martes, enero 30, 2007

Cuentos de la lluvia y de la luna (1)


Cartel de Cuentos de la Luna Pálida, de Kenji Mizouguchi

La luna caída cubriendo el paisaje en su totalidad y la falta de sol dejan al paisaje en una orfandad triste: parece como si les faltara la vida, falsedad evidente, ya que todo late bajo la capa blanca y fría o inverna esperando el aliento del calor que apunta al estiaje. Los dos últimos días han venido además acompañados por una niebla lechosa y espesa que convierte el horizonte más cercano en un universo oculto por un cristal empañado de vaho, así lo describiría yo, en el que es imposible pasar la mano para abrir un hueco en la ceguera y ver, deformado por las ondas de humedad, un mundo de brillante cristalinidad. Más allá del cristal está aquello que conocemos pero que se nos niega y reduce nuestro ambiente cotidiano a una celda estrecha, reducida al mínimo posible, en la que los setos, algunas casas vecinas, la linde del bosque, las dos calles que confluyen unos cincuenta metros más arribas, algunos terrenos sin construir en los que pace una pareja paciente de potros que deambulan por la nieve (el caballo solitario deambulando por la nieve tiene siempre un aspecto de tristeza a cuestas, el el tristeza según se ve) y al final el rumor si se escucha de la nacional, que en la dirección contraria tampoco se ve.

El catarro, el frío intenso y la luz que entra en la casa con gran discreción, amortecida, que significa desmayada en la acepción que me interesa aquí, me invitan a quedarme. Hace tres días, lleno de pastillas, jarabes y gotas fui a casa de un familiar a comer, y el vino y el orujo pudieron conmigo al extremo de dejarme completamente apalizado: no bebí más que en otras ocasiones, pero el resultado de la mezcla fue desastroso y durante los dos días siguientes he estado recuperando, por su medio natural, el tono lúcido y la movilidad ágil que perdí. Me regalaron allí un bastón de montaña para mis paseos y realmente lo estrené por necesidad.

Tal vez fue ese revés de salud el que me mantuvo varias horas sentado frente a los dos ventanales que se abren al paisaje, bebiendo sus detalles, arrebujado por el calor de la chimenea en mi mismo. Fui de un ventanal a otro pasando de la silenciosa contemplación de la sala abajo, a la biblioteca arriba y de entre los libros que se desordenan en los estantes a medida que los voy cogiendo y dejando, saqué uno llevado, creo que por la intuición, o por ella conducido al estante de obra japonesa y allí en busca del Ugetsu Monogatari, del que tenía poca memoria salvo del placer que me provocara en su día. Suele suceder que recordamos un placer en torno a algo sin poder fijar los detalles y en busca de repetir la sensación, nos dirigimos hacia aquel. No siempre la aventura sale bien.

Era un libro de aparecidos y en su día encontré a sus historias algunas semejanzas a las de la novia de Corinto y similares del mediterráneo, de las que Luri ha prometido resumir en su perfecta evocación de la Grecia clásica.

"Cuentos de la lluvia y de la luna" que es el título en castellano, es un resumen de cuentos de fantasmas, aparecidos: es sobre todo un resumen de cuentos acerca de la soledad y la tristeza, de la desventura y sobre todo, creo yo, del incierto destino que no está escrito y se tuerce siempre por los acontecimientos que no se pueden controlar. La gente en estos cuentos a los que me refiero, los que son los protagonistas de ellos, son seres a los que la desgracia sacude como el vendaval al árbol joven, que acaba quebrándose con un chasquido. Arrebatada la vida, el otro mundo será el vehículo para expresar por última vez un poso de amor almacenado en los tiempos de la dicha y la desgracia, un rastro de amistad: en cualquier caso son los dos evidencias de la soledad en que se vive en medio de un paisaje que azota a los viajeros, y de un mundo en calamidades, azotado por guerras y destrucciones, en los que las víctimas son siempre personas sin valor.

Me senté a leer y a las pocas páginas caí en la cuenta que estaba ante la fuente de la maravillosa "Cuentos de la Luna Pálida" de Kenji Mizouguchi, cuyo cartel está sobre estas líneas. La ignorancia es siempre fuente de descubrimiento y aceptarla, a la edad que sea, es sobre todo un rasgo de inteligencia ante el que lo mejor es inclinarse. Si nos queda esa inteligencia, nos quedará esperanza para proseguir el camino hacia el futuro armados de la razón vital y del proyecto esencial sobre el que, aún sin saberlo, cabalgamos.

Tres cosas fueron a confluir en mi pensamiento: el paisaje nevado, triste, evocador de la muerte del ánimo; los cuentos de aparecidos que no recordaba y que a poco de entrar en ellos, me dije que tal vez ni siquiera había leído y se habían quedado en un estante, despreocupados de mi; el recuerdo de una película que tengo por bellísima y profunda, de un director al que admiro por esas dos causas que son al fin las que producen casi siempre una evocación de la tristeza. En el sentido oriental de la instantaneidad global a la que todo lo que existe pertenece, esa visión del presente en la que el Todo se expresa por la unión de los componentes, lo que permite que cualquier evocación de una parte pueda ser tomada por su sentido oracular, ya que nunca es ajena a nada ni a nadie; a ello le uno el placer de la contemplación de los elementos que rodean mi casa con un tono receptivo casi oriental, tal vez shintoista, en el que una cumbre o un bosque son siempre más que ellos vistos desde el exterior, y adquieren por si mismos significación e incluso carácter de divinidad. Se trata de una cierto panteísmo en el que no existe la casualidad y el destino se traza para ser encontrado en un cruce de caminos o en una cabaña en medio del bosque. Así el destino se forja acto a acto, encuentro a encuentro y yo, en un momento de este frío y hostil mes de enero, fui a encontrar los tres elementos que recreaban a la perfección el universo de unos seres desgraciados: mi paisaje, su libro, su película.

La nieve me impresiona, creo que ya se sabe, pero esta nieve caída no es la País de Nieve, de Yasunanri Kawabata, violenta, asfixiante, aisladora que convierte a Shimamura en un corre senderos que busca a un fantasma (el personaje de Yoko ha sido siempre para mi fantasmal). No, esta nieve es la Mizouguchi, acompañada de lluvia y viento, asoladora si, pero de violencia que se puede quebrar.

Me dispuse a leer, empecé:

"Después de haber franqueado el paso de la Barrera de Osaka difícil era para el viajero proseguir el camino hacia las provincias del este sin admirar los arces de las montañas que anunciaban el otoño; y desde luego, nada de lo que veía le resultaba indiferente: ...

Mañana seguiré hablando de estos cuentos y de sus desgraciados héroes.

sábado, enero 27, 2007

Reflexión desde dentro


Una especie de enorme catarro de nariz y garganta me lleva a mal traer; estornudo en sonoras y violentas series de ocho o diez sacudidas seguidas, me duele la garganta hasta el paladar y pican las mucosas de la nariz; consumo cantidades enormes de pañuelos de papel, de gotas para respirar y de vitamina C; como no tengo fiebre no debo preocuparme, según me dicen, pero la molestia es enorme, y el desasosiego. Fuera el termómetro marca -14º, en la ventana de la cocina, lo que quiere decir que en la puerta del invernadero, que está en el jardín, abierto a los cuatro vientos, debe marcar -17º. La nieve ha empezado a helarse y a la hora en que escribo esto, las 7,30 AM, el exterior es un inmóvil pedazo del infierno helado en el que la oscuridad refleja la palidez de la nieve como un todo. El confort del tiempo en que vivimos hace que la temperatura dentro de casa sea de 22º.


Ortega escribía hace años "Todo mirado desde dentro de si mismo es yo" y años después "soy la ejecución de mi acto". No soy un lector formado de filosofía, sino un aficionado a tratar de entender desde mi "dentro de mi" el sentido de las cosas para "mi". Ya escribí no hace demasiados días que el "nosotros" multitudinario no es pronombre que me apasione. Si repaso mi biografía llego facilmente a la conclusión de mi individualidad singular y tozuda, apasionada también, afirmación al mismo tiempo de mi solidaridad para con los demás cuando lo creo necesario, pero nunca de mi fusión gregaria, así creo que es.
Claro está que creo que todos, uno por uno, pensarán de manera singular. Cuando escribo "todos" no puedo evitar un cierto uso despectivo de la palabra. Aplicada a los componentes de conjuntos reconocibles no despierta mi hostilidad, pero en uso coloquial, dentro del pequeño grupo de personas que comentan la actualidad desde la radio, la televisión o la prensa, si la despierta. Cuando oigo "estamos ante un hecho de tal o cual naturaleza" yo, automáticamente debo singularizar el sentido de las palabras y preguntarme si yo lo estoy: si es así, debo tratar de entender de que se trata desde mi punto de vista.

Yo y "el otro" somos dos en diálogo o enfrentamiento silencioso; nos conocemos cuando es conveniente, cuando uno de los dos se evidencia ante su opositor, su otro, y en esa evidencia es singularizado y adquiere perfil, rasgos, carácter, risa y voz, silencio y amenaza.

Viene esto a cuento de la polémica que ha suscitado la decisión judicial que se acaba de aplicar a un hombre que cumple sentencia de 1400 años de cárcel por el asesinato de veintitantos ciudadanos en Madrid, en actos terroristas, y del que descubrí sorprendido y en cierta forma escandalizado, que con los beneficios aplicables por el sistema penal español, debería abandonar su prisión y recuperar su libertad de acción al cabo de dieciocho años de cumplimiento de condena. Este hombre capitaneó el llamado "comando Madrid". Recuerdo una mañana que me dirigía en coche al trabajo escuchando en la radio la noticia de una explosión con víctimas mortales y, repentinamente, oí por el altavoz otra explosión enorme al tiempo que veía, en el horizonte de la calle por la que circulaba mi coche, una humareda que ascendía al cielo: otra explosión, la segunda en pocos minutos, de nuevo víctimas mortales. Me sobrecogí. Adquirí en esos tiempos el convencimiento de ser yo un rehén del terror, y de que mi vida dependía de la casualidad y de la aplicación a esa evidencia del cálculo de probabilidades: lo normal iba a ser siempre que nada me sucediera, pero lo anormal, ser víctima, era una probabilidad que tenía mi nombre y apellidos escrito en su etiqueta, lejana si se quiere, probabilidad improbable si se quiere, pero al fin y al cabo, probabilidad.

