viernes, junio 30, 2006

Tormenta de verano



Durante todo el día un sol de estio, pleno y luminoso, nos ha dado su luz y su calor, hasta el deslumbramiento; las dalias en el jardín parecen abochornadas y sus hojas se resblandecen, si se les toca las hojas flojean como papel mojado y el jardín ha permanecido en una mansadumbre calma, como de perro sediento. Aquí arriba hace calor de verdad hasta que el sol se pone, entonces ya no; refresca muy deprisa y conviene ir a buscar una rebeca. No hacemos muchas cenas fuera, comidas si, bajo la toldilla fija, pero cenas no: no sería conveniente para la salud. Cuando construímos la casa y entramos en el capítulo de la calefacción, nosortros pedimos climatización: nos miraron como se debe mirar a un extraterrestre, que es lo que es cualquier recién llegado a un paisaje del que desconoce todo y donde es del todo desconocido. Aquí no hace falta el aire, nos dijeron; se suele dormir con la ventana cerrada, y una colcha también. Yo me reía, venga ya, y una manta. No, manta no, pero una colcha no está de más. Era cierto, la noche es fresca y ocasionalmente yo salgo al jardín a leer un rato o a dejar pasar los minutos oliendo el olor de la oscuridad que impregna todo de aromas, para disfrutar de esa sensación de frescor excesivo (hay quien lo llama coloquialmente "biruji") que me hace sentir los miembros vivos y atentos.

Al caer la tarde la luz ha emnpezado a cambiar al tiempo que unas nubes grises y plenas, con los bordes blancos y brillantes como de plata, han ido llegando desde el sur. Al verlas en los alto de Cabeza Líjar he pensado que podían llegar o no, como sucede a menudo, una u otra cosa, pero al poco han ido cubriendo el prado con su sombra ganando hacia el oeste el recorrido del sol hasta darle alcance. Súbitamente un calor intenso y húmedo nos ha llegado y la luz, ahora como metálica, de grises acerados y blancos destelleantes se ha desparramamdo por todo el ámbito. Un olor intenso a tierra mojada ha ido atrapándonos como un perfume, posiblemente traído por el mismo viento que trae las nubes desde donde ya está descargando la tormenta; este olor que llega de lejos es el de otra tioerra, de otro paisaje, no importa que sea cercano, pero es un olor traído de un lugar ajeno. recuerdo que en Barcelona, repentinamente llegaba una tormenta del sur, traída por ese viento, y la ciudad quedaba cubierta de una capa de tierra roja del desierto del Sahara. En los coches el polvo rojo y las manchas del agua diluyéndolo al caer, formaban aguas con sombras evocadoras: de niño pensaba que el desierto llegaba a mi; al cabo de los años, cuando lo visité en realidad, me resultó menos evocador que el entrevisto en aquellas arenas pasajeras.

Gruesos goterones me empiezan a caer y lo dejo todo, la silla en la que estoy sentado y la mesa; cojo los libros, eso sí, y mientras las gotas son ahora continuas y calan en la camisa con el frío singular de cada gota al chocar con el tejido y traspasar la fibra llegando a la piel y despertándola. Corro adentro y reparo en que el olor es ahora total, profdundo y denso: es el olor de mi jardín que recibe el aguacero creo que como yo: con agradecimiento. El calor se disuelve de tal manera que acabas por no reparar en él: es la primera tomenta de verano. Estoy frente a ella y reconozco que, como cada año, me asombra su llegasa y el portentoso efecto que provoca alrededor y en mi mismo. La excitación de verla llegar cede terreno a la relajación que su explosión provoca en mi; con cada tormenta me disuelvo y respiro, no hago otra cosa que respirar el olor a tierra mojada y a las plantas del prado, y los pinos de las laderas.

En lo alto de la montaña descargan relámpagos abriendo rotos enormes en el cielo plomizo y al poco llega hasta mi el estruendo sordo y largo del trueno; una vez tras otra. La gravilla roja que bordea el cesped se empapa y adquiere un tono brillante; la hierba reviva con el agua y las dalias y rosas aguantan el aguacero sin inmutarse. Desde detrás de los cristales, donde me he quedado en pie, con los libros en la mano, el tabaco y un vaso de zumo de naranja a medio consumir, fascinado por la tormenta, percibo el espíritu agradecido del neardenthal dentro de la cueva, o del cromagnon, que da lo mismo. Por suerte, pienso, tengo una cueva en la que refugiarme, y provisiones, y agua. ¿No demuestra esto que soy precavido? La satisfacción del antiguo homo en la edad de la piedra, del silex, ya tenía mucho de vanidad; enunciar tan solo la satisfacción de tu propia virtud ya conlleva establecer una comparación con los otros, más desgraciados seguramente, ahora dispersos bajo la lluvia, con el fuego apagado y tiritando.Creo que el ser humano no nace inocente sino pedante.

Un coche grande, un monovolumen, gris metalizado, baja la calle y se detiene un momento ante la casa; veo borrosa la cabeza de quien va en el asiento de al lado del conductor inclinada, como mirando hacia las ventanas del piso alto. Luego arranca el coche de nuevo y se va calle abajo hasta que lo pierdo de vista y deja de preocuparme. Sigue callendo agua en gran cantidad; oigo la voz de Ana: cierra las ventanas de arriba, si están abiertas. No lo están, no me muevo de allí. Al final de la fachada de la casa, por el lado del este, se encuentra lo que llamo (pedantemente) el jardín inglés y a continuación el japonés. Voy allí porque quiero ver las hortensias; están alcanzando las flores el desarrollo, abriéndose y mudando el color de rosa a azul. Entre las hortensias y yo hay una magnífica relación que viene de atrás: siempre que he tenido jardín las he tenido en él y han crecido generosamente dotándolo de una hermosura plena. Cuando la flor se marchita y seca la corto, solamente a la flor; en enero redondeo la mata cuidando de no afectar demasiado el tamaño, sobre todo de las varas de flor. Me gustan altas, como las del norte, y silvestres, es decir: abundantes. Las hortensias y las dalias son flores por las que siento especial afecto y atención. En su belleza espléndida, ambas, son humildes y serenas. Las hortensias parecen pequeñas burguesas orondas y satisfechas y las dalias son señoritas pizpiretas y al cabo modosas, como manda la decencia. Las rosas, a las que reconozco una belleza especial, son por el contrario pedantes, prepotentes, y presumidas. No me gusta la presunción en las flores, excepción hecha del narciso: en estos si, es elegante, divertida y chocante. Tiene un toque cursi que se le perdona por su propia insignificancia.

Empieza a escampar y aparece el sol tiñendo de oro toda la materia mojada por la lluvia. Las nubes han seguido hacia el norte y se ven alejándose como una invasión que nos ha abandonado. He vuelto al salón, mojado, y me he sentado en una butaca frente a la cristalera; los libros, en la mesilla a mi lado me esperan, pero no tengo prisa. Perviven rastros del olor a tierra mojada y el toldo gotea por sus extremos. Todo lo que está empapado muestra vida, plenitud, el retorno a la normalidad del estío. Descubro que entre ver llegar la tormenta, mirar su actividad y reposar con su marcha, se me ha ido más de una hora y con un suspiro (supongo que literariamente de resignación) me dispongo a reemprender lo que hacía, pero no recuerdo con exactitud lo que era, así que habrá que empezar de nuevo, como siempre.

jueves, junio 29, 2006

Un solo trazo firme



Paseo con Goyerri al caer la tarde: el ocaso aún ha de tardar. Tenemos una luz que se apaga despacio y que nos deja ver como las farolas de la carretera a su paso por San Rafael, encendidas, trazan un recorrido destelleante hacia el oeste aportando luz a la luz que muere; no es la luz descarada que necesita la noche del farol, sino una luz diferente, brillante y concentrada, amarillenta, sobre el vago azul gris del ocaso. Esas luces dan cuerpo al color del celaje y potencian su debilitamiento, la levedad de su verdad, su fuerza. Esta luz eléctrica de los faroles anuncia el principio de la luz: iluminar la oscuridad. El Islam lo describe maravillosamente bien cuando determina que la hora de abandonar el ayuno durante el Ramadán es el momento del atardecer en que "es imposible distinguir un hilo blanco de un hilo negro". No se puede describir mejor el instante para reconocerlo.

Los coches que van hacia el norte, por la N7, y los que vienen, llevan sus faros encendidos y lo único que consiguen es crear un efecto de luces vivaces independientes, solitarías, como luciérnagas en el campo, cada una de ellas aislada de las demás, brillando en su propia oscuridad. Hacia el sur, la carretera recta y ascendente esboza una curva en su horizonte, tras la que esconde el recorrido; se trata de una curva firme, bien dibujada por la franja de asfalto gris y las tres líneas blancas que la señalizan: la línea de la izquierda, la del centro y la de la derecha. La curva, que he escrito que es firme, adquiere con la mirada sostenida una vaguedad que la hace casi irrelevante; de seguir mirándola acabaría por no verla, inserta como esta en la falda de la montaña por su derecha y en la abertura del valle por la izquierda. Porque por este lado, la Peñota, El Montón de Trigo, Siete Picos, La Bola del Mundo y La Maliciosa cambian del añil al violeta y le roban al asfalto todo el protagonismo.

Por un momento creo ver lo que no es y en mi pensamiento se dibuja, con trazos firmes de pinceladas profundas, una serie de líneas que dibujan lo que veo, aunque debería decir mejor lo que siento. Me sucede lo de cada verano desde hace veintiseis: un tema se apodera de mi y emerge del fondo de mi inconsciente, va tomando cuerpo y potencia y desplaza a los demás dejándolos en espacios secundarios; un solo tema recurrente, tan amplio como no puedo saberlo todavía, literario, intelectual, gráfico, artístico, arquitectónico, de pensamiento, de filosofía, de todo lo que pueda llegar a caber en esta decsripción, que debe compilarse en una palabra genérica: conocimiento. Ansío conocer aquello, que disperso se ha ido acumulando durante años a pàrtir de la lectura de fragmentos de este particular universo. Los fragmentos existen y componen un fresco incompleto, debo localizar lo que falta y componer, tesela a tesela, el mosaico. Y debo empezar ya mismo: se trata del mundo de la cultura y la historia de Japón.

Al volver la mirada hacia la carretera por la que fluyen los coches, en carrusel sujetos a la línea de luces rojas y brillantes de sus pilotos traseros, y viéndolos percibir la inmensa vaguedad del espacio abierto en el que las cimas de la sierra de Guadarrama se lanzan hacia el paso de Somosierra, al noreste de mi posición, mientras la luz del día se transforma en dulce anochecer, me viene al pensamiento la palabra "sumiye" y comprendo, porque lo veo en mi mirada, lo comprendo en el paisaje desvaido, que una vez más se ha dibujado en trazos firmes, sin posibilidad de error, el paisaje del sentimiento y no el de la razón. La línea de las montañas y del fondo del valle dibujan un espacio vacío que es el que llena mis ojos.

