sábado, marzo 31, 2007

Cezane y yo. 3,8º. Agua nieve.

No se trata del silencio natural de un lugar apartado, sino del silencio buscado como refugio: una caverna con las menos sombras posibles, sin un discurso común. Eso sería el silencio del bosque que, como si fuera cosa de místicos del siglo XVI le llamaremos el silencio interior. Y en eso estamos, en rebuscar en la mística un estado de ánimo que en lugar de conducirnos a dios, nos conduzca al claro entre brumas de uno mismo, adentro en vez de afuera.

Pero el bosque que existe es la vía de acceso: y con el bosque la niebla, la lluvia, la misma agua nieve de hoy, 31 de marzo, cuando en el jardín todo se ha detenido y permanece inmóvil la incertidumbre del que va a ser de tanto brote interrumpido. La vida cambia por un accidente del tiempo y no se necesita un discurso acerca del cambio climático, del que todos sabemos casi nada.

Lo cierto es que no buscaba yo al bosque, sino que lo que andaba buscando era otro lugar, por nada en especial sino por encontrar en el abandono de lo cotidiano una suerte de purificación. ¿Cómo puedo decir que me cansaba todo lo que a mi alrededor era la realidad? Fuí en su momento un hombre de acción y naufragué en las ideas más tarde. ¿A que venía entonces esa salida, que no huida, de un lugar que caverna al fin, confortable y digna, me guardaba y proporcionaba suficientes sombras para sentirme acompañado.



No fue así, sino que el bosque apareció repentinamente en un recodo de la carretera. Ya dije que fue el inicio de una historia de amor, pero no porque me permitiera esconderme; en estas circunstancias el único permiso para esconderse es el de la voluntad de cada uno, sino porque la magnificencia del paisaje, las cimas por sobre las laderas embosquecidas, el radiante cielo azul de junio y un, a modo de silencio, como música sorda que entraba por los ojos, intimidaron al espectador y le ofrecieron unirse a ellos, estar presente con ellos. Fue así de sencillo.

Por eso el bosque se convirtió en el camino de acceso y la realidad se transformó, porque la una quedó lejos y la otra penetró en mi. Fui un hombre de acción, ya lo he escrito, pero el camino emprendido obligaba a dejar la acción a un lado o detrás y a contemplarse uno; tratar de reconocerse no es sencillo; parece simple y basta un espejo o una caja de fotografías, pero lo verdadero del asunto es que no es sencillo cuando se piensa que no está todo claro en uno mismo. No se desconfía, sería grotesco, pero se pide la verdad al mismo sujeto que miente.



¿De que se escapa uno? Con todo el propósito no escribo huir que parece más retórico, sino escapar. Era factible vender el chalé, sobrevalorado, y construir una casa: ¿a quien no le gusta construirse una casa? Y plantar un jardín: ¿no es eso hermoso? Pero si todo fuera esto, una oportunidad de mejorar la decoración de la circunferencia que limita a cada uno, todos lo harían si tuvieran conocimiento de que la circunferencia limita. Pero hasta eso, según se mire es falso, porque la circunferencia es todo lo que llega hasta uno y le conmueve o le hace reír o le llena de indignación.

Pensé en ello mientras los muros de la casa se levantaban y no di con una respuesta. Mientras tanto el bosque me ofrecía pequeños paseos de tarde, alguna que otra nevada y un pueblo desconocido para pasear por sus aceras. Todavía éramos extranjeros y nos miraban, sobre todo los miércoles por la tarde, cuando casi todo cierra y oscurece temprano; que desolado lugar: una calle carretera mal iluminada y vacía por la que circulan camiones y frió, y sin embargo sentíamos que nos miraban: era, pienso ahora, el alma del pueblo, ese todo compacto que es un mundo.



Habitamos al fin el bosque, hecho presencia en caminos que se pierden en sus propios vericuetos. En el bosque ningún camino está claro, y eso es una lección que conviene aprender. En la medida en que frecuentas su boscaje este se abre a ti, se te ofrece, comprendes que está y que lo habitas y que de alguna manera él te habita. Sueñas con él con los ojos abiertos, cuando desde el jardín lo contemplas; aprendes a mantener la vista en un punto y a seguir, entre las copas de los árboles, con la mirada, una vereda. Ya es tuyo como tú eres de él, te dices y, extrañamente, ya no es tan urgente ir a pisarlo: en la distancia os perteneceis y su sonido de silencio desciende hasta ti. Allí arriba queda Cabeza Líjar, con los restos del baluarte de la guerra civil que ahora es mirador para excursionistas. Tienes un bosque, tienes una montaña, ¿que más quieres?

¿Porqué todo esto? me pregunto. ¿Que hago yo aquí? Este frió es demasiado fuerte y la lluvia torrencial. Un cine está a 30 kilómetros, igual que un centro comercial. Pues pensar, me contesto, redescubrir que pienso. Estoy aquí porque me fatiga una realidad intransformable. Lo he escrito dos veces, en otro tiempo fui un hombre de acción, no un héroe solitario, sino un hombre implicado en su tiempo y en su rebeldía. De repente, me digo, todo se circunscribe a que no quiero que el mundo sea mejor sino que lo que desearía es que no fuera a peor. Ese es el problema, de una simpleza apabullante, y por eso me vine aquí.

Y entonces, un día, llega Cezanne. No es una casualidad que sus cuadros se muestren en este artículo. Está muerto lo se, y desde luego no llega ni llegó a este bosque, pero en un viaje veo de nuevo sus cuadros, ¿quien no ha visto a Cezanne y ha concluido con sus amigos que es pintor magnífico? Yo los veo de nuevo por primera vez. Los ojos y el pensamiento tienen algo que ver en esta apertura a cosas que antes se han dejado de lado como evidentes. Pues Cezanne es magnífico, lo es para todos. Pero un día, fue en París en el Museo d'Orsay, vi a Cezanne y lo reconocí como si él y yo nos hubiéramos perdido en el mismo bosque y hubiéramos paseado la misma senda.




No se trata tan solo de la belleza del color que impregna la obra de arte y en su caso la impregna de tonos hermosos, cálidos, del paisaje mediterráneo que uno anhela poseer en el alma, el alma del paisaje en la propia alma del observador; tampoco se trata de esas pinceladas como de agua en las que los colores forman superficies que confluyen y se impregnan los unos de los otros. Se trata del ojo, de la mirada, de la manera de mirar y ver para pintar, pienso que despaciosamente, con sencillez no exenta de busca, incluso de impaciencia, pero con la sencillez de quien hace lo que hace como si tuviera que hacerlo y no le importara: esa es la expresión exacta de lo que quería decir: tienes que hacerlo y no te importa y lo haces.

Le comprendí, supe de él encerrado en su pueblo, sin salir de él recorriendo los senderos del bosque, mirando ese monte Saint Victoire que pintó decenas de veces con todas las luces posibles, en todas las estaciones, en todo su contorno. reconocí los senderos, los muros de la casa entre árboles, la silueta del monte, obsesivo a lo lejos, las rocas de la cantera; reconocí la atmósfera de aislamiento, que no soledad, que el pintor necesita para reconstruir en sus lienzos un paisaje vital. Se trata de un círculo que se hace arte: el bosque transformado, la obra transformada. del bosque a la obra, de la obra al bosque. Si hay un mensaje oculto lo recibo, emboscado también el autor en su lugar escogido; encerrado en su bosque, mirando a París de reojo, en la distancia, desconfiando de él, Cezanne alcanzó la sublimación de la pintura como pocos pintores lo consiguen. No se trata de pintar bien que eso está al alcance de muchos sino de pintarse uno mismo, temperamento a cuestas, emoción a emoción y silencio a silencio. El arte de pintar, como lo hace Cezanne, creo yo que requiere sacar a la luz un enorme desapego de todo, solo el lienzo, el color, la paleta, el paisaje en los ojos y la transformación en la mano y en el pensamiento. Pinceladas y color se ordenan. Sonrío al pensar que al final de su vida, miope y diabético, decía que perdía los contornos y dejaba los cuadros sin acabar: de él nace lo abstracto, lo realmente abstracto como una forma de ver. De su intuición, al pintar las bañistas saca Picasso su revolucionario Les demoiselles d'Avignon, no es que me lo hayan dicho, es que se ve con solo mirar. ¿Porque me parece que esos pintores son seres silenciosos? La revolución necesita silencio, concentración, sencillez, humildad; el sentido de la artesanía del maestro es el hacer día a día en su bosque, aunque sea este una cámara de palacio o una vivienda modesta en los Paises Bajos: pienso en Vermer también, y en Velázquez.



