domingo, febrero 24, 2008

Confidencias. M y D: Una ecuación apasionada

Esta historia es ficción porque es realidad, y es realidad porque es ficción.

D ama a M y M ama a D. Se aman apasionadamente: amistad y pasión les unen. Llegó antes la primera y durante ella, M se unió a otro y ambos se amaron. Tiene el amor la índole del conflicto entre personas que suele ir a más, como también a menos. No es posible vivir sin él, está en la naturaleza de cada uno, de todos: el conflicto tiende a la crisis y en ocasiones se resuelve con mayor amor, con mayor compañía. Llegar a través del conflicto a la compañía es un arte complejo, porque en el amor lo primero que tiende a la fatiga es la pasión. Recuerda el Hombre del Prado a una mujer que le decía "tanto nos amamos que acabaremos gastando todas las veces" y fue cierto. Se gastan las cosas por el uso, todas; si nada llena el vació que deja su paulatina desaparición queda un hueco que puede convertirse en mortal aburrimiento o terrible compañía. Quien eso le dijo al hombre del Prado fue la madre de D, y acertó. Conviene reconocer, al cabo de los años, que el antagonismo tiende a negar cualquier evidencia de sabiduría, pero la serenidad, hija del tiempo, pone las cosas en su sitio: ella acertó.

Pues M se unió, apasionada y enamorada, a otro hombre y con él se fue por el mundo. La vieja amistad con D siguió un curso epistolar, palabra más precisa y emotiva que emails, que es lo que técnicamente eran. Cuando N volvía a casa, en el cíclico ir y venir de los viajes, ambos se encontraban y regalaban confidencias. La confidencia es la base de la amistad más profunda, la entrega de uno al otro, la puerta abierta a la necesidad de descargar las angustias que agobian en los oídos precisos. La amistad se alimenta del placer de la confidencia.

D recorrió diversos amores, diversas pasiones. El Hombre del Prado le veía ahora feliz, ahora infeliz. Confiesa D que cuando un amor era quieto y sútil, él lo estropeaba como si le faltara un cierto desequilibrio. hay quien no sabe vivir en calma, si es joven no puede. Siempre existe una aventura más peligrosa, un riesgo mayor, una emoción más intensa. Nos va, dice la gente, la descarga de adrenalina, pero el hombre del Prado no sabe bien que quiere decir eso. Todo es química, eso si lo sabe, pero no quiere aprender ahora un nuevo lenguaje hecho de tecnicismos para reconocer que los humanos existe una tendencia innata al peligro. Una amiga a la que no ve hace años le confesaba que sin apasionados encuentros a espaldas de su marido, la vida le parecía vacía; no lo hacía por desamor, sino por llenar vacíos de manera metódica. Tenía amantes, y disponía, en un plan de vida metódico, diseñado para la infidelidad, de los jueves, como día de libertad. Se acicalaba y bajaba a Barcelona para pasar el día con amigas a las que veía hasta la una, hora en que se encontraba con su amante, comían juntos en un cierto escenario que preñaban de romanticismo escondido y visitaban un hotel donde se encontraban cuerpo a cuerpo. Le confesó un día que a veces, solamente a veces, imaginaba que se abría la puerta de la habitación y entraba su marido: a ella, imaginar esa escena violenta, le causaba placer.

Un día M, no de repente, que estas cosas no son así, miró a su marido y no le reconoció como ella querría reconocerlo. tal vez había cambiado, pero lo más probable es que la pasión hubiera dejado paso al hueco que se rellena de sentimientos imaginados. Él, pensaba ella, era una buena persona, un marido solícito, no se merecía que ella le desamara, no se merecía que ella sintiera que se abría un foso entre ambos. Esos fosos no existen en realidad, pero conviene imaginarlos para ignorar que lo que se interpone es el cansancio del otro y la necesidad de libertad. Todos los amantes repiten el mismo gesto, viven el mismo desasosiego cuando llega el momento. Quien no lo siente y repite, de manera constante, se convierte en la figura de "donjuan", un cierto profesionalismo le invade: ya solamente le atrae la aventura si tiene como escenario el territorio de la pasión, repetida siempre la misma con distintos cuerpos. Volviendo a M, ella volvió a casa.

