dejarse morir antes que tomar la muerte por la mano: tomar la muerte por la decisión, disponer por el tiempo que resta del poder de morir, adueñarse del destino, cabalgar ciego el caballo ciego con la seguridad de quien todo lo ve y ningún peligro le acecha pues la muerte es nada cuando todo se ha hecho..

miércoles, marzo 19, 2008

Título en blanco

Interior del Monumento al Holocausto - Berlín

Debe reconocer que esa idea última de los yoes sobrepuestos como capas de cebolla, le resulta creíble. No se trata de disponer de una certeza absoluta sobre nada, algo que ha abandonado del todo, sino de aceptar que existe en él una tendencia a creer en la posibilidad, una explicación razonable al tiempo que emocional, de como sobrevienen las cosas, de como vienen siendo.

Sabe que poco de esto interesa a los demás, pero inevitablemente debe seguir con ello, porque ese desinterés le afecta poco. A estas alturas del pensamiento, que no de la vida, puede lamentar el abandono de ese territorio común y cordial que es el agrado entre todos; también sabe que agradar es algo que le ha movido a lo largo del tiempo, una velada motivación. ¿A quien no le apetece agradar? ¿Quien no maquilla palabras para oídos ajenos? Eso es el agrado. Y cuando piensa que ya no es su caso trata, con amplio escepticismo, de suavizar toda arista que esa afirmación pueda transportar en sí misma hacia los demás, que no es desafecto ni desinterés. No es el hombre solitario que se afirma frente a la vulgaridad de los demás, ni el héroe que toma un sendero que nadie ha pisado, o de quien se enfrenta a mil peligros llevado por el coraje de la superación o de la generosidad; se trata de una simple reducción de quien fue a quien es. Esta frase, que acaba de escribir, le satisface por todo lo que ha escrito en los últimos tiempos porque ve en ella, una verdad que le concierne. Reducción de quien fue a quien es, que es un enunciado culinario, lo que en realidad sucede en cualquier preparación gastronómica, el resultado final de una salsa con éxito: todo debe ser reducido a una entidad menor de la suma natural de sus componentes: esa es la base del sabor. Y esa debe de ser, piensa, la base del ser humano: su propia reducción a lo que es desde lo que creía ser.

Es por lo tanto, al ser quien es, una simple reducción de quien fue, y creyendo ser, interpretó el presente como un libro abierto, el presente contuo que al convertirse en pasado está sujeto a revisión y a asombro, tan vacio puede estar. Cada día, cada tiempo, tiene su propia sabiduría e insertado en ella, el caminante del bosque, cualquiera que sea, tiende a estar satisfecho de su anormalidad. Cuando el emboscado alcanza la plenitud de su conocimiento rebelde, probablemente alcance al mismo tiempo el culmen de su soberbia y su inteligencia: a fuer de querer ser diferente, llega a disolverse en la vanidad de ella pasa a la inanidad: es ahí donde se encuentra cómodo.

No es fácil escribir todo esto, porque en el fondo le gustaría ir directamente al grano que parece caracterizarle: el bosque, el prado, el paseo, el amigo perrillo y el dios menor... Con todo ello conseguiría que la escena ratificara la esencialidad del lenguaje si se diera el caso de que desde el exterior alguien pensara que ahí estaba un paradigma de la lucidez, cuando era solo un tránsito. Se tratarúa de volver a emitir una melodía que agrade para sentirse en paz, pero no es eso, a que el sentido de ello? Sucede que acabada la obra de teatro conviene que caiga el telón o se apaguen las luces para marcar el fin de un tiempo. ese es el momento de la sinceridad dentro de la tragedia y, piensa, toda sinceridad es interpretativa y por lo tanto susceptible de falsedad.