He aquí me dije, un hombre emboscado en su bosque, y me alegré de haberle conocido.



jueves, marzo 29, 2007

El árbol en la niebla. 2,6º


La niebla
Empaña la niebla el paisaje sin que tengamos el recurso de pasar la mano por el cristal y se nos abra una ventana en un trazo ancho del que gotean rastros de humedad, pequeños depósitos de agua, henchidos y brillantes, que adquieren animación propia cual si tuvieran vida. En la niebla estamos tras el cristal de nosotros mismos y nos envuelve el frío de la temperatura y el frío de la humedad: este cala.
El árbol, un pino, que se levanta airoso, en el terreno que linda con mi casa por el norte, queda desdibujado, que no es palabra que diga exactamente como queda, empañado sería mejor, y es una sombra de si mismo. Sabiendo que está ahí percibo que lo oculta de mi una factor externo que nos oculta a todo de todo, o nos semi oculta, no se ven las cumbres ni las casas a partir de cincuenta metros más o menos y el bosque está perdido para la mirada. Tiene la niebla empero, en cuanto a este ocultamiento, una función artificial, porque sabiendo nosotros lo que está ahí, conociéndolo y reparando en ello, cada cosa en su momento o todas las cosas a la vez, no hay ni ocultamiento ni desocultamiento sino que todo está ahí, presente porque está en nosotros, desocultado o revelado.
Así, en territorio conocido, la niebla no acentúa la soledad ni el agobio de la ignorancia del paisaje, sino que agudiza la mente para trazar, incluso sin cerrar los ojos, las líneas del paisaje tan querido, sin miedo a error, sabedor quien lo hace de haberlo absorbido de tal manera que ahora forma este paisaje parte de su esencia.

Berlín
Aprovecho la niebla para sacar la Guía de Berlín dispuesto a entresacar de ella los objetivos a visitar en un próximo viaje que haré de aquí a un mes. Viajar a Berlín es viajar al corazón de la historia de Europa y uno, siempre que lo hace, espera encontrar allí los rastros de aquella; la historia no es rastreable en calles y ciudades, puede ser evocada, imaginada, reproducida ante uno como si de una pantalla de cine se tratara, pero en si, la historia, como pasado que fue solo se percibe a través del conocimiento adquirido, de la lectura solvente, de lo analizado y de las opiniones confrontadas. Gente conozco que habiendo leído un tema sobre cualquier evento histórico, están convencidos de que conocen todo no solamente sobre el evento sino sobre los diversos círculos concéntricos en el centro de los cuales aquel se aloja.
Propongo a unos amigos con los que vamos a viajar visitar un campo de concentración, yo ya lo he hecho en otra ocasión pero ellos nunca, y se niegan amablemente. Prefieren no ver esas cosas me dicen, y lo siento; pierden la oportunidad a enfrentarse a la historia, no solamente a la historia del siglo XX, sino a la Historia del Mal, escrito con mayúsculas. Obviamente en su postura no hay el menor rechazo moral, no dudan de la existencia de los campos ni dudan del asesinato masivo de seres humanos, simplemente no quieren enfrentarse a percibir el rastro del horror. Aquí me contradigo con el párrafo anterior: este rastro si existe.
En una sala del edificio principal de Dachau se levantaron y están ahí, postes de colores, uno por cada nación que tuvo, cuando menos un representante entre los asesinados. El bosque interior, entre ventanas, es hermoso y estremecedor, tantos postes ahí levantados. Naturalmente las naciones son lo de menos, porque hablamos de personas, pero esa categoría refleja cuando menos la universalidad del impulso asesino.
El corazón de Europa que es Berlín, desde que se constituyera Alemania en nación, lo ha sido incluso cuando dividida en dos partes, reflejaba en una de ellas la isla espejo de lo que la vida en libertad podía ser y la otra la translación desde un totalitarismo anclado en la historia a otro anclado en lo científico. Sociedades que en ambos casos coinciden en la existencia del campo de concentración y en un proyecto a años vista que ofrece un mundo mejor para mañana sacrificando la vida de hoy. Mal negocio para aquellos a los que les toca vivir hoy.
En Dachau asistí al espectáculo de una clase de muchachos de entre ocho y diez años, acompañados de dos profesores, que les explicaban el campo. Los chicos caminaban en general en silencio, alguno de ellos hacían preguntas que los profesores contestaban. No entiendo el alemán, pero si el gesto: me pareció magnífico. Pensé que en las escuelas en España debería haber un seminario dentro de las clases de historia, común a todas las autonomías, en los que se narraran los males de nuestros enfrentamientos civiles: pedagogía a partir de los fracasos, no se si esto es tolerable para los que entienden de estos temas, pero así lo pienso.

Unas palabras de más
Por cierto, que hojeando (pasando hojas, que no es ojear: pasar el ojo) los Cuadernos aludidos del 31 al 36, topo con una opinión de Azaña sobre Ortega a cuenta del Estatuto de Cataluña, entonces en discusión, que tratándose de opinión de otro, me parece reveladora del pensamiento de Ortega. Escribe Azaña:
"Al fin entramos en el tema del estatuto... Ortega cree que la opinión nacional está en contra. Hay que calibrar la importancia del descontento de Cataluña y la del resto de España. Cree que esta es mayor.... No expresa su íntimo sentir sino la apreciación de un estado de hecho.... A su parecer en España no puede hacerse nada sino contando con todos; aquí no puede darse el caso de una minoría dominando al resto"
Entiendo que debo entender que donde Ortega dice y Azaña transcribe, “no se puede”, es “no se debe”, porque poderse se puede.

El resto
Se levanta la niebla. Me espera en la librería un ejemplar pedido hace días y después un paseo lento por la lonja del Monasterio Palacio para acabar comprando el pan en una tahona, y así lo escribo, porque aprovecho el corto viaje para comprar un pan de costra dorada, crujiente, hecho en un horno que desde el despacho de pan se ve en el interior. Venden también unas tortas de aceite, que son una maravilla. Lástima que esté a dieta rigurosa durante seis semanas de las que me quedan cinco, y el pan, en cualquier modalidad me esté vedado.

martes, marzo 27, 2007

Diario. Niebla intensa. 4,6º


El tiempo es un estado de ánimo:
No se trata del frío, que lo hace, ni de la humedad que es tan evidente, sino de esa luz que se pierde en lechosidades turbias y que no solamente penetra el paisaje sino que la misma alma va cubriendo de una añoranza, que siendo seguramente de luz, parece ser de otras cosas que no reconocemos. La luz nos llena del sentido de la vida, en todo lo intenso que tiene esta, y en lo primario, que es el ver alrededor y sentir el paisaje transformado en alegría. Cuando se cubre de niebla, no cabe alegría alguna y acude la nostalgia de quien sabe qué.
Todos mis planes para esta mañana se han trastocado: esperaba a un jardinero que no vendrá porque además llueve y `pensaba subir a por leña de la tala de la semana pasada al monte, cosa que no haré porque las sendas serán un barrizal. Cuando esto sucede se queda uno en el vacío y lo mejor es sentarse a ver que pasa.