Sucede que estoy releyendo, impresionado, rotundamente impresionado, El Pabellón de Oro, de Yukio Mishima. Es una novela agónica, donde el trazo vital probablemente tiene mucho de autobiográfico, transferido del escritor al personaje central y en la que la belleza, transformada en verdad tangible en la forma del Pabellón de Oro, (que está reconstruído con exactitud absoluta después del incendio intencionado que lo destruyó en la ciudad de Kyoto), acaba por poseer la voluntad de un muchacho, hasta provocarle el ansia liberadora de destruirla. No sé leer sin acudir al tópico de las cerezas, que van una detrás de otra siempre enganchadas por el rabillo. Busqué información de El Pabellón de Oro y la encontré, así como del de Plata y de los monumentos de Kyoto, ciudad imperial. He pasado el día dando vueltas a lo leído, a lo recordado, a lo olvidado incluso, y he llegado a la conclusión de que había llegado el momento, el verano para ser exactos, de abrirme al conocimiento (ahora imperfecto) de aquella cultura. El sumiye flota en mi pensamiento: leí sobre él hace muchos años y obtuve algunas imágenes que daban fe de su naturaleza. El sumiye es pintar de un solo trazo, sobre un papel muy poroso y frágil, con tinta líquida, siempre al borde de romper, de traspasar, de inutilizar el soporte, para apremiar el trazo sin posibilidad de error: no hay corrección posible; el error es fracaso y cabe empezar de nuevo. Hacer sumiye consiste en interiorizar el sujeto, en comprenderlo, verlo en su total dimensión y fisicidad para extraer de él, como de un molde, todo lo que físico y material sobra, dejando el vacío. El sumiye dibuja el vacío, el espacio entre las cosas, las vastas extensiones de la mirada y del recuerdo, con precisión digna de ser reconocido. Un buen pintor de sumiye mira más que dibuja, aboceta más que traza; es la percepción del vuelo de un pájaro fuera del campo del ojo o la carrera del sol en el horizonte cuando otra cosa nos ocupa la vista. La espontaneidad es obligada, tanto que podríamos llegar a pensar que transferimos la voluntad de trazar al pincel de pelo de tejo. No puede mediar reflexión, no es posible detenerse para seguir después porque la unión de líneas marcaría en el dibujo el momento de la ruptura del ritmo y del trazo.

El sumiye es revelador, a fuerza de mirar se aprende el dibujo del vacío y se traslada, con premura y firmeza al papel. He visto las formas de la sierra y del valle como si de un dibujo sumiye se tratara y he vuelto a casa. Este verano tengo mucho que hacer: reencontrar todos los vacios que puedan llenarme.

miércoles, junio 28, 2006

Gente versus Uno

Creer que la gente es buena gente es un ejercicio saludable; es también una declaración de intenciones; cuando uno cree que la gente es buena gente está dispuesto a creer en una sociedad benévola y benefactora. Yo lo creo, no me siento alejado de la gente ni soy capaz de escribir contra la sociedad culpándola de todo lo que sucede, a mi y a todos. Cada vez que escucho "es culpa de la sociedad" o "la vida es injusta" o "todos son unos sinvergüenzas", me siento mal, incómodo, y no digo nada, porque si sé que diría pero entonces se produciría una discusión terrible, si, terrible he escrito, en la que si permaneciera en silencio acrecentaría los gritos de mi oponente y si gritara yo más que él no llegaría a ningún sitio: yo.

La gente, que es palabra que no me gusta nada escribir o decir y que según el diccionario de la RAE quiere decir, en primera acepción "pluralidad de personas", lo que me parece perfecto por otra parte, no es una persona, sino un concepto vago y plural que debería utilizarse en concreto en temas generales y tal vez prácticos de probada pluralidad, pero nunca en conceptos morales de pluralidades varias y diversas. "La gente" es una excusa para acusar y para defenderse, para atacar y para mentir, para frustar y para falsificar. La gente no existe, generalmente; cuando estamos hablando de ella como un todo hablamos de un grupo. Camus le hace decir a Calígula que desearía que el pueblo (aceptemos pueblo como sustituto de gente) tuviera una sola cabeza para cortarla de un solo golpe: la benéfica economía del despotismo ahorra esfuerzos y sufrimiento. En el año 1982, en una gira de rock de MR, que produjo mi compañía, los periodistas se enfrentaban al cantante antes de cada concierto (y escribo se enfrentaban como término que podría generalizar las actitudes) y le espetaban de buenas a primeras preguntas tales como: "La gente dice que no estás cantando como el año pasado" ó "Dicen que estás descontento del patrocinio de la marca que produce tu concierto". MR contestaba invariablemente, después de haber contado hasta diez, "¿Quien lo dice?" ó "¿Quien es esa gente? ¿Cuantos son?". Imposible obtener respuesta. Realmente la pregunta enmascaraba el deseo del periodista de ser agresivo y presionar un posible estallido del cantante en busca de un titular.

No existe la gente que nos odia ni la gente que nos acosa. Existe el hombre furioso e irascible que necesita ampararse en el concepto "la gente" para poner en boca de esa figura irreal su propia furia y su propio odio. Desconfío de las personas, no de la gente, que presume de sincera o de "ir de frente", porque pienso que eso anticipa un estallido de falta de cortesía o de educación. Yo no voy pidiendo a nadie sinceridad si esta va a sobrepasar el nivel de confianza con el que estamos manteniendo una disparidad de criterios. No me gusta que alguien me diga "voy a serte sincero" como preámbulo y he tomamdo la decisión de rogarle, a quienquiera que sea, que por favor, no lo sea en aras de mantener nuestra buena relación. No hace muchos días, un metalista de este pueblo me paraba en la calle para decirme que el presidente del gobierno era "un criminal sanguinario". Sus motivos tendría que puedo imaginar y contaré de aquí unas lineas; probablemente intuía que yo no pensaba así y creyó oportuno intentar molestarme con ese apelativo a una tercera persona, pensando que yo la respetaba, incluso que la votaba políticamente. Su opinión, sincera o no, la verdad es que a mi no me importaba en absoluto; ni a él le importan las mías, está de más que hablemos, sobra que tratemos de llegar a un acuerdo y debo decir que yo creo que es una buena persona de manifiesta grosería. Una cosa no quita a la otra. Pero, ¿de que voy a hablar yo con él sino de las cosas comunes que nos interesan a ambos? El pueblo, el bosque, sus colecciones de monedas, mis libros, su negocio del que quiere retirarse, mi retiro ya logrado, mis viajes a Alicante, la bodega que se ha construído en el chalé en que vive, que se yo, hay tantos temas de importantísima intrascendencia...

Vivimos en una constante emisión de paranoía y complejo de culpa, mezclados, proliferando, sustituyendo ya no solamente a las ideologías (eso sería hasta cierto punto racional) sino al simple y necesario punto de vista propio. Quien quiera ver el apocalipsis dueño es, y deberá encontrar la salvación en lo que él quiera teniendo en cuenta que vivimos en una organización social que implica que ninguna salvación debe salvar a los otros, contra su voluntad. Lo que ignoran aquellos que apelan a la gente, para buscar agrupando, pluralidades, es la existencia de "los otros". Estos existen, son, somos, todos somos los otros para los otros a su vez, que también lo son. No somos gente sino una conjunto de individualidades que necesitan sentirse situados en un ámbito social: somos sociables, tendemos a la sociabilidad, tendemos al grupo, a la busca del contacto racional y emocional, a la formación del nucleo familiar, amigable, local. Cuando se diverge no se odia, pero algunos si lo hacen. Cuando se diverge no se mata, pero algunos si lo hacen. Cuando se diverge no se tortura, pero algunos si lo hacen. Y el enorme problema que afrontamos en el albor del siglo XXI y que viene del pleno siglo XX es que siempre estamos dispuestos (están) dispuestos a odiar, torturar y matar. Bastaría una orden, una justificación, un héroe, que se saltara a la torera todos los preceptos comunmente aceptados para convivir para pronunciar aquel simbólico "quieto todo el mundo" envuelto en el eco de un ámbito silencioso. Basta que uno crea que nos puede salvar.

En el lugar más calmo, más tranquilo que he podido encontrar, me espetó a continuación este metalista amigo, "todos los socialistas son unos asesinos que han matado a millones de personas en todo el mundo. Tenían que haberlos matado a todos en 1939". A este hombre terrible que pluraliza con tanta vehemencia sobre cosas terribles, le regalé un día un libro de monedas romanas porque me enteré que coleccionaba monedas antigüas, y en mi biblioteca, en plena desamortización, ese ejemplar demasiado especializado no significaba nada; y también un libro sobre Atapuerca, porque lo tenía repetido y él me manifestó su interés. Era, y es, estoy seguro, un hombre agradable y risueño, cortés y educado. ¿Porque vino a mi con tanta furia para espetarme sus innobles deseos? El día anterior, tal vez sea esa la respuesta, me encontré con su hijo, un joven simpático que trabaja con él, y charlamos muy brevemente sobre el terrible asunto del Estatuto de Cataluña. Poca opinión pública tengo sobre el tema, alguna como catalán pero como ciudadano poca, porque vivo en Castilla. Le dije que en mi opinión el tema acabaría con el olvido y la puesta en marcha administrativa de uno nuevo; el muchacho me dijo, y recuerdo bien su respuesta "yo creo que esto es una cuestión de democracia, lo que vote la mayoría". Pienso que después le contaría a su padre la conversación y este dejó pasar 24 horas, y lleno de indignación vino entonces a verme. Me encontró paseando a Goyerri, él iba en coche, frenó cerca de mi y bajó la ventanilla (era todavía invierno, creo recordar) y con su enorme sonrisa llena de afecto, me pregunto. "¿Tú hablas mucho de política?" Le dije que con desconocidos no, lo cual es cierto. Y fué entonces cuando me dijo lo del presidente del Gobierno, después de empezar por: "la gente dice y yo lo creo que Zapatero es un criminal sanguinario"

No creo en la cobardía moral de mi querido metalista; tal vez su indignación estribaba en que como una madre osa defendiendo a sus oseznos, trataba de apartar a su hijo de opiniones peligrosas y había decidido ir directamente al provocador, yo según él; sin reparar en que el muchacho, muy mayor de edad, es individuo pensante y con opinión formada que por cierto a mi no me preocupa nada. No creo en la maldad intrínsica de mi querido metalista, proque en general me relación con él ha sido siempre entrañable, y es hombre al que aprecio por sus buenas maneras, su afectuosidad. Tampoco en su ignorancia alevosa, ignorancias hay que no lo son, -yo llamo alevosas a aquellas que tienen por objeto machacar al contrario sosteniendo que el máximo nivel de conocimiento socialmente necesario es el nivel de ignorancia de quien opina así- ya que es hombre que colecciona monedas, se interesa por Atapuerca y es sobre todo hombre de profundas convicciones religiosas y cristianas. Ahora, cuando le veo en el pueblo le saludo con cordialidad desde lejos pero no me acerco, porque metalista como es, me hizo mal una puerta de la cerca de entrada a mi casa y tengo que reclamarle una nueva: no querría que pensara que es por causa de haberme disgustado con él. Hay gente que es capaz de pensar cualquier cosa.

martes, junio 27, 2006

Un jardín japonés


"No es cierto que marchemos hacia algo cada vez más grande y perfecto": esta frase de Jay Gould, paleóntologo en la Universidad de Harvard, que cita Eduardo Punset en su estupendo Cara a cara con la mente, la vida y el Universo, se relaciona facilmente con la afirmación de Ken Nealson, astrobiólogo, cuando dice que "la vida es una equivocación". "Ambas, cito a Punset, se mueven bajo el legítimo influjo de una paradoja...". La evolución espontánea de un sistema aislado se traduce siempre en un aumento de su entropia". (1) Queda definir a la entropía, que según el diccionario de RAE es la "medida del desorden de un sistema". Esta es la segunda Ley de la termodinámica.

Así pues, todo sistema aislado tiende al desorden, por ley, concretamente la segunda Ley de la Termodinámica, que ha influído no solamente a la mecánica cuántica sino a la filosofía, a la sociología y a cualquier disciplina que trate de ocuparse del conocimiento de la vida, de la historia y del comportamiento de los seres humanos además de las partículas más elementales.

No soy un experto en biología, neurología, antropología, física, química o cualquiera de estas disciplinas desde cuyos puntos de contacto y cruces, una moderna ciencia trata de encontrar respuestas a los inicios del universo y de la vida, tal y como la entendemos. Por no ser experto debo alejarme de estas cuestiones que traigo a colación tan solo para afirmar con vehemencia que me ha sido muy útil su descubrimiento para afirmar mis certezas actuales: de mucho de lo que no sabemos se han desterrado los dogmas y se han sustituido por hipótesis científicas práctica o teóricamente comprobadas: me siento mucho más cómodo sabiendo esto.

