viernes, febrero 29, 2008

Juste avant la nuit.

Es el título de un curioso film de Chabrol basado en la novela The Thin Line, de Edward Atiyah. Acaba de verla, sentado junto al fuego al que le cuesta arder con llama enérgica y entusiasta, porque un tronco está húmedo. Es cosa de la lluvia que ha estado cayendo desde ayer, cuando llegaron provenientes de la playa. Lluvia y lluvia, menuda, persistente, calando todo que llega a empaparse y a rezumar gotas que recorre caminos naturales: la pendiente de una barandilla de la escalera de entrada, las patas de los veladores del jardín, los canalones que mal encajados adornan las cuatro esquinas del invernadero, el buzón donde el correo de tres semanas se muestra empapado, con letras descoloridas, manchones de tinta que desdibujan los nombres.

Cuando ha paseado a Goyerri, sobre las seis de la tarde, ha podido oir como el Arroyo, al que llaman Mayor, baja crecido y torrencial y presenta su voz. El bosque que lo encierra brilla en la penumbra del atardecer; las hojas de los árboles muestran superficies lisas que espejean. El perrillo se resigna al paseo y el Hombre del Prado lo disfruta, calado el sombrero de lona de ala ancha que le han regalado por la mañana, muy ancha le dicen para que las gotas no inutilicen los cristales de las gafas de miope. Esta noche, han comentado Ana y él, podemos ver una película.

La historia es la de un hombre burgués, honrado, que comete un crimen y vive en la angustia constante de su necesidad de expiarlo, hasta que decide entregarse a la policía. Nadie a su alrededor, a los que confiesa el hecho, su mujer y el marido de la víctima, que es su mejor amigo, quieren una justicia social más allá del círculo íntimo en que se mueven, de la propia angustia del asesino no encuentra eco. Extraña confesión sin destino. Lo hecho, hecho está, le dicen. Nada va a cambiar las cosas y la vida, construida con tanto esfuerzo a partir de pequeñas cosas, no debe saltar por los aires cuando lo que queda atrás es irremediable. Ningún castigo podrá cambiar aquello que pasó; escribe Dreyden en una versión del Carpe Diem de Horacio, en el siglo XVII, unos hermosos versos: Not heaven itself upon the past has power (1) . Los actos de los hombres se trasladan con el tiempo pasado al esperado, deseado olvido. La diferecioa entre la justicia de todos y la propia, es que esta última es absolutamente capaz de perdonar u olvidar, eso la hace tan peligrosa y corrompida. Si la infidelidad y el crimen no son capaces de indignar hasta el odio, si el acto miserable del marido y amigo no merecen la hostilidad de quien los sufre, ¿donde está el crimen? ¿Donde la culpa? ¿Que puede hacerlo, al cabo, que sea realmente terrible? Decidido nuestro asesino a entregarse a la policía, es su mujer la que suministrándole un somnífero le ayuda a suicidarse. Las últimas palabras de él, cuando tendidos en el lecho se toman de la mano esperando el sueño del somnífero, son pidiéndole a ella que apague la lámpara de la mesilla de noche: ahora, que venga la oscuridad.

Tiene Chabrol la minuciosidad de un microscopio. Argumento con ribetes de Dostowiesky, la película avanza hacia la complejidad psicológica y el retrato de familia en una ciudad cercana a París, de esas minúsculas, en las que el director francés se encuentra tan a gusto. Parece que en esas ciudades puede suceder todo a la vista de todos y la mayor de las tragedias sucede con la naturalidad de lo cotidiano. En la última secuencia, leyendo la viuda una carta del amigo íntimo, tropieza con una frase que al Hombre del Prado le llama con vehemencia y es causa de este post: No podía vivir sin su dignidad.

