lunes, junio 19, 2006

Estupor y creación

Estupor. Al volver domina el estupor viendo el jardín: una tormenta considerable acompañada de granizo ha destrozado camelias, hortensias, rododendros, aromáticas, dalias, caléndulas, margaritas, crisantemos y rosales. Al mismo tiempo en el cesped, ahito de agua, han brotado todas las malas hierbas y sus flores forman alfombras salpicadas de blanco que anuncían nuevas malas hierbas para el próximo año. El Ayuntamiento, al dar mayor presión al agua que inyecta en las conducciones para atender la demanda del verano que se incrementa por los riegos de jardines y el llenado de piscinas, ha reventado la conducción de mi riego; el agua descendiendo por la pradera alcanza los escalones del porche y de allí sale a la calle y tomando la inclinación natural llega a la Nacional 6. En los bordes donde cesped y gravilla de color rojo coinciden se levantan espigas de hierbas sin nombre de medio metro de altura por lo menos, y las salvias recién plantadas navegan flotando en un charco de aguas cuyo nivel me llega al tobillo. En algún momento de estos dieciseis días en los que no he estado salvo en tres ocasiones, la electricidad se fué por unos minutos y el riego por goteo del invernadero ha quedado desconectado: los tomates de tres clases y los pimientos de dos, se han secado. Contemplo mi jardín como el patriarca bíblico contempalba los campos agostados por la sequía o por la langosta. En vez de volver el rostro hacia Dios y aceptar la prueba, suelto un taco irreverente que no conduce a nada.

La casa está en desorden, no se trata del caos sino del sutil abandono del sitio de algunas cosas por ellas, en otro lugar ahora, dejadas en lugares sin objeto, abandonadas a medio usar, cuando decidimos salir y nos dimos diez minutos para subir al coche. En el piso alto se quedó encendida la luz del vestidor; de día no se nota, pero de noche, alcanza con su tenue luminosidad las ventanas del baño y del dormitorio. Podría pensarse que alguien ha estado velando cada noche, a media luz, en la planta de arriba; nosotros tal vez, nuestra estela, la irrealidad de la imaginanción. Los libros usados para escribir los últimos post, y los que uso para trabajar en un proyecto que me tiene ilusionado (sin estridencias ni apasionamientos) están amontonados junto al teclado, y con ellos las gafas bifocales abiertas y la caja metálica del tabaco de pipa que fumo, que ahora está seco e infumable. (Lo siento, sigo fumando, aunque pipa, es menos delito, cabe reconocerlo)

Hay un posit a la derecha de la mesa de trabajo que uso: en el posit un número de teléfono de un fijo de Madrid. No anoté a quien corresponde y no consigo recordarlo. Lo dejaré en el mismo sitio durante algún tiempo esperando que la memoria me facilite el reconocimiento; expuesto estoy si lo envío a la papelera a que, justamente cuando la vaciemos de papeles, recuerde con absoluta veracidad de quien es, y tenga que llamar por asunto perentorio: leyes del empeoramiento de las cosas que son así y es mejor no tentar a los acontecimientos. La casualidad encadena inconvenientes e inconveniencias siempre, cuando no es necesario que actúe. Solamente reparamos en ellos cuando nos suceden a nosotros y entonces maximizamos el efecto, despreciando la realidad estadística que nos dice que todos estamos expuestos a sufrir cada día un número de inconvenientes que será directamente proporcional a la cantidad de actividad que produzcamos. La estadística pertenece siempre al partido de los demás, en lo que a nosotros respecta es la fatalidad.