Cuando conocí la Segunda Ley de la Termodinámica, empecé a pensar en lo aplicable que resultaba a los comportamientos humanos y a su propia organización. Me impactó mucho su enunciado sencillo y terminante: "La evolución espontánea de un sistema aislado se traduce siempre en un aumento de su entropia" y acabé concluyendo que si entendemos que una persona se aísla en el plano social y emocional de tal manera que permanece cerrado a lo exterior, su evolución espontánea le llevará al desastre, al igual que el mismo comportamiento, ineludiblemente lleva al cuerpo a la aniquilación. Yo vine a vivir aquí por sentir la necesidad vital de captar el influjo de una naturaleza preservada (la palabra siempre es de uso difícil por lo incierto de la misma), no ya alejado de la ciudad (en la que he vivido muy poco a lo largo de mi vida) sino de esa parte de vida que ha sido la profesión que he ejercido durante más de 30 años; no porque ella sea anti natural (¿qué lo es realmente?) sino porque en ella se pierde de vista detrás de la busca del éxito diario de cada actuación, el equilibro emocional que se encuentra al tomar conciencia del individuo en relación con su tierra, su campo, su barrio o su planeta. Consideré, en un momento, que mi relación con mi profesión había llegado a acumular tal entropía que el nivel de desorden era terminal.

Sucede, y esta es la razón del largo preámbulo, que cuando llegué a la casa del bosque ya venía tratando de aislar sistemas organizados en el plano social y eso lo aplicaba al conocimiento de los partidos políticos o de los grupos familiares o de las personas aisladas; al igual que lo aplicaba al paisaje, al país, a la nación. Puse en práctica mi teoría de proponerle a la naturaleza sistemas en evolución trabajando en mi jardín en trtes áreas. En el bosque, al tiempo que construía un jardín al uso de la zona en que habito y una pequeña zona al este de tipo inglés (rododrendos, camelias, azaleas, hortensias, acebo, etc.) construí un pequeño jardín japonés entendiéndolo como un sistema cerrado dentro de otro sistema más amplio y vivo, ambos a su vez contenidos en el sistema del bosque y del valle. Si para el jardín general y el inglés usé de jardineros , para el japonés usé de mis manos y de mi imaginación; que estoy hablando de una superficie de 5 metros por 2 y medio aproximadamente, en forma trapezoidal. No sabía yo nada más que la persistencia en mi mente de varios modelos japoneses vistos en láminas o películas y un poco de lectura sobre el zen, muy mal asimilada por otra parte. Planteé el trabajo como la aplicación de un modelo de paisaje dentro del paisaje, y si a mi alrededor las laderas de la montaña se poblaban de pinos, en el pequeño espacio trapezoidal necesitaba dar sentido de belleza a un conjunto de materiales en los que ninguno estaría vivo o capaz de generar vida. Lo cierto es que acabé el jardín sin teorizar en absoluto y el resultado me agradó. Lo enseñé a amigos y vecinos y todos lo tuvieron por un snobismo (yo mismo también, seguramente) y se dispusieron a apludir mi idea. ¿A quien le puede molestar un jardín japonés en el vecindario?

Lo que me gustaba del experimento era la sensación de estar creando un sistema cerrado que no evolucionaría (se trataba de un jardín seco, es decir: sin vida) y que se comportaría como una síntesis de un paisaje para siempre jamás. Hay dos maneras de enfocar un jardín: replicar la naturaleza del lugar, o crear una naturaleza ajena. Un jardín japonés, ahora lo se, recrea una naturaleza a modo de visión de la realidad, puede recrear una paisaje ideal existente o un paisaje inexistente y por lo tanto espiritual y cada componente establece en su posición un lugar "a la manera de". Un jardín seco, como el mío, recrea un conjunto de mares, lagos e islas, un horizonte visual que se contempla mejor en una posición elevada, desde algunos emplazamientos fijos. Está compuesto por grava de 3 colores y tamaños diferentes, un grupo de cinco piedras calizas y una piedra arenisca: blancas las primeras y beige la última. Además, un acer seco se iergue sobre la grava más osucra, incapaz de crecer, abandonada la vida y mineralizado. Cuando acabado mi trabajo, me hice con un libro sobre el tema, el de Günter Nitschke publicado por Taschen, vi con agrado que me había acercado cuando menos a la esencia conceptual, y si bien no puede encuadrarse en alguno de los cientos de estilos que a lo largo de cerca de mil quinientos años han ido evolucionando, si tiene una base que se podría adscribir a un sintoismo elemental en el mismo momento en que los grandes principios del jardín tradicional sintoistas llegan a mi conocimiento y les adjudico lugar: yo no había diseñado shinto (islas de los dioses) ni shinchi (lagos de los dioses), pero es bien cierto que allí estaban, enmarcados en las formas geométricas de los muros de maderas rematados por ángulos rectos (o casi).

Durante los primeros meses, las superficies de gravilla de 3 colores, iban emborronándose por efecto del aire, de las brozas que traídas por aquel acababan cayendo en el espacio y del polvo. Así fué como descubrí que el paisaje que yo había recreado se estaba ensuciando y tendía a la entropía, es decir, a disponer de una cantidad propia de desorden que acabaría con él. Para que ello no sucediera, para que la famosa Segunda Ley de la Termodinámica no pudiera con mi obra, debía abrir el sistema a la misma actuación que la construyó: a mi. Desde entonces detengo la tendencia al desorden de aquel paisaje atemporal y potencia una metamorfosis apenas visible, pero muy significante: sacando cada brozita de verde o cada hierba que emerge de la profundidad del subsuelo devuelvo el jardín a la pureza primigenia del paisaje y difiero el fin del sistema.

Ahora, cuando cada año, empiezo a limpiar la supèrficie de la grava y saco broza a broza toda la impureza, me siento dentro del jardín, en una banqueta; tomo cada broza por si misma y la dejo en un cubo a mi lado. Es tarea larga y podría ser tediosa, pero si me pongo a pensar me resulta agradable, tan larga sea tanto pienso yo: el japonés admira dos clases de belleza: la producida de forma natural y la producida por el hombre. El jardín japonés toma a ambas y las une dentro de su espacio protegido por los muros sagrados. Me descubro pues siendo un agente de esa creación de belleza -tómese el concepto belleza como algo de interpretación personal: citando a Mishima en El pabellón de Oro digo "¿como puede ser que algo tan bello sea tan feo?"- Comprendo una de las afirmaciones de Tanizaki, cuando nos dice que las cosas "no pueden ser vistas de una sola mirada". Así que abro el sistema de mi jardín japonés a mi actuación porque si no su propia evolución lo llena de suciedad y lo destruye. Pensante como soy, pienso en los principios generales de un universo en el que soy una parte mínima e imprescindible, un átomo cósmico de una naturaleza que me necesita y me siento feliz por tener conciencia (¿cómo podría ser feliz si no?) de las cosas pequeñas que pueden revolucionarlo todo: el aleteo de una mariposa en mi jardín podría desencadenar una tormenta no se donde y mi mariposa no se enteraría.

(1) la negrita es mía.

viernes, junio 23, 2006

Noche de San Juan


Uno: niñez.
A media tarde hay poca gente por las calles. Barcelona en junio es húmeda y calurosa. Se acaba de terminar el colegio (uso el lenguaje de entonces) y volvemos a casa. En los escaparates de las pastelerias están las cocas, bizcochos que llevan en la superficie azucar confituras de frutas verdes, naranjas y encarnadas y manchas de azucar. Botellas de cava. La coca es el pendón que anuncia la noche y el cava los fuegos articifiales. La policia municipal recorre los barrios y sorprende a los chicos llevando muebles viejos y pedazos de madera que han recogido durante la semana. En algunos barrios se guardan en portales, en otros en almacenes. Durante una semana se pide a los vecinos que den aquello viejo de madera que tengan en desuso y ellos lo dan; se esconde y la policia lo busca, pero no puede encontrarlo todo. Todavía, en las calles hay adoquines, no macadam o asfalto, como quiera que se llame. Al empezar a oscurecer la madera aparece, y las sillas viejas, y trozos de cómoda, y galerias de cortinas, y marcos de espejos, y arcones viejos, y trastos, trastos, trastos: trozos de vida desechados. Colocados en pirámide, apuntando al cielo hasta alcanzar casi tres metros de altura. Arriba de todo una cruz hecha de escobas vestida con ropa vieja: el "ninot". Condenado a arder es el "otro" que redime sus pecados en la noche de San Juan. En ese caer de la tarde brumoso de verano, cuando el calor no ha dejado de apretar pero empieza a soplar una brisa del mar que tiene otro calor menos riguroso, se abren los balcones y sale la gente a ellos. En el este anochece antes, sobre todo cuando una sierra no demasiado alta tapa la caída al oeste del sol: es el Tibi9dabo. El este anochece antes, siempre y hay que imaginar el oeste todavía luminoso, con el color rojo de la puesta del sol; ese color no lo conocemos los que somos del este, condenados a amaneceres en los que siempre dormimos. De súbito, cinco haces de luz alcanzan el cielo, mientras la gente cena en sus casas; cinco haces de luz en unos días en los que no háy lasser, ni focos de eventos especiales; cinco haces de luz que en 1929 coronaban la silueta del Palau Nacional y alzaban al cielo del estío las cinco franjas amarillas de la bandera; los huecos de la noche corresponden a las franjas rojas. Todo el mundo lo entiende, lo sabe, lo comprende; quien no es que ha llegado tarde o tiene poca memoria. Los cinco haces de luz se pierden en dirección a Venus. Desde el balcón del comedor de mi casa los veíamos ascender y mi padre decía, bajando la voz: es la bandera de Catalunya. Se puede entender o no, se puede estar o no ahora con ello, pero era así.

Habiendo cenado, ya se sabe, algo ligero, tortilla a la francesa, un poco de verdura, oliendo durante la colación el inicio de los fuegos; no había una explosión organizada sino que cada uno había ido a las tienda a comprar los cohetes, los petardos, las bombetas (bombetes) que se arrojaban con fuerza al suelo a los pies de la gente que caminaban y hacían plass muy fuerte e inofensivamente, las ametralladoras que corrían entre los pies, los truenos, más potentes que las bombetas, en cajas de fabricación valenciana (no china como ahora) sino de un levante experto en explosiones de júbilo mediterráneo, pues acabando de cenar como decía, empezaba a ser una cadencia continuada de pequeñas explosiones y de algún cohete (chisss... pum, de chisss ascensión muy largo y pum seco y corto) y al mirar por la ventana podíamos ver como un haz de luz (el sonido llegaba después por ley de física) en el cielo se dibujaba un fulgurante haz de chispas de colores. Salía la coca a la mesa y las botellas de cava (entonces era todavía champañ o xampany y no champagne, que no había todavía denominación de origen europea) y las copas; los niños brindábamos con los mayores, con nuestra copa, "un poquito nada más, un dedo, a ver si vas a ponerte..." pero nos poníamos los niños de alegría cuando el olor a pólvora empezaba a entrar por las ventanas del comedor de la calle Diputación esquina Calabria, y todo el mundo brindaba no recuerdo porqué, por la alegria pienso, por la genuina alegria de la Noche de San Juan.

En el balcón, montada la pira en la plaza, corrían los muchachos mayores con escobas encendidas en las manos y prendían fuego a la madera vieja que eran trozos de vida arrancados de lo cotidiano. Empezaba a arder la hoguera y subían hacia lo alto humos y chispas (en catalán espurnes, que es una palabra preciosa si se le da a la e un sonido medio de a que se consigue con la práctica porque suena muy bien) y corrían los chicos en un círculo de pieles rojas digno de John Ford, danzando y saltando mientras la hoguera ardía; no sabíamos porqué pero éramos de ella hijos paganos de un pais desvaído. "Yo quiero bajar" decíamos, y mi padre me decía, "pronto, de aquí uno o dos años, cuando seas mayor". En los bares de la plaza sonaba Juanito Segarra "Están clavadas dos cruces en el monte del olvido"..., Bonet de San Pedro "MIrando al mar, te vi..." y empezaba a sonar un Tal renato Carosone con algo divertido y ligero: "Questa picolíssima serenatta..." A mi hermana mayor la dejaban ir de fiesta, a mi todavía no.