Apagadas las luces de la casa, recogido el lector de DVD y ya en el estudio en el piso alto, mira a su alrededor: los estantes de libros, los recuerdos de una vida, papeles, cuadros, las ventanas que se abren a la oscuridad... Todo cuanto le rodea forma parte de su vida y es su vida, en los detalles en que está se arma físicamente con las cosas. Las cosas que son objetos sin función hasta que saltan a la vista y tienen nombre e historia. Piensa en "su dignidad", no la del asesino, sino la suya; no la dignidad como una cosa genérica, sino su dignidad personal. Escribe Kant que "aquello que está por encima de todo precio, y por tanto no admite nada equivalente, eso tiene dignidad" Es pues la dignidad un valor y de cuantificarse lo sería en respeto. Las cosas que le rodean no tienen ese valor, él sí, piensa que si, o que merece tenerlo, o que está capacitado para tenerlo.

Afirma Plutarco que Cicerón ofreció el cuello a su verdugo con un gesto digno, pero Apiano lo niega. Apiano no siente ningún respeto por Cicerón, no gusta del personaje; no siente respeto porque no es capaz de valorar su dignidad, no se la concede, no la ve, no quiere verla. Habrá gente, se dice el Hombre del Prado, que no alcance a verme con los ojos del respeto que debería provocar en ellos mi dignidad; seguramente mucha, seguramente gran parte de sus conocidos, nunca se detendrán a pensar en que están ante un hombre digno. ¿Lo es en realidad? ¿Ofrecería él el el cuello al verdugo, ante la inevitable ejecución?

No podía vivir sin su dignidad, dicen del asesino en la película de Chabrol. Este es un territorio más equívoco, porque se trata de que el asesino no será capaz de respetarse al saberse autor de un crimen y ocultador del mismo. Violencia y mentira le arrebatan a sus propios ojos el valor de la dignidad: no puede respetarse a si mismo. Cuando un ser humano no se respeta, lo ético es sufrir. ¿Se respeta a si mismo el Hombre del Prado? A bote pronto se contesta que si, que tiene una buena opinión de sí mismo, sobre todo últimamente, cuando parece que ha llegado a un punto de partida, a una transición vital y camina, en expresión de un buen amigo, en busca de una biografía intelectual propia, que no sea a fin de cuentas la de todos. Si me respeto, piensa, debo pues de tener mi dignidad bien conservada entre mi guardarropa.

Sonríe satisfecho cuando nadie lo ve; desde el la alcoba, al otro lado del estudio, llegan las voces atenuadas del televisor y una tos de Ana, que como él, parece caminar hacia un estado gripal de esos que arruinan un final de semana y arrasan persona y dignidad, virtud y respeto.

(1) John Dryden (1631-1700) Ni siquiera el cielo tiene poder sobre el pasado...

jueves, febrero 28, 2008

Nueva etapa.

Este blog cambia de formato a partir de hoy mismo. En los últimos días ha estado su autor dando vueltas a la idea de seguir con lo hecho hasta el momento y no sabía como. Día tras día, últimamente semana tras semana, ha ido publicando unas columnas que no han sido que una pulsión necesaria. El aliento vital de los clásicos se ha convertido aquí en una corriente de palabras hilvanadas por ideas, o por el contrario, de unas ideas dispersas hilvanadas por palabras. La primera y su alternativa vienen a ser, representando cosas diferentes, sustituibles la una por la otra.

El que esto escribe está seguro de que un Post es un ejercicio del exhibicionismo de autor, que en el caso del negocio editorial alcanza la justificación de la notoriedad remunerada. En este universo de voluntad personal soportado por una tecnología anónima, la exhibición del texto no es una casualidad producida por el aburrimiento, sino la necesidad de comunicar en seres anónimos, abriendo un territorio desconocido, apelando a lectores, interpelado por ellos. EN EL BOSQUE ha sido, durante algo más de dos años, el lugar en que un hombre ha tratado de resumirse conociéndose a partir de una premisa: todo ser humano ha sido diseñado a imagen y semejanza de su tiempo en los días en que, incapaz de defenderse de ese diseño, no ha podido sino sentar cabeza y convertirse en alguien de provecho. Hay un momento en el cual conviene deconstruirse, recoger cada una de las piezas que le componen y guardarlas con mimo, no vaya a necesitarlas en el proceso siguiente de construcción de un YO, seguramente inseguro, pero cuando menos, vacío de todo lo superfluo.