Mientras contemplo el posit un estruendo tras de mi me sobresalta: han caido los libros de una pila inestable que debería haber caído hace mucho tiempo. Del suelo no pasan, dice el saber popular. Estaban amontonados, uno sobre uno y así hasta más de medio metro de altura, a la espera que el escabel con dos escalones, me recordará la perentoria necesidad de subirlos al estante superior. Fundamentalmente se trata de Mishima, acompañado de alguna novela china y libros de historia y sociología oriental. El porqué están detrás de mi silla giratoria queda relegado al descuido y al placer -uno de mis grandes placeres- de coger libros como cerezas, dejando que los unos tiren de los otros, para hojearlos buscando al azar satisfacer una curiosidad. Toda una mañana se me puede ir en ese juego divagante en el que aprendo mucho al sorprender, en una frase, una verdad olvidada, un pensamiento a seguir o el curso de una lectura apasionante empezada por la mitad de un libro y abandonada una hora después, al aceptar que no se puede seguir así, con ese desorden mental que trastoca los tiempos. Ahora ya si, ya debo buscar el escabel y subir los libros a su lugar en el estante. Recuerdo cuando bajé los libros: hace un par de meses, una amiga mejicana, en su blog, describía el contenido de una biblioteca modelo, según su entender que yo compartí totalmente. Encontré a faltar a alguien, pero en esto de los libros las listas nunca están completas. Una gran alegría fué encontrarme a Mishima; no hay muchas personas que lo hayan leído, ni sus novelas, ni sus cuentos (insuperables) ni sus versiones cortas de teatro Noh. El trágico final del escritor, suicidándose a la manera del codigo Bushido, harakiri y decapitación, como testimonio de su contrariedad ante el camino tomamdo por el moderno Japón, alejándose de la tradición(esa fué el discurso final justificador del acto) no puede difulminar la enorme fuerza de sus obra. Mishima era un escritor notable y cuando le conocí, hace muchos años, a partir de la lectura de Caballos desbocados me propuse adentrarme en él. A partir de la primera ya citada, me centré en la tetralogia El Mar de la Fertilidad, y después, como una lanzadera, me acerqué al primer Mishima de El Pabellón de Oro o al último de El Marinero que perdió la gracia del mar. Mishima triunfó en Brodway y en Japón y se habló de él para el Premio Nobel; dandy, moderno, actor, rico y triunfador, fué un snob que huía de una verdad que le corroía: el mundo de la pureza que él amaba fundiéndose en una modernidad de la que participaba plenamente, le brindaba la excusa para acercarse de manera compulsiva al suicidio. En Cesare Pavese y en Yukio Mishima, el ansia suicida como impulso vital, determinó una obra de absoluta trascendencia. Henry Scott Stokes, biógrafo del japonés, escribió en su libro "Mishima ensayó interminablemente su propia muerte". Francis Ford Coppola y George Lucas produjeron una película dirigida por Paul Schader en 1984: Mishima. Verla fué y es, todavía según creo, una experiencia aleccionadora sobre los márgenes en que se mueve la creación fusionada con la vida. Hay un escritor colombiano en el que pienso siempre que me encuentro ante uno de estos dos creadores, Pavese y Mishima: se trata de Fernando Vallejo; cuando leí La Virgen de los Sicarios, sentí la fuerza del creador arremetiendo contra el sentido acomodaticio del lector. Narrador con un estilo depurado, más aún, depuradísimo, se acerca a una violencia atroz con un estilo de bisturí. En tan solo 120 páginas se puede condensar el magisterio del creador narrador que ha conseguido liberarse de los tics de la novela al uso e imponer uin lenguaje depurado de absoluta riqueza en la forma y en el fondo.

Probablemente ha sido la experiencia de leer a tantos y tantos creadores de enorme categoría intelectual y potencial creativo, lo que ha hecho de mi un hombre decidido a no escribir, a partir del hecho incontrovertible de lo mucho que amo el ponerme a ello. Me gusta juntar las palabras y hacer frases que componen párrafos; me gusta buscar sentido a lo que escribo; y partir del sentido para escribir pensamientos convertidos en palabras. No me gusta escribir sin razones para ello y me cuesta conseguirlo; es tan fácil dispersarse detrás de la excusa del estilo. No soy escritor -entiendo que esa es la persona que vive de comercializar su creación literaria: lo que conlleva la aceptación de un tipo determinado de éxito- ni lo pretendo y no llego a ser creador aunque lo persigo. He de decir que no creo escritor y creador sean la misma cosa, aunque pueden coincidir en un solo autor, pueden. Cada frase, no en el post, que es divagación y reflexión a veces inarticulada e invertebrada, sino en los proyectos que manejo, debe ser limpiada muchas veces, desadjetivada para que el puro hueso explique la intención hasta la médula. Los adjetivos son siempre excesivos, atajos incapaces del matiz por si mismos. No persigo describir imágenes sino narrar lo que el lector pueda imaginar. Me pregunto a veces cómo se debía leer antes de que el cine y la imagen fueran la escuela de aprendizaje del oyente. Yo querría escribir sin tener en cuenta al espectador del libro, que no es lo mismo que el lector. Demasiadas imágenes están creadas como macros, como adjetivos, decididas a cambiar comprensión conceptual por imaginería.

Es cuando termino una reflexión de este tipo, en la que me involucro no solo por escribirla, sino por vivirla, cuando decido que en vez de hacer lo que tendría que hacer, que es abrir el fchero de uno de mis dos proyectos y ponerme a trabajar en él, voy a ponerme a subir libros a sus estantes, a recojer los que tengo sobre la mesa, a ordenar los papelitos de notas, lo posits con teléfonos, las gafas y a pensar que mañana, a las nueve en punto, tendría que estar en el jardín para paliar el destrozo ecológico que se ha abatido sobre él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario