Después de cuatro miserables días de vacaciones, Alberto regreso a casa. Vivía en una urbanización de chalés adosados, en las afueras de la ciudad.
Nada más abrir la puerta se le echó encima Séneca.
Deja de leer de inmediato. ¿Que es lo que se le niega que no quiere seguir? El hastio, piensa. Esa puerta no se abre, el relato permanecerá secreto durante mucho tiempo, seguramente durante todo el tiempo. Abandona el libro con disgusto. Del autor no conoce el nombre porque ha empezado a leer sin reparar: ha ido directamente al texto de la misma manera en que uno se acerca en el jardín a una hoja verde y brillante que le llama su atención sin saber el nombre de la planta. Siente cierta hostilidad hacia el autor: se dice que no se puede escribir de una manera más vulgar, menos propia. En tres líneas la acumulación de lugares comunes y latiguillos le parece la negación de la literatura. Él nunca hubiera escrito "Vivía en una urbanización de chalés adosados en las afueras de la ciudad" o "cuatro miserables días de vacaciones".
¿Qué presume el autor que es el lector? ¿A que inteligencia se dirige? Con cierta timidez vuelve a abrir el libro y busca una frase que le saque de su impresión. ¿Ha sido injusto? La encuentra y lee: "Estaba cansado, no tanto por las cinco horas de viaje como por el sabor amargo de sus pensamientos."
Le gusta tener presente una frase de Ortega: el estilo es la esencia del arte. Las frases hechas y guardadas en la memoria tienen la consistencia de simplificaciones bien meditadas: lo dicen todo cuando se cree saber lo que presupondría mostrar su despliegue para el significado; de no ser así son latiguillos , piensa, y esa reflexión le devuelve al texto. El que tiene en las manos está escrito a partir de lugares comunes Insiste, piadoso, hay que reconocerlo, y busca otra líneas más abajo: "Guau, guau! - ¡ladró el perro con expresión de angustia."
Definitivo, piensa, no cabe seguir, buscar más. Toda oportunidad que se da al lector y se desaprovecha, es una ocasión perdida. Podría suceder que el cuento fuera, en sí, buenísimo y que el Hombre del Prado no sea sino un mal lector, cascarrabias, neurasténico. Cierra el libro y lo deja en la mesa de al lado de la de trabajo, donde se amontonan cosas, que son cosas hasta que una por una las rescata reconociéndolas: un libro para leer, un lápiz para escribir, un cenicero sin ceniza, unas pilas en su cargador...
Cerrada la puerta a la narración se queda mirando por la ventana. Un lector y un autor se han cruzado sin reconocerse. Un pensamiento llega y se va: tiene que rescribir el segundo capítulo de su novela: lleva en él cinco meses y es en la segunda mitad un lugar común que le desazona. Mira la portada del libro: EÑE, Revista para leer. Una ocasión perdida, se dice; conviene volver de la pereza y salir de paseo con Goyerri.
Decía Núria Amat en "Todos somos Kafka" que "Un libro, o bien un hijo, puede ser el resultado de una operación matemática" Y yo añadiría, si un libro no te ata como un problema de álgebra a seguir buscando la solución, con ese entusiasmo, lo mejor es dejarlo por aburrido o mal planteado.
ResponderEliminarFelicitaciones por tu nuevo "look", tan achocolatado.
Petrusdom: el día en que descubrí que la clave de Las Meninas está en los ojos de quien las observa, que completan el ciclo de la pintura, inacabado sin ellos, comprendí que la clave de la literatura está en el lector y en la posibilidad o no de incorporarse a la narración. Es lo que tu o Núria Amat denomináis una operación matemática: una ecuación, diría yo.
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