jueves, abril 24, 2008

Conversaciones con Conrado (3)






La primera ardilla, descarada, confiada en la distancia de unos quince metros, curiosa, elegante con su mancha blanca en el pecho, ha salido con el primer sol primaveral que ha alcanzado al prado. El encuentro se produce durante el paseo matutino: Goyerri, desentendiéndose de él: es celoso de cualquier animal por el cual el hombre del Prado sienta curiosidad, ya no ladra y muestra hostilidad, sino que harto y displicente, toma el camino de la casa y vuelve a ella. Allá el dueño con sus tonterías, debe pensar.

El encuentro en el bosque entre el hombre y la ardilla produce asombro y en él el ser humano encuentra la mejor manera de comprenderse naturaleza y de comprenderla. Ardilla y Hombre del Prado han estado unos minutos mirándose con atención. Ella ha permitido ser fotografiada, ascendiendo lentamente por el tronco de un pino grande y bello, que gracias al ágil movimiento del animalillo ha pasado de ser anónimo a convertirse en "el pino por que el que sube la ardilla" y luego en el recuerdo "el pino por el que subió la ardilla". Así las cosas que son solamente cosas pierden el anonimato y se convierten en entidades propias.

Cada paso del Hombre del Prado hacia el animal se correspondía con un precavido ascenso de ella por el tronco del árbol, pequeño ascenso, mínimo recular. Se diría que era antes una gesto corporal de reacción, un decir "ni un paso o me marcho" sin marcharse: es conveniente en las cosas de la vida tomar distancias precavidas, y más que tomarlas, mostrar la disposición a hacerlo. En su época profesional, el hombre del Prado había trabajado en programas de comunicación gestual, neuro linguística. Se trataba entonces de dotar a los equipos comerciales del conocimiento del gesto necesario para promover una atmósfera de confianza. Ante esta ardilla, se trata simplemente de no avanzar sino es un paso, de dejarla que ella tome su distancia, de envolverla y envolverse en una atmósfera que no es todavía de confianza, que para eso harían falta nueces, avellanas o piñones y más tiempo, mucho más tiempo.

Le sorprende esa mancha elegante, como de frac, que ostenta el animalillo en el pecho. Mientras tira varias fotografías, no demasiadas, porque el acto de ver por el visor impide la contemplación del claro del bosque. Ahí estás tú, le dice mentalmente el Hombre del Prado y aquí estoy, de pie los dos, el uno frente al otro, y no reconocemos en nuestro ánimo, que es el alma del gesto, ninguna hostilidad. Y así podríamos estar todo el día, reconociéndonos. Sería, piensa, el principio de una amistad que al igual que las que en la vida cotidiana se producen entre los hombres, empieza por verse, detenerse, acercarse, mantener la distancia y encontrar al fin el espacio común.

Al cabo abandonará el claro y la ardilla seguirá su ascenso, esta vez ya veloz, perdido el interés, hacia la copa del pino que ha de acogerla. Pero suenan unas voces y la ardilla sube corriendo a su refugio, o mejor, huye trepando hasta lo inalcanzable. El Hombre del Prado se vuelve...

Los hechos se encadenan, son hijos los unos de los otros simplemente porque en un momento casual el hilo conductor de una vida los pone en contacto. Por la mañana, ha llamado a Conrado para ir a verlo y le han dicho que está dormido, que no se puede poner al teléfono. C... ha sido al fin más explícita: ya no habla casi, y está sedado. Ya no están en el hospital, sino en casa. Ya solo es espera. Iba a ir a verlo y ha optado por no hacerlo: crueldad innecesaria, piensa, ir a ver a quien no puede verte. Esa situación la ha vivido, la escribe en su libro al que ha decidido titular, por el momento "Los Jardines sombríos" y mientras lo hacía sentía esa extrañeza del hombre vivo ante el inconsciente que agoniza. Quien escribe esto no puede menos que transcribir un párrafo:

El anciano ha sobrepasado los noventa años y parece un cadáver en su inmovilidad, si no fuera por un aliento imperceptible, sin sonido, tanto que hay que acercar el oído a la boca entreabierta para creer oír algo, y aún así piensa si no será sugestión. Respira. ¿Lo oyes? Si, es el alma que sale. Lleva así varios meses. Pero ¿la oyes? No, la percibe como cosa de la imaginación. Tal vez, dice, sea una especie de susurro que creemos adivinar. Le ponen un espejo frente a la nariz y lo empaña: así saben que vive. Lo hacen varias veces al día tratando de que la próxima muerte que esperan no les sorprenda a traición. El único vestigio de vida es una ligera veladura sobre el metal pulido.


Ha decidido ir al bosque a pasear con Goyerri dejando al viejo amigo en su inconsciencia. No hay compañía ni consuelo posible para quien ya no la requiere; piensa así y no se siente culpable. Deberíamos tener otra clase de muerte, o lo piensa Ático, el personaje central de su novela y no puede evitar traer otro párrafo de ella, tomado de una narración de Plinio.

La Naturaleza tiene sus reglas, su propia mecánica, su poderoso orden y su fatal desorden: apacible hasta que llega el rayo y la dirige en dirección fatal. Todo lo que nace lo es de la muerte; todo lo que muere lo es de la vida. Ático no teme morir: es epicúreo. Un recuerdo se abre paso echando a un lado al moribundo y Ático se recrea en él: el actor

Marco Ofilio Hílaro, que el día de su cumpleaños, después de un gran éxito, cenando entre amigos, fue servido con un caldo caliente y cuando se disponía a beberlo, reparó en la máscara que había llevado en la representación de aquella tarde. Tomándola en su mano la colocó ante sí en la mesa y la coronó con su propia corona triunfal; quedó absorto mirando el rostro de artificio y permaneció en silencio, observándola como si estuviera frente a un espejo y aquello que estaba viendo fuera su imagen reflejada, aquella fuera su risa dibujada en el silencio y su gesto burlón detenido en una mueca; ensimismado, indiferente al jolgorio que le rodeaba, correr del vino, sonido de las risas, rumor de las conversaciones, viendo algo que a él solamente apelaba, pasó un largo rato desapercibido para todos, hasta que su vecino de mesa quiso advertirle que estaría enfriándose el caldo y reparó en que había muerto. 1 Acaso, se decía Ático, el actor se había mirado a sí mismo frente a frente, y en esa imperturbabilidad que era un momento de calma interior, encontraría un reconocimiento ansiado al fin. ¿Será el hombre, llegada la hora de morir, una máscara, un artificio construido a lo largo de la vida, que esconde los rasgos verdaderos, la fisonomía del alma? ¿Será posible reconocerse en ella? ¿Había sido un hecho casual, o por el contrario un acto de la voluntad que le había de hacer dueño de su final cual si se tratara del de la representación, desapareciendo el actor entre el aplauso del público? Máscara y actor habrían construido un solo personaje a lo largo de una vida llena de éxito y un solo papel por interpretar; llegado el final se reconocerían para fundirse en uno solo. El actor cómico había representado una tragedia en su actuación última, de tan gran seriedad que ante la incomprensión de todos acababa por provocar las risas, lo que estaba en la naturaleza de su representación y de su vida: al fin había sido un cómico dedicado a hacer reír. Aquella muerte llena de dignidad era la que Ático deseaba para sí.