Dos: adolescencia.

Ya estamos en la calle, ya algunos adoquines se han cubierto de asfalto y en algunas plazas brillan por el centro los raíles del trolebús. Hay que correr la pira a un lado y preservarse del acoso de la policia municipal, pero lo importante es que estamos ya en la calle y tenemos permiso para llegar más tarde, a la una o las dos de la madrugada, de vuelta de una fiesta (luego se han llamado guateques) en la terraza (la azotea) de la casa de alguno de los amigos del grupo. Hemos estado trabajando en la fiesta todo el mes.: vendrá tal y tal, esta no, y faltan chicas pero se quien puede traer dos o tres... Tenemos camisa y corbata, y olemos bien, peinados y casi perfumamdos (de esto no estoy seguro) pero estamos radiantes. Y ellas más. Ellas son apariciones, mágicas encarnaduras de hadas vestidas de verano, con vestidos ligeros en los que podemos adivinar sutiles transparencias de sujetadores (a veces innecesarios) y faldas de vuelo para bailar el rock, el primer rock de Chuck Berry, o Liittle Richard, o Jerry Lee Lewis o las canciones lentas que te funden en un abrazo tímido en el que la carne primorosa, trémula primera carne emocianada, busca acercarse frente a la resistencia (o no) del cómplice contrincante, mientras padres y madres en un círculo externo de sonrientes mirones comprenden que el tiempo pasa, que se les pasa el tiempo. Los Platers cantaban "Only you" y "Remember When". Los Cinco latinos "El humo ciega tus ojos". Paul Anka nos decía "You are my destiny" profetizando amores de profunda intensidad y corto recorrido. Va a llegar el rock de Elvis y de los Teen Tops, "Hasta luego cocodrilo" en el que las faldas con vuelo dejan al descubierto muslos fascinantes y ocasionalmente una ráfaga de algodón blanco; siempre hay alguna amiga que avisa "ten cuidado que se te ve todo" y todo es nada, pero nada es todo. La coca y el champañ, el tocadiscos, la hoguera que se apaga, la explosión de los últimos cohetes y el aviso de la hora. Llegaremos tarde, como siempre, y eso será terrible: "¿que confianza voy a tener en tí?" La verdad, en esta noche, muy poca, padre mío.

Tres: la juventud.

Ramblas abajo hacia el puerto bajando en multitud, gozosa. Hemos dejado la fiesta: Twist, Madison, un Elvis tardío que canta un remake napolitano "It's now or never" y tenemos una magnífica relación con François Hardy, Aznavour, Becaud, Distel y los italianos: Ciao, cara, ¿come estai? o Dio, como ti amo. Son las cuatro o cinco de la mañana y pesa una nostalgia de noche inacabada. Cenizas todavía enrojecidas, brasas, humo que se arrastra por el suelo y busca la salida al cielo en columnas, entre las calles, en los cruces, en las corrientes aire caliente que ya lo impregna todo. Ella no me ha hecho caso, se ha ido con otro. Otra me busca a mi y yo no la quiero. Esta noche no es lo que soñaba, pero camino entre una bandada de pájaros nocturnos por una vía hermosa como pocas, entre calles antiguas, flanqueado por kioscos llenos de libros y revistas, por bares abiertos, por puestos de flores, por sillas ocupadas por mirones, buscando el amanecer. A diferencia del poema de Federico García Lorca, buscábamos el amanecer y el amanecer si era. Sentados en las gradas del puerto veíamos salir el sol por el este y teníamos una mano deseada en la nuestra; palpitaba la carne trémula, ahora si, ya trémula y hacíamos magia con un beso, aunque todo ese amor pasión deseo fuera a acabar al despuntar retronar al sol de cada día. La mano, ávida, formaba la coipa de un seno al abrigo de las miradas y todo era silencio y condescendencia. Cansados y fatigados, con el premio de una noche tierna de seducción y encuentro, ella era el último hada del cuento de la infancia, convertida en puritana pasión. Y era bastante.

Cuatro: la madurez

Hay que ser precavido cuando se hace un viaje en yatch (lo escribo en inglés por snobismo) por los fiordos noruegos. El aguardiente de patata y la cerveza, combinandos, transforman el paisaje en nirvana. El ruido del motor es leve y la noche no acaba de caer mientras llegamnos a la isla. Tiempo atrás han quedado las magias de la noche del 23 de junio, cuando el solsticio de verano reclama las bondades de la cosecha y se queman hogueras para celebrar, con la carne de la matanza reciente, el buen invierno que está al caer al final del verano. Mis amigos nouegos (vamos siete en el yatch) me señalan la isla a la que vamos. Han preparado una cena allí para celebrar nuestra estancia y nuestra excursión por el Mar del Norte; son gente importante, de no ser así no podrían disponer de una cena en una playa como la que nos han dispuesto; nosotros no sabemos nada pero intuímos que esta noche va a ser diferente al resto de noches del viaje. Hemos visitado las granjas de salmón y los caladeros de bacalao donde hemos echado el anzuelo y hemos tenido el placer de capturar piezas que luego han sido plato delicioso, con buena cerveza, vino blanco, acompañados de marisco del norte, duro y frío, pero sabroso. En la playa, en un embarcadero de madera, amarramos el barco y bajamos las cajas de provisiones; esta sensación de luz de siete de la tarde en España nos sorprende al ver en el reloj que son ya las diez de la noche, y así será durante toda la jornada. Una cabaña de madera, antigüo almacén de bacaladeros, en la misma playa, subiendo la pendiente de guijarros y arena, parece no esperar a nadie, pero es falso. Empuja las puertas Odd y se abren de par en par: en el centro, una mesa redonda nos espera y cuelgan lámparas del techo con velas encendidas, adornadas por guirnaldas de boj. Al final seremos diez o doce y la magia del recibimiento no nos la va a poder quitar nadie. "Venga, vamos, hay que encender la barbacoa, hay que sacar el vino del barco, y la cerveza, y el aquavit, y los dulces, y la música". Corremos por el embarcadero, nos atropellamos mientras el agua chapotea con los guijarros de la playa. El humo de la barbacoa anuncia el pescado y en la mesa aparece el marisco y la ensalada. Bebemos, bebemos y bebemos: cerveza y aquavit. Tiene el aguardiente noruego (Linie Aquavit) la tradición de que todo el líquido ha pasado, en barrica el Ecuador, antes de ser embotallado. En la parte posterior de la etiqueta, legible por la transperencia del líquido, figura el barco y la fecha del paso. Bebemos y comemnos y oímos música y hablamos. Maite, mi ayudante coquetea con José Carlos, el periodista gastronómico en uno de esos juegos eternos que no conducen sino a la ilusión, eso creo yo. No puedo absorver toda la noche que huele a pino, a mar, a cerveza, a vino (de Rioja que llevamos nosotros), a pescado, a fruta y a cera. Son las 3 de la madrugada y sigue la luz sin ceder; José Carlos y yo paseamos por la playa para aliviar la bruma del alcohol y él me pregunta: "Oye, y con Maite ¿que pasa?"; le contetsto: "preguntáselo a ella" sabiendo que no va hacerlo, que lo que espera es que yo le diga si debe o puede ir más allá. Cosas de la pasión que la razón no entiende, diría un Descartes desaforado. Yo no digo nada más porque no se que decirle. Seguimos caminando y en la larga playa de la isla se oye el chillido de las gaviotas. Me coge del brazo y me detiene, me dice: "¿Sabes Luis? Aquí entiendo a Bergman" Y yo asiento convencido de que tiene razón.

Volveremos al barco para ir a dormir a tierra firme en el continente. A las cinco atracamos en un pueblito silencioso. El embarcadero es alto y para poder subir han colocado neumáticos colgados, uno junto al otro, a ejemplo de escalera. Hay que ser precavido, porque el alcohol todavía no nos ha abandonado. Cogemos las bolsas y las tiramos a lo alto para que atericen en el suelo del muelle, de adoquines húmedos. Luego trepamos con dificultad, unos más y otros menos hasta llegar a lo alto; el último es Ivar, nuestro noruego, el colaborador en España, amigo entre otras muchas cosas, que desde abajo lanza a lo alto una maleta Samsonyte que nadie puede atrapar y que al chocar con el suelo se abre en dos y desparrama el contenido. Ropa, libros, enseres y un cartel de cartón, adosado a la tapa, con una inscripción, tan ancho como ella, van cada cual por su lado. Reparamos en el cartel escrito con rotulador; empieza a manecer lo que quiere decir que un sol tibio de rayos huidizos nos afrenta por la espalda e ilumina el suelo con tonalidades cálidas; ¿quien puede no leer el mensaje escrito en mayúsculas? "Cote, te amo". Ivar traslada en su maleta el mensaje a su amada, Cote, de la Ría de Arosa. Siempre, bromeando con él, le hemos dicho que ha buscado una gallega de la ría porque era lo que más se asemejaba a una noruega del fiordo. Ivar, avergonzado recoje sus enseres y los mete en la maleta. Yo por decir algo, le doy una palmada en la espalda y le digo: "Y ella a ti, Ivar"

jueves, junio 22, 2006

Hay y no hay



Personas hay que se sienten acosadas; hay personas que no saben que acosan; otros son acosados y no se enteran, tal es su idea acerca de la naturaleza de la vida: otros saben que acosan y son felices haciéndolo, tal es su idea acerca de la naturaleza de su vida.

No todo el mundo sueña lo mismo cuando sueña: no todo el mundo sueña; muchos sueñan unas veces si y otras no; hay quien nunca ha soñado; tal vez existan en el mundo dos personas que sueñen lo mismo al mismo tiempo, pero nunca lo sabrán.

Hay quien siente nostalgia de su infancia; hay quien odia su infancia; hay quien no la recuerda; hay quien no cree que la infancia sea una edad feliz, por encima del todo: yo, por ejemplo.

Una calle conduce a un solo lugar para quien la transita, cuando la transita: en otra ocasión conducirá a otro lugar; una calle te lleva a una aventura de amor; otra a vivir una desgracia; alguna a ningún sitio y sin embargo deambulas por ella: estás perdido, estás perdida.

Hay personas que nunca te dirán que te quieren; pero te quieren. Hay personas que nunca te dirán que te odian: tal vez intenten destruirte. Hay personas que te quieren y te odian al mismo tiempo. Hay quien nada, te desconocen, o son los indiferentes, que nunca te ven aunque tanto te conozcan.

Hay traiciones. Hay olvidos. Vuelven a haber traiciones. En la memoria queda un sabor amargo: la memoria es como un paladar. Perplejidad ante uno mismo.

Hay ciudades que se conocen sobradamente; que nunca se han pisado; donde nunca se irá: Nueva York por ejemplo, Manhattan, Queens, la Quinta, Tiffanys. ¿Para que ir si hemos estado allí con Audrey Hepburn? Me hice una foto en la fachada de Tiffanys y la perdí. ¿Para qué guardarla?

Hay libros que nunca están donde deben. Otros están siempre delante recordándonos que no nos hemos dignando visitarlos. ¿Para qué? Son como un familiar molesto; no le damos conversación para que no nos abrume; bastante es que viva con nosotros. Hay libros que hemos perdido entre viajes y mudanzas pero nos da lo mismo, los tenemos guardados. Tom Sawyer, por ejemplo.

Hay amores que nunca sucederán: podrían ser los mejores.

Hay amores que de los que se debería haber desistido mucho antes: acaban siendo un engorro, fomentan el complejo de culpa; pero ¿de quien de los dos? ¿O de un tercero?

Hay horas en las que uno no está. Hay horas en las que uno está. Hay horas en las hay demasiada gente.

Hay quien te mira; hay quien no te mira. No se tiene el mismo saludo para los dos. Suele suceder que el más cordial sea para el segundo. ¿Seducción? ¿Hastío? ¿Juego?