Convendría hacer,un examen de existencia antes que de conciencia y de ser así podría desmenuzar los gestos que son ya inútiles para aportar ahora una inmovilidad, hija de la contemplación, absorta de lo otro. A fuer de ser sincero, está a punto de escribir que nada tiene contra nadie y mucho contra sí mismo, puesto que nadie y sí mismo llegan a ser la misma cosa. Sin que nada sea lo mismo, piensa que todo debiera darle igual como si lo fuera pues se trata de reconstruirse. Es cuestión de objetivo y lo demás es accidente. Pero, ¿cómo tener un objetivo? Resulta que, vaciada la mente de biografía intelectual, en busca de otra nueva y aceptando el beneficio de la situación, parece muy difícil alcanzar una meta ante el riesgo de volver a la religión de paradigma, que surge ante sus ojos continuamente, siempre diferente, siempre ejemplar, siempre apelándole, invitándole a unirse a lo que desconoce.

Volver a pensar desde desde los restos del naufragio es absolutamente inútil, además de que se le hace imposible, pues se siente incapaz de proceder a ello. Todo el lenguaje que fue se ha disuelto en la nada y lo que resta vivo debe ser ordenado. Lo que no puede ser no es, que dice el casticismo. ¿Cómo recorrer tres mil años de existencia humana para dar con una afirmación que le suene a certeza absoluta, a certidumbre? Tan imposible es que, aunque arriesgado, ha decidido mantenerse en el terreno de la empatía. ¿Y que importa responder a las preguntas básicas con coherencia si lo que se busca es trascendente? ¿Quien soy? ¿De donde vengo? ¿Donde voy? Cuando las respuestas se muestran en una sencillez tan cargada de desolación, por desilusión, que merecen el silencio, lo que resta es la sencilla y vulgar inmediatez: Soy LR, vengo del prado y voy a trabajar un rato en el jardín, o a escribir un post que se resiste hace unos días, o a ejercer la pereza.

Se trata de jugar a la idea del vacío cuando uno llega a la conclusión que todo es un juego: la filosofía, la historia, el conocimiento e incluso la palabra, y añade, el fútbol, el cine, la literatura, el viajar, lista interminable de referentes que han perdido sentido. Una idea del vacío que no existe o del que es la nada que no es, porque despojada de todo sigue existiendo lugar que puede ser descrito con una palabra y que por ello es y siendo nos llama. Todo este proceso de construir una identidad cultural no es sino, piensa el Hombre del Prado, un recurso a lo más lúdico de la existencia: pensar y concluir para asentar una base frente a los demás: aparente sabiduría. Después de todo, piensa, habría que establecer que lo único que realmente es, consustancial al hombre, es la dualidad que viene a disolverse en disimulos: Eros y Tanatos. Y todo lo demás parece cortesía.

lunes, marzo 10, 2008

Los engarces de la sabiduría.

Ha estado dando vueltas a su teoría de los diversos yoes que se van acumulando a lo largo de la vida alrededor del primero e inicial, incluso del primer yo no nato. Como la tarde ha sido lluviosa, habitada por vendavales intensos que agitan el tejado y parecen henchir las ventanas, ha salido al jardín o al bosque lo justo para dar el paseo con Goyerri. Cubierto con impermeable y un sombrero de lona y ala ancha para evitar que las gotas cubran los cristales de sus gafas de miope, el Hombre del Prado, ha snrido el desasosiego de los días que son hostiles y ha vuelto pronto al refugio de la casa. Durante el paseo pensaba en el yo, bajo otro yo, unidos por una identidad formada por el nombre y un depósito de recuerdos, que son comunes a todos; en un momento, azotado por el ventarrón serrano, ha visto como las cosas del prado se enochecían hasta desaparecer en la oscuridad, una noche disolvente, una carencia de luz que parece infiltrarse en todo hacia la oscuridad. Ha sentido algo así como miedo, o mejor inquietud, o más aún, presencia de algo que devorando las cosas tendía a imponerse como lo absolutamente invisible: lo negro. Y ha vuelto a casa apresurando el paso.

El viento sigue sonando, ha sido así toda la tarde y le parece, más que lo que es, el ruido sonoro y temible del oleaje en alta mar o batiendo la carena del acantilado, como si de un enorme barco se tratara. Después de cenar ha sentido de nuevo la presencia del cortejo de yoes, como si estuvieran sentados en el sofá, frente al televisor, junto a él, un yo dentro de otro yo, y otro y así hasta un núcleo pequeño del que sin tener recuerdo, sabe que existe y que él si lo tiene, porque fue el principio.