Cioran
Será por tratar de encontrar una guía para enmendar la pérdida de rumbo, que echo mano de un libro al azar y me sale El Ocaso del Pensamiento de Cioran. Como aquellos que al abrir la Biblia leían un versículo y obraban según la lectura oracular les inspiraba, abro por una página cualquiera y me encuentro con dos aforismos, uno detrás de otro.
El primero me hace reír: Un ser que aburre es un ser incapaz de aburrirse. No lo puedo evitar, pienso en mi mismo.
El segundo pensar: La vida sustrae la eternidad a la muerte y la individuación es una crisis de lo infinito.
Cierro el libro y miro por la ventana a la intensa niebla que se abate sobre el prado.

El tiempo y la montaña
¿Quien diría que detrás de esa capa de niebla que impregna el ambiente hasta difuminar las casas y el bosque, se alza la cima de Cabeza Líjar, que es la que se interpone entre mi mirada y el sur, cuando salgo al jardín o me asomo a la terraza del piso superior. Se levanta 700 metros por encima del nivel del prado y la ladera está cubierta de pinos; por ella discurre una calzada real que además de memoria es una senda anchurosa por la que suelo caminar, a media altura. Era camino al puerto para los rebaños que llegaban de León, desde esta parte de antepuertos, camino del sur, buscando en invierno la temperatura templada y los pastos. En verano habrían de volver al norte en una trashumancia cuyos beneficios para los ganaderos y la corona, contribuyeron a la ruina de Castilla: era más rentable llevar la lana fuera que transformarla aquí. Solo faltó que el oro de la colonización y del imperio contribuyera a relegar a la industria y el comercio a segundo plano. Venturas de hoy males de mañana, cantó alguien, o me lo invento.

Un lugar en la historia
En esta zona de antepuertos, aguardaba don Juan II de Castilla, primo de don Juan II de Aragón, haciendo invernar a su ejército, para ir a la guerra con Aragón. Fue justamente en el llano en que vivo, más allá del prado, donde se acuertalaban a medida que iban llegando convocadas por su rey de Castilla. La tensión Castilla - Aragón se había convertido en una cuestión familiar entre primos. De este rey Don Juan y de sus primos escribe de manera inolvidable Jorge Manrique en sus Coplas a la muerte de su padre estos versos que se refieren al tiempo inmediatamente pasado:

¿Que se hizo del rey don Juan?
Los Infantes de Aragón
¿que se hicieron?
¿Qué fue de tanto galán,
que de tanta invención
que trajeron?
¿Fueron sino devaneos,
que fueron sino verduras
de las eras,
las justas y los torneos,
paramentos bordaduras
y cimeras?


Leí de Sanchez Ferlosio un erudito artículo en el que explicaba que las verduras de las eras son las matas que crecen en los bordes del campo sembrado, salidas de las semillas que el viento dispersa y que de año en año mueren para aparecer otras. Inservibles aunque bellas.

Y esto lo escribe Manrique para decirnos que todo pasa y que nada es permanente, no solo en las vidas biológicas, sino en el entramado social, más que entramado encaje de finura delicada que nos empeñamos en desgarrar. Ni los dos reyes Juan, ni los Infantes, ni el de Antequera, ni Enrique el Doliente, ni los Católicos, todo pasa y queda lo que queda, que no es sino los restos que la historia deja para que se aprovechen, que no es cosa de empezar la historia cada día. Si no podemos vivir en los restos y seguir adelante sin preocuparnos de lo permanente más que para extraer experiencia que aporte progreso, entonces vivimos en el vacío. Tengo un amigo para quien el Compromiso de Caspe fue un error y seguimos en él hasta que la historia, en retorno de bucle fantasmal, vuelva las cosas a su lugar; ignorante como es de que su lugar es este presente.

Tanta prisa tenemos, sujetos de la historia de mínima entidad, en cambiar el presente como en amarrar el pasado, y en el día se nos va desangrando la convivencia. Podríamos acudir al carpe diem de Horacio, pero hasta eso lo malinterpretamos y hay quien cree que es vivir el jolgorio de cada noche de marcha.


Hablemos de hoy
No, no está el día para asomarse a la maltrecha convivencia, a la retorcida política de todos cuantos están en ella para asegurar la convivencia. Un solo problema, pienso, es prioritario y debe preocupar a quienes tienen nuestra delegación para gestionar el gobierno: la convivencia. No les hemos puesto allí para que saquen adelante, en nuestro nombre, sus proyectos heroicos sino para solucionen la convivencia. Al acabar la legislatura, gobierno y oposición deberían hacerse la famosa pregunta de Reagan a sus electores: "estamos ahora mejor o peor que hace cuatro años" y una vez hecha que contesten en clave convivencial.
Pero quiero volver a Cicerón, mi viejo amigo y citar de él dos frases escritas en Sobre la República, uno de sus textos (amputado por el tiempo desgraciadamente) para mí más queridos. Allí pone en boca de Escipión sus propias ideas sobre el gobierno, y aquel cita: "pues ¿que es la ciudad sino una sociedad en el derecho de los ciudadanos?" Sorprende esa hermosa definición de hace dos mil cien años, que basa en el derecho la regla para construir la ciudad, la convivencia, la sociedad.

Más adelante escribe: "la ira es una alteración del alma contraria a la razón". Arquitas de Tarento, de quien dice Cicerón que era la frase, se esforzó en contener su ira de tal manera que un día, al llegar a su finca en el campo, vio como todo cuanto había mandado hacer estaba hecho al revés y dirigiéndose al mayoral le dijo: "tienes suerte de que estoy irritado, que si no te molería a palos"

He ahí un buen ejemplo: pues estamos irritados, no nos molamos a palos. Dicho esto, no hablo de hoy, hasta mañana, creo..

lunes, marzo 26, 2007

Diario. Nubes y sol. 7º

De la mañana fresca.

Paseo con Goyerri hacia el pueblo. El sol entibia el día, frío pero luminoso. Aunque al despertar he visto un cielo turbio de grises, la masa de nubes ha dejado paso a otras dispersas, blancas, entre las que el sol se derrama como un sol de invierno, más luz que calidez.
Pienso en Machado y cuando lo hago, la imagen que me viene a la memoria es la de su última fotografía, avejentado, delgado, parece que sin afeitar, cansado se diría que de la vida, pero vivo. Esa foto me traslada siempre a los últimos años de mi padre enfermo, cuyo rostro sufrió esa transformación hacia la vejez y la fatiga.
De toda la poesía que he leído, es la de Machado la única que me es familiar, quiero decir entrañable y cercana, como una voz de la infancia... Leyéndole no siento tanto la poesía sino el hogar.

Machado.

Me vienen a la memoria el último verso de Machado, escrito no se sabe donde, aparecido en el bolsillo de su gabán tras de su muerte y dado a la publicidad por su hermano José. "Este cielo azul. Este sol de la infancia". Es un verso de extraña hermosura que por su simplicidad y concreción parece oriental. Pero no eran sino dos frases que nunca completó el poeta.
Leía ayer un texto procedente de un catedrático, creo de literatura, que hacía un exhaustivo análisis de contenido y continente del verso, relacionado con la poesía de don Antonio; pensé que era un vano y presuntuoso intento. Sabiendo que el verso se pudo escribir en el trayecto entre Girona y Colliure, últimos días de la estancia de Machado en España, huyendo de las tropas rebeldes de Franco, uno puede reivindicar una interpretación trágica: el anticipo de su muerte.
Pero si nos enteráramos, por ejemplo, de que ese verso lo había escrito años antes, o lo había imaginado años antes, bien podría ser el inicio de una carta a Guiomar. Puesto que la interpretación es libre no diré nada más, salvo que a veces lo aventurado es banal.
Para mi Machado cerró sin saberlo su obra poética con un verso hermoso:

Este cielo azul. Este sol de la infancia.