Hay creencias y supersticiones que son la misma cosa. Hay creencias que no justifican el creer en ellas. Hay supersticiones que son divertidas. Otras, creencias y supersticiones (casi todas diría yo) son detestables.

Hay quien dice "te quiero" demasiado a menudo; hay quien nunca. Los dos suelen dejar a otra persona en desasosiego.

Tenemos un cajón de la memoría lleno de mensajes que nunca hemos entregado al receptor. Queda el mensaje y el receptor se ha ido, definitivamente.

Mañana no es nunca lo que debiera ser, porque acaba siendo hoy.

Hay días de mañana. Hay días del ayer. Un solo día es el de hoy y ese es el comprometido. Ninguno más.

Nada vale más que una verdad. Cierto. Nada vale más que una mentira. Cierto. Sobre el mismo asunto, verdad y mentira pueden ser inciertas.

Cada segundo que pasa no tiene entidad alguna; no es posible sentirlo; es tiempo sin acción. Si me quedara un segundo de vida me moriría.

Hay personas que aman. Hay personas que son amadas. Hay personas que aman y son amadas. Hay personas que no aman y son amadas. Hay personas que aman a otro que no les ama y son amadas por otro al que no aman. Hay personas que lo son todo a un tiempo. Otras son muchas cosas durante mucho tiempo. Algunas nada, nunca.

Hay vida, hay tiempo. Luego ya no, ni la una ni lo otro.

Hay noches en que no se que escribir y me sale esto. Hay noches en que no se que escribir y me copio a mi mismo. Hay noches en que no se que escribir y escribo, a veces bien. Otras no.

PD: Después de veinte años A le dijo a B "tu sabes que te quiero" y B, sin apenas mirar le contesto "No, no lo sé". A se quedó con un enorme desasosiego.

miércoles, junio 21, 2006

A mi no me gusta Marilyn, con perdón.

A mi no me gusta, ni ahora ni antes, Marilyn; lo siento mucho, y me atrevo a decirlo a estas alturas de la vida en que me da lo mismo que me tachen, no de algo sino simplemente que me tachen de la lista de "todo el mundo". Supongo que cuando Hawks la dirigió, por ejemplo en "Me siento rejuvenecer" se encandiló con ella, sería la cercanía, puede que en Hollywood, al natural, resultara algo electrizante, pero en mi trayectoria humana, desde adolescente hasta su final, reconozco que no fué para mi ni un mito erótico, ni un sueño húmedo ni un deseo inalcanzable. De niño la ví en Life, la revista de fotografías maravillosas que entraba en mi casa cda mes; recuerdo sus fotos de la guerra de Corea y su boda con Miller; se su matrimonio con elb dr5amaturgo me quedo con él: "Las Brujas de Salem", "Todos eran mis hijos" o "Muerte de un viajante" si fueron mitos para mi. De la muerte de Marilyn me ha quedado lo obsceno en dos fases: la primera la muerte real hecha de una cotidianeidad soez; la segunda el espectáculo teñido de crítica progresista y unido a la piedad reveladora por una chica del montón, muerta como tantas chicas del montón, que ni alcanzan a la necrológica reivindicativa. Ahora reconozco que me gusta en Niáraga, pero seguramente porque su compañero de reparto es Joseph Cotten y este siempre me ha resultado un hoimbre amargo. La muerte de Marilyn nos convierte en víctimas cómplices o cómplices victimarios, por cuanto acabamos pensando que esta vida es cruel: tienes tanto y mueres con nada. Puestos a horrorizarme, en lo personal, que es el terreno en el que me muevo con cierta familiaridad, me horroriza el espectáculo al que se llega por consenso: si es piedad de piedad; si de odio de odio; si de intolerancia de intolerancia; si de generosidad de generosidad. Me abruma pensar como la mayoría, me horroriza, lo reconozco, estar de acuerdo y me indigna que se me adjudique el estarlo. La palabra "todos" me pone en guardia y generalmente, porque no soy demasiado valiente, salgo corriendo, lo que es una figura literaria, porque lo que hago es callar, y decirme para mis adentros que no es cierto que quien calla otroga, pero alcance la placidez..

Hay millones de cosas que desconozco pero que no me gustan y cientos de cosas que conozco y tampoco. Humano soy, pero eso no alivia nada ni quiere decir nada; soy el sujeto de una subjetividad y el resultado de una evolución a trompicones; así que tomé de aquí y allá y construí un album de referencias con cromos repetidos y textos huidizos que decidieron hacerme compañía. Ultimamente, teniendo en cuenta que hay tantas cosas que no me gustan, he descubierto que me quejo poco lo que es de agradecer. Tal vez es que hablo con poca gente o, probablemente, que no me escucha casi nadie. Será por ese atajo hacia la indiferencia que es el aislamiento, por lo que me atrevo a decir que ni me gusta ni me ha gustado nunca Marilyn: y voy más lejos, pido que se me borre de la generalidad generacional que se supone que tomó a Marilyn como mito; tampoco la Bardot, ni la Loren salvo cuando ya, madura y estilizada, descubrió un señorio italiano de gran dama y se vistió de él. Entonces sí.

A mi me gustaba Anouk Aimé: mucho. Y François D'Orleac que fué hermana de Catherine Deneuve y murió en un accidente desgraciado. También me gustaba mucho una chica de mi barrio de la que quise ser novio, amigo, pareja o lo que ella quisiera, pero no quiso. Esa chica nos gustaba a muchos, lo que realmente tenía más sentido porque eso si era una coincidencia generacional visible, cercana y tactilmente reconocible. Como las experiencias son señas de identidad a poco que queden en la memoria, actuando en el plano narrativo y en el puro inconsciente, he de aceptar que en algún momento de mis primeros años decidí, por una experiencia desafortunada, practicar el individualismo, primero lleno de vanidad y por lo tanto exhibicionista y posteriormente solapado y callado. Yo ya no soy nada más que yo, lo que se reduce a mi nombre y dos apellidos; y aún debo decidir que me quedaré con mi nombre a secas a medida que siga envejeciendo o empiece a hacerlo, porque creo que todavía no lo soy. ¿Porqué fué así? Pienso, he pensado en ello a menudo y sigo haciéndolo y creo que por una razón fundamental: desde muy niño (que lo fuí y hay fotos que lo atestiguan) me encerré con libros a mirar las vidas de los otros y las historias que me contaban. ¿Cómo me iba a preocupar Marilyn cuando estaba leyendo Moby Dick? No hay color, y lo siento; y le pido perdón a Norma Jean, porque si hubiéramos coincidido en edad y la hubiera conocido de cerca, seguramente en el autobús o el metro, yendo a trabajar, tal vez me hubiera convertido en su rendido admirador con pocas esperanzas de éxito: la carne cercana, la trémula, la que tiene olor y palpita, si me gusta. Yo me lo perdí. Ahora me resta afirmar de vez en cuando que hay tantas cosas que no me gustan que no me siento obligado a ellas o a nada. Y pido disculpas al núcleo mayoritario de mi generación, pero mis cromos son míos y ni de los repetidos me desprendo.

lunes, junio 19, 2006

Haiku nuestro de cada día

Tengo tanto que leer en los árboles del bosque y sus senderos, a los que no me acerco hace meses, que siento la necesidad de dejarlo todo y salir al camino. No puedo hacerlo todavía porque hay reparaciones que hacer en el jardín, pero estoy aquí y miro las laderas cubiertas del verde del boscaje y un cielo cargado de nubes que amenazan tormenta. No me ha de importar que llueva torrencialmente, me iniciaré a otra etapa de la vida, como cada día, igual que cada semana, lo mismo que cada mes. Estoy en el jardín con la mente en blanco, obstinado en poner una junta a una tuberíua de riego que ha estallado y poco a poco consigo llenarme de barro; el frío del agua me duele en las manos y se me clava la grava en las rodillas al ponerlas sobre el suelo. No soy yo experto en estos trabajos, y cuanto más especiales y, diría que finos, peor me sale. Soy experto en zurcidos, costurones y apedazamientos de cualquier manera cargada de buena voluntad y de una rabia inmedible al comprobar el resultado. No soy torpe: no llego a más, me falta entrenamiento, me digo de todo para animarme, pero termino por llamar a Chema y pedirle que venga a solucionar este desaguisado, que en parte es responsabilidad de él, ya que fué quien lo instaló. A mi alrededor, las herramientas señalan la derrota, abandonadas sucias sobre la tierra.

Al ponerme a describir esta impotencia vestida de impaciencia por salir al bosque, pienso que esto es también literatura si tuviera continuidad. ¿Que importa en cualquier historia merecedora de atención un solo inicio si no tienes un trozo de trama bien anudada a continuación? Por lo tanto no es literatura, ¿quien leería una continua historia del devenir minúsculo de cada día? ¿Cual es el acontecimiento trágico que me convertiría en un ser literario? ¿Y porqué trágico? En un sendero que seguí hace algo más de un año, era otoño y lo recuerdo por las imágenes de bosque frío y las entonanciones amarillas y rojas del espacio intermemdio entre el cielo y la tierra, me encontrá a la vuelta de un recodo con un paisaje japonés que no pertenecía a aquel lugar: un abrupto corte en el sendero, en uno de sus márgenes, formaba una quebrada que subía a lo alto y por la ascensión, árboleda y piedras formaban una amalgama de abrazos e intimidad matizada de colores cálidos y de sombras umbrías. En un sombreado que formaba una especie de caverna vegetal amparada por las inmensas raices de un cedro que descarnadas ejercían de protección y visera, resguardando el espacio de la vista distraída, caía un hilo de agua. Estaba ahí un fotograma de Kurosawa, por ejemplo, y me detuve para ver y comprender. ¿Porqué razón, de repente, estaba en un rincón de un bosque japonés, aparecido en Aguas Vertientes? Ver y comprender. La fosca caverna de follaje sobre el ruido del agua y la mínima cascada que se desploma gota a gota. Iba acompañado, pero me quedé detenido, embargado por la súbita transformación: embargado. Hay momentos en que todo se convierte en un hilo de existencia, un latido apenas, silencioso, sobre el rumor silencio que te envuelve. Ya se sabe, el silencio es el sonido que no tiene sentido y pasa por nosotros sin que lo advirtamos. Volvió sobre sus pasos el perro que nos acompañaba en el paseo, Togo, el único que me encontró a faltar y por no desairarle volví al camino hasta reunirme con el grupo. Pensé que merecía un haiku aquella transmutación del paisaje. No lo encontré en mi memoria y tampoco fuí capaz de juntar palabras en versos de 5, 7 y 5 silabas. Difícil es componer un haiku en castellano, por que es un idioma que se extiende en sus sonidos cuando las pocas silabas en los 3 versos, necesitan concreciones que en su conjunto formen un instante que recuperamos. Yo tengo siempre uno en mi memoria:

Este camino
nadie lo transita ya
solo el crepúsculo

Este podía ser el acontecimiento literario que desencadena la historia a narrar. Un hombre solitario camina por un sendero del bosque y de repente se encuentra en un paisaje japonés. Abrumado por la belleza, recita un haiki en su pensamiento. ¿Qué más? No tiene consistencia para ser novelado, ni siquiera para proponer un cuento. Vale, si, para un diario abierto, sin más. Recuerdo haber leido que Salvador Espriu, tras escribir un poema dedicaba horas y días a depurarlo, a cambiar palabras, a borrar adjetivos, o sustituirlos. Un paisaje se construye trabajasomente aunque lo percibamos con un golpe de vista y nos subyugue. La creación de las palabras exige, creo, el mismo trabajo. Como la del leer y pensar: mejor leer despacio o leer dos veces: mejor pensar despacio y volver a pensar. Como en el jardín de senderos que se bifurcan, cualquier oportunidad de seguir un camino puede ser engañosa y acontecer como en los laberintos de boj o arrayán, que llegas a detenerte frente a un muro y toca volver atrás.