Este hombre condenado a 1400 años de cárcel, escribió desde su prisión unos artículos en un periódico de su tendencia (hay periódicos que defienden la causa y las personas de los terroristas, y debe ser así por cuanto esta es la libertad que nos compete) en los que amenazaba con la muerte a determinadas personas que servían al estado de derecho. También, esto se hizo público y nunca se desmintió, celebró con champán el asesinato de un matrimonio sevillano que eran lógicamente sus enemigos; este hombre es un desalmado, creo yo. Le veo en imágenes de sus juicios y veo a un hombre de planta, cerca de la cincuentena, con un acusado rictus despreciativa en su cara. Sus labios, me llamó la atención este hecho, dibujan de manera permanente una curva con los extremos hacia abajo, que es el dibujo natural del desprecio por el otro. Pues bien, cuando el estado descubrió que en 18 años cumplía su condena y salía a la calle y volvía a su casa en loor de multitudes, le aplicó una condena suplementaria de 12 años por amenazas y pertenencia a banda armada, ya que en sus artículos se seguía declarando como militante de ETA, y eso es delito. Bien o mal, se hizo y a mi no me compite juzgar sobre el acierto o no de esta medida de condena, de la que no me cabe la menor duda que viene a equilibrar la terrible evidencia de que un hombre que mata a veinticinco personas cumple solamente dieciocho años de cárcel. Me parece poco, pero no soy experto en leyes: me parece poco y a priori no siento piedad alguna por él.

Pero he aquí que este hombre decide ponerse en huelga de hambre para obtener del tribunal su libertad. Juzga que se ha injusto con él, que los tribunales han actuado en su contra con vesania, y afirma con su acto que si no obtiene la libertad, morirá por su propia mano, es decir, dejando de alimentarse. Así lleva casi ochenta días y salta la polémica: unos jueces, a petición del fiscal, tratan de enviarlo a su casa, atenuarle la prisión, dicen, manteniéndole allí vigilado, dato el estado de extrema debilidad que muestra: puede morir. En los últimos dos años. veinticinco presos de Eta en estado de enfermedad grave o terminal, han sido devueltos a sus casa y nada de esto ha generado polémica. Pero en este caso si, porque si unos jueces eran partidarios de proceder de esta manera, otros, escandalizados tal vez, han tocado las campanas a rebato, y en una reunión de todos los jueces a los que el caso compete, han decidido mantenerlo en el hospital penitenciario. ¿Porqué? Porque no se trata de una enfermedad ajena a la voluntad del preso, sino de un estado de debilidad y gravedad, producido por él mismo para torcer las decisiones anteriores de la justicia con respecto a su persona.

A todo esto le doy vueltas, lo pienso por todos los lados posibles y me examino a mi mismo, en este invierno frío y ciertamente inhóspito, que repentinamente nos ha llegado. Amanece y veo los árboles de la linde del bosque como vigilantes hostiles, cargados de su armadura de hielo, cerrando el paso a la mirada. Estoy solo en mi mesa de trabajo y amanece y trato de tomar posición por mi mismo, sin atender a las diferentes llamadas que desde uno u otro lado, tratan de fomentar la opinión de los grupos según sus simpatías se canalicen hacia uno u otro partido . Reconozco que hace algunos años que me escandaliza el impudor de la clase política, que no duda en posicionarse ética y moralmente de acuerdo con su posición política, que no siempre es la ideológica.
Hace años, una noche aciaga, sentí piedad por un muchacho al que ETA había secuestrado y sobre el que dictó una condena a muerte en 48 horas. El estado podía evitarla, cediendo a la pretensión de acercar en ese corto plazo de tiempo, a todos los presos de ETA a penales de sus provincias de origen. Se sabía que el estado no cedería y se esperaba que todo terminara en un susto. La gente se lanzó a la calle y en las ventanas se colocaron pequeñas velas de cera, encendidas, en una muda suplica a los captores. El muchacho fue asesinado al cumplirse el plazo. Piedad e impotencia me asaltaron, a mi y a todos, a todos los "yo" que asistieron aterrorizados al acto del asesinato.
Ahora, cuando parece que el terrorista al que me vengo refiriendo está, realmente grave y se piensa que puede morir, me miro dentro y no siento piedad alguna. Me digo que ha escogido el camino del chantaje, pero que en realidad lo que está practicando es una a modo de eutanasia. Pienso que él cuenta con que todos los "yo" se posicionen en un movimiento de crítica a los jueces o de piedad por él: pero no siento la menor piedad. Nunca celebraré la muerte de nadie con champán, tampoco la suya, pero no siento piedad por él. Me doy cuenta de que me es indiferente que viva o muera, porque es su elección. Comprendo que soy su enemigo, así lo ha decidido desde el día en que mató a su primera víctima y me colocó en situación de rehén; comprendo ahora también algo más profundo: no se trata de que yo sea su enemigo, se trata de que él es mi enemigo. Yo y el otro. Me desentiendo de su circunstancia como me desentiendo de su acto y en realidad no me importa que muera por su propia mano.
¿Porqué escribo en el bosque este artículo? Recuerdo a Ortega: "soy la ejecución de mi acto" y decido no dejarme llevar por los estados de opinión, sino anclarme en mi reflexión y ser "la ejecución de mi acto". Y me viene a la cabeza una frase de Nietzsche citado por Ortega: "es muy fácil pensar las cosas, pero es difícil serlas" Acaba de salir el sol y me siento satisfecho comigo aunque el catarro promete amargarme el día.


martes, enero 23, 2007

Coraje

Ha llegado la nieve anunciada en cantidad suficiente para apreciarla cubriendo el paisaje lejano y el mismo jardín inmediato a la casa, el tejado, los alféizares de las ventanas, las escaleras del porque y hasta la mitad las cráteras de hierro fundido que señalizan el sendero principal de grava que conduce al ciprés al este. Ha llegado la nieve que estábamos esperando de tal manera que en cualquier conversación, en el pueblo, se acababa diciendo "ahora parece que si, mañana o pasado, dicen que llega el invierno de verdad". A un lugar no se le debe arrebatar algo tan suyo como la meteorología que acude a la cita de manera permanentemente. Desde luego que estamos en pleno cambio climático, pero San Rafael y el Puerto o el Alto del León no puede pasar un invierno sin la caricia silenciosa de su nieve. El retorno a los paisajes garantiza el equilibrio que solo aporta el cumplimiento del ciclo natural. Somos lo que somos y seguiremos siendo porque el ciclo impone un círculo, algo irregular tal vez, pero círculo mágico de eterno retorno que empieza por la vida y su acontecer para llegar a los planos mágicos o no de la antropología.
La llegada de la nieve me ha recordado el hermoso, para mi de los más, de Kavafis, "Los Bárbaros". Lo que tiene que llegar se espera con impaciencia, con mayor impaciencia a medida que el tiempo se agota. Tal vez la muerte no, aunque ya escribí que la contemplo con afecto y sin preocupación alguna, pero esa es probablemente la única cosa del ciclo natural que no genera impaciencias. El invierno y la nieve, por lo menos, no defraudan como los bárbaros, que es un poema paralelo al de Itaca, en los cuales lo importante no es el fin sino el viaje o la espera: los tiempos intermedios, que son la vida al fin.
Mientras nevaba, por la mañana, estaba sentado con Ana ante la cristalera y veíamos como la nieve, en copos pequeños primero, procedentes de un agua nieve discreta, empezaba a cuajar. Revoloteaban varios mirlos por el césped todavía visible, picoteando pequeñas manzanitas caídas de los manzanos decorativos que dan un fruto manzana del tamaño de las cerezas, que tiene cuando madura un agresivo sabor a manzana ácida y de los que yo recojo una buena cantidad para sumergir en orujo, aguardiente gallego, que transcurridos unos meses tiene un excelente sabor seco a manzana, ligero y agradable al paladar. El orujo transparente como el agua, muda a un color ligeramente rojizo, un poco burdeos. Al cabo del año hay que renovarlo, porque las manzanitas exceden el equilibrio natural de sabores.
Hablábamos mientras caía la nieve de nuestras infancias y Ana repetía recuerdos de su padre, muerto cuando ella era muy niña. Apenas retazos como trailers de película: paseos por el Rastro, cucuruchos de quisquillas los domingos al sol, el zaguán de la casa familiar de la infancia, un pozo de mosaicos en un huerto, un perro que ladra y lo que ahora es un barrio populoso, unos campos de cereal. Todo se transforma menos algunos recuerdos que se fijan en la mente y vuelven, como la caja de fotografías en el cajón donde se guarda. Ahí están desvaneciéndose el tono y la intensidad, pero no la imagen, las figuras, el paisaje. Yo, mientras la escuchaba disfrutando de su evocación recordaba que mi infancia pudo ser alegre en ocasiones, niño como era no podía estar ajeno a la alegría, pero no feliz; no por lo menos lo feliz que uno espera que haya sido su infancia. Posiblemente de ahí vengo, de mi refugio en libros amparado de una enorme tristeza ambiental.
La borrasca arreciaba y los copos, grandes ahora, del doble del tamaño o más incluso, llegaban de frente y cubrían la pradera y a los frutos caídos. Las ramas de los manzanos, las hayas, los ciruelos, el cerezo, el castaño, los abedules, abetos y arces, que tengo delante, combaban hacia abajo bajo la carga de nieve y el ciprés empezó a inclinarse perdido el equilibrio vertical. Los mirlos, arrastrados por la ventisca se fueron: todos menos uno. Pequeño y esbelto, los mirlos lo son, con su pico de color naranja como una llamarada al viento frío de la nevada, permanecía bajo una boj en forma de bola, cercano al manzano. Ana, compasiva, le sacó en un cuenco, un poco de pan y lo dejó cerca del manzano. El mirlo salió al exterior, supongo que acumulando valor y empezó a dar saltitos buscando bajo la nieve los frutos restantes. recordé, que en la presencia anterior del grupo de pájaros, uno de ellos era expulsado permanentemente del grupo por otro más agresivo, acosado sin fin al otro extremo del jardín, alejado de los frutos. Me pregunté sino sería este, que ahora con hambre atrasada, solo bajo la inclemencia, había encontrado la tranquilidad de la soledad para proveerse de alimento, aún en condiciones difíciles. NO lo pude saber.
Pero lo cierto es que seguía picoteando buscando lo que por la capa de nieve no podía ver. Alcanzó al fin el cuenco del pan y saltó sobre el borde: picoteó dentro y lo dejó al minuto: era otra cosa la que buscaba. Le vimos alzar la cabeza a las ramas del manzano y de una, endeble, curvada por la nieve, colgaban cuatro o cinco frutos; se mecía con el viento y desde abajo el mirlo pareció comprender que allí estaba lo que andaba buscando. Voló a la rama y la alcanzó. Posarse y caer desequilibrado el conjunto por su peso fue todo uno. Se rehizo y volvió a ascender y a tratar de detenerse en la rama, en el punto en que sujeta al árbol es más resistente: avanzó pasito a pasito y de nuevo volver a combarse y de nuevo caer para agitar las alas antes de llegar al suelo y volver a la rama. Así le vimos durante más de media hora, subiendo, cayendo, avanzando por la rama, tozudo, pequeño, delgado, esbelto, hermoso en medio de una ventisca inclemente a la que él desafiaba quedándose allí. El coraje, me dije, se demuestra en soledad, a uno mismo, como acto solitario. La reflexión de la película Banderas de Nuestros Padres se me hacía de nuevo presente: "los héroes no quieren ser héroes". Este mirlo quería una manzana, porque tenía hambre.
Le vimos avanzar al fin por la rama sintiendo que bajo sus patas delicadas y sensibles la rama iba combando hacia abajo, envuelto por lo copos que chocaban contra él, mecido en su equilibrio por un viento que arreciaba. Le faltaban apenas unos centímetros y era evidente que el equilibrio se iba a romper, su mismo cuerpo era un nervio tenso y eso se podía notar en la distancia, con la cabecita inclinada hacia los frutos, apenas a cinco centímetros de su pico. De repente saltó hacia lo alto, la rama se recuperó bruscamente y él inicio la caída: había calculado, quiero creer, que esta le haría tropezar los con los frutos como así fue y del choque salió despedido hacia el suelo, pero esta vez llevaba una bolita en el pico: lo había conseguido. Recuperó el vuelo y se cobijó en el refugio debajo del boj donde no había nieve; dejó la manzanita sobre la grava mojada y empezó a picotearla, ajeno a la borrasca.
Nos dimos cuenta Ana y yo que habíamos dejado de hablar hacia un buen rato.