El monumento a las víctimas del Holocausto

El paseo es tranquilo y agradable. Contrariamente a la norma Goyerri se niega a ir al pueblo y toma por una calle, más camino que calle, que rodea El Bohío, la casa de Samuel y Pilar. Será por intuición o casualidad, pero allí está Samuel y Goyerri, que le quiere mucho (en la medida en que la palabra "querer" pueda aplicarse a una carrera veloz y saltarina,) va hacia él. Está mi amigo junto a un enorme camión grua y con el conductor del mismo, suben a la caja, una escultura de madera que completa la instalación del monumento a las víctimas del Holocausto, que se está instalando en el el Parque de Juan Carlos I de Madrid.
La escultura forma parte de una colección de magníficas esculturas que Samuel ha hecho a partir de traviesas de ferrocarril y que tiene instaladas en el jardín de su casa. Es una Piedad, aunque él no lo llama así; una madre ofreciendo a una criatura desde sus brazos caídos. Samuel es un escultor para sí, dedicado a otros quehaceres, y desde mi punto de vista es un magnífico escultor de concreta expresividad a partir de una forma limitada a ángulos y planos e´ncontrados en las piezas de madera avejentadas de una vía férrea. ¿Porqué las traviesas? Probablkemente tengan una significación profunda que Samuel no me ha explicado y que tal vez no sepa, o no tienen ninguna explicación salvo para mi que conozco al escultor: hombre culto, de gran sensibilidad estética, lector y judío.
Le ha correspondido a él diseñar y producir el monumento, de considerable dimensión, hecho con traviesas de ferrocarril, hierro y acero. Las traviesas no son tal ya que no se pueden instalar al aire libre por razones de ecología, y ha tenido que tratar a toda la madera para darles esa apariencia. Es fundamental que lo parezcan, porque probablemente sean las vías de tren sobre las traviesas, que cruzaban Europa, uno de los elementos más simbólicos del crimen perpetrado contra los judíos durante el siglo XX.
Ayudo a subir la Piedad al camión, los dos sobre la caja, con la escultura, mientras Goyerri espera abajo. Recuerdo que el otro día manteníamos una conversación con Samuel y Pilar y sus hijos y ellos mantenían que el monumento, auspiciado por el Alcalde de Madrid, Gallardón, se llenaría de inmediato de pintadas y sería destrozado. Insistían algunos de ellos en la necesidad de dejarlo así para que todo el mundo comprendiera la historia y la rabia judía ante la permanente afrenta que se les hace. Les contrarié diciendo que entendía que quien pintara o destrozara el monumento sería una minoría y que la victoria sobre ellos estaba en la limpieza y restauración del mundo. La inmensa mayoría de ciudadanos ni siquiera se plantea tipo alguno de anatematismo.
Curiosamente leí ayer de pasada un artículo, que no recuerdo de quien era ni donde y aunque he tratado de encontrarlo me ha sido imposible, en el que se explicaba la dificultad que tiene el Estado de Israel para encontrar emigrantes en los países occidentales. con los que potenciar su masa demográfica frente al crecimiento de la de los árabes que son ciudadanos israelíes. Decía el artículo, y no se si eso es cierto, que el grave problema con el que el sionismo se encontraba, era la corriente asimilacionista que en la actual sociedad occidental protagonizan los judíos. Por tal razón ha desarrollado un programa de becas en el que se invita a los jóvenes judíos de Europa y EEUU a pasar seis meses de post graduado en Israel para conocer a la sociedad judía y aprender el idioma.

Cataluña

Leo en la prensa de hoy que un dirigente de Esquerra Republicana ofrece a CiU un cambio de alianzas electorales para darle el gobierno de Cataluña. ER abandonaría la actual alianza y desharía el equilibrio difícil e inestable de la actual coalición. La condición sería que los convergentes garantizaran la convocatoria de un referéndum sobre la auto determinación de Cataluña, con vistas a iniciar un proceso de independencia.
Desde mi catalanidad sentimental que no política, siento una enorme amargura.
En este tema, como en el de la política española en general, digo como Cicerón con motivo de la guerra civil entre Cesar y Pompeyo: "sé de quien debo huir pero no a quien debo acudir".


El Lugar de los Tánfidos

Es el título provisional de una novela que trato de escribir hace años. Llevo en ella tres intentos y no encuentro ni la manera ni la forma. Este último parecía conducir a un final feliz y casi doscientos folios justificaban el esfuerzo final, pero una relectura sosegada, además de una inquietud sentida más como emoción que como razón, me alejaban del esfuerzo construido.
El suicidio de Ático, el íntimo amigo de Cicerón, en su casa de Roma a causa de una enfermedad a la que no quiso hacer frente siguiendo sus principios epicúreos, es el eje verídico de una reflexión moral con la que no acierto. Después de muchos folios escritos, no encuentro ni a Cicerón ni a Ático.
Hay en la figura de Ático algo que me fascina desde que leí las cartas que Cicerón, casi a diario, envió a su amigo. Las cartas de este no se conocen, no quiso que se publicaran conjuntamente. Algunos sueltos nos llegan desde las mismas cartas del político, que no cesaba de pedirle consejo, ayuda y cariño. Era una amistad profunda y entrañable desde la juventud. Cicerón, inteligencia privilegiada, fue un hombre de acción de acuerdo con sus principios, que establecían que el hombre virtuoso debía poner su virtud y fortaleza al servicio del gobierno de Roma, mientras que Ático, virtuoso y rico a la par que epicúreo, mantenía la actitud vital de no intromisión en los asuntos políticos. ¿Era por eso menos virtuoso? ¿Era simplemente un teorético? Para Cicerón la vida teorética no era útil sino se llevaba a la práctica, y esa era la vida que llevaba su amigo.
Volver a empezar no me preocupa porque nunca he tenido prisa ni pretendo publicar nada. Escribo por gusto y vocación con el mismo placer con el que leo; nada más me empuja. Como Proust, que empezó innumerables veces su "Busca del Tiempo Perdido" y de hecho llegó a terminar Jean Sauteil, que no fue definitivamente sino un borrador, lo único que necesito es tiempo si realmente lo importante es acabar el trabajo, que no lo sé.
Vuelvo pues a mis notas y a reconsiderar el estilo. Bulle en mi cabeza un objetivo: no describir la realidad tal y como la vemos, sino tal y como la intuímos.

De un artículo en ABC de German Yanke.