Alguien a quien el Hombre del Prado respeta enormemente, desde su capacidad intelectual enorme y disciplinada, le decía hace una semana, que no podía "creer lo mismo que sus padres creían"; y en esa afirmación late la tragedia de una educación sentimental que alcanza desde el pupitre hasta la alcoba. Hace dos años, el Hombre del Prado, que decidió distanciarse del autor que escribe, como parte inicial del proceso de verse, cosa que es algo más que un recurso literario, decidió que era tiempo de conocer aquello en que creía, que era lo que sabía, cuales eran sus certidumbres, cuales sus disimulos.

Decidió escribir acerca de Él, que era acerca de sí, convirtiendo el paisaje en que vivía en un lugar de aislamiento, visible desde las ventanas frías de cristal y las emocionadas de los sentimientos. Una cierta soledad afloró, no trágica, sino seguramente aquella soledad que como una vestidura lleva cada uno de los mortales sobre los huesos y la carne. Existe esa soledad pues cada uno es su YO, y en ese personaje, vislumbra a los demás como la otra parte del universo. Nqadie puede negar que esa visión, a fuer de personal, es solitaria. Nadie ve lo mismo que el otro, o que los otros. Nada hay de vergonzoso en resaltar la soledad de cada uno, antes por el contrario, le parece que lo es afirmar la felicidad permanente del que actúa en el circo día y noche y desesperadamente se convierte en un ser "a modo de"...

Hoy ya sabe que no sabe prácticamente nada, y que nada le importa saber más. El saber es inalcanzable; no el razonar, darle al pensar por la emoción de divertirse consigo mismo. Pero saber, lo que se dice saber, ni leyendo todo lo escrito en la historia de la humanidad, se conseguirá saber a ciencia cierta, no lo que se sabe sino aquello que debiera ser sabido perentoriamente: tal vez el amigo en la mesa del restaurante apuntaba a ello, aquello que es imposible creer aunque en la emoción se desee. ¿Cómo saber cuan cierta sería esa certeza ausente?

El Hombre del Prado siente que se ha vaciado y que está ligero, como un cuerpo vacío de aliento vital esperando a que un alma de aire, más ligero que el éter, le llene de nuevo. Y en esa ligereza siente felicidad. Ha conseguido arrumbar a un infinito trastero la idea de que era, ante todo, un hombre preocupado y sabio y se siente feliz cuando puede considerarse un despreocupado ignorante. Es consciente de que a lo largo de su vida, ya un poco larga, ha seguido las modas que dictaba la razón de los otros, siendo él también y lleno consciencia un otro, y que sin reparar en como, ha dejado de contar con el exterior. La gran tragedia de la humanidad, piensa, ha sido dotarse de tan grave seriedad para explicarse, cuando probablemente no sea sino una casualidad, creada o no, en un juego de cósmica pequeñez.

Escrito esto, afirma que seguirá en el post escribiendo sus cosas, porque el bosque sigue siendo bello y Goyerri un fiel amigo.

domingo, febrero 24, 2008

Confidencias. M y D: Una ecuación apasionada

Esta historia es ficción porque es realidad, y es realidad porque es ficción.

D ama a M y M ama a D. Se aman apasionadamente: amistad y pasión les unen. Llegó antes la primera y durante ella, M se unió a otro y ambos se amaron. Tiene el amor la índole del conflicto entre personas que suele ir a más, como también a menos. No es posible vivir sin él, está en la naturaleza de cada uno, de todos: el conflicto tiende a la crisis y en ocasiones se resuelve con mayor amor, con mayor compañía. Llegar a través del conflicto a la compañía es un arte complejo, porque en el amor lo primero que tiende a la fatiga es la pasión. Recuerda el Hombre del Prado a una mujer que le decía "tanto nos amamos que acabaremos gastando todas las veces" y fue cierto. Se gastan las cosas por el uso, todas; si nada llena el vació que deja su paulatina desaparición queda un hueco que puede convertirse en mortal aburrimiento o terrible compañía. Quien eso le dijo al hombre del Prado fue la madre de D, y acertó. Conviene reconocer, al cabo de los años, que el antagonismo tiende a negar cualquier evidencia de sabiduría, pero la serenidad, hija del tiempo, pone las cosas en su sitio: ella acertó.