viernes, enero 19, 2007

La última pregunta

Desde cualquier punto de vista, la pregunta no tiene respuesta. Es así, lo he descubierto esta tarde mirando el infinito, a la hora de la siesta, con el ojo perdido en la cumbre de Cabeza Líjar, pensando en mi futuro, que es lo mismo que pensar en mi proyecto de vida restante. Repentinamente estaba viendo un hombre en blanco y negro que movía una piedra de color claro, dentro de una cueva oscura, o sería una estancia, oscura si, desde luego; he abierto los ojos sorprendido y de nuevo la Cumbre de Cabeza Líjar. Cerca sonaba un televisor, monótono sonido de voz y palabras a las que sin prestarle atención, son silencio. Vueltos los ojos a medio cerrarse, de nuevo el hombre arrastraba rodando la piedra, o era una masa pesada ahora y se vislumbraba una mesa; medio consciente todavía he decidido no adentrarme en la ensoñación y me he quedado prendado de Cabeza Líjar. El hombre y su pesada tarea se han quedado en algún lugar, no se si haciendo lo mismo o simplemente se han disuelto.

Mirando la cumbre me ha dado por pensar si no será el inicio del sueño, su punto de partida, una imagen que se forma por el remolino que forma una imagen que se nos ha quedado en la retina, una mezcla de colores en círculo que adoptan una disposición diferente a la inicial y acaban sugiriéndonos una figura diferente a la que teníamos presente. Adormecerse es fácil, y entrar en el territorio de los sueños tan fácil como lo otro. Luego, agitados o calmos nos movemos por un sueño que nos mece con zalamerías o por el contrario nos angustia. ¿Porqué esa angustia? ¿Reconocemos el miedo? ¿Sale el miedo al territorio del sueño y se reconoce en él? ¿Cuales son las plantillas que al ser reconocidas agitan el ánimo?

Cualquier especialista tendría respuestas para estas preguntas tan simples y yo me sentiré avergonzado por mi ignorancia, pero no tengo un especialista en la familia o entre el círculo íntimo que me pueda explicar quien es el hombre que en una estancia a modo de cueva mueve una piedra de color claro, con esfuerzo. ¿Un azar neuronal? Supongo que se trata de eso, de una casualidad que hace que una mancha en la pared me parezca un tiburón o los ojos de un ángel sobre volando el universo. Las manchas son, según les de la luz, magníficas evocaciones de cosas que llevamos dentro y que al verlos coinciden con la imagen. Supongo que funciona de una manera natu5ral: situados tres o cuatro puntos en una situación reconocible de figura con significado, ojos, orificio de la nariz, un a modo de boca, lo sencillo es reconocer a una persona y después a la persona. Como en aquellas estampitas que nos daban los curas y las monjas a los niños de mi generación: una mancha oscura y sobre ella tres o cuatro más pequeñas blancas; si miras fijamente esta imagen durante treinta segundos y después cierras los ojos verás a Santa Teresa: nunca lo conseguí. Ahora si, veo a un hombre empujando una masa pesada, como una piedra.

Debo volver al inicio del artículo, a la primera línea de lo que he escrito. Desde cualquier punto de vista, la pregunta no tiene respuesta. Me horroriza pensar en un yo que contenga todas las respuestas, hasta la última. Ni una sola incógnita, un yo que lo sabe todo de todo cuanto se le antoje preguntar, sabrá quien es el hombre que empuja la piedra o comprenderá el mecanismo por el cual ese hombre no es nada, tampoco la piedra. Como en un juego de sobremesa, ese yo mire hacia donde mire ni siquiera se hará preguntas sino que tendrá una respuesta inmediata para que cualquier cosa que le pueda sorprender. Mi enunciado principal no tendrá razón de ser y la pregunta siempre tendrá respuesta.

Imagino que es es el proyecto del hombre curioso, es decir: del hombre. Dame respuestas y moveré al mundo: el conocimiento es el camino de la virtud, más aún, la palanca para el cambio que no es otra cosa que la eterna insatisfacción que nos conmueve: el cambio es un lugar inexistente al que nos conducen las repuestas parciales que nunca alcanzan a darnos la totalidad de la solución. De ahí cambiar, para salir, para huir, por ignorancia. No se trata de que no lo sabemos todo, se trata de que en realidad no sabemos que es lo que no sabemos y eso nos hace un lío tremendo.

Desechado ese yo que lo sabe todo, esa imagen de un Dios Humano que para saber debe mirar y concentrar la atención en algo para localizar la ficha neuronal y hacerse cargo de ella en conciencia, por imposible, nos queda el hombre que no sabe que es lo que no sabe, y por eso se limita a picotear en la ignorancia con preguntas al buen tun tun. Las respuestas llegan de donde deben llegar, de los otros y por esa razón, carecen de valor. Son inmediatas y por esa razón cabe desconfiar. Son rotundas y por esa razón se necesita dudar. El hombre que soy, el hombre que somos, porque pluralizando me introduzco en el caudal humano al que nos arroja la estadística, se pregunta siempre por lo que no sabe queriendo saberlo, y siempre alcanza una posición de conocimiento, tal vez no completo, tal vez no rotundo, pero siempre un paso más allá de la posición anterior. Y cuando en ella está descubre, y aquí llegamos al bosque, que es lo mismo, que en esta cota alcanzada la vista es otra cuesta, otra vuelta del camino, otra masa de pinar que esconde a la vista el lugar deseado.

Desde cualquier punto de vista, la pregunta no tiene respuesta. ¿Que pregunta? La última, pienso, siempre deberá quedar una pregunta cuyo conocimiento cerraría la clave que debería aportarnos la virtud completa, pero siempre quedará, porque de la última pregunta nace la siguiente. Es inevitable. ¿Está el hombre que mueve la piedra con aspecto de masa haciendo la pregunta? ¿Es Sísifo? ¿Soy yo? ¿Es un juego de colores, de luces y sombras? ¿Sigue ahí? ¿Quien eres? ¿Donde estás?

miércoles, enero 17, 2007

Ah, los sueños. Ah, los deseos...

Para Calderón de la Barca "los sueños sueños son" y debe quedar así porque así lo escribió. Una de las grandes injusticias que en este bendito país inexistente se hacen de manera permanente es negarle a Calderón el papel de filósofo del Barroco, filósofo al más alto nivel. No es su teatro, sino sus eternas preguntas acerca de la justicia o injusticia que Dios hace sobre los mortales: creer en Dios profundamente, culpablemente tal vez, y dudar de la justicia de Él, debe ser angustioso y terrible.

