viernes, noviembre 30, 2007

jueves, noviembre 29, 2007

La mendiga, el saxofonista y los refugiados políticos



Para Francesc Puigcarbó, buen amigo. Un Cuento de Navidad de 2007.

Hoy el día estallaba de sol radiante y la alegría entraba por todas las ventanas y se filtraba a través de los poros de la piel y de esos dos poros inmensos que son los ojos. El bosque, en el linde del prado, se dibujaba con la nitidez de todos sus colores, húmedos de una noche fría a -6º y una capa de escarcha empezaba a transparentar, abandonando el velo formado por la noche, su ocultamiento. Son días que enuncian el júbilo de la Naturaleza y que en esa radiación espectacular que reconforta obliga a pensar sino estará ella en la esencia del hombre, como una componente de tal manera que, según piensa el Hombre del Prado, uno sea un poco cielo, un poco bosque, un poco río y un amasijo de carne, músculos y nervios habitado por millones de neuronas. Porque, de no ser así, ¿a que esa emoción que asalta e invade de gozo el ánimo?

Una lista de libros manuscrita en un folio, guardada en el bolsillo, es todo el bagaje con el que se encamina a Madrid, sesenta y tres kilómetros al sur. En el reproductor del coche suenan, una tras otras, cuatro piezas larguísimas de Goro Yamaguchi. La flauta japonesa, que es en realidad una flauta china, así se la denomina por tradición (todo lo japonés se inició en China) trata de reinventar con sonidos los propios del paisaje y en absoluta ausencia de violencia sonora desgrana notas y silencios, mientras los kilómetros se llenan, dejadas atrás las montañas de la sierra de Guadarrama, de una vasta planicie poblada de chalecitos, de centros comerciales, de carreteras que acceden a la autopistas y viales que de ella se alejan. Suenan trémolos que se originaron lejanos y uno piensa en el Ise Monogatari, donde los claros del bosque esconden pequeñas casas de madera rodeadas de aguas rumorosas, donde habitan bellas jóvenes que resguardan su belleza en la soledad. Se le ocurre pensar que en el cuento de Blancanieves hay ese poso oriental del escondrijo que solamente se ha de revelar a aquel que lo merezca.


Las librerías, no pequeñas sino todo lo contrario, están concurridas para ser un jueves por la mañana. La lista, ahora en la mano, obliga a un ir y venir siguiendo órdenes alfabéticos que el visitante se empeña en desordenar. Busca el Hombre del Prado un libro en concreto, con mucho interés, y otros varios que va anotando a medida que los piensa o descubre. Pero busca uno y se le niega: no está en la sección de filosofía y se encamina a la de política, y se le niega; vuelve a la primera sección y allí le asalta Levinas desde un estante donde debe, según la etiqueta, habitar la J. Encontrar a un autor entre sus libros es siempre una alegría, un encuentro personal, algo así como "a ti te andaba buscando yo" y las portadas se muestran sonrientes, "pues ya ves que estamos aquí", pero no era Levinas el objetivo, aunque no puede resistir la tentación de llevarse El Tiempo y el Otro y Los imprevistos de la Historia. No es que sea el Hombre del Prado un hombre de exhaustivos conocimientos filosóficos, antes bien es un aficionado a tratar de entender, lo que se le hace muy cuesta arriba, pero dice que tiene tiempo y que tarde o temprano una idea se abre, como todas las cosas se abren cuando es su momento: todo sucede en su momento, ni antes ni después, les decía a su equipo de trabajo en sus tiempos de ejecutivo. De nada vale pensar en lo que no ha sido o en lo que pudo ser, y en ese sentido de dejar al tiempo construir el entendimiento, traza su objetivo. Todo sucede en su momento justo, llevado con morosidad por la intención, el objetivo, la voluntad y la casualidad.

Pero no encuentra el libro que busca. Pregunta y en la primera de las tiendas le dicen que se ha agotado y que esperan recibirlo en dos o tres días. En la segunda ni siquiera lo tienen catalogado. Pero es relativamente nuevo, les dice, y le dicen que no, que no saben de él. En la primera, en el estante de la S encuentra otras obras del autor, pero no la que anda buscando. Será, se dice, que no es momento así que es mejor no irritarse ni lanzarse cegado por la desilusión contra los empleados, como si fueran molinos de viento. Todo lo más, les pide que le avisen y toman nota: nombre y teléfono. No se preocupe usted, le dicen, y eso le preocupa mucho: en España, cuando alguien sugiere no preocuparse, está anunciando preocupaciones y problemas; pero no se lo dice. En la misma S, dos estantes por encima de su posición natural, que debería ser la V doble (no sabe porque lo escribe así, que es como se la denomina a la letra) , encuentra un libro de Austral, pequeño y humilde, de aforismos de Ludwig Wittgenstein prologado por Sádaba. Este era un tipo que durante un tiempo le daba miedo cuando pensaba y hablaba (las dos cosas entrañan conjuntamente una responsabilidad hacia los otros) sobre terrorismo; ahora le produce una cierta lástima, sincera, emocional, no despectiva. Ahora, cuando oye a Sádaba hablar sobre el futuro del País Vasco, le parece que se ha venido abajo, que ha perdido su norte, que ha perdido aquella vieja rotundidad con la que filosofaba acerca de la vida y la muerte en su más pura realidad. Ahora se conforma con lo que pueda ser...

Ahora, mientras escribe, abre el libro al azar y lee un aforismo; lo hace como siempre una, dos y tres veces. Como los chistes, los aforismos a la primera le resultan esquivos. No puede dejar de reproducirlo aquí, porque le resulta enternecedor: ¿será que se va haciendo viejo?

Con la edad se nos escapan de nuevo los problemas, como en la juventud. No solo no podemos romper su corteza, sino que ni siquiera los podemos retener.
Que quiere decir este "no poder retener" se pregunta y deja de escribir unos
segundos. Algo amargo flota en las palabras escritas, se esconde tras ellas; algo gime dentro del tiempo y comprende que es él.