Pues M se unió, apasionada y enamorada, a otro hombre y con él se fue por el mundo. La vieja amistad con D siguió un curso epistolar, palabra más precisa y emotiva que emails, que es lo que técnicamente eran. Cuando N volvía a casa, en el cíclico ir y venir de los viajes, ambos se encontraban y regalaban confidencias. La confidencia es la base de la amistad más profunda, la entrega de uno al otro, la puerta abierta a la necesidad de descargar las angustias que agobian en los oídos precisos. La amistad se alimenta del placer de la confidencia.

D recorrió diversos amores, diversas pasiones. El Hombre del Prado le veía ahora feliz, ahora infeliz. Confiesa D que cuando un amor era quieto y sútil, él lo estropeaba como si le faltara un cierto desequilibrio. hay quien no sabe vivir en calma, si es joven no puede. Siempre existe una aventura más peligrosa, un riesgo mayor, una emoción más intensa. Nos va, dice la gente, la descarga de adrenalina, pero el hombre del Prado no sabe bien que quiere decir eso. Todo es química, eso si lo sabe, pero no quiere aprender ahora un nuevo lenguaje hecho de tecnicismos para reconocer que los humanos existe una tendencia innata al peligro. Una amiga a la que no ve hace años le confesaba que sin apasionados encuentros a espaldas de su marido, la vida le parecía vacía; no lo hacía por desamor, sino por llenar vacíos de manera metódica. Tenía amantes, y disponía, en un plan de vida metódico, diseñado para la infidelidad, de los jueves, como día de libertad. Se acicalaba y bajaba a Barcelona para pasar el día con amigas a las que veía hasta la una, hora en que se encontraba con su amante, comían juntos en un cierto escenario que preñaban de romanticismo escondido y visitaban un hotel donde se encontraban cuerpo a cuerpo. Le confesó un día que a veces, solamente a veces, imaginaba que se abría la puerta de la habitación y entraba su marido: a ella, imaginar esa escena violenta, le causaba placer.

Un día M, no de repente, que estas cosas no son así, miró a su marido y no le reconoció como ella querría reconocerlo. tal vez había cambiado, pero lo más probable es que la pasión hubiera dejado paso al hueco que se rellena de sentimientos imaginados. Él, pensaba ella, era una buena persona, un marido solícito, no se merecía que ella le desamara, no se merecía que ella sintiera que se abría un foso entre ambos. Esos fosos no existen en realidad, pero conviene imaginarlos para ignorar que lo que se interpone es el cansancio del otro y la necesidad de libertad. Todos los amantes repiten el mismo gesto, viven el mismo desasosiego cuando llega el momento. Quien no lo siente y repite, de manera constante, se convierte en la figura de "donjuan", un cierto profesionalismo le invade: ya solamente le atrae la aventura si tiene como escenario el territorio de la pasión, repetida siempre la misma con distintos cuerpos. Volviendo a M, ella volvió a casa.

Surgió entonces en la vieja amistad con D, en el territorio de las confidencias, un apasionamiento basado en la comunión a que habían llegado, en la intimidad de los amigos que necesitaban verse y contarse sus cosas. D estaba solo, M se liberaba. Hasta ese momento; M pedía a su pareja comprensión y libertad. Pero el amor tiende al conflicto, y aquel, abandonado, decidió actuar como el amante desposeído: decidió luchar, seguirla, convencerla de que todo puede recomponerse, que es lo que siempre se dice cuando se está ante un estropicio. El tiempo de amar acaba como el tiempo de vivir, en un agotamiento. Quien no lo quiere reconocer y lucha es porque se siente herido en lo más íntimo: la propiedad de su felicidad, de su tranquilidad, de su recorrer la vida seguro de que todo está bien.