Pero los sueños sueños son y no tienen obligación alguna en convertirse en realidades, salvando ya la propia realidad del sueño (si llega durmiendo) o si llegando despierto es ensoñación o imaginación. Bueno, los sueños ahí están y si alguien se siente obligado a convertirlos en realidad, es él, el ente físico, lleno de voluntad, que animádamente es él.

Esta mañana era yo subiendo la escalera a las 9,00 AM con una taza de café con leche en la mano y me he quedado viendo la crema girando en la superficie. Era una crema hermosa, de colores cálidos trufados de estrías más claras y casi blancas, con ojos sobre el café oscuro que parecía cubierto: parecía un dibujo de Hokusai, por el que siento una enorme admiración, ya lo he escrito en otras ocasiones. Una cara de viejo, desmelenado, con los cabellos erizados y los ojos sombreados por profundas ojeras: he reparado que no era Hokusai el símil de la visión, sino Monseñor en la película Ran, de Kurosawa, de la cual vi ayer fragmentos. Aquel viejo basado por Kurosawa en El Rey Lear. la tragedia de Shakespeare, subía conmigo por los escalones montados al aire de sapelis y giraba la cabeza tratando de ver el lugar al que accedíamos.

Los fantasmas se aparecen en cualquier lugar y los sueños se repiten en el recuerdo. No le he contado la visión de la cara del viejo enloquecido a nadie, es decir: ni a Ana ni a Goyerri. Ya he escrito anteriormente que estoy enseñando a hablar a este último y vamos avanzando poco a poco; juzgo que no debo introducir en estos inicios temas tan complejos. A Ana tampoco, porque el café con leche era para ella, que estaba todavía en la cama: ¿a que preocuparla con apariciones?

¿Quien no tiene sueños que no se han cumplido? Vamos, me digo, eso no son sueños. ¿Porque confundimos las palabras? Soñar es una cosa que excede a la voluntad de uno. Imaginar es otra cosa, imaginar lo que se desea es un hecho concreto: soñar es un acto casual, o del subconsciente. Reconozco que mis lecturas de Freud, hace muchos años, no acabaron de convencerme y tal vez ni siquiera empezaron a influirme; por ninguna razón intelectual, simplemente, me costaba leerlo y más asumirlo y más apreciarlo. También lo he escrito en otras ocasiones: hay amistades que nunca cuajarán por mucho que se intente.

Entonces no hablemos de soñar, sino de desear. ¿Quien no ha deseado lo que no se ha cumplido? ¿Y luego qué? Yo deseaba en las sillas de madera del cine Gloria de la Gran Vía de Barcelona, junto al Xalet, que era colegio de niñas (de monjas) vivir una vida de cine o por las aventuras y los sentimientos de los héroes de la pantalla o por el confort de la vida que me mostraba la pantalla. Entre 1950 y 1955 solamente se huía de la miseria en el cine.
En la borrosa página de la memoria he tratado de leer los deseos incumplidos, dentro de mi ejercicio cotidiano de deconstrucción (deconstruir versión propia, no tiene que ver Derrida con esto) y algunos se han borrado para la historia. No recuerdo todo lo que deseé, ser o tener, que en ocasiones se fundían en un solo deseo; si algunas cosas, si la más esencial, la más duradera. He de reconocer que yo, a partir de los ocho años, quería solamente escribir y que ese deseo se convirtió en algo terriblemente complicado. A lo largo de toma mi vida, que va para 63 años, un deseo vivo y adormecido según el tiempo y la oportunidad, ha atravesado mis días: escribir. Dios escribirá recto en renglones torcidos, pero yo escribí torcidos en páginas caóticas y me dediqué, por casualidad buscada a otras cosas que resultaron al fin gratificantes y divertidas. Pero siempre seguí deseando escribir. No publicar, que no se confunda la intención y el deseo: escribir, sentarme a escribir algo que fuera realmente bueno. Bueno para mi, algo que yo pudiera considerar bueno, no bueno al uso sino bueno, intemporal, profundo.

Que escribo más o menos bien, mejor que peor ciertamente, salta a la vista, pero eso es estilo y a mi me resulta fácil. Pero trazar una historia y desarrollarla, decir algo que tenga sentimiento y sentimientos, algo que al leerlo se revele como una historia propia para cada lector y que la haga pensar en lo que piensan las gentes que la pueblan, que es al final de cuentas la vida y la muerte, la cobardía y el valor, la verdad y lo incierto, eso es horriblemente difícil. Hace cinco años que convivo en el interior de una biblioteca romana con dos personas: una se muere, el otro la acompaña. Acuden además los fantasmas de ayer y sobre una mesa hay libros y lámparas, y opio. Hace cinco años que yo estoy allí y les veo y sigo y escucho, les oigo respirar, hablar, dolerse, gemir, dormirse, soñar a su vez en la muerte, en el Hades, en el Jardín de Atenas; y despertar y otra vez hablar y gemir y recordar. Todo se ha ido creando durante estos cinco años, primero no era una biblioteca, sino un camino que conduce a Cayeta donde Marco Tulio Cicerón va a morir asesinado, pero luego, en una visita al Tabularium, en un atardecer, el camino se borró, quedó empequeñecido y apareció la biblioteca: yo estaba mirando hacia el Esquilino.

Cada tarde entró de puntillas en la biblioteca y permanezco en ella acechando un movimiento. Un ejemplar de De Rerum Natura está sobre la mesa, y los poemas de Cátulo, y la Ilíada, la Odisea, los Anales de Enio y los dramaturgos griegos. También Platón y la Apología de Sócrates. Y las cartas de Cicerón a sus amigos, La Vejez, La Retórica, Del supremo bien y el Supremo Mal, La República, las Tusculanas, los Discursos, todo revuelto en un proceso de edición para el que apenas queda tiempo. En la biblioteca hay unos Hermes, dos, en escultura, y bustos de Hércules, de Palas Atenea, y de los demás dioses del Olimpo. Un pórtico escalonado lleva al hermoso jardín de la finca que se llamaba de manera coloquial El Lugar de los Tánfilos.

Cuesta mucho seguir el hilo, no perder a los dos hombres que mueren de dos maneras diferentes: físicamente uno, sentimentalmente el otro. Cada día me parece entender un poco más su profundo dolor, y su resignación, y su soledad. Uno al final de la vida quiere andar el camino en compañía y cruzar el umbral dejando a los amigos al otro lado de la puerta. ¿Quien no recuerda a Bob Fosse recreando su muerte anunciada en "All That Jazz": Adios, adios vida mía, pienso que voy a morir. Pero estos dos hombres están dolor porque no hay nadie más que pueda estar con ellos salvo yo, aunque ellos ni lo sospechan.

Cuesta mucho escribir bien, a gusto entero de uno. La prueba del algodón es dejar pasar un par de meses y releer lo escrito. Volver a ello: ya no vale. ¿Qué quería decir aquí? ¿Porque ni yo mismo me comprendo? Esto, de ser bueno, no va aquí... hay días en que uno no puede escribir ni una palabra, tiene hecho un guión pero todo se desencaja, nada vale: una novela debe fluir con naturalidad, uno debe andar mirando de reojo las páginas que quedan con miedo a que se acaben y yo descubro que algo se encalla y produce crujidos terribles, que acabarán descuadernando el navío, rompiendo las cuadernas y su orden.

Sin embargo escribo, cumplo mi deseo y escribo: este blog y un libro que probablemente no llegue a acabarse nunca o probablemente si se acabe.

lunes, enero 15, 2007

Preguntar a los que saben. (Evocación socrática)