Viene esto a cuenta de la lectura que ha hecho de un muy interesante post que aparece en el Blog Petrusdom, siempre interesante en el fondo y magnífico en la forma, siempre de una delicada ligereza. Habla de releer y de como las sucesivas lecturas de un libro van formando en él una calidad de palimpsesto a base de acumular capas que el tiempo suaviza, en algunos casi se muestran con diáfanas o por el contrario turbias transparencias mientras va quedando de aquel un poso en la memoria, que no se refiere solamente al asunto sino al placer que provocó y que como la magdalena proustiana facilitan el retorno de lo pasado.

Un paisaje y un libro, son ambos lecturas. Y una ser humano visto una vez, o varias, o muchas. Todo son lecturas de una realidad que nos concierne, leturas y relecturas que conservan, en cada capa del yo, o en el yo que es cada capa. una huella que no siempre es igual a si misma, porque el paso del tiempo, su marcha, se desvanecerse, la hace de diferente tamaño y profundidad. Ha escrito un libro, un paisaje, una persona, ciertamente: y una luz, un sonido, una canción o una sola frase, que pronunciada hoy aún por la misma voz, no puede leerse lo mismo.

Todo tiende a relacionarse: tantas veces ha visto anochecer e el prado y lo tenía por un disolverse en la noche de las cosas, cuando hoy lo ha visto de otra manera, era la noche negra en su absoluta oscuridad la que todo lo disolvía en si misma hasta ser todo. Cuestión, se dice, de lecturas y relecturas. Pero no va a aceptar que es así, aún sin saber como es este "así" que establece una elipsis. "Así" no es nada, de ninguna manera, porque siempre es diferente de aquel que se toma por paradigmático..

El Hombre del Prado, ahora lo sabe, cuando relee no es nunca quien leyó, y todo, libro, persona, paisaje, canción, es de nuevo.. Cuando se relee, sentencia satisfecho de si mismo, siempre se lee de nuevo porque el placer está en encontrar lo que nunca ha estado allí o cuando menos no se ha visto. Es inútil tratar de pensar que puede sentarse a releer "La isla del Tesoro", que es libro que siempre ha estimado mucho y se llevaría a una isla desierta, a un Pitcairn particular, que puede sentarse a leer "La Isla del Tesoro" por el placer de revivir desde su memoria la emoción primera: no puede hacerlo. Cuando relee lo que hace es leer de nuevo para encontrar en el texto que conoció todo aquello que nunca llegó a ver, a intuir, a disfrutar.

Hay selvas inexploradas recorridas mil veces por multitudes y misterios que cuando más se investigan menos simples parecen. El gran prodigio de la memoria es liberarnos de la esclavitud del pasado borrando la fotografía, impidiéndola una total permanencia.
Releer es una ciencia que exige un cierto sacrificio, porque no se trata de reencontrarse el placer de ayer, sino estar dispuesto al sacrificio de lo que fuera placentero.

Cuando ya todos duermen en la casa y solamente el piano de una grabación desgrana las notas de una sonatas de Beethoven, le parece oírlas de nuevo, tan magnífica compañía le hacen que cree que debe prestarles una atención amante. Si detiene el divagar de las ideas, el sonido penetra con mayor profundiad, no potencia o volumen, sino que se hace más presente, disipada una niebla invisible que le coultaba. ¿Cómo las oiría entonces, cuando fuera, que ahora no recuerda el momento ni el tomo ni la melodia, y pues eso es así, le suenan nuevas y hermosas como nunca lo fueron?