M iba y venía; no sabía negarse al requerimiento del otro porque se sentía culpable. Antes, seguramente no, porque estaba sola con su agujero en la tripa y sus largas horas de pensar en la anhelada vida que se le escapaba. pero ahora, con D en su intimidad, en su pasión, viviendo la gloriosa explosión del amor, se sentía culpable porque su abandono tenía compensación, porque tenía apasionadas razones para no querer estar con con aquel. Es irremediable la llegada de la culpa, debe ser ella la que demuestra la existencia de la conciencia, la pugna entre el alma racional y el alma apasionada. M, ahora, quería que fuera su marido quien la dejara de lado, quien comprendiera que habían terminado y en las largas conversaciones que se producen, generalmente hasta altas horas de la madrugada, agotadora circunstancia de dar vueltas y vueltas a lo mismo sin concluir nada más que restan pocas horas para el sueño y la fatiga va ganando terreno, la física, que es la que maltrata a la otra.

No le contó que tenía un amor y que era correspondida; no le contó que durante varios meses vivieron la mejor de las pasiones, la cotidiana. Nom le contó como había vuelto la alegría a ella, como la emoción podía con su cuerpo hasta derrumbarlo, como no hacía más que pensar en D, como cada ausencia tenía que llenarla imaginándolo, pensando en él, recorriéndole con las caricias de la mente. Tampoco le contó que a D le pasaba lo mismo con ella. He aquí, se dijo M, que estoy mintiendo porque no quiero que se sienta desposeído a causa de otro; quiero ser libre por mi misma. El tiempo lo cura todo, pero nunca a corto plazo, ahí el tiempo desgasta. Aquel hombre, que poco sabía, salvo que forzando la situación conseguía que volvieran a verse, que se produjera algún que otro rencuentro que de nuevo terminaba con la marcha de ella, presumía que cada uno de ellos era una pieza más de su victoria. No es bueno tomarse esas cosas con espíritu de victoria, porque de suceder, suele ser pírrica. ¿Que se consigue con el trofeo en casa si al cabo de todo no te ama?

M le pedía a D que la ayudara, que le indicara que hacer, y D se negaba. No podía, no quería, razón sobre pasión, influir en ella. Intuía que estaba ante el amor de su vida, de su corta vida, pero ya en inicio de cierta madurez. Él creía que el conflicto era de ella y solamente ella debía resolverlo. Pensaba, es cierto, que si M no le decía a su marido que estaba enamorada de otro hasta convivir largas temporadas, se estaría produciendo, además de un engaño, una situación que alimentaba la presión sobre M. Si él no lo sabe, pensaba D, pensará que es posible conseguir su objetivo y M volverá. Si lo sabe, por el contrario, tendrá que asumir que todo está acabado definitivamente y entonces yo seré libre para ayudarla.

El Hombre del Prado entiende que la vida es conflicto. Un día le dijo a una mujer a la que amaba, desmesuradamente piensa ahora, lo mejor es que me vaya, pero por favor: no me dejes. Escribió un hermoso poema que guarda, muy pocas guarda pero este sí, que era lúcido y como ya ha escrito hermoso, que se iniciaba con este verso: adios, amor, adios; no dejes que me vaya. Luego todo acabó disuelto en el tiempo: una mañana, al despertar, ya no estaba ella en su pensamiento y la casa volvía a estar habitada por las luces y los ruidos del exterior. Cada cual sale de sus tumbas como Lázaro, resucitando un día tras otro. En esa parábola existen tantas metáforas que conviene leerla y recrearla. El Lázaro al que Jesús resucita tal vez no haya muerto, o es que hay muchas maneras de morir y solamente una es para siempre. Cuando habla con D le dice que todos los tejidos se recuperan de sus heridas, que las células se regeneran permanentemente, que no somos nunca el mismo que fuimos y su amigo lo entiende, lo acepta, pero espera a que M camine con paso decidido hacia su verdad.