Cuando no se sabe conviene preguntar a los que si.
Existe la evidencia del no saber como pensar, hacia donde, en que territorios situarse y hacia donde avanzar. Hay quienes conocen todos los caminos necesarios, que los innecesarios ya escribí en palabras de Juan Ramón Jimenez que "de más está que se emprendan". Personas hay en la vida, no solamente en el bosque, que les ves decididos caminando hacia un lugar que solamente ellos conocen con entera seguridad: quiero decir que el destino, en vez de ser un deseo imaginado o un proyecto de realidad, es una certeza de absolutos perfiles y contenidos en los que cada futuro tiene su explicación y desarrollo. Quien sabe adonde va tiene mucho ganado y para saber, lo que se dice saber, conviene no saber nada o conocer mucho. En este caso me apunto a la segunda opción, pero es, naturalmente, mi elección y de mi torpeza en las elecciones de la vida, doy fe.
Claro está que cruzarse con el que sabe adonde va, siempre te deja un retazo de duda entre los ojos; quiero decir que les ves irse y en tu mirada se nota que no estás seguro de que ese decidido caminar por el sendero conduzca a lugar de provecho. Ni para él, piensas, allí no hay nada. Sucede que le ves irse y sabes que no, tú mismo estuviste allí y tuviste que volver sobre tus pasos, pero luego, a la vista de su ferocidad caminante dudas; ya estamos en la duda. No deseo dudar pero sucede, me asalta como un bandolero y me inmoviliza con su amenaza. ¿Y si no? Si no, ¿qué? Sería hasta hermoso que la duda te ofreciera un camino de respuesta, apenas una pista, pero no suele ser así: despiadada como es lo que hace es hundirte el puñal en la misma raíz de la confianza en uno mismo. "Si no es lo que piensas. ¿Porque lo piensas? ¿Estás seguro?" Ya estamos, ¿como voy a estar seguro? No, claro.
El mirlo que cruza mi jardín picoteando sobre el mantillo que cubre el césped, sigue una derrota zigzaguean te y su pico de color naranja, terminación del negro refranero (ya se sabe que no hay mirlo blanco) tiene un movimiento nervioso a la par que elegante. Zigzaguea el mirlo porque no sabe donde está el alimento, ni siquiera está seguro que esté en este mantillo que echaron hace tres días, aprovechando que no nieva. Prueba a picotear y ver y en la mayor parte de las veces suelta lo que ha recogido. pienso que por inútil, porque es tomar y soltar, todo inmediato. En el invernadero, la parra que resguardo de la helada y debería estar durmiendo hasta la llegada del mes de marzo o abril, está apuntando hojas de un verde luminoso y pienso que de seguir así lo que sucederá en abril es que tal vez me encuentre con uva, ácida si se quiere, pequeña, pero racimos de uva que demuestran que cabe dudar de todo.
Pero el caminante no duda, se cruza conmigo y no duda. Ayer por la tarde un buen amigo me decía tonante: "sabemos que Felipe González estaba detrás del Gal". Pensamos, le corregí. Hombre, no seas ingenuo, me dijo a continuación: tú sabes como yo que estaba y que es un delincuente". Lo siento, S., le dije. Yo pienso que pudo ser así y en ese caso el problema ético que se plantea es doble, porque al delito de estado se añadiría el permitir que dos subordinados pasaran una temporada en prisión amagando la verdad. No se dio por vencido: de acuerdo, lo pienso, pero en el fondo lo sé. Cargado de sus certidumbres, el caminante no se detiene a preguntar, no mira indicador, no se guía por los cuatro puntos cardinales: afirma rotundamente la verdad que quiere afirmar, la que por razones que ignoro le hace feliz o le confiere seguridades.
Está claro, que al saber el camino, se une al grupo de peregrinos que avanzan por él y entre ellos, al verse muchos y todos en la misma dirección, delegan sus inexistente dudas (por si pudieran existir) en la certidumbre de los demás. Cuando todos vamos en esa dirección y somos tantos, no va ser posible que todos estemos equivocados. Hubo en la historia quien se equivocó de ejército, seguramente, llevado por esa certeza de seguir al grupo y ampararse en el convencimiento ajeno, pero no figura en el libro de texto, porque la vergüenza le ha hecho disimular y si se ha apartado del camino para desertar, lo ha hecho alegando cansancio o una torcedura, nada sospechoso.
Yo, prometo que lo siento, porque creía saber y ya no se nada. No me comparo con Sócrates, quien explicaba que Delfos le había elegido como el hombre más sabio de Grecia (Delfos era discreto y no decía del universo, hoy si lo haría) diciendo que si Delfos le proclamaba a él de esa guisa, él que nada sabía, lo que estaba diciendo era: "El más sabio de los hombres es el que reconoce, como hace Sócrates, que su sabiduría no tiene valor alguno". Si sabiduría es saber, yo juro que no sé con certeza muchas de las cosas que querría y que aunque apartado en el bosque, me asaltan en conciencia y me angustian. Cómo Sócrates pregunto, envidioso a los que saben , y no afirmo, por el dios que no afirmo, que ellos estén en mayor ignorancia porque saben. No los convertiré en mis enemigos al decir que ignoran, pero si diré que saben lo que desean creer y deseándolo lo creen. ¿Crédulos?
Yo envidio. Envidio a quienes tienen claro el referente en el que amparar su deseo de credulidad. Son muchos y caminan por senderos divergentes que parten del mismo prado que estaba en calma; ahora los caminos divergen más cada vez y yo me quedo solo en el prado, rodeado del bosque tanto me gusta, pendiente de saber adonde ir.
Envidio a los que opinan que la conspiración para la destrucción de España empezó el día 12M; a los que piensan que toda la política del partido al que vota casi media España es la obstrucción deliberada del normal y cotidiano (a la vez que difícil y complejo oficio de gobernar) para obtener los votos por el descrédito del oponente; a los que piensan que su felicidad pasa por conseguir desgajar esta irrealidad histórica (e irrealidad no es una errata) para vivir mejor en una nostalgia que no fué; a los que creen que los valerosos gudaris que tienen las pistolas medio desenfundadas les aportarán el bienaventurado paraíso terrenal del mañana; a los que saben que el presidente del gobierno es un absoluto incapaz; a los que creen que el partido que gobierna lo hace todo bien (¿que es bien en este maremagnum?) aún cuando se equivoca y a los que creen que el partido de la oposición nunca se equivoca. Siempre he sentido una envidia por los hombres y mujeres con certidumbres berroqueñas y seguridades pétreas e inamovibles, aunque ampararan bien pocas preguntas y casi ninguna respuesta.
Mientras tanto y ante tanto caminante, me propongo no ir al bosque durante unos días y ver en que acaba todo esto, aunque bien mirado, preferiría que según cual vaya a ser el resultado, no acabara de momento.

viernes, enero 12, 2007

Pensoteando

Leer, escribir, pasear por el bosque y tal vez pensar, no son sino la ocupación de un espacio de soledad que está contenido en uno mismo. Cuando este espacio no se ocupa no se lo que puede ocurrir sino es el aburrimiento o la angustia. Tal vez si no se lee, se escribe o se pasea, se piensa. ¿En qué? Solamente sé aquello en lo que yo pienso, o mejor aún, no lo se, me encuentro con ello y tropiezo.

Una posible manera de describir la realidad es decir que es lo que se percibe que pasa, lo que se nos revela. Es poco seguramente para lo mucho que pasa, pero este "lo mucho que pasa" es en si y desde su misma síntesis forzada, la realidad exterior. Así, cada día aprecio más esta realidad inamovible que me rodea que es el paisaje. Ya he escrito que vivo entre tres montañas que están cercanas, muy cercanas a mi jardín y que ellas cambian moderadamente de aspecto pero permanecen inmutables, por lo menos en la medida en que nadie decide moverlas o removerlas si damos por bueno el adoptar el anglicismo que convierte remove y collapse en remover y colapso, cosa que son ni la una ni el otro. Cambian de aspecto por que la luz las ve de manera diversa a lo largo del día y amanecen blancas escarchadas por todo su perímetro para ir abandonando el ropaje del frío y volver a los pardos y verdes borrosos. Crecen las sombras entre la arboleda, y permanecen ellas allí. Por el cuarto lado el valle que se abre se puebla de casas, de bloques de pisos, ofertas de segunda vivienda a los visitantes del domingo. Como yo lo fui, no hablaré mal sobre ellos.

Uno mismo, si se aprecia lo bastante es buena compañía. Las demás necesarias son las sombras vagas de los otros a los que se conoce por el saludo, el intercambio de palabras informando del tiempo o del contento de vivir en el bosque. Parecemos ermitaños, habitantes de cuevas y barrancos, cuando nos encontramos por ahí arriba. Unos segundos de compañía y volvemos a la ensoñación del pensamiento azaroso, el que trae el azar. Esos pensamientos, a caballo de neuronas dispersas, por poner ejemplos visuales, irrumpen galopando desordenados, se apelotonan en el pórtico de entrada del pensatorio y ganada la posición van entrando y tratan de estar en escena el mayor tiempo posible, pero el espectador que soy va rechazando el pase de modelos.

Leer y escribir es pensar en orden, aunque a veces ni lo uno ni lo otro vaya más allá del simple intento de estar sin uno mismo, pero en uno mismo. Cuando se lee o escribe, si se mira alrededor no se percibe la compañía que al pasear es el mismo cuerpo y la misma cabeza y entonces lo que se piensa es el objeto principal de la acción y se piensa leyendo y lo mismo escribiendo, aunque a veces, llevado por el flujo de inspiración que es un torrente el pensamiento va a una velocidad en la que es imposible pararse a pensar en los que surge y que al tiempo se piensa. Que impresionante es percibir que uno piensa él y recibe él el pensamiento y va y lo desarrolla o lo abandona sin interés; que apasionante saberse desdoblado, lleno de recovecos capaz de ensimismarse o entododarse, que sería lo contrario con permiso de los que de esto saben más que yo.

Quien lee, escribe o crea se ensimisma y se queda solo con su espacio de soledad dentro de sí, cerrando la última curva la caracola del alma o de la conciencia para llegar a "la oscura raíz del grito" en palabras de García Lorca. Ensimismarse es sumergirse en uno, cerrar las puertas y descender a sus profundidades. Entododarse es por el contrario que el pensamiento al azar divague mientras los pasos te llevan, pasos y pensamientos de la mano, a veces divergentes en el camino pero con clara vocación de encuentro. La cápsula de soledad no necesita más que oír, ver y divagar mientras el cuerpo va distribuyendo la energía justa para subir por el camino que conduce a un lugar que nunca será el mismo aunque a él se haya ido antes. ¿Que importancia tiene llegar a la Peña del Águila? si lo que realmente ocupa la existencia es ir y con la marcha estar. En la Peña mes necesario volver a percibir la realidad como se revela, pero mientras se ha ido yendo la realidad que se percibe es un sueño donde uno está y es u no necesita nada más.

Pienso a veces que lo que escribo en un párrafo lo rebato en el siguiente; será porque en el fondo del valor de las cosas, lo que se dice vale poco, como lo que se piensa, si no se piensa lo que se dice o incluso sino se piensa lo que se piensa. A mi me gusta pensotear al azar (me acabo de inventar la palabra pensotear, que es una manera de pensar más dejada de la mano de dios) aunque puede, ahora que lo pienso y no pensoteo, que podría ser una palabra de uso normal en una nación de la América hispana. En el RAE no figura, pero si pensoso, que es meditativo o pensativa. Me gusta pues pensotear al azar y mis pensamientos se convierten en una de esas comedias de teatro de los años cincuenta y sesenta en los que por innumerables puertas entraba en escena la acción de enredo (así se decía: comedia de enredo); pensamientos que me traen a mis hijos cruzando mi escenario mental yendo de un lado a otro, en los que aparece por otro lateral Ana y de repente me encuentro con alguien que me dijo algo y lo repite, o un lugar en que estuve y ha cambiado el decorado hasta que el chasquido de una rama rota me advierte de la presencia de los indios en lo alto de la ladera, acechando al explorador que soy yo, desarmado y por lo tanto en peligro.