Por no sacar de contexto el párrafo que copio, recomiendo su lectura, así como la del de Pablo Sebabstián en el mismo número de hoy. Germán Yanke escribe:

Permítaseme, de todos modos, recordar una anécdota que cuenta Robert Spaeman en su Crítica de las utopías políticas y que, ante lo que está pasando, se convierte en categoría. Recuerda el filósofo alemán a un diputado socialdemócrata de la época del ascenso del nazismo que había escrito un libro contra las ideas políticas de Platón. Alguien le dijo que, con lo que estaba ocurriendo en Alemania, parecía un modo de alejarse crípticamente de la realidad, a lo que respondió que prefería, para debatir con sus enemigos políticos, elegir la versión más inteligente de los mismos. Es una elegancia intelectual a la que, ciertamente, estamos desacostumbrados hoy en España.

sábado, marzo 24, 2007

Emboscadura



Este hombre vino al bosque en busca de un lugar, sin saber cual ni como debía ser; igual que un peregrino, sustentaba la fe del reconocimiento: sabía que el paisaje esperado se desocultaría repentinamente. El bosque le ganó para sí cerrando sobre las ramas de sus pinos y robles (estos últimos en manchas menos extensas y amenazadas siempre, y le ahijó. El desocultamiento fue la revelación de la verdad, ambos se encontraron de frente y se supieron el uno para el otro. ¿Cómo va a suceder esto entre un paisaje y un hombre? Es en realidad una historia de amor: el hombre se rindió al mundo del bosque, de un bosque en concreto y se quedó varado en la tierra de pinaza donde habitan los corzos, las ardillas y los jabalíes.

Cabe decir la verdad, confiar en ella y no evitarla. la verdad se desoculta también, e igual que se deconstruye, desaprende y desolvida, las cosas esenciales suelen desocultarse, no aparecer que es otra cosa, sino desocultarse, salir de repente de la nada y formar ante uno el cuerpo de la realidad que puede llegar a percibir, claro está que se trata de la local realidad de cada uno. Pues la verdad fue que sin huir de nada hacía años que el hombre corría hacia delante. Es tonto correr si nadie te persigue, se puede pensar, pero es así, lo constata ahora que cree que observa con propiedad a su alrededor: mucha gente corre en pos de nada y nadie les persigue. Aunque el nada sea algo, o lo parezca. Correr tras un espejismo puede ser una ocupación ´ gratificante, pero hay quien corre sin siquiera tener el espejismo delante. Igual que a aquellos caballos de labor o acarreo que llevan enormes anteojeras que les impiden ver los lados reduciendo su mundo a la estrecha línea de un camino, nada más que un camino, el único camino que es el de la voluntad de quien le manda.

No corría por correr sino por vivir, que es también como corre la gente día a día, de esa carrera hablo. Ocupado en sus cosas se desocupó de sus cosas, que unas y otras lo eran pero en niveles diferentes, subterráneas las segundas, en la superficie las primeras. En la carrera esta de que hablo el hombre pierde la libertad, aunque probablemente nunca ha sabido que la tenía. Perder la libertad es olvidarse de ella, no estamos hablando de otras cárceles, que existieron en los tiempos de aquella carrera y fueron bárbaras. Perder la libertad es aceptar que el camino por el que discurre la carrera es la verdad y la libertad a un tiempo, y en esa amalgama todo se confunde y al final es solamente la vida, sumamente ocupada. Hoy, por el ayer reciente, vivir cuesta mucho y hay que ganar los medios y el sustento. "No toca otra" se dice.

Cuando el hombre percibió que tocaba otra porque el acontecer de la vida había borrado las huellas del camino y ahora la carrera era por un lugar desierto, colmado de corredores que entre si se saludan cordialmente pero a los que, como a las galaxias, una fuerza expansiva los separa inexorablemente, subió a su coche con su compañera y fueron a buscar un lugar, sin saber cual ni como debía ser. Habían decidido que llegado era el momento de cambiar, ahora si "tocaba otra". Es verdad que contaba con una ventaja y era que se había declarado tiempo atrás un ser sin patria, un exiliado, gozoso de desnacionalizar y hambriento de vivir entre personas. En cierta ocasión dijo, y se rieron de él escandalizados, que "no quería vivir en una país que tanto reconocimiento, fe y confianza le exigía". "¿No te irás a vivir entre los otros? le preguntaron y dijo que si. "¿Y podrás hacerlo?" Estaba seguro de que si. "Yo no me iría de aquí por nada del mundo" le insistieron. El si lo haría. Y lo hizo.

La carrera había sido satisfactoria, es cierto; durante ese tiempo de paréntesis entre los veinticinco y los cincuenta y cinco, consiguió medallas y diplomas, los suficientes, y vivió complacido entre los complacidos. Leía cuanto podía y visitaba ciudades, gentes y museos, y los otros cercanos, amigos todos, le tenían por culto y excepcional. Creían que leía para tener cultura, pero él leía para saber sin saber que era lo que quería saber. esta es una historia de ocultamientos que se revelan, leía mientras de su antiguo lugar le exiliaban de la opinión. "¿Cómo vas a opinar sobre nuestros problemas si ya no vives aquí? ¿Que piensan de nosotros? ¿Que dicen de nosotros?". Poca cosa, les decía, no están todo el día pendientes de vuestros actos. A veces si, se crispaban los ánimos, se gritaban insultos: aprendió a callar harto de defender a los unos y a los otros contra los otros y los unos. Ridícula neurosis, se dijo, paranoia tal vez. Y se exilio en el pensamiento: le quedó el amor al paisaje, los versos de los poetas, unas cuantas canciones y una lengua dulce y armoniosa, hermana pareja de la otra que hablaba.

Convertido en extranjero, poco a poco fue viendo como el mundo en torno a él, en círculos concéntricos, se alejaba y podía verlo mejor, con mayor detalle y precisión al excluirse los trazos groseros del primer plano. Seguía leyendo, lo que no había leído antes en la juventud donde le cambiaron la universidad por un lugar para trabajar. Seguía el hombre leyendo para saber lo que no sabía que era; intuía que más que saber buscaba comprender y puestos a ellos, buscaba comprender a todo lo demás. Se había convertido en una isla y ahora los otros que le rodeaban le llamaban sabio. Pero no lo era, no se puede ser sabio, se puede saber, ser especialista en algo o en mucho, pero ser sabio es una actitud y no una propiedad de cultura. Le llamaban sabio porque leía y él empezaba a comprender que la sabiduría, de llegar, sería cuando alcanzara su propio lenguaje con su propia palabra. Debía hablarse a si mismo, se dijo: eso hace el sabio.

Cuando fue el momento tomó una carretera que se abría a la izquierda, con un rótulo en el que se leía Al Bosque y este le acogió, magnífico, alzado sobre sus troncos, asentado en tierra fértil, protegida, con senderos por los que triscar a las cumbres. Construyó con su pareja una casa y plantó un jardín: sentía que había llegado a una patria que si podía exigirle amor y dedicación, fe y confianza, entrega. Es un país pequeño que limita al Norte con un campito de futbol de tierra que está justo donde el bosque deja que el pueblo ocupe su terreno. Por los otros cuatro puntos cardinales limita con cumbres cubiertas de pinos, azotadas por vientos, cubiertas de nieve o bañadas del sol y de la luz de Segovia.

Sentíase dueño del aire que le envolvía y abandonada la ocupación de ganarse la vida, empezó a ganarla de nuevo. Calculó el tiempo que podía quedarle de vida y se rodeó de libros y papeles. Olvidó que tenía vocación de extranjero. Creía que la vida le había dado una lección y la aceptaba con alegria. No sabía edxactamente lo que había ganando, pero tenía tiempo para pensar en ella. La realidad, la inevitable realidad era y es hostil, propensa al griterio y al odio convulso: piensa que se repite una historia en tiempos de desarme y eso le tranquliza. Piensa que de no ser así unos u otros vendrían algún día a buscarle en brigadas del amanecer. Piensa que las personas a las que llamamos gente, no se merecen la felicidad que tienen al alcance de la mano.