Acaba por comprar Progreso o Retorno, de Leo Straus. Es el autor, pero no el libro que andaba buscando. Le convence, no solamente la determinación de leer a ese pensador judío alemán que tanto ha influido en el moderno pensamiento norte americano, según cuentan, que a él le falta mucha información, sino también el hecho de que la primera parte del libro dedica ciento veinte páginas a una ensayo que titula: El Problema de Sócrates: cinco lecciones. Hoy, piensa, es un día afortunado ya que, en la desgracia de no poder llevarse el título que le han recomendado, se ha encontrado con Sócrates visto por Straus, y el Hombre del Prado siente que desconoce a Sócrates mucho y que le gustaría profundizar en esa relación que será, con seguridad, amistosa: tiempo tiene.

En la calle de nuevo, la Gran Vía de Madrid se ofrece a través de las gentes que en ella están y la recorren, cada cual a lo suyo. En Doña Manolita, la cola de gentes que esperan para comprar los décimos del sorteo de Navidad da la vuelta a la esquina. Tiene fama el establecimiento y es notable el gentío que allí, pacientes bajo el frío, aguardan su turno para la fortuna. Cruza entre ellos sabiendo que como cada año, no le tocará nada y sobrevivirá. Comprende que esto es lo importante del sorteo, que viene repitiéndose desde los tiempos de Esquilache (y aquí la frase popular es justa y acertada)que como una tradición del cuerno de la fortuna genera una esperanza codiciosa, una ensoñación reparadora.

Ahora de vuelta al coche que ha dejado lejos, al principio de la calle Princesa para obligarse a andar y a ver gente, a mirar escaparates, a sentir el latir de la piel de una ciudad que, aunque parezca un disparate, a él le trae alientos de Nueva York, de multitud, de modernidad, a veces brillante y otras vetusta. Callejear Madrid es pisar los alrededores del Paraíso: no se acaba de entrar pero siempre se está cerca y en ese viaje por alcanzarlo, uno acaba prefiriendo, por la costumbre, quedarse en el arrabal porque en él ha hecho amigos.

Camina la gente con abrigo entre gente que lleva prendas deportivas, chaquetones, anoraks, ponchos, chaquetas y los primeros le sorprenden. Un hombre con abrigo es, hoy en día, un hombre que se reviste de dignidad y camina seriamente investido de una cierta rigidez, de un paso acomodado a una marcha aprendida, a un estándar ajeno que determina posición social o su aspiración, dignidad natural o su remedo. Un abrigo en el otoño de Madrid no es sino la faz del caminante, el golpe de efecto, la imagen que nos lanza mientras entre la gente establece un espacio frío de señor; camina el resto con más naturalidad, como al desgaire, con un cierto desgarbo que es cosa de los tiempos y de la libertad del cuerpo, metido en ropas más cómodas. Pero no nos engañemos, en todo esa ausencia de forma se esconde la donosura de los tiempos, la libertad de la juventud, la ambición de lo moderno frente a la antigualla que es el abrigo. Hay que desengañarse, si, quien lleva el abrigo abotonado, las manos en los bolsillos, el cuerpo erguido, la mirada serena hacia delante y una marcha en línea recta, está diciendo al resto que abran paso, que es un señor el que camina, tal vez añorante de otros tiempos, de otros autoritarismo, de otras jerarquías.

La mendiga, tendida de bruces en la acera, sobre una tela a modo de resguardo del frío de la piedra, parece rezar a un islam lejano, pero no es así. Sus manos, de palmas contra el suelo, bajo su cabeza soportando su frente, mueven los dedos en un tecleo como de pianista perdido en su partitura, y de sus labios sale, alcanza a oírlo el hombre del Prado, una musitación, un suave palabrear que no se entiende. Nadie le hace caso, nadie se detiene, no le pasa nada, no está desmayada, ni muerta, sino que es una mendiga así, demasiado vieja para mantener la compostura, que exige la mendicidad, de una apariencia penosa pero atenta. Esta no, parece abandonade de sí misma, se diría que está probablemente loca, y uno se pregunta cual es esta locura, mientras todos los cuerpos de la ciudad se desentienden. A lo sumo, el Hombre del Prado, deja una moneda y piensa si no estará pagando el espectáculo, si no será esta posición humillada, el reclamo para la piedad de los cincuenta céntimos. Pensando en el blog, con su teléfono móvil, hace una fotografía. Tal vez se considere algo indigno, pero pasará.

En la puerta de la segunda librería, en Preciados, suenan las notas de una canción que siempre le ha gustado: Jeepers Creepers. Inmediatamente recuerda la voz de Armstrong o de las Dolly Sisters, en las viejas grabaciones de la casa de la infancia. El músico se marca una buena ejecución al saxo: pasada la cincuentena, de cabello negro y rizado sobre una piel morena, parece ajeno a las sombras, irrealidades, que cruzan ante él sin ver ni oír y el Hombre del Prado no puede hacer otra cosa que detenerse a escuchar: ya ha escrito que es canción que le gusta. No sabe el tiempo, tal vez uno o dos minutos y con el silencio rebusca en el bolsillo mientras el hombre del saxo, sonriente, se frota los labios con el dorso de la mano y le mira. Usted no es de aquí, compañero, le dice. No, bueno si, porque repara en el acento latino americano. ¿Y usted? El Hombre del saxo le contesta con enorme seriedad: yo soy de cualquier sitio, compañero. Yo soy un refugiado político. Debe notar la perplejidad en quien deposita una moneda en el estuche del instrumento, porque ríe suavemente, para adentro, o desde muy dentro, una risa que flota o que se expande ofreciendo cordialidad, bonhomía. A lo mejor usted, le dice, no se ha dado cuenta de que todo el mundo, hace un gesto con el brazo que abarca a la amplitud de la calle, todos, somos refugiados políticos, aunque ellos no lo sepan. Mientras el caminante se aleja, suenan otra vez las notas de Jeepers Creepers.