Cuando fui niño y antes de dejarlo leí muchas novelas de Zane Grey, que en casa estaban en un estante cercano a El Criterio o a la Utopía. Los libros convivían en una librería pequeña al igual que nuestra familia de siete personas convivía en el poco espacio de un piso del Ensanche barcelonés. En las novelas de Zane Grey, los protagonistas vivían en portentosas descripciones de paisajes en las que Grey era maestro, en cabañas de madera, rodeados de una naturaleza desbocada al oeste del Pecos o más allá de Missouri o en las montañas de Colorado. Rodeados por una belleza natural que era al tiempo hostil y de unos indios resentidos, habitaban un reino de coraje donde los valores de amor y amistad se engarzaban en violencia y rechazo de la misma. Era un mundo de buenos y malos, ¿que duda cabe?. Pienso ahora que esas novelas forjaron en los momentos en que leyendo ocupaba mi espacio de soledad, sentado junto a un balcón de un comedor en la calle Calabria esquina Diputación, los paisajes que ahora he encontrado en mi bosque. Ya no hay indios, pero los presiento.

miércoles, enero 10, 2007

Releer o la evidencia del no saber.

El paisaje que no llega


Un comentario en uno de mis últimos artículos decía que se relee cuando se empieza a estar de vuelta. Creo que es acertado, pero me gustaría acercarme más a definir el porqué de la relectura, porque al fin y al cabo "estar de vuelta", si es quien lo evidencia el que lo está, es un convencimiento que puede ser hijo de la vanidad o incluso del egoísmo, entendiendo éste como una deformación del ego al alza, mirado por uno mismo. Claro está que mi corresponsal no ha pensado en esto y ha escrito metafóricamente a vuela pluma, pero "estar de vuelta" es una convicción personal y las convicciones las carga el diablo. En el mismo momento en el que le di la razón y escribí que si, empecé a preguntarme si yo estaba realmente de vuelta o empezaba a "estar de ida".

Gente hay a mi alrededor que se pregunta a que viene este meterme en tales berenjenales semánticos, y lo comprendo, pero al mismo tiempo veo que ellos comprenden el sentido sencillo de las cosas, el atajo del lenguaje, y realmente no se preguntan que es lo que quieren decir las palabras cuando se pronuncian. A mi me cuesta saberlo, sobre todo porque en demasiadas ocasiones me despreocupo de los significados que creo comprender a la primera emisión de la voz; suele suceder que media hora más tarde me pregunte que es lo que ha querido decir tal o cual fulano o zutano, al referirse a una cosa.

Son dos las cosas a las que me quiero referir y trataré de situarlas en el tiempo y en el paisaje, porque creo que ello es absolutamente primordial. En el tiempo porque en estos días primeros de enero ha desaparecido el frío que se esperaba y la nieve que vino y se fue como ave de paso y ahora estamos con la preocupación de que no nieve de verdad. El agua de los embalses depende de eso y puede ser grave. Pero lo que también depende de ello es la sensación del escamoteo de una mes de nieve cerrada como hemos tenido en años anteriores, en los que la masa de árboles de la linde del bosque parece una hilera de guerreros amenazadores a punto de invadir el prado. En el tiempo porque acabo de cumplir años y esta vez si me ha desconcertado un hecho que debe de ser significativo: no me ha gustado. Sinceramente, no me gusta el número: 63. Y en el paisaje, porque no cayendo la nieve ni la lluvia, el paisaje adquiere una tonalidad intermedia entre el otoño en que todo se va secando y el invierno en que todo muere o se retira a invernar. Pero ¿a que invierno? Lo único que de él tenemos es la temperatura exterior que de día sube a 14º y de noche no llega a bajar de 0º o de hacerlo se trata de unas décimas.
Permanezco en el tiempo y en paisaje indeciso, sin saber a donde ir ni que pensar. Los días van siendo más largos, con gran contento de Ana pero las cosas no suceden como deberían. A esto ya debería estar acostumbrado porque si alguna experiencia he adquirido en la vida es saber que, justamente, las cosas no suceden casi nunca como debieran, que es como se desea. El ser humano suele acomodarse a esa especia de infortunio y medio felicidad que es el pasar y de tanto hacerlo no adquiere la evidencia del absurdo, que es la distancia entre la vocación y la realidad. Cuando la estación te abandona y el paisaje se convierte en otro, de poco sirve pensar que el año que viene todo cambiará, te está siendo robado un invierno en el que te veías caminando por la nieve bajo las copas de los pinos, que desprenden con el lento deshielo, en las horas de sol una sorpresiva nevada tardía.
Ahora vuelvo pues al inicio y esta digresión tiene razón de estar donde está y de producirse: si el tiempo y el paisaje fueran los que deben de ser yo no hubiera reparado en la frase de mi amigo y ello no me hubiera llevado al pesimismo tradicional que casi siempre me acompaña, cuajado de innumerables estrellas de pura alegría: no se vaya a pensar de mi que soy un pesimista desabrido. no.
Creo que para apurar los significados, no se relee cuando "se está de vuelta" sino cuando a uno le asalta la ignorancia que se construye día a día y que siempre va a más; es la ignorancia que el tiempo va produciendo con esmero y finura pero en la que no todos reparan. Cuanto más se conoce más abismal es lo que se ignora. Se relee cuando se descubre que hay lagunas enormes en la comprensión de las cosas. En una frase brillante de Ignacio de Loyola he apoyado parte de mi vida personal y profesional: "En tiempos de tribulación no hacer mudanza", y yo añado "y volver a las fuentes" a releer.
Y la segunda cuestión es "estar de vuelta". Yo creo que cuando uno está de vuelta es porque ha perdido todas las seguridades, arrumbado los dogmas y se ha convertido en un descreído (que en este caso no tiene que ver con la religión, o no directamente). Un descreído de aquello que se cree a pies juntillas porque no tiene vuelta de hoja, y es curioso constatar como para decir algo en este terreno se acude a las suma de frases hechas que actúan de disipador de incertidumbres.
Yo empiezo a estar de vuelta porque mis certidumbres se han evaporado y aunque creo que sé muchas cosas, fragmentos, evidencias parciales de esto que llamamos vida, y lo es, hay algo que no sé e intuyo que es esencial, pero ni lo se ni (y esto es lo más grave) sé lo que es.