Y leyendo, cayó un día en sus manos un libro de Ernst Junger con un nombre extraño, "La Emboscadura". Lo leyó, y al llegar a esta frase que relato, sintió que la verdad se había desocultado:

En el hecho de irse al bosque, de emboscarse, esto es, en lo que en adelante llamaremos «emboscadura» contemplamos la libertad de la persona singular dentro de este mundo.

viernes, marzo 23, 2007

La brisa y la hoja de haya

El paisaje en una neblina ligera. Las nubes refulgen por la luz del sol oculto. Las cimas desvanecen sus contornos y el bosque baja la ladera como una masa de grises. Cada oscuridad abraza el lado iluminado de las copas. Las casas se alinean como una flota varada. Inhabitadas las chimeneas. A cal y canto están las ventanas cerradas. Nada en los jardines. Una obra detenida, la llaga abierta del cimiento esperando hormigón para poner los pies sobre la tierra. Terrones sucios y piedras dispersos por el camino por donde marchó la excavadora. Lengua de suciedad terrosa ocultando el asfalto. En el jardín imperceptible el movimiento de las ramas: los manzanos; y las hojas de las hayas: una cae al suelo revoloteando en su agonía, sin voluntad de caer.

El cielo se desploma sobre la cumbre de Cabeza Lijar y deja de refulgir: ya es amenaza. El hombre se sienta a ver y ve. Todo es espaciosidad: generoso vacío. Pensaba el hombre en los días perdidos cuando antes era posible y después la fatalidad. Pensaba en el instante de decir no: mudó el silencio el futuro y todo fue como fue. Entre los árboles de la ladera, una línea oscura señala entre las copas el camino. Es viejo el camino. Fue Cañada Real y ya ¿quien lo recuerda? Lo sigue con la mirada hasta que se pierde entre copas, ahora juntas, desvanecida la línea. Sin líneas de contorno o trazos de camino.

Para que el paisaje esté vivo se necesita brisa: ligera, fecunda en lo apenas perceptible. Una hoja, una rama, un jirón de la nube que se desgaja, o marcha sin velocidad y abre la herida sobre otra nube gris que oculta a otra. Lejana la luz del sol es un estado de ánimo. ¿Quien piensa? ¿Qué piensa? Ya ha pensado el hombre en si mismo y desvanece el recuerdo observando el jardín. La hoja del haya, roja parda, a punto de caer, es la acción. El perro duerme a sus pies. Suena música de ópera que no reconoce. No le presta atención. No la reconoce aún cuando lo hace sin mover la cabeza, solamente prestando atención. La voz de la mujer es la belleza. No quiere moverse.

Sentado tumbado en la butaca frente al ventanal. Estiradas las piernas, los pies cruzados, las manos apoyadas en los brazos del isabelino: madera de caoba, seda ajada. Ayer fue ayer y antes de ayer también. Piensa en nada. Pero piensa. ¿Porqué pero? Porque piensa en nada. Pero piensa. Piensa que piensa en nada porque mira. Ve el jardín, pero ¿lo observa? La hoja de haya ha caído y empieza el juego de la brisa con otra. Piensa en algo: parece galanteo cuando la brisa abraza el talle de la hoja y tira de ella que se resiste e insiste insiste insiste y al fin la hoja cede y se va con la brisa envuelta entre sus brazos. ¿Ves como piensa? Y vuelta a empezar, insaciable la brisa que a lo grande abraza al entero árbol y le seduce. Todas tus hojas serán mías, le dice y el árbol que lo sabe cede, se las da, las abandona a su destino.

El hombre frente al tiempo en la butaca ve el jardín y se abstrae. Ya no hay tiempo. Toda la inmovilidad parece quieta. Pero algo está vivo. Sino sería fotografía. No hay tiempo porque todo es inmóvil y perenne. Solo la eternidad es la quietud. Nada discurre en ella, nada es ella. La música ha sido disuelta y no se oye aún cuando suena. La luz ha sido disuelta. No hay tristeza. Hasta el hombre le llega la orden de abandonar al tiempo. Así será el acabar la vida. Pero eso será en el tiempo y no en esta eternidad en que ahora habita. Otra hoja de haya arrebatada inicia una caída flotando, la puede imaginar con alas desplegadas, dulcemente hasta tocar el suelo de hierba alfombrada de otras hojas de haya como ella. La eternidad se rompe con la acción de la hoja y el hombre comprende que la única medida del tiempo es la acción.

Y entonces compone un haiku:

Nada se mueve,
y la brisa arrebata
una hoja de haya.

jueves, marzo 22, 2007

Diario. Sol. 14º / Zen en la sala de espera del médico


Coincido con un conocido al que veo de uvas a peras y charlamos en la espera de la consulta del médico. Estamos acompañados de una mujer de unos treinta y tantos años que mira al techo con una revista del corazón en las manos: se ha quedado abstraída en sus pensamientos. Nosotros hablamos en voz baja para no molestarla, conocedores de su abstracción, tal de su preocupación. Pues se trata de un dermatólogo, pienso, no será cosa de gravedad, así que esa abstracción puede ser aburrimiento. Una especie de caer en la nada, ya lo escribí en otro sitio: nadear, literalmente.
Mi conocido, JS, cambia su silla por la vecina a mi, y comprendo que piensa charlar, así que dejo el libro que llevo en mis rodillas, entreabierto, con el dedo índice de la mano izquierda señalando una página. Nos hemos preguntado por nosotros y por nuestras familias, de manera rápida y cortés. No por nuestra salud, que sería tal vez lo natural, por la salud no. Vuelvo a pensar: se trata del dermatólogo, ¿que puede ser? Claro está que en mi memoria guardo cuatro años de psoriasis virulenta y de lucha con ella hasta que desapareció. Pero desapareció, no toda, quedan unos focos y unas amenazas que de vez en cuando aparecen: todo está controlado.
Yo no leo mucho, me dice, señalando a mi libro. No tengo tiempo. En esto del leer y del no leer, los segundos reaccionan curiosamente empleando un tono excusatorio, no tengo tiempo, dicen. Algunos, son muy pocos, los que afrontan la verdad directamente al decirte: a mi no me gusta nada leer. Es obvio que existe una norma no escrita por la cual leer es una obligación que imprime carácter y confiere clase. Mejor superar la carencia de lectura por la excesiva ocupación. A la gente le encanta decir que no tiene tiempo, que está muy ocupada, que su vida es un constante ir y venir. Creo que no saben lo que es el tiempo, es decir: ellos mismos.
Antes, sigue, leía más, era del Círculo de Lectores. ¿Mucho antes? le pregunto. Cuando era joven. Como es de mi edad he de creer que no lee hace por lo menos veinte años. A mi no me importa, quisiera decirle que me da lo mismo, que probablemente sea una excelente persona, un hombre sabio incluso aún sin leer, que no tiene porque darme explicaciones. No lo hago por cortesía. La verdad, me dice, es que esta vida es tan aperreada que abandonas las pocas cosas buenas. No puedo por menos de preguntarle, ¿crees que leer es bueno? Si, me dice, si leyéramos más seríamos mejores personas.
Observo que la mujer, sin abandonar la posición, ha bajado la mirada ligeramente y ya no parece tan perdida en el techo. Me doy cuenta de que nos observa con los párpados bajados, mirando aparentemente el artículo de la revista, del que no alcanzo a ver el contenido. Puesto que ella finje no mirarnos pero presiento que está atenta, soy ahora yo quien la mira sin demasiado disimulo.
Es una mujer rubia, carnal, de piel muy pálida: un escote sugerente y una modesta sensualidad animan su estar inmóvil. Lleva el cabello recogido en un moño al que atraviesan unas horquillas de palo que parecen de corte asiático, palillos para súchi. Reparo en el libro que llevo en la mano, extractos de textos de Suzuki. Hay en él una pequeña historia de cuando daba clases en la Universidad de Columbia que me llama la atención y creo que se acerca mucho a lo que podría ser una visión zen: la que más tarde fue su ayudante durante muchos años, relata que al conocer al maestro ella se encontraba en un momento de crisis, y que mientras le hacía mención, cariacontecida de su avatar personal, Suzuki, cogiéndole la mano y dándole la vuelta, miro atentamente la palma y le dijo después: mira que bella mano, es la mano de Buda.
SR ahora me pregunta señalando mi libro "¿que estás leyendo?" y azorado le muestro la tapa. No se porque el azoramiento que he sentido, ni siquiera se si era tal o algo de menor intensidad, contrariedad solamente. La mujer rubia ha levantado la cabeza y veo que tiene unos ojos azules, grandes, húmedos. Pienso que es bella en esa cierta grosera voluptuosidad que me parece adivinar en el conjunto. "¿Zen? pregunta SJ. Ah, eso siempre me ha interesado mucho". Ella deja la revista en la mesa de cristal, junta las manos en el regazo sobre el bolso y las piernas por los tobillos. Me doy cuenta de que viste de un color rojo granate, rojo sangre y tan pálida como es me parece una víctima, no se bien de que ni porqué.
Mi amigo me vuelve a preguntar: "¿que es realmente el Zen?" y le contesto rápido: no lo sé, es difícil decir, es difícil entenderlo. Hace tiempo, pensando en ello me dije que es "una sabiduría inexplicable y una compasión inalcanzable". Eso sería, pero ¿cómo explicárselo a mi compañero en la sala de espera del dermatólogo? Lo cierto es que repentinamente he sentido, y no se porqué, compasión por la mujer.

