miércoles, abril 22, 2009

Un hombre asomado al balcón


No es ninguno de estos balcones, ni siquiera está en esta zona de Madrid, pero la instantánea quedo grabada en la memoria cuando, de paso por Princesa en dirección a la calle Alcalá, vio al hombre que se asomaba al balcón.

Será que este del Prado que ha perdido de vista la ciudad, ha dejado también de lado los reflejos morosos y lentos del que pasea por el bosque consciente de que el tiempo es su única propiedad tangible. Será además que cuando llega a la ciudad, una ciudad tan hermosa como otra cualquiera, muy hermosa, nota en los ojos que les invade la maravilla de un paisaje urbano, sobre todo cuando se trata de uno trasnochado de años atrás, hecho de casas con estilo, de calles insuficientes, y por la tarde de una luz que siempre desde el oeste dibuja con primor las cosas, dorándolas. Las ciudades del este son otra cosa.

Bajaba por Princesa entre el caos de una circulación que se ordena por destellos de los reflejos neuronales. El caos es siempre eso, lo que parece que va a suceder inevitablemente y nunca es, pues siempre hay como en la física de los cuerpos, una repulsión al choque, una fuerza inevitable que deja las cosas como estaban. Más tarde le diría a Gregorio que su vida cambió cuando conoció la Segunda Ley de la Termodinámica y consiguió trasladarla a los sucesos de la vida. Todo lo que es caos tiende a la locura y sin embargo ésta no llega. Por esta razón, cuando alcanzó a ver el balcón con las puertas de la vivienda abiertas y al hombre que en mangas de camisa allí estaba, volvió la cara dejando de mirar al coche de delante y alcanzó a ver como aquel, tranquilamente, en mangas de camisa, encendía un cigarrillo y se acodaba en la baranda de hierro, para mirar lo que sucedía abajo. Tranquilamente fumaba mientras el mundo se movía. Ver como el mundo se mueve y estar plantado en un observatorio, al atardecer, con un cigarrillo, probablemente perjudique la salud, pero es tan sano...

Tiene razón Gregorio cuando afirma que su amistad es tal que si fuera de toda la vida. Recorriendo la exposición de Bacon en el Prado, minutos después, sobre el caos de esa pintura "infinita" sobrevolaba la apacible calma del hombre en el balcón. Hacía tanto tiempo que no veía esa escena, que se dejó sorprender por un gesto que venía del pasado. Los bermellones del pintor inglés, su magisterio al plasmar el fugaz cuerpo humano, su metódica construcción del movimiento, invitaban a pensar en un creador capaz de mirar y mirar, de aprender del gesto el instante esencial y del entorno el espacio más puro. Igual que si asomado e un balcón en Tánger o en Londres fuera bosquejando en su mente las formas y colores de un nuevo lienzo por crear todavía.

El espectador es capaz de hacer arte de una visión personal, y emocionarse. Lo mismo que de una instantánea que la premura del tráfico le impidió plasmar en su cámara portátil. Lo mismo que de una charla de tres horas y una despedida hasta no se sabe cuando.

lunes, abril 20, 2009

Abrir los ojos



Goyerri se ha negado a extinguirse y con ayuda de la cortisona, una dieta de potitos y ternura, ha levantado un vuelo cuya duración se desconoce, pero que ha tomado de nuevo aquel trote simpático y desvergonzado que tiene por costumbre. Ya se sabe lo que hay y en eso estamos, se dice el Hombre del Prado, y también lo dice Ana, pero existe una voluntad de dotar al tiempo que reste de calidad de vida, que está compuesta de dos cosas simples: alegría y ausencia de dolor.

Hace solamente seis o siete días, una nevada grande sorprendió al bosque y sus alrededores. Fue intensa, larga, alcanzó a cubrir más superficie y altura que todas las anteriores, pero las temperaturas, más altas ahora, hicieron que en menos de 24 horas desapareciera todo rastro del blanco y frío cobertor dejando lo que había sido en un sueño. ¡Afortunada época en que existe una cámara fotográfica en la que dejar el sueño congelado! Las mortecinas lámparas que se alimentan del sol, lo que en si tiene un aire de mitología, fuego del astro tomado a lo largo del día, son la única cálida alegría que deja en el paisaje blanco y azul una mota de color. Este sendero del jardín, que conduce al ángulo del este, adquiere una lobreguez transilvana y mientras el Hombre del Prado veía caer la nieve y la sentía en su piel, envuelto él en una burbuja helada, hacía por reconocer el pequeño parterre del fondo en el que reposan los bulbos de las dalias.

Ningún paisaje es eterno en su inmovilidad y esa es una gran fortuna. En los últimos tiempos sin embargo, una cierta inmovilidad en el paisaje del alma ha dominado los días de los habitantes de este jardín. Hay tiempos buenos y tiempos malos, avatares de la vida, miradas hacia dentro que no alcanzan a ver otra cosa que fatiga. Ahora es ya cuestión del sol que ha aparecido entre espacios de lluvia arrasadora, por entre los jirones de la niebla matinal. Nada prende en el alma como este desasosiego del clima, esta monótona sordidez de la mañana sin luz, de la tarde sin luz, de la noche sin luz, y vuelta a empezar.

Ahora ha salido el sol y cabe abrir los ojos y calentarse por dentro.

Abreb los ojos