Es lo que tiene el amor, que nos convierte en parte del otro y depositarios de la más absoluta de las paciencias.

lunes, febrero 18, 2008

La cara seria de Goyerri


La cara serie de Goyerri, recién salido de la peluquería, muestra una profunda preocupación por la situación política. El Hombre del Prado, ahora en la playa, ha hablado con él y el perrillo le ha contagiado su seriedad. "No puedes vivir al margen , le ha dicho, en el bosque o aquí. No puedes mantenerte como si nada fuera contigo. ¿Te das cuenta de lo que nos jugamos?" Le contesta que no se da cuenta, que no cree jugarse nada. Que son otros los que, de jugarse algo, serça la decepciçon

sábado, febrero 16, 2008

Volver. El primer día. Los mayores.


Para Jesús y Toni, por orden alfabético.

La ciudad abre sus brazos y entrega un sol tibio, una caricia, que extiende su sonrisa sobre años de ausencia y los acalla. Este callejear no es de momentos, sino de calles que fueron habitadas por su cuerpo, y después por su memoria, un cuerpo más joven que este que ahora se desplaza sin voluntad en su abandono, una memoria que se pedía en sombríos pensamientos o momentos de exaltación: toda memoria tiende a la ingenuidad y suele convertir cualquier cosa pasada en un mundo, un chaflán en un universo, un portal en la entrada al Jardín del Edén.

Envejecer es lo propio de toda naturaleza, en su todo o en sus partes, envejecer con plazos diferentes. Antes envejece el hombre que la piedra y estas que están y han estado seguirán después de que él se vaya, no de la ciudad sino de la misma vida en la que habita, porque son piedras convertidas en símbolos, y símbolos en signos, y todo en una referencia para emplazarla en un lugar del pensar. En esa sucursal de La Caixa, de la calle Santa Ana, estaba hace los años justos para estar en el recuerdo un bar que se llamaba Lugano, de dos plantas, la de la calle y un sótano, en el que se reunían con sus escritos últimos, los últimos dibujos, las ideas últimas, y en torno al tablero blanco de la mesa, la tarde era el albergue acogedor. Un poco más allá. Zodiac guardaba a su bohemia mezclada con parejas que se besaban, y pijos divertidos (¿donde estará Nerón?) que confraternizaban dentro de un enorme respeto de los unos por los otros. Allí leyó La larga agonía de Ana Soro que parecía que la había escrito Durrenmatt, tan influída estaba. Zodiac es ahora la entrada a un aparcamiento, y frente a él, bajando una rampa de piedra, las viejas tumbas de la necrópolis romana mantiene su prestancia y dignidad, sólidas en piedra gris. En la baranda de hierro se apoyaban con el gin tonic en la mano, aquella turba que parecía salida de las novelas de Marsé.

Se trata de esbozar una teoría del rencuentro, que no es sino el encuentro de nuevo, como si la mano fuera a dibujar sobre una tenue línea de gris que servirá de guía, aunque es lícito apartarse de ella y trazar un nuevo contorno. Quien camina sabe que uno no debe enfurruñarse con una ciudad cuando es en ella por la que se ha callejeado infancia y juventud. Sin saber recordar momento por momento, los muelles le han brindado el olor y el color del mar abierto, mirando a lo lejos, más allá de la bocana a la que llegan los vapores que llaman golondrinas para atracar en el rompeolas, línea inicial de todas las ausencias. ¿Cómo negar ese olor que se ha llevado después guardado en los bolsillos? En cualquier momento de ensueño ha vuelto y ha sido una bocanada de melancolía de las que terminan en confortable sonrisa.

Cabe esperar, se dice en este rencuentro, que todo termine bien, con un abrazo de despedida que sea al mismo tiempo un "pelillos a la mar". Nada es tan importante en la vida como para que pese siempre, que todo se diluye. Bajando a pie por el Paseo de San Juan, una voz conocida le susurra al oído ¿porqué has tardado tanto? y el Hombre del Prado contesta que ha sido porque no estaba preparado. Para volver a casa siempre hay tiempo, a la casa que es el hogar que es un nebuloso ámbito que de repente se abre y en él estás. Conviene en estos retornos, dejar que mengüe el equipaje hasta lo estrictamente necesario: necesidad de retorno, nostalgia, ausencia de rencor, paz con uno mismo.