En cierta ocasión escribí varios haiku y uno de ellos, en particular, me agrada:

Tan fragilmente
el sol cuando amanece
rompe la noche
Reconozco que no he vuelto al sendero porque no quiero descubrir la verdadera esencia del paisaje detrás de la curva, que ya no será japonés ni merecerá un haiku. Hay muchos senderos aquí por recorrer y repetir uno es desaprovechar las oportunidades que brinda tanto desconocimiento. Mañana, resuelto ya el caos del jardín, subiré al bosque.

Estupor y creación

Estupor. Al volver domina el estupor viendo el jardín: una tormenta considerable acompañada de granizo ha destrozado camelias, hortensias, rododendros, aromáticas, dalias, caléndulas, margaritas, crisantemos y rosales. Al mismo tiempo en el cesped, ahito de agua, han brotado todas las malas hierbas y sus flores forman alfombras salpicadas de blanco que anuncían nuevas malas hierbas para el próximo año. El Ayuntamiento, al dar mayor presión al agua que inyecta en las conducciones para atender la demanda del verano que se incrementa por los riegos de jardines y el llenado de piscinas, ha reventado la conducción de mi riego; el agua descendiendo por la pradera alcanza los escalones del porche y de allí sale a la calle y tomando la inclinación natural llega a la Nacional 6. En los bordes donde cesped y gravilla de color rojo coinciden se levantan espigas de hierbas sin nombre de medio metro de altura por lo menos, y las salvias recién plantadas navegan flotando en un charco de aguas cuyo nivel me llega al tobillo. En algún momento de estos dieciseis días en los que no he estado salvo en tres ocasiones, la electricidad se fué por unos minutos y el riego por goteo del invernadero ha quedado desconectado: los tomates de tres clases y los pimientos de dos, se han secado. Contemplo mi jardín como el patriarca bíblico contempalba los campos agostados por la sequía o por la langosta. En vez de volver el rostro hacia Dios y aceptar la prueba, suelto un taco irreverente que no conduce a nada.

La casa está en desorden, no se trata del caos sino del sutil abandono del sitio de algunas cosas por ellas, en otro lugar ahora, dejadas en lugares sin objeto, abandonadas a medio usar, cuando decidimos salir y nos dimos diez minutos para subir al coche. En el piso alto se quedó encendida la luz del vestidor; de día no se nota, pero de noche, alcanza con su tenue luminosidad las ventanas del baño y del dormitorio. Podría pensarse que alguien ha estado velando cada noche, a media luz, en la planta de arriba; nosotros tal vez, nuestra estela, la irrealidad de la imaginanción. Los libros usados para escribir los últimos post, y los que uso para trabajar en un proyecto que me tiene ilusionado (sin estridencias ni apasionamientos) están amontonados junto al teclado, y con ellos las gafas bifocales abiertas y la caja metálica del tabaco de pipa que fumo, que ahora está seco e infumable. (Lo siento, sigo fumando, aunque pipa, es menos delito, cabe reconocerlo)

Hay un posit a la derecha de la mesa de trabajo que uso: en el posit un número de teléfono de un fijo de Madrid. No anoté a quien corresponde y no consigo recordarlo. Lo dejaré en el mismo sitio durante algún tiempo esperando que la memoria me facilite el reconocimiento; expuesto estoy si lo envío a la papelera a que, justamente cuando la vaciemos de papeles, recuerde con absoluta veracidad de quien es, y tenga que llamar por asunto perentorio: leyes del empeoramiento de las cosas que son así y es mejor no tentar a los acontecimientos. La casualidad encadena inconvenientes e inconveniencias siempre, cuando no es necesario que actúe. Solamente reparamos en ellos cuando nos suceden a nosotros y entonces maximizamos el efecto, despreciando la realidad estadística que nos dice que todos estamos expuestos a sufrir cada día un número de inconvenientes que será directamente proporcional a la cantidad de actividad que produzcamos. La estadística pertenece siempre al partido de los demás, en lo que a nosotros respecta es la fatalidad.

Mientras contemplo el posit un estruendo tras de mi me sobresalta: han caido los libros de una pila inestable que debería haber caído hace mucho tiempo. Del suelo no pasan, dice el saber popular. Estaban amontonados, uno sobre uno y así hasta más de medio metro de altura, a la espera que el escabel con dos escalones, me recordará la perentoria necesidad de subirlos al estante superior. Fundamentalmente se trata de Mishima, acompañado de alguna novela china y libros de historia y sociología oriental. El porqué están detrás de mi silla giratoria queda relegado al descuido y al placer -uno de mis grandes placeres- de coger libros como cerezas, dejando que los unos tiren de los otros, para hojearlos buscando al azar satisfacer una curiosidad. Toda una mañana se me puede ir en ese juego divagante en el que aprendo mucho al sorprender, en una frase, una verdad olvidada, un pensamiento a seguir o el curso de una lectura apasionante empezada por la mitad de un libro y abandonada una hora después, al aceptar que no se puede seguir así, con ese desorden mental que trastoca los tiempos. Ahora ya si, ya debo buscar el escabel y subir los libros a su lugar en el estante. Recuerdo cuando bajé los libros: hace un par de meses, una amiga mejicana, en su blog, describía el contenido de una biblioteca modelo, según su entender que yo compartí totalmente. Encontré a faltar a alguien, pero en esto de los libros las listas nunca están completas. Una gran alegría fué encontrarme a Mishima; no hay muchas personas que lo hayan leído, ni sus novelas, ni sus cuentos (insuperables) ni sus versiones cortas de teatro Noh. El trágico final del escritor, suicidándose a la manera del codigo Bushido, harakiri y decapitación, como testimonio de su contrariedad ante el camino tomamdo por el moderno Japón, alejándose de la tradición(esa fué el discurso final justificador del acto) no puede difulminar la enorme fuerza de sus obra. Mishima era un escritor notable y cuando le conocí, hace muchos años, a partir de la lectura de Caballos desbocados me propuse adentrarme en él. A partir de la primera ya citada, me centré en la tetralogia El Mar de la Fertilidad, y después, como una lanzadera, me acerqué al primer Mishima de El Pabellón de Oro o al último de El Marinero que perdió la gracia del mar. Mishima triunfó en Brodway y en Japón y se habló de él para el Premio Nobel; dandy, moderno, actor, rico y triunfador, fué un snob que huía de una verdad que le corroía: el mundo de la pureza que él amaba fundiéndose en una modernidad de la que participaba plenamente, le brindaba la excusa para acercarse de manera compulsiva al suicidio. En Cesare Pavese y en Yukio Mishima, el ansia suicida como impulso vital, determinó una obra de absoluta trascendencia. Henry Scott Stokes, biógrafo del japonés, escribió en su libro "Mishima ensayó interminablemente su propia muerte". Francis Ford Coppola y George Lucas produjeron una película dirigida por Paul Schader en 1984: Mishima. Verla fué y es, todavía según creo, una experiencia aleccionadora sobre los márgenes en que se mueve la creación fusionada con la vida. Hay un escritor colombiano en el que pienso siempre que me encuentro ante uno de estos dos creadores, Pavese y Mishima: se trata de Fernando Vallejo; cuando leí La Virgen de los Sicarios, sentí la fuerza del creador arremetiendo contra el sentido acomodaticio del lector. Narrador con un estilo depurado, más aún, depuradísimo, se acerca a una violencia atroz con un estilo de bisturí. En tan solo 120 páginas se puede condensar el magisterio del creador narrador que ha conseguido liberarse de los tics de la novela al uso e imponer uin lenguaje depurado de absoluta riqueza en la forma y en el fondo.

Probablemente ha sido la experiencia de leer a tantos y tantos creadores de enorme categoría intelectual y potencial creativo, lo que ha hecho de mi un hombre decidido a no escribir, a partir del hecho incontrovertible de lo mucho que amo el ponerme a ello. Me gusta juntar las palabras y hacer frases que componen párrafos; me gusta buscar sentido a lo que escribo; y partir del sentido para escribir pensamientos convertidos en palabras. No me gusta escribir sin razones para ello y me cuesta conseguirlo; es tan fácil dispersarse detrás de la excusa del estilo. No soy escritor -entiendo que esa es la persona que vive de comercializar su creación literaria: lo que conlleva la aceptación de un tipo determinado de éxito- ni lo pretendo y no llego a ser creador aunque lo persigo. He de decir que no creo escritor y creador sean la misma cosa, aunque pueden coincidir en un solo autor, pueden. Cada frase, no en el post, que es divagación y reflexión a veces inarticulada e invertebrada, sino en los proyectos que manejo, debe ser limpiada muchas veces, desadjetivada para que el puro hueso explique la intención hasta la médula. Los adjetivos son siempre excesivos, atajos incapaces del matiz por si mismos. No persigo describir imágenes sino narrar lo que el lector pueda imaginar. Me pregunto a veces cómo se debía leer antes de que el cine y la imagen fueran la escuela de aprendizaje del oyente. Yo querría escribir sin tener en cuenta al espectador del libro, que no es lo mismo que el lector. Demasiadas imágenes están creadas como macros, como adjetivos, decididas a cambiar comprensión conceptual por imaginería.

Es cuando termino una reflexión de este tipo, en la que me involucro no solo por escribirla, sino por vivirla, cuando decido que en vez de hacer lo que tendría que hacer, que es abrir el fchero de uno de mis dos proyectos y ponerme a trabajar en él, voy a ponerme a subir libros a sus estantes, a recojer los que tengo sobre la mesa, a ordenar los papelitos de notas, lo posits con teléfonos, las gafas y a pensar que mañana, a las nueve en punto, tendría que estar en el jardín para paliar el destrozo ecológico que se ha abatido sobre él.

sábado, junio 17, 2006

Delfos en el Laberinto

La verdad es tozuda, pero ¿cual? Si hago mío el verso de Rilke "¿Quien de entre las cohortes de ángeles me ha de escuchar si grito?" me expongo a que alguno de ellos, por divertirse me atienda y responsa por todos: "ninguno". El niño que camina cabizbajo al descubrir que no le hacen caso y poco a poco, como un globo de color se llena de aire lentamente, levanta la cabeza y endereza el cuerpo y sacando las manos de los bolsillos empieza a caminar derecho y erguido, soy yo mismo. Y tú también eres tú. Recuperas un esqueleto de dignidad ante el desprecio; se han reído de tí, ¿que más puedes hacer? Está bien que lo ángeles no contesten, pero por lo menos el poeta te presta sus palabras y eso tiene su importancia. Si tienes la voz, si tengo, no importa la persona que habla, ni el tiempo verbal, si tener o haber tenido fuera un recuerdo, si tienes la voz tienes el manifiesto, pero lo has olvidado. El manifiesto era un "YO" inmenso escrito con spray negro en una fuente barroca en El Escorial hace quince o veinte años. Yo lo vi: yo soy yo, en minúsculas. No se quien era YO, pero fué y escribió su identidad en la fuente en una plazuela entre el teatro de Carlos III y la terraza del Restaurante Charolés. Quien tatuó el granito vociferó su identidad por el corto espacio de tiempo en que duró la pintada. Si le preguntaran, en un interrogatorio siniestro, no podría contestar soy yo, a la pregunta ¿quien eres? Tendría que dar nombre y apellidos y número del DNI.

Es que dices "soy yo" me decía un amigo (yo mismo) y no te creen. Es demoledor que en tu incoherencia aciertes a comprender que cualquiera de nosotros no es sino una falta de ortografía en una gramática universal. Tienes razón, yo la tengo. ¿Porque no la vas a tener tú? Los muertos son tozudos porque vuelven a los estantes de la biblioteca, no te das cuenta de ello y los tienes ahí día tras día. Te han dejado su testamento honroso.