La máquina de pago automático del aparcamiento le mira apremiante mientras él rebusca en todos, siempre en todos, los bolsillos, el ticket. No consigue no perderlos de vista, no sujetarlos en un solo bolsillo, siempre el mismo, o en el corazón de la cartera. Le pasa con todo, no solo con el ticket del aparcamiento, pero en este caso siente la displicente mirada de la máquina, amarilla, con su cara de cristal y sus instrucciones escritas. Como una muñeca desinhibida mantiene abierta la ranura de la boca por la que tragará el papelito que guarda la hora de entrada y luego tragará la tarjeta de crédito para finalmente devolvérselo todo con un gesto de displicencia, o de indiferencia. Dos hombres, en la cincuentena, hacen la misma operación en la máquina vecina. Todos somos egoístas, dice uno. Primero porque somos jóvenes, y luego porque lo damos todo por nada a cambio. / Si, pero yo lo he pasado tan mal, tu no sabes como lo he pasado. / Pues te veo muy bien. / Si me hubieras visto hace unos meses no lo dirías. /Ahora te veo bien. / Porque he levantado cabeza. Pero han estado a punto de poder conmigo. /Ya te digo, todos egoístas. Unos putos egoístas. / A mi me han hundido, y mientras se aleja, el Hombre del Prado siente añoranza sin saber porqué. Piensa que el tipo del saxo, compañero, tenía algo de razón, y todos, todos, somos unos refugiados políticos, aunque no lo sepamos.

martes, noviembre 27, 2007

Volver...

Volver, ni con la frente marchita pero si con las nieves de antaño, que el tiempo pasado en la ausencia del blog, o semi ausencia, no ha sido tan mal tratador ni rotundo. Vuelve con el mismo aspecto de hace una semanas, con el cabello cano que tiene hace años, con la barba casi blanca y una delgadez extrema que resulta de haber abandonado veinte kilos por causa de una diabetes abandonada durante mucho tiempo. Si la vejez o la muerte no le asustan, tampoco las apremia y mantener una salud sin estridencias es el objetivo de la buena vida a la que aspira. El Hombre del Prado vuelve al blog cansado de estrujarse las meninges en pos de una novela, a la que no abandona pero de la que quiere descansar buscando una respiración sosegada.

Una novela es para él una enorme complejidad que causan la pereza y la impotencia. La primera es terriblemente hermosa: relajarse, dejar lo de hoy para mañana, aspirar a que el tiempo suene con la música (cuando escribe es Calexico el grupo que suena en su PC, adormilarse en una lectura o en una película, pasear como si se flotara sin objeto ni destino y volver a casa con los ojos cerrados, conociendo los senderos que los pasos han marcado con medida exacta. La pereza está bien por su propia esencia, que más que llamarse pereza debiera llamarse gandulear.

La segunda es la impotencia y fue terrible en un tiempo en que todo lo le sugería era desconfianza en sí mismo; impotencia frente al asunto y a su desarrollo, parálisis del hacer, duda, sobre todo duda. Hoy, siendo lo mismo, piensa que tiene tiempo por delante. Está atascado, detenido, incapaz de entender porque ún capítulo, el segundo, que entiende que es crucial, se le resiste tanto. No puede avanzar de las tres o cuatro páginas porque sabe que llegando a ellas se encontrará con el enorme vacío construido atrás, alcanzará a entender que tampoco es eso lo que pretende. Es un capítulo maldito que por no existir lo es más todavía: nebulosa, intuición, una vaga idea de algo que es una cena en la que se habla de los valores de la vida y que son necesarios a los varones virtuosos. Las costumbres son la virtud de los romanos se decía, y en esas costumbres puede ahogarse una forma de vida, una manera de entender lo noble, la honradez, la honestidad y el servicio al Estado. ¿Cual es el precio de recuperar las costumbres, las virtudes? se preguntan y la respuesta muestra al silencio escondido en el fondo de la sala, , en el lugar en que también se aloja la conciencia. Pero no hay que ser terribles ni censurar la moralidad de los tiempos, sean los que sean, cuales y como sean. Parece sencillo, se trata de una simple cena en la que seis comensales hablan de ello y observan el pasado inmediato, los últimos diez años, con temor y reserva para expresar su pensamiento. Pero, ¿piensan? Los pensamientos, aherrojados en el corazón de los hombres que han cambiado libertad por temor suelen ir perdiendo intensidad hasta apagarse. Parece sencillo pero no lo es. Y sin segundo capítulo no hay continuidad aunque existan cuatrocientos folios que marcan un camino y que leídos parecen decir que ellos si valen. No todos, que ayer, sin ir más lejos, después de una relectura, envió a la papelera sesenta.

Hace veinticuatro horas que ha vuelto de Alicante, a un paisaje de nubes y frío: siempre nubes y frío en estas cumbres en que habita, en las que el sol aparece menos de los que se desearía pero la espesa capa de invierno adelantada tiene también su atractivo. Dejó atrás el sol que siempre canta y que le maravilla y el mar en calma en una playa de seis kilómetros de largo, desierta, mecida por la pereza, acunada por lo mediterráneo, reflejada en el otro continente desde el que llegan los ferrys. No hay que engañarse el paisaje del puerto visto en la distancia es idílico, pero es Alicante la ciudad con mayor índice de delincuencia de España y su penal es el de mayor conflictividad. El sol, una ciudad muelle y acogedora, guardan también el mercado del robo por encargo, de la pandilla de norafricanos que desembarcan por la mañana para robar en lugar, sitio y forma, señalados con anterioridad, y dejado el botín en el perista, vuelven al ferry y a su santuario. Todo paraíso encierra un infierno y basta entrar en el lugar por la puerta principal o por la de servicio. Crispín, en Los Intereses Creados, rectificaba a Leandro cuando este afirmaba que llegaban a una gran ciudad: Dos ciudades hay, le decía, una para los que llegan con dinero y otra para los que llegan sin.