Un rencuentro es un rencuentro con uno mismo, poblado de cosas que allí estaban. No se rencuentra lo que no existe en uno, lo que no se ha guardado; ya hay un camino hecho que garantiza el éxito, basta con s aber mirar. En este del que se habla, el hombre del Prado entra a las 20,30 de la noche en Casa Alfonso, de la calle Lauria, y allí, en una mesa rinconera le esperan Jesús D... y Toni T..., a los que no ve desde hace, calculan, treinta y siete años. El lugar era entonces una tasquita con buen vino, buena cerveza, jamón estupendo (en aquella época todo jamón era excepcional aunque no lo fuera) y tortilla de patatas; hoy tiene una estrella en la Guía Michelin, le dicen, y todas sus mesas abarrotadas. En los balcones del piso primero, portal al costado de la puerta de la taberna, estaba el Club de Amigos de la Unesco: como Zodiac y Lugano, ya no está allí y nada importa que haya cambiado de lugar. En aquel piso preparaban conferencias, lecturas teatrales, politicaban y se enamoraban. Cosas de las veinte años, se dice, mientras, antres de entrar en Casa Alfonso ha levantado los ojos y ha visto como la tribuna de cristales se mantiene en la oscuridad. Ya no hay nadie allí, ni rosa cruces, ni esperantistas, ni un socialistas, ni varios comunistas, ni dos nacionalistas, ni Luisa, la secretaria severa, ni los teósofos, ni los amigos de la poesía, los de la cultura, los de la vida asomada a todas las culturas. El Noticiero Universal reposaba sobre la mesa, recuerda, y anunciaba la muerte de Luigi Longo: ¿porqué recuerda esta secuencia, ahora justamente?

Este encuentro al cabo de tantos años es fruto de casualidad y causalidad. El destino tiene la virtud de ser siempre lo que uno intenta y lo que sale: no se escribe solo, nunca, ni está en manos de los dioses. Si Toni T..., menorquín, hombre de mar, pagés, isleño por los cuatro costados que es como son las islas isleñas, rinde un especial culto a la memoria de los años felices. Jesús D... menos, y el hombre del Prado menos. Pero Toni debe pensar que la felicidad pasada debe ser guardada en la memoria y sacarla a pasear para sentirla de vez en cuando. Es tan lícito como emocionante, pero no todo el mundo está dotado para esta fidelidad a lo que se fue: muchos están dotados para la huida.

Mientras el Hombre del Prado entraba en Casa Alfonso, la voz que antes le había susurrado vuelve ahora a hacerlo, y oye en una voz dulce que le enamora "tan enfurruñado estabas?" y trata de contestar para sus adentros que no era eso, y que ahora no lo recuerda si estaba enfurruñado, airado, fugitivo de todo lo que parecía permanente si lo estaba, pero enfurruñado no. Y la risa melodía de la voz le acaricia con su aliento haciéndole revolotear los cabellos de la cola que lleva recogida por una goma, desde que llegó al bosque: signos de identidad.

Volver es un estado del alma, y la suya, exultante, se funde en un abrazo que dificultan las mesas y las sillas del lugar, abarrotado, y así es mejor, pues no desea un abrazo de cine, a la castellana, con palmadas en los omóplatos. Una cierta contención está bien, se dice: después de todo, en este "Hola" que se produce entre sonrisas, se abre un tremendo agujero de treinta y siete años, en los que, desgajados del vivir en común, ya no son lo que eran y no saben lo que son, unos de otros.

Desarraigo y desasosiego desaparecen: cervecita, jamón, queso, un poco de pan. El plan de la noche es un tour, a la manera de los visitantes de la ciudad que desconocen, donde el guía será la memoria. Casa Alfonso, El Cuatre Gats, Boadas, y por ese paseo, el cine Maryland, la cafetería del mismo nombre, Lugano, Zodiac, el viejo SEU, el Ateneo, las Ramblas... Los tres primeros y el Ateneo siguen en pie, de lo demás no restará nada y habrá que construirlo con la memoria: datos definitivos, hijos del crecimiento, piensa mientras trata de ver en las miradas de los amigos que fueron, el brillo de una amistad que querrían que fuera. Saltar de un tema a otro, picotear en la memoria, exponer el curriculum de cada uno, el físico y el metafísico. Les explica que ha comido con Gregorio Luri, y ha sentido el placer de una conversación también de encuentro; han paseado hasta La Central y se ha maravillado frente a ese diseño basado en las estanterías que se suceden, pareciendo infinitas, que dejan amplios espacios para respirar la vista. Un tema muy caro al hombre del Prado: la esencia del extranjero, obligada naturaleza del que abandona su hogar y se niega a ser asimilado por el nuevo, hasta el extremo de perderse... Un hombre es de sí mismo y habita en un lugar, o habita en un lugar y es del lugar: el orden de los factores altera el producto. Una mención, pasajera, les ha hecho sonrneir a Luri y a él: el reconocimiento a los textos de Julia Costa, la maestra que tan bien escribe y recuerda: maestra en más de un sentido.

Jesús D... viene de ganar un premio de teatro y Toni anda metido en sus circuitos eléctricos. ¿Cómo puede gustarle a alguien la electricidad? se pregunta el Hombre del Prado. ¿Que clase de poesía manifiesta un omnio o un voltio? Por que Toni T... es un sentimental; Jesús también debe serlo, eso no lo recordaba, pero cuando habla de su familia, de su mujer, de los chicos, de la muerte de su madre, aflora en él un sentimiento triste, una mirada en que algo entela el brillo por unos instantes. Siempre ha mantenido una sonrisa cargada de ironía, pero es gesto natural lo que tenía por distancia, así lo piensa ahora.

Boadas se llena como un pulmón, de humanidad que es aire; y se vacía. Cada poco tiempo se produce el mismo efecto, a medida que acaban espectáculos. Delante de un Gin Tonic que es una obra de arte, el hombre del Prado siente que esa humanidad la aspira y expele el lugar, que debe ser lo único vivo en ese conjunto de cuevas, de cavernas, de oscuridades, que es una ciudad. Conviene, sabiendo ya del pié que se calza, cada uno en su pié y en su calzado, pensar en repetir, convertir la mágica casualidad del empeño de Toni, en un acto común de presente. Hacer que funcione el correo electrónico, charlar por Skype, tal vez pensar en proyectos juntos. Han descubierto, eso cree el que esto escribe, que no tiene edad, y esa era la preocupación antes del encuentro. No tiene edad, no la han tenido nunca, ni cuando en la veintena se creían ni ahora que muchos años después no aceptan la vejez sino como un estado del alma: y su alma está bien.

Otra vez, camino del hotel a donde le acompañan, ligeramente turbia la menta por un poco de bebida, vuelve la voz a susurrarle al oído "te dije que valía la pena que vinieras" y él no acierta a contestar: esta vez no. Le ha pedido al camarero de Boadas que les haga una foto juntos y lo ha hecho al tiempo que se ha retratado a si mismo: grotesco en una mueca de bufón. Asi deben de ser los reencuentros, con sus bufonadas, su melancolía, una pizca de nostalgia, una ligera ebriedad y una voz susurrante de la ciudad que le abre los brazos, después de tanto tiempo. Mientras entra en el Hotel, la voz sigue en él: es que nunca haces caso.

El Hombre del Prado sonríe en el ascensor y le promete cambiar. ¿No es, a fin de cuentas, un niño? Escribe Lucrecio que los ojos rehuyen lo brillante y evitan mirarlo, y él piensa que no es así. Habría que ver con qué ansía mira el brillo de esta noche en Barcelona.