Esta misma noche, porque los pensamientos se engarzan al margen de las casualidades, con los hechos, formando un continuo que es vida y descubrimiento, ha tomado un libro alz ar por matar un rato que estaba sin contenido, o era ese todo el contenido, tomar un libro azar. Y ha resultado ser Los engarces de la sabiduría de Ibn-al-'Arabi. Lo compró y leyo unos quince años atrás y recuerda muy bien que le indujo a conocer a otros autores andalusís, en los que se iba adentrando maravillado como quien camina por un jardín del edén y se deja envolver por él, cautivado. Ahora, jyustamente esta noche en que el blog de Petrusdom ha venido a concretar un poco más la tonta teoría de los yoes, encuentra al Arabi y abriendo una página alazar, que está señalada con el doblamiento mínimo de una pestaña en la parte superior de una página derecha, lee:

Y entre los signos
están los de las cabalgaduras,
en ellas estriba
la diferencia de las sendas.
Hay quienes en ellas
se establecen con rectitud,
como los hay que atraviesan
desolados parajes.
Los afianzados encuentran la fuente,
y quienes viajan remotamente,
se alejan.
Todos encuentran las claves,
desde todos los lados,
para acceder a su escondite.
Y un poco más abajo:
.. la razón está edificada sobre la singularidad en sí, y le corresponde lo impar, que es desde el tres en adelante. El tres es el primero de los singulares. En esta presencia iláhica toma existencia el Mundo, diciendo Allah: Cuando deseamos una cosa, sólo decimos: Se, y es.
Se dice que no recuerda nada de aquella primera lectura que sin embargo debió impresionar a aquel yo lo suficiente para marcar la página, y es entonces cuando sabe que no existe el releer, sino el leer de nuevo, como el ver un paisaje nuevo cada vez que se mira, o oír una melodía.


lunes, marzo 03, 2008

Las capas de la cebolla

¿Cuanto Yo hay en una vida? ¿De que manera puede uno diferenciarlos, separarlos y al fin comprendiéndolos, comprenderse?

No se trata de un hecho científico que se pueda autobiografiar. El sujeto es cercano, tanto que provoca una distorsión en la visión: existe para cada uno de los yo anteriores, para cada una de las capas de la cebolla a que hace referencia Günter Grass en su último libro, "Pelando la cebolla", un afecto especial, una voluntad de cercanía y una cierta vocación por el olvido. Yendo hacia atrás, de la única manera que se puede ir que es levantando un yo tras otro, con la delicadeza del más experto y fino bisturí, se tiende ante la visión comprensiva a una exculpación. ¿Cómo sentir una culpa lejana si el efecto de ella está en el yo del presente? Cada capa de esa cebolla, que es más dura y opaca que la anterior, permite sin embargo adivinar a través de un trasluz tenue, algo de la anterior, y así transparencia tras transparencia, se llega a vislumbrar el corazón del niño, su mirada: los ojos del asombro.

Es así que ninguna visión de capa alguna puede aislarse en si y ofrecer un dibujo claro, enfocado, definido de sí misma. NO existe aquí una capitulación que pueda establecer un lapso de tiempo que determine hechos y acciones, que nacen y mueren en su tiempoo, en él son gestadas, en él se alimentan y fenecen en él. Toda mirada hacia los otros yo que fueron, cada uno en su presente, tiende a desdibujar sus identidades, justamente porque esas fueron una a lo largo del tiempo, único armazón capaz de soportar el enredo. Cuando lo que se ve no es sino una suma de visiones, un juego de teatro en que se funden las escenas, conviene separar las capas y buscar la última transparencia, que es el origen. Y una vez allí volver a sobreponerlas.

Difícil es odiarse, que sería lo último. A lo largo de la vida el individuo procede a una serie de infinitas correcciones que resumen, conversión tras conversión, un presente continuo. Dificil es odiarse, ciertamente, y aún menos que eso, difícil es sentirse permanente hijo del error o enemistado con aquel yo que fue, tiempo atrás y se equivocó, pura intuición la de ese equívoco. Ya se sabe que el yo es un acto de progresiva construcción sobre un vacío hecho de una carne inicial. Todo ser es en si mismo una propia investigación además de un aprendizaje: investigación acerca de si: memoria. Investigación acerca de su proyecto: esperanza.

El viejo guerrero que abandona su armadura, pieza a pieza, convencido de que nunca más volverá a vestirla, pierde el traje y se viste de voluntad, pero conserva el contenido. En la paz nocturna del fuego, el vaso de vino, el trozo de pan, el hogar cálido del retiro, se solazará en su recuerdo de una batalla perdida en el tiempo, pero no en la memoria. En todo final hay un principio, y aunque no lo sepa con certeza, porque no alcance a pensarlo, así actúa, y en ese principio tiene por recursos para andar, todo aquello que fue y su memoria guarda. Lo que esta ha perdido, es piedad por si mismo.