El Dios Menor se ha comportado de manera sorprendente. Llegado como polízón en el portaequipajes del coche, con la evidente complicidad de Goyerri, ha vuelto patas arriba todas las convenciones que sobre él había acumulado el Hombre del Prado. Para empezar ha vaciado la nevera y los armarios de la cocina; se suponía que comía frutos secos, pero la paella le ha sentado estupendamente bien, como la fritura de pescado, los calamares, el jamón serrano con melón, el paté, y un espléndido Rabo de Toro que Fernando C... preparó en su chalé frente al mar en La Albufereta. Todo, absolutamente todo, ha sido consumido por el diosecillo que se relamía de gusto y al que los ojos le brillaban con reflejos de placer y felicidad. Ha sorbido, sin educación alguna, sorbiendo con ruido de aspiración, riojas, riberas, toros y un Viña Esmeralda de Torres, frío y afrutado, que en La Dársena acompañaba a un arroç negre. Celoso Goyerri, porque a él le está impedida la entrada en los lugares público, consiguió del personaje que guardara en servilletas pequeñas porciones del arroz. El hecho de que el perrillo esté a dieta no impedía a la pareja confabularse para sus asaltos gastronómicos.

Una evidencia molesta es que nadie salvo el Hombre del Prado y Goyerri tienen acceso a la visión del dios. Eso no quita para que aquel hable de él y explique a sus amigos que está allí, acompañándoles, y que sea por timidez o por naturaleza, no se muestra más que a unos elegidos por la casualidad. ¿O no es por la casualidad? NO lo sabe. Se lo preguntó una mañana frente a unas cervezas frías en la terraza, a 20º de temperatura y bajo un sol luminoso y cálido y no contesto, fuera porque tenía la boca llena o porque no quiso. Ana, que paciente y bondadosa, se ha acostumbrado a la situación, pregunta por él: ¿está aquí? o ¿que está haciendo? aunque eso lo ve al percibir la rapidez con que los platos se vacían. Una noche, hizo las dos preguntas que uno espera de que haga una mujer sensata: ¿donde duerme? y ¿dice algo de mi?

Duerme en la sala, bajo el televisor y contra el cofre indio, que abierto, contiene las botellas de alcohol social. Y si, dijo algo de ella, después de estar observándola mientras dormitaba una tarde frente al televisor: parece triste. No, es que está preocupada. Pasado un rato, el diosecillo aventuró: a veces me recuerda a Cénide, y a veces a Ceneo, y el Hombre del Prado se dijo que así eran muchas de las mujeres que conocía: ahora femeninas y amantes, ahora guerreros tenaces y a veces engreídos. Se lo dijo a Ana y ella sonrió: bueno, si él lo dice.

El día antes de la marcha, la pequeña deidad griega, tomó aparte al Hombre del Prado: dime una cosa, ¿aceptarías que me convirtiera en tu demon? Y el Hombre del Prado se emocionó.Pero, tú sabrías, y el pequeño rió al tiempo que Goyerri movía la cola con alegría. ¿Cómo no voy a saber?

martes, noviembre 20, 2007

Un instante junto al mar

Gregorio Luri ha reflexionado en varios posts sobre el instante y una cosa lleva a la otra.

De todo lo visto quedan instantes y el recuerdo de palabras aprendidas. Los instantes nunca fueron cuando era su tiempo, en el mismo momento de crearse, como un fogonazo que no se alcanza a ver hasta tiempo después, como la explosión de una estrella. Lo demás es memoria, que es narración, que viene a ser el resumen de uno en su tiempo pasado. En lo por venir no hay instantes todavía, ni momentos, ni hechos, ni acciones, ni actos, ni siquiera nada real salvo que el futuro, por el simple hecho de poder ser nombrado, sea realidad; lo es, probablemente, en la medida en que sea alcanzable llegar a vivir el tiempo futuro que se espera. El futuro no existe más allá del término de la vida, nada es constatable, ni siquiera significante. ¿Como puede significar algo aquello que aún no es y que es tanto improbable como que sea como probable.

Decía Cicerón que por viejo que uno sea siempre espera vivir un año más. A él no le dejaron hacer realidad esa esperanza. La suya fue una muerte absurda, hija del odio y de la mezquindad: Antonio le odiaba, Octaviano no impuso la vida del político aunque podía hacerlo. Tal vez quiso matar en él todo ejemplo de republicano convencido. Muerto el perro se acabó la rabia, pensaría, y fingiendo querer salvarle la vida la cedió ante el empuje de Antonio: "te cambio a Cicerón por tu tío" le dijo y el otro aceptó. Quería menos al hermano de su madre que odiaba al arpinate. En ese instante Cicerón perdió su vida, su fufuro y el de su familia. Los instantes de Cicerón, aquellos fulgores repentinos que le deslumbran y extraen de él todo el sentimiento posible, están en sus cartas y en los recuerdos de algunos de sus amigos: se refieren a su hija Tulia, delicia de mi alma la llamaba. Acude siempre a las líneas que escribe, un recuerdo tras otro, un sentimiento de anhelo, la irrecuperable pérdida de quien más amó. Le llegaban esos instantes arrebatados de la memoria, cuando en Túsculo escribía por ella las consolaciones y pensaba en edificarle un templo en los jardines.

Instantes que vienen de atrás adelante y adquieren el cuerpo de un pensamiento, sólido inmaterial, tan sólido como que su presencia impone, e inmaterial porque no es sino una imagen guardada en un conjunto de neuronas. Si los instantes fueran perdurables y visibles, el aire estaría lleno de ellas como si se tratara de bandadas de mariposas o una terrible plaga de langostas. Flotarían llevados por las corrientes, aureolados por la luz. Un instante evidencia siempre el fracaso de un acto que llegó a ser sin perdurar, aquello que no se pudo retener. La fotografía tomó de él la palabra instantánea y desveló el instante como una imagen impresa por la química sobre el papel.