Surgió entonces en la vieja amistad con D, en el territorio de las confidencias, un apasionamiento basado en la comunión a que habían llegado, en la intimidad de los amigos que necesitaban verse y contarse sus cosas. D estaba solo, M se liberaba. Hasta ese momento; M pedía a su pareja comprensión y libertad. Pero el amor tiende al conflicto, y aquel, abandonado, decidió actuar como el amante desposeído: decidió luchar, seguirla, convencerla de que todo puede recomponerse, que es lo que siempre se dice cuando se está ante un estropicio. El tiempo de amar acaba como el tiempo de vivir, en un agotamiento. Quien no lo quiere reconocer y lucha es porque se siente herido en lo más íntimo: la propiedad de su felicidad, de su tranquilidad, de su recorrer la vida seguro de que todo está bien.

M iba y venía; no sabía negarse al requerimiento del otro porque se sentía culpable. Antes, seguramente no, porque estaba sola con su agujero en la tripa y sus largas horas de pensar en la anhelada vida que se le escapaba. pero ahora, con D en su intimidad, en su pasión, viviendo la gloriosa explosión del amor, se sentía culpable porque su abandono tenía compensación, porque tenía apasionadas razones para no querer estar con con aquel. Es irremediable la llegada de la culpa, debe ser ella la que demuestra la existencia de la conciencia, la pugna entre el alma racional y el alma apasionada. M, ahora, quería que fuera su marido quien la dejara de lado, quien comprendiera que habían terminado y en las largas conversaciones que se producen, generalmente hasta altas horas de la madrugada, agotadora circunstancia de dar vueltas y vueltas a lo mismo sin concluir nada más que restan pocas horas para el sueño y la fatiga va ganando terreno, la física, que es la que maltrata a la otra.

No le contó que tenía un amor y que era correspondida; no le contó que durante varios meses vivieron la mejor de las pasiones, la cotidiana. Nom le contó como había vuelto la alegría a ella, como la emoción podía con su cuerpo hasta derrumbarlo, como no hacía más que pensar en D, como cada ausencia tenía que llenarla imaginándolo, pensando en él, recorriéndole con las caricias de la mente. Tampoco le contó que a D le pasaba lo mismo con ella. He aquí, se dijo M, que estoy mintiendo porque no quiero que se sienta desposeído a causa de otro; quiero ser libre por mi misma. El tiempo lo cura todo, pero nunca a corto plazo, ahí el tiempo desgasta. Aquel hombre, que poco sabía, salvo que forzando la situación conseguía que volvieran a verse, que se produjera algún que otro rencuentro que de nuevo terminaba con la marcha de ella, presumía que cada uno de ellos era una pieza más de su victoria. No es bueno tomarse esas cosas con espíritu de victoria, porque de suceder, suele ser pírrica. ¿Que se consigue con el trofeo en casa si al cabo de todo no te ama?

M le pedía a D que la ayudara, que le indicara que hacer, y D se negaba. No podía, no quería, razón sobre pasión, influir en ella. Intuía que estaba ante el amor de su vida, de su corta vida, pero ya en inicio de cierta madurez. Él creía que el conflicto era de ella y solamente ella debía resolverlo. Pensaba, es cierto, que si M no le decía a su marido que estaba enamorada de otro hasta convivir largas temporadas, se estaría produciendo, además de un engaño, una situación que alimentaba la presión sobre M. Si él no lo sabe, pensaba D, pensará que es posible conseguir su objetivo y M volverá. Si lo sabe, por el contrario, tendrá que asumir que todo está acabado definitivamente y entonces yo seré libre para ayudarla.

El Hombre del Prado entiende que la vida es conflicto. Un día le dijo a una mujer a la que amaba, desmesuradamente piensa ahora, lo mejor es que me vaya, pero por favor: no me dejes. Escribió un hermoso poema que guarda, muy pocas guarda pero este sí, que era lúcido y como ya ha escrito hermoso, que se iniciaba con este verso: adios, amor, adios; no dejes que me vaya. Luego todo acabó disuelto en el tiempo: una mañana, al despertar, ya no estaba ella en su pensamiento y la casa volvía a estar habitada por las luces y los ruidos del exterior. Cada cual sale de sus tumbas como Lázaro, resucitando un día tras otro. En esa parábola existen tantas metáforas que conviene leerla y recrearla. El Lázaro al que Jesús resucita tal vez no haya muerto, o es que hay muchas maneras de morir y solamente una es para siempre. Cuando habla con D le dice que todos los tejidos se recuperan de sus heridas, que las células se regeneran permanentemente, que no somos nunca el mismo que fuimos y su amigo lo entiende, lo acepta, pero espera a que M camine con paso decidido hacia su verdad.

Es lo que tiene el amor, que nos convierte en parte del otro y depositarios de la más absoluta de las paciencias.

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