Al escribir el texto no se piensa en un sujeto determinado, en uno mismo, el más cercano de cuantos sujetos son fruto de la ambición del escritor, por cuanto está en cada palabra aún cuando se esconda. No conviene pensar que todo es autobiografía, si es que no se considera que el deseo, la aspiración, el ensueño del futuro son partes de la biografía. Dicen de él "era un hombre soñador" pero ¿en qué soñaba?"

Cuando atardece en el pradoel Hombre está solo y es relativamente feliz. La última capa de la cebolla no muestra sino los datos de un presente que le acaricia, como esta brisa fría que viene del Mediterráneo y promete bajar las temperaturas y traer lluvia y nieve. No hay otro yo que él y una música suave que suena en el interior de la casa. En el invernadero, todo bien.

sábado, marzo 01, 2008

Una ocasión perdida

Por distracción, dentro del no hacer nada que le domina, toma un libro de relatos cortos y al buen tun tun abre por el inicio de uno. Lee:

Después de cuatro miserables días de vacaciones, Alberto regreso a casa. Vivía en una urbanización de chalés adosados, en las afueras de la ciudad.
Nada más abrir la puerta se le echó encima Séneca.

Deja de leer de inmediato. ¿Que es lo que se le niega que no quiere seguir? El hastio, piensa. Esa puerta no se abre, el relato permanecerá secreto durante mucho tiempo, seguramente durante todo el tiempo. Abandona el libro con disgusto. Del autor no conoce el nombre porque ha empezado a leer sin reparar: ha ido directamente al texto de la misma manera en que uno se acerca en el jardín a una hoja verde y brillante que le llama su atención sin saber el nombre de la planta. Siente cierta hostilidad hacia el autor: se dice que no se puede escribir de una manera más vulgar, menos propia. En tres líneas la acumulación de lugares comunes y latiguillos le parece la negación de la literatura. Él nunca hubiera escrito "Vivía en una urbanización de chalés adosados en las afueras de la ciudad" o "cuatro miserables días de vacaciones".

¿Qué presume el autor que es el lector? ¿A que inteligencia se dirige? Con cierta timidez vuelve a abrir el libro y busca una frase que le saque de su impresión. ¿Ha sido injusto? La encuentra y lee: "Estaba cansado, no tanto por las cinco horas de viaje como por el sabor amargo de sus pensamientos."

Le gusta tener presente una frase de Ortega: el estilo es la esencia del arte. Las frases hechas y guardadas en la memoria tienen la consistencia de simplificaciones bien meditadas: lo dicen todo cuando se cree saber lo que presupondría mostrar su despliegue para el significado; de no ser así son latiguillos , piensa, y esa reflexión le devuelve al texto. El que tiene en las manos está escrito a partir de lugares comunes Insiste, piadoso, hay que reconocerlo, y busca otra líneas más abajo: "Guau, guau! - ¡ladró el perro con expresión de angustia."

Definitivo, piensa, no cabe seguir, buscar más. Toda oportunidad que se da al lector y se desaprovecha, es una ocasión perdida. Podría suceder que el cuento fuera, en sí, buenísimo y que el Hombre del Prado no sea sino un mal lector, cascarrabias, neurasténico. Cierra el libro y lo deja en la mesa de al lado de la de trabajo, donde se amontonan cosas, que son cosas hasta que una por una las rescata reconociéndolas: un libro para leer, un lápiz para escribir, un cenicero sin ceniza, unas pilas en su cargador...

Cerrada la puerta a la narración se queda mirando por la ventana. Un lector y un autor se han cruzado sin reconocerse. Un pensamiento llega y se va: tiene que rescribir el segundo capítulo de su novela: lleva en él cinco meses y es en la segunda mitad un lugar común que le desazona. Mira la portada del libro: EÑE, Revista para leer. Una ocasión perdida, se dice; conviene volver de la pereza y salir de paseo con Goyer
ri.