El Hombre del Prado piensa en los instantes suyos mientras se acerca al mar, bajo el brillante sol mediterráneo. Dejó el bosque el domingo y mientras recorría en coche los 500 kilómetros que separan sus dos residencias, convocaba a sus instantes: no acudieron tantos como esperaba, seguramente a causa de que uno piensa poseer más instantes de los que realmente atesora. Abierta la caja flotan en el pensamiento tres o cuatro imágenes, no muchas más, y si quiere forzar a la memoria se encontrará con instantes fabricados por el deseo. Siempre la memoria convoca una imagen tras otra y todo lo que puede contener una emoción sublime, o el dolor inmenso, o la paz, la felicidad, el júbilo, acaba convertido en una imagen; causa probable será el tiempo en que se vive y el hábito a leer a partir de fotos que condensan hechos. Detrás de cada imagen una historia puede desvelarse, pero no es necesario, que la imagen es capaz de, al contenerlo todo, provocar todo el sentimiento.

En el capó del coche, al sacar las maletas, una figura pequeña y regordeta, se le ha quedado mirando con cara risueña: el dios menor se ha colado en el viaje al mar, y al final de este, saltando de su incómodo espacio, se ha acercado renqueando por la molesta posición hasta el borde de la terraza desde la que el mar se ofrece a la mirada. ¿Que haces tú aquí? le pregunta mientras ve como Goyerri, camina junto al diosecillo y ambos detenidos en el borde mismo, parecen solazarse por el espectáculo. El perro mueve la cola y el dios abre inmensos los ojos y ensancha las aletas de su nariz respingona, aspirando el olor. ¿Que haces tú aquí? Volver a ver el mar, le contesta el tímido personaje, arrebujado en su blanca y deslucida túnica.

Va a atardecer enseguida, ya el sol por el oeste cae detrás de la sierra. La ciudad aparece dorada como de bronce. ¿Donde queda mi Grecia? le pregunta la figura divina y el hombre del Prado señala hacia el este. Allí. ¿Muy lejos? Bueno, no mucho. Ah, dice el dios menor entrecerrando los ojos que mirando hacia el este tropiezan con los chalés que bordean el cabo, ¡ah!, que tiempos, que instantes pasé allí, dice. Y se ríe para si, socarrón. Goyerri ladra a una gaviota que vuelva bajo hacia la arena de la playa. El Hombre del Prado sabe, de inmediato, que este momento, esta imagen del dios griego y el perrillo, será un instante más en su vida repleto de felicidad. Le vienen al pensamiento las palabras de la Nodriza a Medea, y sin saber a cuento de qué las repite en voz alta: "cual piedra u ola marina oye los consuelos de los amigos" y apresura a todos para volver a la casa y preparar la cena. Por el camino mira a Goyerri severo: ¿sabías que estaba metido ahí todo el viaje? El perro sonrie, pero no ladra nada.

viernes, noviembre 16, 2007

NO. Cuestión de arrogancia.

Se trata del NO, una cuestión arrogante si se quiere.

Cansa entresacar de la realidad de cada día algo que merezca la pena, no en el sentido de la vida propia, cotidiana, del afecto de cada día con los que están cerca. Se trata de algo que merezca la pena de entre todo eso que rodeándonos parece que va a ser esencial de hoy para mañana y de ahí al infinito. Tiene esta actualidad en que habitamos una urgencia por declararse ante las cosas, por declararlas en un sentido u otro, por afirmarlas, y aún más, por establecerlas como paradigmas definitorios, que produce vértigo. Se trata de un ansia de absoluto. Ante una palabra otra; ante una frase la contraria. La vehemencia es totalidad y en ella se esconde un afán de imposición que niega lo razonable e incluso lo razonando. ¿Cómo aceptar el color de las cosas narradas cuando apenas se han entrevisto? En la negrura de la noche, cuando se abren los ojos y se trata de adivinar el contorno de los objetos, que no por conocidos son asumibles todavía, salidos como estamos del sueño, en el torpor, nadie puede dar un sí categórico: y sin embargo esa es la exigencia. Dí que si nos grita todo, todo menos nosotros que dudamos. Dí que Si y serás mayoría.

Dejar de lado el acto de negar y estar de acuerdo, la sonrisa benévola de quien apoya aquello que se le impone, aún cuando pretenda que quede inconcreta, es un acto cobarde. Pedir tiempo para reflexionar es un acto cobarde. Dudar es cobardía. Aunque en las siguientes veinticuatro horas cambie el tiempo y aparezcan nubarrones donde antes lucía el sol esplendoroso, aquella posición mediatizada por la duda, será recordada como cobardía. ¿Donde estábamos en los días difíciles en que cabía estar con todos? Pero ¿quienes son todos? Mañana, tarde y noche, un largo y prolijo desfile de todos, irrumpe en las salas de la casa, en los espacios vacíos de la intimidad, para echar en cara la cobardía habida. Hasta de uno mismo duda uno, y de su coraje, a tal punto que puede sentir el ridículo de su vacilación. Como si le importara, que ese es el precio de la duda, la inseguridad. No es como Pedro, negar al Maestro hasta tres veces, sino negarse a uno mismo llevado por la mirada escéptica del Otro, una sola vez, una sola negación.

Los paisajes del propio escepticismo cambian, vienen a modificar hasta lo más esencial que uno posee, que es su confianza, no en los demás, sino en su razón débil y temblorosa. Es verdad comprobada que no hay certidumbre que no sufra ante los embates de una verdad colectiva y no se trata de abandonar la morada interior, el ámbito recóndito en que se esconde, con la timidez, la vacilación, y resistir en ella. Vacilo, pues soy. Dudo, pues soy. Esa afirmación personal del NO , simplemente del NO, sin mayor trascendencia (si es que no es esa una trascendencia significativa) acaba arrasando la misma fuente del grito o de la humillada reflexión. Cuanto dije y cuando lo dije era otro momento y otras eran las circunstancias que me rodeaban. Si todos los demás están en contra, ¿quien seré yo para no estar con ellos? Rota toda resistencia, inapelable su razón, queda la rendición y la vergüenza.