Trato de escribir oracularmente, me convierto en delfos y acaba doliéndome la cabeza. He aspirado los vapores de esa locura de la cual los visitantes a la gruta han de extraer la razón. Al salir a la luz se habrá abierto paso una decisión en su pensamiento: volverás a triunfar. Les dijeras lo que les dijeras, fuera cualk fuera el mensaje oracular, ellos han entendido lo mismo que esperaban. El oráculo, en el fondo de la caverna, respira pausadamente ensanchando las paredes de piedra que destila humedad. Un toro en el fondo del laberinto persigue a una virgen a la que Teseo acabará abandonando en la isla. Soy delfos y he perdido las palabras. Estoy harto de leer imágenes escritas con letras, cansado de seguir el movimiento del gesto detrás de una cámara y perder el pensamiento de las cosas (las personas, por ejemplo) como si explicarme de donde a donde y como, camina un personaje, pudiera explicarme su dolor o su desapego. Viene desde el fondo de la tiniebla el toro y lleva, ensangrentada, la imagen tan solo, el reflejo de la imaginanción, que hemos temido fuera verdad y era solo una pesadilla, a la virgen rota, amada, profundamente atravesada, por los dos pitones. Hay que desentrañar el camino del laberinto, llegar al centro y tocar la campana. Todo está en el laberinto pero no se atina a encontrarlo.

Oracular era Beckett al que le preguntó un periodista literario por lo que había querido decir al escribir "Esperando aGodott". Exactamente lo que he escrito, le contestó serio, el autor; y dió la entrevista por finalizada. No se debe sufrir tanto detrás del pensamiento, de las ideas mudables de las cosas, para acabar contando lo que hemos querido decir en una síntesis de diez palabras. "Mi libro trata de la incomunicación, y de la ambiguedad, y de los diferentes niveles de comprensión entre generaciones" dice el autor ante el entrevistador del canal de televisión o ante el micrófono de la radio. Adoptada la pose de escritor, tiene treinta segundos para explicar su obra. "¿He estado bien?" pregunta al aslir. "Muy bien le contesta el entrevistador, muy bien. Con mucha seguridad, parece que lo hayas hecho cada día". No sabe que en realidad lo ha estado ensayando en el taxi que le llevaba al lugar de la entrevista.

Escribo así porque me apetece escribir un canto oracular por los perdidos de la memoría.

Un libro a mi lado, en esta breve etapa de la tarde en que vuelvo a casa para volver a irme, es ahora ya cosa de poco tiempo, un libro me ha llamado desde un estante alto, he puesto el escabel y lo he cogido. Otro maldito que ha muerto varias veces: Pavese, Cesare. Muerto en 1950. Muerto en la memoria de los hombres. "El oficio de vivir y El oficio de poeta". Transcribo su última anotación:

La cosa más secreta temida ocurre siempre.
Escribo: oh, Tú, ten piedad. ¿Y después?
Basta un poco de valor.
Cuanto más determinado y concreto es el dolor, más se debate el instinto de la vida y cae la idea del suicida.
Parecía fácil, al pensarlo. Y sin embargo, lo han hecho mujercitas. Se necesita humildad, no orgullo.
Todo esto da asco.
Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más.


No es un poema, es la última entrada en su diario. Días después le encontraban muerto, se había disparado una bala en la cabeza. El diario estaba en una carpeta azul y abarcaba años de su vida: desde el 6 de octubre de 1935 hasta el 18 de agosto de 1950. Tenía 42 años. había vivido, desde su adolescencia en un tiempo prestado, incapaz de dominar el oficio de vivir, pero dueño absoluto del oficio de poeta. Intelectual, combatiente, preso, antifascista, lleno de obsesiones interiores y de una lucidez desmesurada, dejó dos libros de poemas, novelas, artículos y sus diarios.

La verdad es que yo siempre llego tres o cuatro años después que mis coetáneos; de ahí el apego desesperado y al tiempo aburrido de mis verdades. (1937)

Pero lo grande, la tremenda verdad es esta: sufriur no sirve de nada. (1937)

Las cosas se descubren a través de los recuerdos que de ellas se tienen. Recordar una cosa significa verla, solamente ahora, por primera vez. (1942)

El estupor es el resorte de todo descubrimiento. En efecto, es conmoción ante lo irracional. (1944)

El dar es una pasión, casi un vicio. La persona a la que damos se nos vuelve necesaria. (1941)

Me pregunto en que pensamos ahora, en este tiempo de hoy, de nuestras vidas. No se trata de que otros hayan pensado antes, sino ¿que sabemos que pensaban? Pavese y Pesoa, Camus, Arendt, Sartre, Beckett, Cioran... Escribir etcétera me parece un sacrilegio y tres puntos suspensivos una posición respetuosa. Hoy la modernidad atrapa palabras con redes cazamariposas, pero deja escapar el pensamiento volando, viviendo en el recurso de lo explicado. Cualquier autor explica a la crítica lo que ha escrito, exactamente igual que un grupo de jóvenes músicos nos dicen antes de que escuchemos su música que es lo que han tratado de hacer.´cabe no leer pero ¿como aprender entonces?

Transcribo de Residua, de Samuel Beckett:

Todo lo que antecede a olvidar. Demasiado a la vez es demasiado. Esto da tiempo de anotar a la pluma. No lo veo pero lo oigo allá detrás mío. Es decir el silencio. Cuando la pluma para yo sigo. A veces rehusa. Cuando rehusa yo sigo. Demasiado silencio es demasiado. O es mi voz muy débil en momentos. La que surge de mi. Tanto para el arte y la maña.

Hora es de recoger las palabras y de salir por la ventana al jardín en el que la tormenta ha provocado una inundación. Nada morirá a causa de ella, pero satisface esta sensación de peligro superado. Caerá pronto la noche y volveré a lo mío con el ánimo de reencontrarme con amigos queridos.

viernes, junio 16, 2006

La ventana

Dedicado a Ana María: auxiliar de 23 años del Hospital de Torredolones, vivaz y simpatica, que hoy me ha dicho, mientras escribía este post: "tu emanas vida".

Yo no se cuando se tiene una más vívida sensación de uno mismo: si durante el día despierto o durante el sueño soñando, o en la duerme vela de la distracción. Porque es verdad que en mis sueños me se y me siento, pero no se si soy yo o es otro yo que se viste de otra identidad hecha de pedazos y novedades, de saldos y retales arrojados al vertedero interior. Si me sé durante el día cuando estoy despierto en mi inconciencia a través de la que maquinalmente hago las cosas que debo y quiero hacer, sean estas pasear por el bosque o trabajar el jardín o leer o ir al pueblo a comprar o hablar con algún vecino encontrado durante mis paseos, o esperar en este Hospital unos días más mirando por la ventana al paisaje exterior de colinas de matorral, jara y monte bajo.Porque vivo no lo estoy siempre, o sea, atento. No siempre estoy atento a la vida y supongo que eso sería demasiado fatigoso, dudo que el corazón pudiera soportarlo. Estar totalmente atento a la vida debe ser como dicen que es la cocaína: un enorme estimulante vital que quema las etapas y acorta los días. No siempre estoy atento y creo que nadie lo está, siempre, continuamente. Hay, a lo largo del día, claros en el bosque, cuevas umbrías, hamacas al sol, bancos para sentarse, lugares para dejar vagar el pensamiento en el bien entendido que no habló de la abducción televisiva; lugares propios, encontrados en el deambular por nuestros días que nos sirven de posada transitoria. Hay quienes, relajados por estas posadas y fatigados por el "estar atentos" van parando más que atendiendo y terminan viviendo en un limbo del que hay que sacarles pronunciando su nombre. "¿En que pensabas?" En nada, estaba distraído.

Una ventana es un buen lugar para alcanzar una cierta inconsciencia, o una conciencia adormilada y perezosa; porque más allá del vano sucede lo otro, como una película sin sonido. Sabemos lo que vemos, no lo que oímos, sabemos lo que vemos y también, crédulos, lo que imaginamos. Construímos historias con fragmentos de realidades intuidas: pasa lo que pasa y la realidad, se conocerla, podróa atropellarnos. Imágenes son ideas e ideas son hechos y certezas. Para cada cual, una situación o una persona, entrevistas desde la ventana del ausente, es el reflejo de un arquetipo que rescatamos de su nivel de almacenaje. Vi una vez, desde la planta once de un edificio de apartamentos en que vivía en la calle Orense, en Madrid, a una pareja de mujeres en el parque Picasso, que caminaban entre los setillos del boj recién plantado, trabajosamente, apoyándose la una en la otra. La visión desde una planta alta es la ideal para viendo poco verlo todo, porque la generalización permite concebir desde una imagen una historia. La más joven de las dos mujeres, reconocible por su figura erguida, sujetaba a la otra, mayor, que se apoyaba en ella y caminaba trabajosamente. Madre e hija, pensé, y también en lo duro de ese paseo cotidiano y por extensión en la dureza de una vida tendente a cuidar a quien perdiendo la vida pierde las facultades y se convierte, lentamente en un vegetal del que desaparece incluso la belleza. No fué hasta varias semanas más tarde en que me crucé con ellas al atravesar ambos, en sentidos opuestos, el parque cuando la evidencia fue mi desconcierto grande, porque la mujer pequeña, la madre, mermada de fuerzas por la edad pero no de voluntad y decisión, sujetaba a la hija, joven, que al apoyarse en la otra parecía llevarla y era al revés: la joven sin equilibrio ni fuerza. No era la juventud la que aportaba el bastón, sino la vejez y no era esta la que necesitaba apoyo sino la otra. Errores de la vida que no se perciben desde una planta once, heroicidades de lo cotidiano que no alcanzamos a ver en la generalidad.

Los arquetipos nos confunden porque los miramos desde la ventana desconectando cercanía y sonido. Hay imágenes terribles que no pueden rescatarse del modelo y dejan abierta a la imaginación circunstancia y autor. Siempre, detrás de una imagen hay una historia en dos direcciones: lo que vemos y lo que está detrás del punto de vista, de la cámara, del observador. Todo ante nosotros es un escenanrio desde la ventana de los ojos, de los nuestros o del primero que las vió y las retrató. Vi, una vez, en el campo de concentración de Dachau, próximo a Munich, dos fotos que me impactaron, hechas desde una ventana al exterior. Cortinas de visillo, de hilo y encaje, semi velaban en una carretera estrecha a la que se asomaban chalecitos de verano (Dachau era antes de la llegada de los nazis al poder una zona de veraneo de la capital cercana, después fué uno más de los nombres de la ignominia) una columna de prisioneros del cercano campo, decrépitos, cadavéricos, dispersos por la carretera, caminando al desgaire entre algunos militares armados, envueltos en mantas unos, semidesnudos en la dignidad de sus pijamas a rayas los otros, mostrándole al verdugo la única verdad que puede herir al asesino, la de la verdad y la vesanía como arma cargada de futuro (en frase de Gabriel Celaya), caminando, saliendo del campo, trasladados a otro lugar a pie, a punto de perecer el Reich, ya sin transportes, yendo hacia ninguna parte entre los chalets burgueses del hermoso paisaje de Baviera. Di en pensar que detrás de las terribles dos fotografías, solamente dos, había una mano desconocida (para mi, no supe nada de ella, nio lo se ahora) que hizo las fotos escondiendo el objetivo entre los visillos, tratando de que nadie viera, sabiendo como lo terrible permanecía y permanecerá siempre para que arquetipo y realidad coincidian en una prueba: "por aquí pasaron perdiendo su última oportunidad de vivir". Aquí las víctimas, aquí los verdugos. Algunas ventanas duelen porque se abren al corazón de las tinieblas.