lunes, enero 08, 2007

Una conversación en El Pireo

Este hombre pequeño que se dirige a un publico de espectadores que van a oír solamente, y a otro de 500 jueces que tienen que decidir, es Sócrates. Yo nunca he tenido con él una especial simpatía que requiriera un trato continuo aunque se que mucho de cuanto él ha hablado influye en mi vida. Ahora, sin embargo, asisto a su defensa, hecha por él mismo. Vengo porque un buen amigo me ha pedido que le de mi opinión sobre un fragmento de un libro que ha de escribir, años después de este hecho que narro en detalles nada más, su discípulo Platón. De este sé algo más porque de joven le leí pero como a tanta lectura de juventud, le sucedió el olvido en un lento disolverse, quedando cuatro ejes básicos. Puesto que filosofeo por afición, algo le deberé a Platón, pero también a su compañero junto a Sócrates , Jenofonte, que me cae muy bien a partir de su biografía de hombre de acción, de hombre cultivado y de haber descubierto el reportaje periodístico en el campo de batalla gracia a su Anábasis, libro que leí y releí con delectación.
Vuelvo al lugar en que Sócrates desconcierta a todos siendo implacable con su lógica a la que no permite el menor desliz. Tras cada camino tomado existe una contraindicación fruto de la razón y no de la emoción. Aún así, en la decisión para considerarle culpable solamente 30 jueces dan la mayoría a la culpabilidad. Poco es, pero suficiente. Cuando debe, en la segunda parte de la Apología fijar su condena, les irritará de tal manera que solamente una minoría, cualificada si, estará de acuerdo con él.
Como mi amigo Luri sabe de esto mucho más que yo, recomiendo leer sus libros o asistir a su Café de Ocata y no me he de meter yo en andaduras peligrosas. Pero si debo decir que me llama la atención una parte inicial del discurso, aquel en que dice que todo cuanto ha hecho ha sido preguntar a todos aquellos que se consideran sabios, para acabar concluyendo que no eran tal y por lo tanto, ante la constatación, ganarse su enemiga y animadversión. Tal vez, si no hubiera descubierto la supercheria de la propia auto estima en cuanto a sabiduría, hubiera vivido más años de vida sin probar la cicuta.
Es a la luz de este comentario, en su Apología, que creo que quiere decir la palabra, defensa, que leo su encuentro en las primeras páginas de La República con Céfalo, anciano rico, a cuyos hijos acompaña Sócrates para enredarse en una de esas veladas de conversación, después de las fiestas habidas en el Puerto de El Pireo. Allí, Sócrates, que se ha encontrado a un grupo de jóvenes en la calle, quienes le han invitado a casa de los hijos de Céfalo, acude y nada más entrar se encuentra con el patriarca, cómodamente sentado. El saludo es cordial y se acomodan. El diálogo es tan breve que en mi primera lectura me pasó, con seguridad, desapercibido, y aún diré, he pedido a dos amigos que lo leyeran y en ambos casos, a bote apronto, han dado versiones coincidentes entre ellos pero no conmigo. Para ellos Sócrates y Céfalo hablan de la vejez y de la virtud en amigable coloquio, y Sócrates viene a halagar la virtud de Céfalo: para mi no. Si Luri no me hubiera pedido mi opinión (que ninguna falta le hace sino para constatar mi poca preparación y socrática ignorancia), yo hubiera seguramente coincidido con mis amigos. Pero no.
En la primera parte, el encuentro en la calle, los amigos de Polemarco, hijo de Céfalo, casi obligan literalmente a acompañarles a su casa con la promesa de asistir después a una procesión con antorchas y otros actos espectaculares: deberán esperar a la noche en la sala de Polemarco y allí debatirán. LO aceptan.
Cuando llegan a la casa encuentran a Cefalo sentado en un asiento con cojín y llevando en la cabeza una corona, pues viene de celebrar un sacrificio en el patio. El recibimiento es cordial, muy cordial, y el mismo Céfalo celebra la oportunidad de escuchar a Sócrates. El mismo provoca la conversación, cuando le dice "cuanto más amortiguados están en mi los placeres del cuerpo, tanto más crecen los deseos y satisfacciones de la conversación..." Así pues Céfalo se muestra deseoso de escuchar como anciano sin perentorios deseos del cuerpo y de la carne.
De acuerdo está Sócrates e incluso le muestra su interés en lo que ha dicho: le gustaría oir de él como declara eso que se llama "umbral de la vejez": si como desgraciado o lo contrario..
Cefalo se explaya: se reune con gente de su edad y algunos se quejan de los achaques del cuerpo, de la pérdida de las pasiones o del maltrato y ultraje que reciben de sus allegados. Cita incluso a Sófocles, de quien dice que anda tan feliz con su vejez, libre de la pasión del amor por la edad y termina diciendo, que en todo caso, no es solo la edad la que conforta sino el carácter, que hace hace que uno se conforme con su edad, sea cual sea. Cefalo, pues, pone a su propio0 carácter, como esencial componente de su virtud anciana.
Sócrates, que escribe en primera persona, le hace ver que el resto de la gente verá otra cosa: verán que soporta su vejez facilmente ni por su carácter sino por su fortuna, que la riqueza da mucho consuelo. Aquí, creo yo, se produce un punto de inflexión en la cordial entrevista: tal vez a Cefalo no le guste que surja ese tema, ya que se tiene por hombre virtuoso y de buen carácter, acomodado a una vejez sencilla. ¿A que sacar la fortuna? Bien es cierto que ayuda, dice, pero un rico puede ser desabrido y malcarado igual que un pobre. Insiste pues en la bondad de un carácter acomodado a la circunstancia.
Sócrates sigue preguntando: ¿y de donde procede tu fortuna? ¿La has hecho? ¿La has heredado? Cefalo, explica, la recibió de su padre que se la pasó habiendo mermado considerablemente la recibida del abuelo. El mismo Cefalo volvió a situarla en los niveles iniciales. Dice que su contento está dejarla a sus herederos no disminuida, sino un poco0 mayor de lo que la recibió.
Sócrates le hace ver que le parece Cefalo hombre que no tiene excesivo amor a la riqueza y eso le hace pensar que la fortuna no la consiguió él, ya que los que la consiguen por si mismos muestran mucho mayor apego a su fortuna. Probablemente Cefalo vuelve asentir de agrado con el filósofo, pues se siente halagado. "Dices verdad" contesta lacónico, dando pié a que Sócrates siga lógicamente. ¿Cual es la ventaja que se saca de tener una gran fortuna? Para evitar el miedo sobrecogedor al Hades, dice Cefalo, todo se resume en no dejar deudas, no haber no tener conciencia de ninguna injusticia ni dejar sacrificios pendientes a ningún dios. Con ello, se parte tranquilo y calmado sin miedo.
Dices verdad, le dice Sócrates, y encauza la conversación a dudar que la justicia consista solamente en decir la verdad o en devolver a cada uno aquello que de él se ha recibido. Cefalo se levanta precipitadamente y sale de la estancia "os hago entrega de la conversación", dice, alegando que el sacrificio le llama. Sucede un hecho imprevisto tal vez, un detalle que parece no tener importancia y que no alcanzo a comprender, salvo tratando de entender que Polemarco, hijo de Cefalo, no ha gustado de la charla por el conocimiento que tiene de su padre. ¿Que ha pasado si esto fuera cierto? ¿Que ha molestado a Cefalo? Tal vez que tras presumir de anciano de carácter sereno, ha recibido de Sócrates, melosamente, una descripción de él que no coincide: hombre rico, que no ha tenido que esforzarse demasiado para alcanzar su fortuna, generoso y de buen carácter, tiene una vejez más plácida que los otros. Al principio de la conversación, en el mismo principio, Sócrates le ha dicho a Cefalo que le gusta informarse de la experiencia de quienes han recorrido el camino por el que los otros han de pasar.
Obviamente no es el mismo camino y tal vez Cefalo no ha comprendido la crítica hasta el final, cuando abruptamente decide salir de la sala. Claro que puede no ser así, pero Polemarco, que ha asistido en silencio, le hace una pregunta que muestra, además´ de contento, preocupación. Le dice: "según eso, soy tu heredero? "En un todo" contesta riendo Cefalo, y sale.
¿Porqué la pregunta? ¿Era habitual? No lo se, pero recuerdo ahora a la Apología y a Sócrates diciendo que se ha acercado a muchos hombres sabios solamente para descubrir al preguntarle, que no sabían nada; y que por ello se ha ganado su odio.
¿Se molestó Cefalo? ¿Tenía intención de molestar Sócrates? ¿Le llegó a preocupar la herencia propia a Polemarco?
No tengo ni la menor idea. Se, que llevado por su lógica, Sócrates trazó el camino de su muerte y a veces pienso que todos deberíamos haber asistido a ese diálogo final. De alguna, pienso, cada día asistimos a la muerte de alguna lógica, que tozuda nace de nuevo al poco.

viernes, enero 05, 2007

Un paseo por la historia y la muerte

Mientras la figura solitaria que es la de mi hija deambula por la nave lateral de la catedral de Segovia, viene a mi pensamiento la manera en que empezó este encuentro en el aeropuerto de Barajas, el día 2 de enero, a las 10,00 de la mañana. Los restos de las terminales D y E, derrumbados por una bomba de extraordinaria potencia sobre dos trabajadores ecuatorianos se veían desde los vanos vacíos de cristales, reventados por la explosión de la enorme y espectacular sala de la T4 y una onda de frío helador entraba por ellos. Los bomberos, tres pisos más abajo, se afanaban buscando los cuerpos de los dos desaparecidos a los que todos, damos por muertos. Mi hijo David llega hasta desde otro destino y ambos tomamos café en la única cafetería que funciona: esperamos a su hermana. Vamos a rencontrarnos como cada año para pasar juntos el día 5 de enero, porque es mi cumpleaños: sesenta y tres años y de ellos cuarenta con la presencia de la banda terrorista en mi vida. Yo conviví con Franco y con Eta. Para David y Ariadna, todo el escenario de su vida ha estado vinculado a los asesinatos de los etarras.
El sonido susurrante de los ecos en la nave de la catedral se antoja el mismo sonido de la terminal del aeropuerto, el mismo silencioso susurrar, el eco magnificado por los altos techos: solamente una megafonía de poca potencia anunciaba de vez en cuando alguna salida o alguna llegada. El ámbito frío en que tomábamos café y charlábamos, David y yo, sin perder ojo a la salida por la puerta número 11 no impedía la tremenda omnipresencia del atentado. Estábamos, literalmente, sobre dos cadáveres sepultados unas plantas más abajo y en el edificio inmediato. De la misma manera, dos días después, caminábamos sobre los cadáveres sepultados de antiguos prohombres de la ciudad de Segovia, enterrados bajo las losas de piedra de su catedral.

Ni una palabra de más: volver a afrontar el hecho de la muerte por el terror, obliga a muchos ciudadanos a buscar explicaciones. Muchos de esos muchos creen formalmente que la única manera de acabar con esta vesania es dialogar y pactar con los asesinos; puede que incluso acusen al gobierno de ser demasiado inflexible. Esta es una opinión que se mantiene a media voz, que se dice con harta mesura y algún que otro miedo a no ser comprendido: si se hubieran acercado los presos a su lugar de origen, al hogar de sus familias, donde tienen el respaldo cálido de aquellos que con su opinión forman el caldo de cultivo del falso heroísmo del terrorista, tal vez esto no hubiera pasado.

Cuando se les manifiesta a quienes sustentan esa opinión que la bomba la han puesto los de ETA, una vez más en Madrid, donde desde que llegué hace veinticinco años he sabido o visto personalmente de explosiones y muertos en demasía, he visto columnas de humo levantarse en el cielo y he tenido que dar rodeos para no pasar por calles cortadas donde la sangre de las víctimas era todavía líquida, contestan que eso es naturalmente cierto, que los criminales son los terroristas, pero con un poco menos de obcecación frente a ellos, tal vez...

Pienso que el terror tiene la guerra medio ganada cuando va conquistando la opinión de los pudorosos que creen que con ellos y con su comprensión y piedad, las cosas no serían como son. Cuando alguien opina que con un poco de comprensión ETA no se vería obligada a actuar de nuevo, como si la práctica del terror fuera una obligación impuesta y no una elección asesina, está cediendo su parcela de libertad en una sociedad que nunca ha sido tan libre y moderna, en términos de modernidad que se basa en los valores del ser humano.


Dos días después de la llegada hacemos turismo, de mañana, por Segovia. Es esta una ciudad hermosa, de las más hermosas de Castilla, que guarda recoletas calles medievales, judería, templos de trazas diversas y variadas y un sabor de Edad Media acomodado dulcemente a los tiempos de hoy. No es una ciudad moderna, y creo que ni siquiera lo intenta. Castilla, me digo, en su empeño por españolizar y españolizarse, acabó agotada y desaparecida en combate y hoy navega por entre un amplio cereal y una industria que podría ser más,. o que debería serlo. Pero en cualquier caso, considero a Segovia ciudad muy bella y su catedral, de las últimas en ser construídas después de que acabara medio derruida en los meses que antecedieron a la batalla de Villalar por enfrentarse los comuneros desde ella a las tropas del rey Carlos en el Alcázar, es grande, en todos los sentidos, en ampulosidad y anchura, en altura, en piedra, en volumen de aire, en señorío. Curiosamente se asentó la nueva fábrica en terrenos de la monarquía o del cabildo tomados de los judíos expulsados. A pocos metros del templo sobrevive, cristianizada pero de inequívoca planta y aire semita, una bella sinagoga que fue.