Las voces que han irrumpido en el claro. Vuelve al bosque y a la ardilla, porque en esta reflexión que abarca desde su amigo hasta aquello que está escribiendo o construyendo desde hace años, le han sorprendido unas voces. "Quin pí mésmaco" ha dicho ella y él "Si que ho es, i gran." La pareja que aparece entre los árboles y ha expulsado sin querer ni saber a la ardilla de su encuentro con el Hombre del Prado, viste ropa deportiva, calzado de montaña. Él lleva una mochila al hombro y ella, detalle de cierto surrealismo, una enorme maceta de terracota con un geranio rojo. ¿Se puede ir al bosque con un geranio?, piensa el Hombre del Prado. ¿Lo sacarán a pasear? Está molesto con ellos porque han roto con el encuentro que estaba manteniendo y que nunca se habrá de repetir. Se vuelve a los intrusos en el claro y les dice: "heu espantat el meu esquirol". Al escribir esta escena, le parece que está ante una escena de El Pequeño Príncipe y eso le hace sonreír, dejar de escribir durante unos momentos, cargar la pipa con de hebra suelta y encenderla. Nada inventa, nunca se inventa cuando se escribe aunque sea solamente porque basta pensar algo para que ya sea. La pareja, de edad avanzada, que luego le explicará que están en La Casona pasando quince días, se detiene ante él. Hi había un esquirol?" pregunta el hombre y ante la afirmación del Hombre del Prado, se vuelve a la mujer y le dice: "Mercé, hi había un esquirol" y ella "Un esquirol? On? On?" Les señala la copa del pino, seguro de que la ardilla ya se habrá trasladado a otro. "Quina pena, dice él, l'hem asustat?" Si, contesta el hombre del Prado, pero no tiene importancia. Es justamente lo que pasa en el bosque y en la vida, en las relaciones entre los seres humanos y en general entre todas las cosas: asombro, curiosidad, sentimiento de peligro, huida. Cuan difícil es sostenerse frente a esa repetición de situaciones, piensa, y también que todo se reduce, si uno quiere mantener la inocencia, a sostener la timidez para no acercarse demasiado a nada, practicar una cierta y cordial ajenidad.

Al cabo de un rato de conversación se han despedido. Les ha explicado el bosque, los senderos por los que volver a La Casona, las fuentes más cercanas para disfrutar de un agua que baja ahora torrencial, hija de las lluvias caídas que han cesado. Se da cuenta perplejo de que nada les ha extrañado que esa conversación la mantengan en catalán, cuando ha sido el azar el que los ha reunido en un bosque segoviano. Quizás no han reparado y cuando piensa en ella cree que es como la ardilla, cuando todo encuentro es natural y no caben previas identificaciones.

Al volver a casa piensa en Conrado y escribe esta última conversación él.



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miércoles, abril 16, 2008

Esperando a Wittgenstein

Primavera que asoma no lo es todavía. El sol es balsámico después de días de lluvia. El suelo está empapado. Ha habido que volver a meter los geranios en el invernadero, porque las temperaturas, demasiado bajas todavía después de una falsa sensación de bonanza, amenazaban con mustiarlos.

Conviene, piensa, tomarse la vida con calma y aceptar que existe una inactividad natural que tiene que ver con eso que llama Lucrecio "las brisas de la vida". Mientras observa con atención que las semillas broten en las bandejas que están en el interior del invernadero, donde va cada mañana a verlas y escruta la superficie para ver con emoción como van apareciendo débiles y pálidos tallos retorcidos, doblados sobre si como si solamente pudieran abrir la tierra con la fuerza de su espalda, lleva en el bolsillo el libro de aforismos de Wittgenstein, que ha decidido ponerse a leer siguiendo la recomendación de Sádaba, el prologuista, que asegura que es mejor leerlo de corrido a andar saltando de un párrafo a otro.

"Serás rey si cumples la ley" canturreaban los niños romanos en las calles, durante la República, jugando a lo mismo que juegan los niños cuando tienen calles para jugar. Corren y señalan a uno que ha de pillar a los demás, sacándolos de sus escondites y haciéndolos prisioneros, a riesgo de que uno de ellos, escapándose, llegue a la cárcel y salve a los demás. "Serás rey si cumples la Ley" canturrean con una extraña sabiduría que pone en su boca Horacio mientras los niños de la infancia del Hombre del Prado jugaban a Indios y Vaqueros.