miércoles, marzo 21, 2007

El muelle en el bosque

De vuelta desde el pueblo, de comprar el pan, ha empezado a nevar. Luis, mi homónimo, dueño de la panadería es de esos tipos de pueblo, estupendo él, cordial, lleno de bonhomía, que de repente dice: "no va a nevar, hace demasiado frío" al tiempo que sonría y niega con la cabeza. Goyerri me espera fuera, en la acera, en el mismo quicio de la panadería, sin moverse de allí y al salir le he sorprendido mirando al cielo: empezaban a caer copos pequeños que el viento hacía cruzar la carretera en una danza alada; a Goyerri no le gusta la nieva. He mirado hacia dentro de la tienda y he visto que Luis seguía, con su cansino aspecto de payés, perorando con unas señoras, no se si todavía del tiempo. "Vamos, Goyerri, le he dicho a mi amigo perro, esto no es nieve: lo dice Luis". No se debe llevar la contraria a las certidumbres de la gente del campo, es más, debe respetárselas a pies juntillas y como dicen en Castilla, si hay que negar la mayor se niega, caramba.

Lo cierto es que llevamos dos días en que asoma la nieve y luego, al poco tiempo, desaparece dejando pequeños amontonamientos blancos en veredas y bordes. En mi jardín empiezan a brotar los bulbos y la forsythia, un arbusto que amarillea con un color pleno y rotundo de yema de huevo y anuncia la primavera con rotundidad: temo que los brotes acaben helando. Ahora mismo estamos a cero grados.

Mientras volvíamos Goyerri y yo, por el camino del bosque, entre árboles, bajo la ligera e intermitente nevada, miraba el camino frente a mi pero, sin saber porque, estaba abstraído teniendo en mi imaginación, en los ojos de dentro, un paseo por el Moll de la Fusta de Barcelona, hace ahora no menos de cincuenta años e incluso algunos más. Ha sido al llegar a casa cuando he reparado en que realmente, en ese paseo de la mañana, serían realmente poco más o menos las doce, he hecho dos caminos al unísono, siendo totalmente consciente de ambos. Del primero, el de la realidad, tengo memoria inmediata de haber ido parando siguiendo el ritmo del perrillo, su olisquear matas y troncos de árboles, levantar la patita, dejarme ir delante para pasar al cabo con el trote suave de esa alegría que le proporciona la buena vida; del segundo tengo la conciencia clara del revivirlo paso a paso, tal y como, acompañado de mi padre, lo hacíamos los domingos por la mañana, él con su cámara fotográfica colgada al hombro, mi hermana y yo, cada uno con un tebeo en las manos.

El Moll de la Fusta tenía esta mañana la arquitectura de mi infancia, de tinglados de color gris, enfoscado sucio por los años y el humo y el hollín, que cubrían totalmente la visión desde el muelle del Paseo de Colón. Los barcos de cabotaje, aún con casco de madera, con tres palos y un motor de gasóleo, en los que parte de la tripulación cocinaba paella o bacalao a la llauna, en latas de esas inmensas de atún o en paelleras enormes, que se ponían al fuego en cubierta, sobre un suelo de arenas encerrado en un perímetro de ladrillos.

Esta mañana hacía un sol radiante, no en el bosque, sino en el muelle, y por la bocana entraba un mercante negro, con bandera inglesa, de nombre Excalibur. Era un barco pequeño cuyo casco negro venía orlado por la parte de la cubierta por una franja blanca. El nombre claro en la proa, avanzaba como una espada. Tuve esa foto colgada en mi dormitorio de niño, dentro de un marco sencillo de caña, en blanco y negro y por alguna razón que ignoro, hoy el barco se ha colado en ese fragmento de mar que bordea el Moll de la Fusta y el antiguo Pósito de pescadores.

Tenía Barcelona, supongo que aún será así pero lo ignoro, con la lectura de los diarios de la mañana del domingo, el anuncio de los barcos que iban a entrar: recuerdo haber leído cosas así como "tiene anunciada su entrada en el puerto el Excalibur, procedente de Manchester, con carga de maderas y..." Vi entrar al Independence y al Constitution, que eran por aquellos tiempos los más grandes transatlánticos del mundo, y que en la Estación Marítima de entonces, ocupaban la totalidad del muelle de atraque y aún sobresalían la proa y la popa. También vi partir al Cabo de Hornos y al Cabo de Buena Esperanza, con emigrantes que iban a hacer las Américas, destino a Argentina, y cantaban en la cubierta L'Emigrant, el poema de Verdaguer.

Todo esto y algunos detalles los he vuelto a recorrer esta mañana en mi camino por el bosque, como si Goyerri hiciera un trayecto que yo pudiera ver desde otro trayecto que recorría yo, sacado de las alforjas del recuerdo.

No soy especialmente nostálgico, ni me refugio en la imaginación ni en el pasado. Creo haber escrito no hace mucho que la infancia es para mi un lugar del que se marcha uno, podría escribir del que se huye sin que la expresión me molestara, y que en ocasiones nos persigue aunque va quedando atrás, cada vez más lejos. No creo en mi infancia feliz hasta que el brote del paseo por el Moll de la Fusta me devuelve a la realidad del que soy, contemplado por el que fui. Atónito, me digo, estaría ese niño si me viera ahora, con el cabello blanco, la barba como siempre corta, la ropa de campo y el perrillo compañero. Le gustaría a lo mejor acariciar a Goyerri, pero a este los niños no le gustan, tampoco los otros perros. Es el perrillo una persona adulta, como yo. Pienso que ese niño que fui le diría a su padre que era el mío, "hay un señor viejo con un perrito pequeño, que no pega nada aquí". Puede que su padre, el mío, me hiciera una foto, tan amigo como era de retratar la realidad. Lo más que podría yo decir, sería, "niño, no soy viejo, tengo sesenta y tres años".