Se trata del NO, una cuestión arrogante si se quiere. Se rata de pronunciar el NO y mantenerlo, repetirlo como un eco de propiedad personal, al que nadie más tiene derecho. Este NO es mío, propiamente mío, mi única posesión en nada sujeta a cambios. Es mi NO eterno mientras viva, alcanzado por el tiempo y la razón, o por la misma irreflexión y el impulso vital, por el anhelo, por la misma intuición con que se siente el hambre y la sed. Este No natural, como nota musical, pincelada de color, palabra de lenguaje, gesto de mimo, surge de la profundidad del instinto, como fuente que brota de la tierra y de su hondura. Contra lo que se siente se hostiga, y brota el NO, monosílabo total, en todo manifiestamente más congruente y valeroso que un si de aceptación, o que un tal vez, o un no estoy seguro. El NO es un escenario donde el actor vive su vida y afirmándola se niega. Decía Camus que era el arma del hombre rebelde, aquello que le caracterizaba. Que párrafo tan sencillo y claro, magnífico de exposición, de acierto, de significación: "El hombre rebelde es el que dice No".

Parece que a esta actualidad que nos habita, Si y No le corresponden entidades colectivas. Ante cada cuestión, o se es Si o se es No; y una enorme masa de espectadores en su anonimato alcanzan a formar una mayoría siempre mudable que a uno de los dos condenarán a la falsedad. Por eso mismo NO, como acto de afirmación.

miércoles, noviembre 14, 2007

El otoño avanza seco, sin lluvia, bajando las temperaturas, manteniendo en el bosque y en el prado un sol radiante en un cielo de pocas nubes, frentes escasos que llegan desde el norte y que tienden a dispersarse. Los días son hermosos y lo que los entristece es ese anochecer temprano que el cambio de horario y el acortarse de los días produce, a las seis de la tarde, una noche avanzada, cerrada, que impide ver los detalles del exterior: a lo sumo el corto y limitado alcance de los faroles que bordean las calles.

Goyerri vive en ignorancia del cambio de horario y necesita acomodarse a él por el uso del tiempo que se hace en la casa. Siempre va a despertar al hombre del Prado a las 9,00 de la mañana, con una precisión horario que evidencia que todo animal es afortunado poseedor de un reloj natural de espléndida mecánica y rara exactitud; ocurre sin embargo, que el cambio de horario le deja inerme durante unos días, cuando llega al borde de la cama y sacude el cobertor, a las 8,00, seguro por su parte de que son las 9,00; recibe en general un gruñido, o la caricia de una mano que se dirige a ciegas hacia él para rascarle entre las orejas unos segundos nada más y luego le abandona. Inteligente y sensible como es, nada le molesta más que equivocarse y ser reprendido por ello, 'por lo que de inmediato procede a meterse debajo de la cama y esperar allí a que los movimientos del plano superior le garanticen, que esta vez, sin error, es hora de salir a la vida del día. Necesita unos días para comprender que el reloj personal que en él habita y funciona, debe atrasarse y al fin lo consigue.

El Hombre del Prado, que en estos días lee poco y trabaja mucho en el jardín, se encuentra al caer la tarde y volver a casa del paseo con su amigo el perro, por un exterior frío y oscuro, con la necesidad de ocupar el tiempo en otras actividades. Pues tiene la seguridad de que algo en su vida ha cambiado y que su cultura se ha empobrecida, al haber dejado en el almacén del que últimamente ha hablado una cantidad de conocimientos y seguridades que ya no le interesan, tiene poca seguridad en la atención que pueda ofrecer a la lectura de un buen libro. Porque ya no está seguro de que sea un buen libro aquel, que seleccionándolo de la biblioteca, se lleve a la butaca junto al fuego. Y porque, además, tiene que resituar ahora lo que entraña bondad y lo que por el contrario podría ser una lectura fútil o banal.

Le pasó hace unas semanas con Incerta Gloria, de Joan Sales. Lo empezó a leer con delectación y fué perdiendo velocidad en la medida en que el libro cambiaba de narrador y la historia empezaba a ramificarse saliendo del primer escenario, que consideró y sigue considerando, de indiscutible genialidad. Esa historia del frente de la guerra civil, en un paraje desolado, en un pueblo habitado por almas, que en ocasiones le recordaba a la Comala de Juan Rulfo, ese universo de un surrealismo espeso y montaraz donde las vidas de unos soldados republicanos vienen a dar como con un muelle desierto de oleajes, se alzó ante sus ojos como la metáfora de una guerra, la más real que nunca ha leído. Imaginó una película de esa primera parte, en el secarral del bajo Aragón, donde confluye con Cataluña, donde para nada aparece la política republicana como argumento esencial, y donde por eso parece que el paso de los días y las noches, hacen de la irrealidad una guerra real.

Tal vez fuera, eso no lo sabe, porque en esos días estaba alcanzando el punto máximo de abandono de certezas falsas, ni siquiera incertidumbres, por lo que le pareció que la segunda parte, la historia de Trini, empezaba a flojear al perder el paisaje y la tercera, de Cruells, se le fue de las manos, no al autor, que eso no lo sabe, pero si al lector, que terminó saltándose páginas totalmente desinteresado. Y esa experiencia fue la que le hizo proponerse abandonar la lectura por un tiempo que espera corto. Sabe que debe volver a repasar la biblioteca para liberar espacio, y que debe también volver a leer algunos libros que ahora, desasistido de conceptos fundamentales salvo los que todavía quedan, aunque no podría enumerarlos con exactitud, podrían volver a proponerle una nueva conformación de su cultura: propia, libremente escogida.

En las horas en que la tarde ha caído, ha decidido empezar a ver cine de nuevo, y eso quiere decir volver a ver películas que ya ha visto, que ya vio que en este indefinido "vio" produce la lejana sensación de lo que realmente fueron aquellas sesiones en que aprendió valores. No lo puede evitar, quiere volver a repasar esa Universidad que fue el cine, y en la que cree que su generación, o él por lo menos, que no es nadie para hablar de tanta generalidad y de usar plurales comprometedores, aprendió valores que no se estudiaban en ningún colegio y mucho menos en la Academia Lope de Vega, academia de barrio en la que cursó un bachiller hasta cuarto y reválida, sin asignaturas éticas y sin aprendizaje literario, más allá de las redacciones de los jueves (donde siempre obtenía la máxima calificación) y los versos que mostraban, contando sílabas con los dedos, la medida justa: a-ma-rra-doal-du-ro-ban-co-deu-na-ga-le-ra-tur-que-sa.

Es consciente de que coraje, tenacidad, esfuerzo, amor, beso, buenos, malos, mentira, verdad, arrojo, dignidad, violencia justa, malévola inclinación, injusticia, y tantos otros sustantivos que vienen a formar la base del conocimiento del hombre moderno de su edad, estaban en la pantalla en Capitanes Intrépidos, Brigada 21, Scarface, Horizontes Lejanos, Más allá del Missouri, Mujercitas, Música y Lágrimas, Sólo ante el Peligro, El Hombre Tranquilo, Pánico en las calles, Invasión en Birmania y un largo Etcétera que escribe con capital mayúscula en homenaje al cine que vio. Los nombres de los directores los aprendió mucho más tarde, cuando se consideró indispensable intelectualizarse y una película pasó de ser bonita a interesante.

Ahora tiene una buena colecciópn de películas fruto de la perversidad de Internet y de algunas compras puntuales. Los últimos días se ha sentado ante cuatro películas en cuatro tardes seguidas: 42 Pistolas de Samuel Fuller, El hombre que mató a Liberty Valance de John Ford, The King Lear de Jean Luc Godard y Medea de Pier Paolo Pasolini. Ha acertado, plenamente ha acertado porque las ha visto con nuevos ojos y ha sido lo mismo que acudir a un estreno en aquel maravillosos Cinema Paradiso que para él fue el Cine Gloria, en la Gran Vía de Barcelona, entre las calles Villarroel y Borrell. Cada una de ellas le ha llevado a nuevas reflexiones que no alcanzó en la primera visión, le ha sugerido nuevos territorios de pensamiento, le ha proporcionado el vislumbre de una realidad visible, como diría Benavente, a poca luz y para el más corto de vista.. Probablemente en aquel proceso de deconstrucción que da por terminado, olvidó al cine y a su valor creador de personalidad en el muchacho que se sentaba en la butaca y abría los ojos para ver una historia apasionante o los ojos apasionados por ver una historia.

De como algunas de esas viejas películas inciden en la realidad de hoy, la realidad que acepta como parte influyente en su vida, hablará en los próximos posts. Mientras tanto seguirá viendo cine en compañía de Goyerri y a veces, no siempre de Ana, porque según ella dice, "tiene que planchar". Y de nada sirve que le diga que ya planchará él (ella no le cree) o que lo deje para más tarde (ella no quiere).

domingo, noviembre 11, 2007

Balance y Realidad

325 post son muchos, abarcan casi dos años de escribir en un ejercicio de la vocación y de la tenacidad. Se empezó por el paisaje y la deconstrucción. Se empezó por la voluntad de explicarse, uno a si mismo, la propia vida, sospechoso y cierto, todo es uno, de no saber demasiado de ella. Tanto vivido, tanto leído, tanto hecho y tanto dicho, no eran en aquel inicio en el bosque, sino la vaga intuición de un exceso de equipaje, valijas que conteniendo todo tal vez estaban carentes de cosas relevantes, escondidas en su propia humildad o en la pequeñez, o en la distancia.

Es incierto que el tiempo arrase aunque pueda parecerlo. No es verdad que uno mismo, en este caso el "uno mismo" que ha escrito durante dos años este blog, pueda mirando hacia delante soltar una frase categórica del tipo de "la vida es una estafa" en cualquier momento. El Hombre del Prado, cuando no era quien es ahora, solía ser categórico y saber de todo, confundiendo "saber" con "información"; tenía a gala poder explicar la realidad de cada día a partir de un editorial y en una lista aprendida de adjetivos, describía a cada persona o momento, con fe en la verdad: era de él.

Durante 325 posts, casi dos años de escritura, ha hecho un ejercicio personal de identificación de todas las certidumbres adquiridas a lo largo de la vida. Tuvo siempre, durante casi cuarenta años, la sensación de que en algún momento había abandonado un camino propio y señalizado por la vocación y el ansia, para meterse en un raíl de alta velocidad. Se metió en la vida y se dejó conducir por ella, siempre categórico, siempre verdadero, hasta que perdió de vista el lugar de la bifurcación. Hoy se pregunta por el tiempo cedido en un largo viaje que si resultó beneficioso en términos de confort, a punto estuvo de dejarle en una estación perdida en un páramo sin nombre: un lugar de espera decorado con exquisito gusto, sin dirección a seguir.

Bajó en la estación del bosque, consciente de un hartazgo de los demás. Sabedor de que el caos es la única realidad que se puede tocar, trató de atemperar los efectos. Ana enfermó de cáncer y por vez primera, miró al futuro como un paisaje frontal, como su propia vida, y presintió la ausencia. No se trata de la soledad de uno, sino de la ausencia del otro, lo que descarna la conciencia. El vacío está en ella, se diría; probablemente tuvo por vez primera en su vida, un atisbo de realidad que le cercaba. El tiempo y la enfermedad siguieron su curso y los resultados aliviaron la angustia: hoy por hoy no se muere, se dice, pero ha sabido lo que es verse desgajado de algo a lo que nunca había tenido por realidad.