Ayer por la tarde, por el día en que esto se escribe, el Hombre del Prado cogió su coche y bajó a Madrid para asistir a una conferencia de Castellet sobre Pla. No pudieron llegar, que le acompañaba Ana. Imposible dejar el coche en los aparcamientos en cuyas entradas hacían paciente cola los coches que habían llegado primero; cada vez, en busca de un lugar de reposo, se encontraba más alejado del lugar de conferencia y debía buscar un atajo para volver. Parecía una metáfora de la vida, comentaba con Ana, cada vez más lejos del destino, cada vez más imposibilitado a volver. Madrid era un caos, que es lo que es la vida y reflejaba el segundo principio de la Termodinámica con absoluta precisión: la evolución en un sistema cerrado tiende a la entropía, es decir, al desorden. Recuerda como tuvo una pequeña compañía que quebró a la que llamó Paradigmas, y que tenía un eslogan: del caos a la eficacia. Siempre le preguntaban la razón de ese expresión, ¿porqué no al orden. Del caos al orden es lo antinatural, contestaba, es la asunción del principio jerárquico; el caos convertido en orden deja de ser vivificante. Lo que cabe encontrar en el caos es el principio de la eficacia que permite a cada cual sobrevivir.

Un aforismo de Wittgenstein le llama la atención, no ha hecho caso a Sádaba y ha leído al azar: una confesión debe ser parte de la nueva vida, (99). No se lee sino es más que para encontrarse, a sí, a uno mismo. Ninguna lectura es ajena, ¿quien podría? Todos los post que ha escrito en los últimos dos años no son sino una confesión pública hecha a si mismo: lo llamó deconstrucción por llamarlo de alguna manera, con falta de rigor seguramente, pero las palabras son abiertas, herramientas para múltiples usos. ¿No es el lenguaje la manera en que uno expresa su propia pintura de la realidad?

Durante diez días ha estado esperando que llegue la inspiración para escribir el post que ahora escribe. La inspiración es también hija de la fatiga, de tal manera que ya no se trata de escribir volcando todo cuanto brota, porque brota poco: es la sequía que parece que lo anega todo. En su vida queda poco que escribir, por el momento, piensa esperanzado. No sabe si desea que vuelva a brotar el manantial, o si por el contrario espera que todo quede así, con menos palabras cada día, enmudeciendo consciente de que tiene poco que decir, o que decirse -pues a si mismo a quien se dirige- y conviene dejar los folios en blanco. Uno no puede andar pensando que todo es autobiografía cuando se pone ante el teclado. Hace dos días alguien le preguntó, acerca de su blog, ¿porqué no escribes de la actualidad? ¿Porqué no de política? Porque no quiere, ha dejado ser un hombre político, en el sentido que da la modernidad a este adjetivo. Ahora, al cabo de los años, acepta sin vergüenza alguna que la política es cosa de otros. Ninguna de sus opiniones tendrá el menor valor del ejemplo, la fuerza de la convicción. Presume de estar al margen. ¿No es eso justamente El Bosque?

Cuando siente que obligación e inspiración unen sus destinos, se sienta ante el teclado pensando en escribir acerca del vacío. Un cierto orientalismo pesimista le ha inundado, de un tiempo acá. Desde que acabó el proceso de deconstrucción en que se metió de lleno y limpio el ánimo de cascotes, la vocación de escribir se ha quedado reducida a un terreno baldío. Cabe reconocer, debe hacerlo, que en el fondo de todo ha quedado un objeto sin forma, como si se tratara de algo perdido en el amontonamiento de certezas dejadas de lado, que repentinamente aparece entre tanta antigualla desechada, y permanece en el lugar en que siempre debió estar esperando: su naruraleza es estar ahí. La religión en suma, pues ese es el objeto, es la raíz de lo humano y no una teoría más, escribe Sádaba en el prólogo citado. Añade el Hombre del Prado que se trata de una religión sin creencia: es la creencia lo que convierte a la religión en un absurdo, la instrumentaliza. Está pues llegando al carácter del vacío que le llena y que tiene, por encima de todo, un componente: el asombro.

Serás rey si cumples la ley canturrean los niños de una Roma perdida y entiende que la cancioncilla que olvidó su música resume todo principio político del que podría hablar. Más allá es incapaz de decir o escribir nada. Ha llegado el tiempo, se dice, el tiempo de uno, de sentir sin creer, o de sentir y no creer. Como las semillas que se convierten en tallos que emergen de tierra con la espalda doblada para no romperse, en el enorme esfuerzo de abrir la tierra, debe asomarse uno a la superficie. Recuerda, al escribir esto, la magnífica perspectiva del David de mármol, alzado sobre sus poderosas piernas, al final de una larga galería en la que los Esclavos, alineados a ambos lados del corredor, rompen la piedra que los encierra y asoman potentes de la roca cerrada: débiles tallos armados por la constancia que es la vida. ¿O no es constancia la vida? Tal vez esa palabra la resuma, principalmente esa palabra.

El libro de Wittgenstein le espera, pero al acabar de escribir este post, irá al invernadero. Tiene cosas que hacer.

martes, abril 08, 2008

Conversaciones con Conrado (I)

Ejercer la cautela, como si al hablar en una cafetería a un grupo de amigos de toda confianza, pudieran alcanzar el valor de nuestras palabras, otros oídos en otras mesas. Ejercer la cautela y sin embargo, no importa: toda palabra es digna de ser oída. Una palabra es un sonido modulado lleno de significaciones, desde las de la incomprensión total que la convierte en aullido hasta aquella que trata de situarla en tiempo, lugar y circunstancias para dar con el exacto sentido. Así es que cabe abrir el espacio sonoro a quien oiga o escuche. ¿Que importa lo que entienden?

¿Es este un mundo hermoso? ¿Hermoso o bello? Debe de serlo, está bien claro, ya que estamos en él y somos su pupila. Hay que explicarlo varias veces para que quien te escucha desde el lecho consiga entenderlo. Nosotros damos significado a todo. Es esa una nueva dimensión, no por novedosa para los demás, sino para el Hombre del Bosque, y en ese sentido impone su uso. ¿Nosotros damos significado a todo? La belleza en sí es una medida que alcanzamos a comprender porque estamos inmersos en ella; solamente nosotros podemos percibirla. ¿Que haría Goyerri ante una pintura de Vermer? ¿Y tú? Solo un bruto puede destruir lo que es bello, o un no humano. Quien alcanza la inhumanidad es un traidor a si mismo, un desertor y su afán será destructor. Pensemos en Camboya y en polo Pot y sus cómplices. O en Pinochet. Está claro que este toca de cerca al hombre que está en el lecho. En la proximidad de cada ser humano hay un inhumano acechando; incluso está en uno mismo.

En lo alto del llano andino una herida en el brazo parecía incurable y curó. Ha pensando que tal vez, una magia exterior, una ciencia que se nos escapa. ¿Cómo no van a existir otras inteligencias? ¿Y si las inteligencias, amigo mío, fueran de otra manera? ¿Otra? Otra manera de ser inteligencia, que no se puede describir, que nunca podrá alcanzar una comunicación? La inteligencia de la piedra, de serlo, podría ser tan hermética para nosotros como la nuestra para ella y al fin solamente la caricia del reconocimiento, la búsqueda de la forma. ¿Que le importa la forma a la piedra?

Insiste: hubo un tiempo en que este brazo no podía pintar y los médicos dijeron que estaba perdido. Nada se hizo y curó. ¿porqué? La magia, esa no es ni siquiera respuesta, pero flota y cuando se emite lo es veladamente, está en cada uno. ¿Que hay detrás de una sonrisa que nos regala al pasar alguien? Conviene conocer el código para interpretar, el código de cada uno. Yo nunca he ido a un psicólogo, o a un psiquiatra. ¿Para qué? El nivel del azúcar es estable y la enfermera sonríe con encanto. La luz entra a raudales, la luz de una ciudad establecida en la meseta, páramo abierto que no puede sino educar a espíritus abiertos a todos los horizontes. Los países pequeños, entre cordilleras y sierras, tienen mucho interés en los límites y poca curiosidad por los más allá. ¿Más allá de donde? De la línea del horizonte, donde parece que nada existe sino es el cielo azul y las nubes que vienen. ¿De donde vienen? Está claro que en el altiplano andino se curó el brazo que quedó liberado para expresar la mirada del pintor, de una manera inexplicable. Los médicos me dijeron que no tenía sentido, que estaba perdido irremisiblemente. ¿Y que crees? Que fueron otros seres de otros lugares. La belleza estable, transeúnte, salvo el brazo para la mirada. Míralo así. ¿Y porque no de otra manera? ¿Y porque no?

¿Y quien habla de Dios? No el Hombre del Prado que está bien seguro de ser una parte de la Naturaleza, como lo es una mata de romero en la linde del bosque. También parte de la belleza que está y que pasa, porque pasa el caminante que entrelaza palabras con él. La inhumanidad nace de la ausencia de mirada a través de los ojos. Lo que se ve es lo que es y lo demás son suposiciones. Lo terrible del ser humano es su complejidad. También lo excepcional. Y la senda que asciende a lo sublime. Cuando el vacío se convierte en la única presencia, solamente queda el tiempo y su estancia en él puede resultar desoladora. ¿Quien podría soportarlo? Estamos acabados en nuestra experiencia existencial, sin objetivo. Los hijos, cuarentones, se alejan en el paisaje: pronto solo el cariño y el conocimiento de nombre y apellidos, y los recuerdos. ¿Y quien habla de Dios? LO niega desde el lecho, no cree en Dios, el dios de la mayúscula, pero entonces, ¿en qué? Creer es una trampa sin destino cuando uno se diluye en el tiempo corto de la muerte o el largo tiempo de la supervivencia.

Por eso vuelve a la experiencia andina y a su necesidad de otras inteligencias extrañas cargadas de compasión: seres piadosos de nosotros, humanos en la tierra. Somos energía, ¿verdad? Pero la energía no tiene inteligencia, conciencia, capacidad de discernir, conocimiento de sí misma, sentimiento o emoción. La energía nace de la ira o del amor, pero es ciega. ¿Que importa pues ser energía. Somos lo que somos. En el Talmud se lee que nadie puede escapar a lo que es. Pero ¿que es? ¿Cómo saberlo? Reduciendo la comprensión de la medida infinita. Quien trabaja la tierra encerrado en el huerto es lo que es sino cree ser nada más? Es una metáfora, naturalmente, pero hay que trasladarla a los límites, cuanto más pequeños más comprensibles. Uno está abocado a su existir: la ambición competitiva derrumba las cercas. Yo soy el rey sobre todos los reyes, se lee en el Prólogo del Código de Hammurabi. Nunca se ha escrito, nunca, una mayor suma de vanidades, veintidós párrafos distribuidos en cinco columnas, al cabo de la cuales establece una sentencia: "Por consiguiente he decretado". Es el inicio de la Ley que no viene de un dios sino del secuestro de su presencia. Quien quiera conocer la soberbia que se moleste en leerlo. En el Libro de los Muertos, cabe detenerse en las dos primeras sentencias de la Declaración de Inocencia ante el Gran Dios que hace el hombre, aspirante a entrar en la morada: 1 "No cometí iniquidad contra los hombres" 2 "No maltraté a las gentes". Quien quiera conocer la humildad de lo humano que lea esta declaración.

Al volver a casa, el jardín tratando de salir del invierno, recuerda al Hombre del Prado todo lo que queda por hacer para evitar el vacío.

jueves, abril 03, 2008

Esta explosión de sol primaveral que sucede a los grises fríos del invierno, mudan el ánimo. Cruzar el bosque por el camino de las pistas de tenis para llegar al pueblo, se convierte en una gozosa aventura, la del encuentro con la primera ardilla. Nuestro hombre camina distraidamente, no sabe bien si guiando a Goyerri o dejándose guiar por él, que remolón le frena parándose a olisquear o por el contrario se vuelve presuroso y acelerando el paso le adelanta y toma una buena distancia.