En la visita nos quedamos paralizados frente al tríptico de Ambrosio Benson, de inspiración italiana con algo de flamenco en su trazo. Los bermellones y granas, sobre azules celestes y cobaltos deslumbran desde la capilla anexa a la obra de Juan de Juni. Durante un buen rato estamos perplejos viendo esa inmensa belleza de un tríptico magníficamente restaurado, cuyo origen es de finales del siglo XV.

A Cristo, muerto, lo descienden de la cruz: a la víctima la bajan al suelo sobre el que caminó, ya desprovista de sangre, con el desmayo en el cuerpo del cadáver que pesa muerto. Pensé en los dos hombres ecuatorianos bajo el inmenso sarcófago de hormigón armado en Barajas: conviene pensar en la víctima, en la casualidad absurda de quien cansado, decide quedarse en el coche en el aparcamiento mientras su novia va a la sala de llegadas para recibir a su madre. El terror se basa en que la víctima es inocente del todo, sin mácula, sin relación: su única culpa es estar allí, y estar viva...

En el Claustro la luz teje encajes en la pared de piedra. En el centro un jardín con cuatro caminos y en su cruce un pozo, una fuente de agua que debe ser fresca, cristalina, saciadora de toda sed: se trata de la redición de los ríos sagrados del "jardín cerrado" de nuestros antiguos, del espacio entre el Tigris y el Eúfrates, hoy maltratado y maldecido, el lugar en que se forjó la leyenda del Edén. Caminamos el claustro comentando de pasada el olor del boj, la carrera de u gato por el tejado, las palomas que vuelan sobre los arbustos, los niños que corren de visita delante de sus padres. Hemos venido a parar a la catedral por causa de un deambular por Segovia, que dista solamente 30 kilómetros del bosque.

El Claustro, comentamos, es el lugar en que la naturaleza reune a hombres y vegetación ríos y piedra, y traza la delicada geometría de un lugar imaginario que acaba por ser real, tanto es el deseo de gozarlo: el lugar de la paz. Mi hija, cuando hablo de la religiosidad que hasta un ateo puede sentir me corrige: es recogimiento, me dice. Está bien, será. Este gótico tardío ha alcanzado la expresión justa en que la piedra se manifiesta más carnal que nunca, más llena de músculo y nervio, más frágil y recia al tiempo, más humana porque parece fragmento de cuerpo, de brazos que se alzan, la fe de los tiempos pasados que imploraba...

Al salir está el sol, la animación de calles que no han sido tomadas por lo moderno. Las ciudades tienen su dimensión justa, la medida de su gente, de su miedo y de su deambular. Sinagoga minúscula, ahora iglesia, y catedral, distan pocos metros y en medio la gran plaza que el día de nuestra visita tiene montado mercadillo de frutas, verduras, cosas de limpieza y ropas, zapatos, calzado deportivo, pucheros, platos, sartenes, vasos... Todo lo que es un mercadillo, que es lo que fue el mercado o la feria en los tiempos perdidos.

David me cuenta sobre la dificultad de moldear en autoclave para obtener planchas de enorme resistencia y le escucho con interés mientras contemplo la figura de Ariadna que unos pasos delante va dejando su mirada deslizarse entre la mercancía expuesta en los puestos. ¿Quereis que tomemos algo antes de volver a casa a comer? les pregunto. No están muy interesados en ello, y volvemos al coche.

Al llegar a casa, en el telediario, me entero de que han encontrado a uno de los dos dos ecuatorianos que vinieron a España a ganarse la muerte con el sudor y esfuerzo de su trabajo, encerrado en su coche en el que se había quedado a dormir, envuelto en una manta.


martes, enero 02, 2007

La floresta encantada


Hace unos días, mostrando los paisajes cercanos a unos amigos que nos visitaban, decidí tomar una pista forestal sin conocer el destino del camino y me encontré repentinamente en el corazón de un bosque encantado, o encantador, lo mismo da, que es el de la foto. No lo esperaba, ni conocía su existencia; a medida que el coche se adentraba en él íbamos dejando de hablar los ocupantes y solamente, de vez en cuando, se oía alguna palabra que expresaba admiración. Pinos espaciados, un pastizal por terreno y el río crecido por las últimas lluvias en el que chapoteaba dentro de una fresca limpieza, ganado suelto. ¿Que es esto? nos preguntábamos. ¿Es un bosque? No supe que decir, lo que yo buscaba eran unos pinares que descienden por suaves laderas hacia un pueblo que se llama Hoyo de Pinares, en el que antiguamente había una industria de resina de pino, hoy desaparecida. recuerdo haber visto aquellos pinos, hace unos veinte años, heridos por la llaga abierta bajo la que se aguanta el pequeño recipiente de latón, y cayendo dentro de él, esa especie de a la vista como miel, de fragante olor a resina, que es la sangre del pino. Unos amigos míos tenían en aquel pueblo, ahora creo que ya no, un cocedero de níscalos, tantos hay en la zona, que la gente les llevaba para vender, y que ellos, cocidos y envasados en bidones de plástico, enviaban a Granollers, a la fábrica de Tres Pins, que lo metía en latas de conserva. El níscalo, es de todas las setas, la más aromática y sabrosa: guisada con patatas en un manjar digno de seres humanos de buena voluntad, y en el horno, con ajo y perejil y un chorrito de aceite, si se acompañan de buen vino, sirven para entonar un magnificat amistoso.
Pero no encontré ese bosque, que era al que iba y al que creía llegar atajando por la pista, sino que encontré un paisaje de dulzura extraordinaria. Paramos el coche y nos internamos por entre los árboles. Volveré, les dije a mis acompañantes, la próxima semana con Ana, si es que el lugar existe todavía y no sucede aquello de las narraciones fantásticas, de que el lugar ha desaparecido para cuando se produce la segunda visita. MI bosque, el de cada día en el que habito, es un bosque silvestre, de madera para corte, muérdago, laderas empinadas, trochas y arrastraderos, regatos abundantes que se precipitan por Aguas Vertientes y en lo que uno puede arrodillarse y acercar la boca para saborear la fría corriente y saciar algo más que una sed física. Nada tiene que ver mi bosque con este que encontramos por la casualidad: este, de tan dócil espesura, parecía invitar a la visita: el riachuelo, formando meandros generosos, se precipitaba en dos o tres saltos de muy poca altura, pero de fuerte torrencialidad: el ruido de la cascada en el bosque es uno de los más bellos silencios que se pueden sentir. Nada molesta en él, es el ruido de la medida del hombre, el que forma parte de su paisaje, envoltura más allá de la carnal, pero tan propia como si del mismo cuerpo se tratase.
Estaba, me dije, ante una floresta escenario de un relato de libros de Caballería.John Steinbeck, que escribió un magnífico resumen de la leyenda artúrica, desarrolla varios episodios en estas florestas apacibles: caballeros que descansan, damas que atraviesan el bosque, conversaciones trabadas, miradas que se entrelazan, promesas que en la vasta catedral arbórea se anudarán entre dificultades. Flor de Caballería que visitaba los castillos, siempre levantados en las praderas cercadas por los bosques. Sin armadura, ni cota de malla, sin armas ni mandato para socorrer a desvalidos, los que paseábamos por la floresta, retomábamos los paisajes de las leyendas entretejidas en lecturas viejas. Existen pues, los paisajes encantados, me dije. Existen, doy fe.
Han pasado diez o doce días y todavía no he vuelto a mi floresta; son fechas estas en las que los planes no tienen más valor que el de la relativa trascendencia de cumplirlos o no. Por otra parte, lo cierto es que nada hay más liberador que no seguir la agenda marcada, ni siquiera marcarla: ya no uso, hace tres o cuatro años que mis citas las guardo en la cabeza o en papelitos que pierdo en el momento de escribirlos. La agenda y mi teléfono móvil han dejado de ser referencias en mi vida: la primera no existe, el segundo no suena. He podado, con ayuda de un vecino que sabe de esto, árboles y arbustos y he visto como la poca nieve caída hace unos días ha desaparecido fundiéndose con lentitud. Me he detenido hoy, día uno de otro año que empieza, en ver un libro sobre la pintura de Hokusai, que me tiene fascinado. Las cascadas dibujadas, detenida el agua en su caída en caracoleados cursos, los árboles que en su paroxística inmovilidad parecen mecerse por causa de una geometría desconocida, los montes y caminos, fijamente plasmados, no sobre el papel, sino sobre la conciencia de quien lo dibuja o de quien lo contempla, conduce a recrear un mundo de accidentes que permanecen y alcanzan el nivel de divinidad por su permanencia inalterable, salvo por la variación de la luz y de las estaciones, que no son sino vestiduras de lo que es realmente eterno. Por causa de lo que estaba viendo en el libro ha vuelto a mi mente el paisaje de la floresta.
Me atrae mucho la idea oriental de que quien no permanece es el hombre, que es prescindible en el paisaje pues su misión en él es pasar, fluir en el lugar y fluir en su propia vida. Un hombre, como un río, no es nunca el mismo, estando como está en un proceso de transformación imparable. No es una constatación científica, sino una manera de comprender a la vida, en la que todo lo que es permanente está ligado y forma parte del momento. La pintura de Hokusai detiene el movimiento del río porque este no tiene importancia, no es necesario captar la agitación o la fugacidad, sino la permanencia. Así, me digo, yo fluyo y cambio permanentemente, pero la floresta que descubrí hace unos días está allí, estará cuando vaya a verla de nuevo con Ana, pronto, y seguirá estando mucho después si no sucede que un alcalde decida convertirla en campo de golf y en urbanización para segundas viviendas. Cabe confiar en que tanta belleza no pueda ser destruida de la noche a la mañana. Lo permanente debe quedar como permanente en el paisaje y en su permanencia visible y ejemplar ofrecernos la referencia de nuestra universo. No vivimos en el paisaje por casualidad sino porque es nuestro territorio. En cualquier caso, elevaré la pequeña floresta a la categoría de divinidad particular en mi templo interior, sacralizado por su belleza.