Detrás de las ventanas las ventanas: detrás del cristal los ojos, y aún detrás de estos la mirada y detrás la adaptación neuronal y el pensamiento. Una tras otra, pueden correrse o no las cortinas para captar dos realidades: la cierta que sucede o la incierta que imaginamos cierta; Y en ambas una corriente de emociones, un flujo de ideas, un pensamiento derivado a un pricipio ético, a una repulsa o a un parabién. Nada hay más hermoso y humano, creo yo, que sentarse a mirar con los ojos abiertos y las cortinas de visillo corridas. Que quien pase por el parque, al vernos, pueda imaginar nuestra vida y compararla con sus arquetipos. La mirada es un travelling del mejor cine que imaginar podemos.

miércoles, junio 14, 2006

Treinta y tres



He llamado por teléfono a David para felicitarle: cumple treinta y tres años. Mientras hablaba con él miraba por la ventana de la habitación del hospital en la que un post operatorio lleno de incidencias nos retiene a Ana y a mi y nos impide volver a la normalidad, aunque empiezo a pensar que esta es la normalidad, y es este un pensamiento fruto de cierto desasosiego que producen los largos días, las visitas reiteradas y el cúmulo de vida que se desgasta. No es verdad que uno en estas circunstancias aprenda a valorar la vida; si no es un insensato la valora en la felicidad y en la normalidad, en la cotidianeidad; no en los momentos complicados, entonces se añora la salud y el bienestar


Por la ventana veo el día gris y cubierto, del que ha huido el sol, y la cadena de montañas que cierra a Madrid por el norte; en línea recta, perpendicular entre mi posición y Cabeza Lijar de la que veo la ladera sur, llegaría a mi casa del bosque en un vuelo directo. Frenta a la ventana, la silueta neogótica de El Canto del Pico, que es la casa que un aristócrata agradecido testó a Franco, construida en lo alto de una colina en la que hoy no se podría construir y que la familia del dictador vendió a una compañía inglesa para hacer, según parece, un hotel de lujo de pocas habitaciones.


Me pregunta David por el día en que nació: ¿qué tiempo hacía? ¿Qué hora era? Recuerdo poco, pero si que era un día de sol tibio en Barcelona, y sobre media tarde. Le recuerdo a él, entero, dibujado al nacer con cesárea en líneas tranquilas de bebé que no ha sufrido el duro parto. Recuerdo entre recuerdos: trabajaba yo entonces en una compañía de caramelos que estaba muy ligada al Opus Dei. Un compañero que acababa de tener un hijo, (el primero) me narró la experiencia increíble y exaltante (fueron sus palabras) que había cambiado de golpe toda su vida por dentro: haber visto pot vez primera a su hijo recién parido, tan intensa fue su emoción y lo que aquella vista le reveló; y me acuerdo de mi esperando saber que sentía cuando llegara David; me tengo por sensible, desde siempre, pero al verlo no sentí nada más que agrado por aquel cuerpo pequeñito y relajado; y una curiosidad táctil; tocarlo era tarea delicada, y cogerlo, frágil como era, al igual que esas mariposas que no se pueden tomar con los dedos porque les destruyes las alas con tu tacto cariñoso, peligroso e irresistible. No, ciertamente en aquel momento mi vida no cambió ni sentí una ola de amor invadiéndome: perplejidad si, y ¿que debía sentir? Tal vez era yo hecho de otra materia, no la de los sueños.


A partir de esa tarde barcelonesa, mes a mes, día a día, hora a hora, David se convirtió en mi hijo en el plano emocional: yo fuí padre, no madre, no lo llevé dentro de mi, y pienso que el aprendizaje del padre está hecho de lentitud: hay que acostumbrarse a mirar y ver hasta alcanzar una total dependencia: hay que reconocer al niño que está y habitarlo con tu hijo, que más que físico es un concepto emocional; reconocido hay que habitarlo por ti y por las cosas que construirán su esencia, que él desenvolverá en pequeños paquetes como regalos, que se acomodarán en él. Hay que dar a las cosas su entidad y vivir las adherencias que se van produciendo entre tu piel y su piel, entre su risa y tu perplejidad. Y comprender, y eso es lo dificil, que no tiene defensa alguna cuando le inocules tus errores como principios vitales: tu violencia será su violencia, tu descreimiento el suyo, y así la ironía y el miedo y el coraje o la cobardía. El será tú y no tiene defensa alguna. Yo se que la existencia antecede a la esencia, así que el cachorrillo tierno debía convertirse en una persona libre. Eso me asustó.


Perplejo, muy perplejo, alcancé a pensar un día que él era el fruto de la casualidad de una alocada carrera de espermatozoides competitivos, terriblemente competitivos, para alcanzar el objetivo de la vida. Me pareció terrible que la vida (en el sentido más general y metafórico, para no entrar en elucubraciones sobre el aborto) se inicie con una carrera en el que millones de participantes están condenados a la extinción si no triunfan. ¿Nos marca eso? ¿Lo percibimos? ¿Forma parte de nuestra actitud vital, hija de la genética? No lo sé y preguntaré por ello, pero aprender que mi hijo era fruto de la casualidad y que su continente llorón, meón, cagón, comilón y todo risas, bien podía ser otro y que de este, al que quiero, no sabría nada, no habría llegado a conocerlo, me pareció paradójico. Otra vez la deconstrucción: vivimos emociones culturales, las que tienen que ser, y nos perdemos en ocasiones el puro placer de sentir nacer la emoción con el paso de la vida. No, la emoción no está predeterminada y embalada sino que la construimos y aflora. Detrás y con el nacimiento de David no había otra ideología que un proyecto de futuro. Esa era la diferencia: mi compañero de trabajo corrió a sentirse embargado por el amor de manera instantánea, a mi me inundó con los días: ahora que lo pienso me gusta más que fuera así.


Me costó entender que si para merecer querer a mi hijo debía tratar de adivinar a la persona libre que brotaría en ese saquito vacío de carne y entraña; tenía que esforzarme en entenderlo, no como algo mío sino mío lo que era un préstamo para la vida de los dos. ¿Con qué derecho usamos el pronombre posesivo? ¿Y con que fin? Un enorme derroche de ternura ante el recién nacido enmascara muchas veces la incapacidad para comprender la realidad.


Las manos de David crecieron con él, enormes y moldeaban el aire, con suavidad y energía. Muchas veces pensé que eran manos para amar a una mujer, que a ella o a ellas les gustaría. Son manos también para amar la materia y transformarla, y para amar la vida y transformarla, que es cosa que se hace mejor a caricias. Ahora moldea hierro, lo corta, sierra, forma, tuerce, suelda, pega, bientrata hasta conseguir lo que espera y quiere. Cuando a veces le he visto, con su mono y rastros de mineral y grasa en la cara y las manos, me ha emocionado la imagen viva del trabajo y verle integrado como un todo en su propia atmósfera de taller. Yo pensaba que eran manos para transformar las cosa, pero supe desde siempre que estas cosas eran o serían suyas y yo no entraba en ellas. Alejado de su cotidianeidad, viviendo conmigo solo temporalmente, sentí que el no tener la custodia de mis hijos debía de tener compensación y la descubrí en el alejamiento, porque ausente lo cotidiano y el acomodamiento a la compañía quedó el amor como único integrante de nuestra realidad. Cuando no vives con tus hijos solo puedes quererlos, u olvidarlos; hay quien hace lo uno y quien lo otro, las dos cosas al tiempo son imposibles. Descubrí que lo cotidiano puede crear excesivas dependencias que se imaginan amor pero que son solo dependencia y costumbre. Generan historia y cultura y al fin todo resume dependencia y cultura común; es dificil ser libre en esas circunstancias aunque la libertad se alcanza porque en uno u otro momento del proceso nace la rebelión; la edad de la destrucción, la caida del mito. Mi persona está en sus manos y como al hierro debe cortar mi perfil y descubrirme; ser solo padre es nada, lo es cualquiera y ser amigo es imposible. Nada excluye la franqueza y la sinceridad, pero queda por saber cual es la naturaleza de lo deseable que se esconde detrás del nombre del padre.


El amor se fabrica con la distancia y con la cercanía, con el desapego y el deseo, con la necesidad de soledad y la necesidad de compañía: también con los hijos. Amigos tengo, desolados, porque al fin sus hijos se han ido de casa y se han quedado solos. ¿Cómo puede una pareja quedarse sola si están dos? ¿O no están? ¿Cuando dejaron de estarlo y no se dieron cuenta? ¿Y donde la profunda amistad de dos, la compañía irremplazable? Ahora viven dependientes de cualquier necesidad que puedan atender de sus hijos y nietos y recuperan un espacio útil que habían perdido; cedida su libertad, que probablemente nunca han necesitado, vuelven a pertenecer al círculo sagrado.


El futuro de David, como el futuro de Ariadna, tan distinta en todo menos en tantas cosas, nunca me ha preocupado, creo que es algo que no debe preocuparles a los padres; me asusta que sufran, como tanta gente sufre en este mundo, y que no puedan remediar el sufrimiento propio, pero todo está en sus manos. Me asusta que sufran porque su sufrimiento será el mío, en el caso de que llegue, y yo no quiero sufrir: soy epicureo. Un día les dije, ya convencido de que tener dos hijos exigía una toma de posición ante las vidas, las suyas y la mía, que podían tener conmigo cualquier enfrentamiento y tal vez suceder cualquier cosa salvo una: yo no podría nunca dejar de quererles; pero esta realidad asumida era mi realidad y estaba en mi vida: no debían contar con ella más que como una emoción, incluso ajena. No se debe decir "nos queremos", pienso, que eso pluraliza demasiado el sentimiento y lo convierte en una actividad de club: cabe decir "te quiero" y oir "yo también" o "yo no" o nada. Las palabras son siempre en estos temas un exceso: las deseamos decir pero no las pensamos; deseamos oirlas y las transformamos. Hay que tener presente que se puede sufrir, hoy o mañana y que es conveniente luchar contra éllo. De muchos sufrimiento se sale solo, sin compartirlo con nadie, la soledad cicatriza muy bien, la compañía también, son muchos los remedios pero todos requieren voluntad y tiempo. De otros sufrimientos hay que fiar del momento; habrá que ver entonces si hay remedio o no en los cajones de la voluntad. No hay que ser alocado aunque nada garantiza nada: el comerciante que huyó de la muerte anunciada en su ciudad de Tebas se la encontró en Corinto donde había ido a refugiarse. De mis hijos me ocupa el presente, como una realidad desenfocada, porque el presente corre; he escrito me "ocupa" y no "preocupa" que es ocuparse con antelación, según pienso aunque no tengo diccionario al alcance de la mano ahora mismo. Veo a mis hijos como una foto que se ha movido, que nunca puede quedar totalmente definida porque eso sería tanto como sujetar una actitud para la aternidad. hablamos siempre del presente, que son los proyectos que están haciendo: ese presente continuo de otras gramáticas que es tan eficaz a la hora de acotar los acontecimientos.


David ha crecido y yo también. Sus treinta y tres años son son la suma de uno más uno durante un tiempo exacto, y puedo recordar y recordarme hasta alcanzar una sensación de certeza: ya no soy el padre por antonomasía, ya no soy "papá" porque eso no cabe. ¿Quien soy que no sea una palabra como síntesis? Frente a frente, cuando nos miramos, comprendo su vida como un continuo que se aleja de mi, hace ya tiempo de eso, y sin embargo disfrutamos con nuestras pequeñas ceremonias de la conversación por teléfono (vivimos a 600 kilómetros de distancia) o visitas esporádicas. No se que hacer mucho tiempo en su compañía, ni él en la mía, pero tenemos nuestro tiempo juntos, y lo vivimos con intensidad, después nos separamos. Una noche le expliqué una historia de amor mía cenando en un restaurante en Barcelona y me vió con otros ojos; creo que me hice hombre de carne y hueso ante él, lo que antes era ser otra cosa. Me arrepentí de pasados autoritarismos, cuando convencidos de la autoridad conferida por mi papel fuí incapaz de convencer y dialogar: se lo dije; no me los tenía en cuenta y tal vez no se acordaba, pero alguien tiene que pedir perdón por muchas cosas, por el simple hecho de haber tenido poder. Creo que a los hijos se les deben muchas explicaciones, por lo menos en mi generación. hoy es otra cosa, pero no se bien cual. Otro día descubrí que no debía sentir orgullo por mis hijos, por muy bien que me pareciera como estaban viviendo su vida. ¿Porqué sentir orgullo de algo que no es tuyo? Sentirse orgulloso de otro coarta su libertad, le propone un modelo a seguir. Yo, simplemente, me siento contento. Felices treinta y tres, David. Y también esto es una convención.