En el balance de estos 325 posts, ha dicho adiós, convencido, a las ideas hechas imagen de las grandes cosas, patria, tierra, país, gentes, cultura, libros, ideas, afirmaciones, historia, cultura, libros, ideas, afirmaciones, adjetivos, historia, adjetivos, palabras, frases, imágenes... Descompuesto el contenido de la vida en fragmentos, acomodados estos en un almacén en espera de catálogo, ha conseguido finalmente ver la realidad, que es el ínfimo espacio que le separa de ella cuando duermen o cuando desayunan. Así, se dice, que la vida no es una estafa, pero está escondida. Y se dice que ha estado a punto de perderla de vista.

Tan vacío se ha quedado, que deberá volver a empezar para, ordenando las cosas, pasar de la deconstrucción a la construcción. Y en ello estará seguir escribiendo posts, pero otros diferentes a los 325 pasados, porque todo ha cambiado; Incluso tanto, que intuye que es feliz aunque no sabe, ni como ni porqué.

sábado, noviembre 03, 2007

Casi un dios

Las palabras, piensa que le quedan las palabras; y el artificio montado en torno a ellas: el lenguaje: la incómoda carencia de los verbos, el difícil territorio de los pronombres; el vago espacio de los sustantivos. Todo lo que puede expresarse es vago, de aquí el mejor acomodo del silencio. El pensamiento en él se hace monarca absoluto, reino de la intuición y de lo evanescente: una idea sin palabras siempre tiende a ser una absoluta evanescencia: ahora es una certeza y poco a poco deja de ser certidumbre y entra en en la caja inquietante de la duda.

¿Que ha sucedido? Mientras baja la pendiente del monte sobre el prado, siguiendo a un airado Goyerri que muestra su disconformidad con el paseo elegido, él, que querría ir al pueblo y envolverse en la multitud humana que lo puebla, piensa que ha llegado finalmente al vacío de la deconstrucción: ya no hay referencias, ya nada es indicativo de nada y al cabo de tanto estar en el bosque, de tanto escribir casi diariamente (por lo menos durante un largo tiempo) descubre que la cueva que habitó está casi vacia y que todo lo que debiera ser guía, orden de las cosas, asidero para tomar verdades, se ha desvanecido. Las paredes de piedra, los muros del pinar, los senderos de tierra, se han quedado en eso y ya no son ni metáfora: el hombre desnudo ante si mismo ha encontrado el no, y la palabra mágica, ha surtido el efecto a su alrededor.

El Hombre del Prado, despojado de todo menos de una vaga identidad que le habita, no que habita él sino que le habita, que trata de poseerle y se aferra a su íntimo yo, como si fuera el intimo yo, aunque sugiere que tampoco lo es y que podría´ría desvanecerse, ya no es heredero de casi nada y solamente, volcado en una labor cotidiana de trabajar la tierra y mirar el espacio que le rodea, se descubre en vocación de cultivar la tierra, de cuidar de las flores, de guardarse de la lluvia o la nieve que se anuncia. No más poesía, no más conocimiento:_ antes bien menos de todo ello. Y volver a empezar.

Un hombre se vacia de cuanto le ha sido dado como verdad y encuentra en los adjetivos una trampa mortal. Y en los sustantivos. Amor es amor, y miedo miedo. ¿Porqué no tratar de renacer ya vivo? ¿Porque no caminar a construir otra identidad? Vuela sobre el prado un día de sol radiante y un aire fresco que vivifica músculos y venas? Por los ojos entra toda esta belleza que si puede atestiguar que lo es. ¿Podría pensar de otra manera? Los libros que le rodean son paredes, decoración, colores encuadernados, guardados en tapas, conteniendo palabras. Cuanto se pensó y está aquí se borra, que eso es dejar de tener interés. Cabe tratar de alcanzar una certeza y aún ello, en este inicio, parece no tener cabida. Cuesta llegar a lo cierto, por minúsculo que sea, entendiendo como lo cierto la simple afirmación de ser y estar: tiempo y lugar: accidente no es, que la consecución de las cosas aquí le han situado. Tiempo y lugar, aunque solo sea para rechazarlos a ambos y cerrando los ojos encontrar en el vacío, nuevamente, la cueva secreta donde se hizo siendo ya cosa de otros.

Ahora, incapaz de negar a todo, porque el simple hecho de ser es una afirmación, tal vez malsana, deberá restaurar un puñado de gentes que han alcanzado la misma clarividencia del no ver, no saber, no encontrar. Ningún magisterio puede producirle satisfacción, antes bien, solamente los aullidos desesperanzados de los que entrando en la vacuidad, han descubierto en la tierra una verdad cercana: la planta que semillada crece, el mar que se expande y contrae en respiración afanosa, la azada que abre un surco y el remo que se aferra al líquido en la impotencia de hacer al elemento. De la tierra solamente el sendero tiene el valor de la incertidumbre, del hacia donde ir sin conocer destino. No hay ciudad, ni pueblo, ni refugio. Todo hombre es en sí su destino y solo él puede forjar un esperanzado caminar, si tiene claro hacia donde, hacia qué. Que nadie se equivoque, esto no es terrible, pues se anuncia un nacimiento. ¿Es pues, se pregunta, lo incierto, lo que tiene valor? Y abandonando todo el equipaje que tanto pesa, que tanto le ha pesado, que tanto ha querido ser la guía, la agenda, el atajo para deducir de él lenguaje, se dice que es así. Por vez primera en su vida, como un lamento de niño que solo percibe sombras entre luces, siente la libertad de ser, ahora justamente cuando los años pesan.

Hay que acabar el jardín, marcar el huerto, esperar a las nieves y encontrar de nuevo, en las palabras de los otros, el lenguaje esperado. De súbito, que hermosa palabra, se imagina ante un espejo, salvajemente airado, viéndose vacío y vivo, despojado y pleno, y mientras le asaltan terribles aquellos que querrían despedazarle por su atrevimiento, rompe el cristal en que ve el ámbito que le rodea y se siente pletórico. Es casi un dios, ahora que vuelve a ser un hombre.