Mientras volvía a casa, por el camino del bosque, que tiene un repecho muy empinado, he echado mano de la punta crujiente de la barra de pan, caliente todavía y masticándola con delectación, he llegado a la casa de hoy, en el bosque.

lunes, marzo 19, 2007

Diario. Sol. 12 º / A vueltas con los 1.000

Cada día miro, de vez en cuando, la biblioteca. Entiendo por ella a los espacios en anaqueles de madera de cerezo que ocupan una buena parte de mis libros y que rodean a la mesa en que trabajo, que son dos en realidad, contrapuestas, amplía superficie también de la misma madera, del delicado tono rojizo, sobre la que descansan las cosas de escribir, algunas de dibujar, cuadernos de notas, una brújula de latón dorado que sigue empeñada en señalar el Norte después de tres siglos de existencia inconsciente, lápices de punta gruesa, de color amarillo para marcar, un teléfono y cuatro piedras pequeñas recogidas de paseos por el bosque o por la playa. Además, un denario de plata del año 106 AJ, año del nacimiento de Cicerón. Tenía dos y regalé uno al cirujano que operó a Ana ahora va para el año, le dije que quería pagarle de alguna manera tanto cariño y comprensión, tanta humanidad: "hazle un colgante a tu mujer, procura que el joyero no lo taladre" y según me contó después, eso hizo.

Tiendo a divagar así que los pocos que me leen ya saben a lo que se exponen. No se quejan, desaparecen algunos de repente. Les comprendo muy bien, yo pienso que si me leería y que sacaría algún provecho de ello, pero está claro que siento por mi labor en este blog un cariño y aprecio tal vez fuera de medida. Es cierto, como he escrito al inicio, que cada día miro a los libros que me rodean y pienso que debo ponerme al trabajo de seleccionar volúmenes. No albergo piedad por ellos, son útiles de mi aprendizaje, pedazos de mi yo incorporados ya a lo que es mi esencia, mi humanidad, transformada desde el día en que nací vacío hasta este hoy en que me siento repleto.

Iré, les digo con el pensamiento, decidiendo de cuales he de prescindir y en ese trabajo me encontraré con algunos que, a decir verdad, nunca me han interesado; por el contrario con otros muchos que si lo han hecho. Todo va a depender del interés que despertéis en mi en el momento en que empiece a hacer mi selección inquisitorial.

Reparo en lo exiguo de la presencia de novela española contemporánea. Hace años que no la leo. Lo últimos algunas cosas de Marías. En conversaciones con amigos les digo que la novela actual no me interesa salvo que sea novela policíaca, esa sí, pero por compañía y distracción del momento; una vez leída la regalo. Vuelvo a mis conversaciones con amigos: no me interesa la novela contemporánea, ni Marías, ni Azúa, ni Prada... Tengo lo que define Ortega en unos tempranos escritos el "temor del lector, que es el miedo a aburrirse" Inquieren si es que creo que no hay buenos novelistas, dispuestos a darme la razón. No, les digo, soy yo el que ya no es un buen lector. He vuelto atrás, a Baroja al que quiero releer, para llevarme al refugio de los 1.000. igual que a Azorín y a Galdós, y a la Pardo Bazán, por citar otro interés que había olvidado.

Si quieren saber porqué, sinceramente o por cortesía, no se que contetstarles. No me interesa, pienso, la versión actual del mundo de hoy que tienen los escritores de hoy y no me gusta, de algunos, su estilo caprichosamente enrevesado. Tengo la impresión de que debo esforzarme mucho para comprender y seguir a la historia, lo que es injusto, porque lo que escribo yo en forma de narraciones, sueles ser enrevesado y seguramente afectado en el estilo. No hay que buscarle, insisto, carencias donde es probable que no las haya, porque, y esto es muy importante, deben de haber buenos escritores, pero no me interesa, por pereza, por total y absoluta pereza, descubrirlas de la misma manera que me niego a que un crítico a quien no conozca me los recomiende. Sucede que ni me interesa lo que he escrito ni me interesa lo que escriben por puro desinterés, por miedo al aburrimiento.

Probablemente me esté haciendo un favor, ya que dejo espacio entre los 1.000 a otros, que descubiertos o por descubrir, me han de acabar interesando más porque todavía son capaces de aportarme mucho.

Pienso que no conozco las claves de cuanto ha pasado ayer, de la misma manera que me interesan poco las claves de cuanto a de suceder. Como Ortega, puedo afirmar que he pasado muchos años de mi vida caminando por el borde de la historia y me quedan senderos por descubrir, o por disfrutar recreándome en ellos. Ocasionalmente coincido con el autor cuando, como Ferlosio, abomino de una obra que hace muchos años me pareció magnífica: El Jarama. Hoy me pregunto si me lo pareció ciertamente o la leí empujado por la corriente de lectura realista que se derramó por nuestro horizonte literario, magniícándola la moda o el modo; apenas recuerdo a García Hortelano pero si tengo vividas las sensaciones profundas de los libros de Juan Marsé. Pasé horas leyendo a la Durás, pongo dos ejemplos de literatura francesa, de la que no quiero acordarme: ella y Robbé Grillé.

Ser sincero me obliga a reconocer que ni siquiera lo escrito por mi se salva del desprecio, entendiéndolo por la ignorancia consciente. Apenas unos poemas y una novela veinteañera que envié a Seix y Barral y me devolvieron con amable comentario evasivo que no guardo. Tampoco abro sus páginas, la reduciré a trocitos de basura en cuanto de con ella.

Voy viendo, poco a poco, si no lo que estará entre los 1.000, si aquello que no tiene ninguna posibilidad, y entre todo esto me pregunto si guardar los libros de Benet sobre Región y un volumen de cuentos de Aldecoa. Creo que este último si, sobre Benet, lo decidiré más adelante. Y tyambién, al hilo de lo que escribo debo salvar algunas cosas de Goytisolo, de Juan, claro: Señas de Identidad, Juan sin Tierra, Reivindicación del Conde don Julián...

viernes, marzo 16, 2007

Solo

Me dicen de alguien que está muy solo y que causa compasión. Claro, la soledad no se deseable. Este de quien hablamos viene a pasear al prado acompañado de una perra vieja, como él lo es también. Es hombre de porte elegante, de hablar pausado y aspecto triste. Es verdad que evidencia una gestualidad de solitario al que la vida ha ido aislando. Diríase, al verlo caminar, que lleva a cuestas la mochila de soledad que cada cual llevamos y que la soporta muy llena. En ocasiones coincidimos e intercambiamos palabras al tiempo que nuestros perros se olisquean para luego ignorarse. Lo que lleva la edad, me digo, es además de la soledad el desapego. Pero este hombre está solo según me cuenta su vida en varios encuentros. He hablado de su gestualidad: la cabeza alta, el caminar , ya he dicho, pausado, un palito en la mano siempre distinto, recogido al azar de cada día, las manos a menudo a la espalda. Un día me dice: ¿que quiere usted? la soledad es lo que queda. Me cuentan de él que fué mujeriego, usan otra expresión, "muy putero" y que eso le costó el matrimonio. El me dice "mi mujer y yo fracasamos, ¿sabe usted? No siempre las cosas salen bien." Taciturno siempre ha tomado ligera confianza conmigo; pienso oyéndole que considera a la soledad como una carga. Las chicas, cada cual hace su vida...

La soledad es buena, me digo, fructífera y en muchas ocasiones hace compañía. Dice el RAE que es "la carencia voluntaria o involuntaria de compañía". Comte-Sponville escribe que la soledad es nuestra condición ordinaria y añade que "estamos solos para ser lo que somos y para vivir lo que vivimos". Rilke escribía que el amor y la muerte se aproximan porque nadie puede amar o morir en nuestro lugar. La soledad es para Cervantes "la alegre compañía de los tristes" e irónicamente, según creo, Cioran escribe "Desconfíen del rencor de los solitarios que dan la espalda al mar, a la ambición, a la sociedad. Se vengarán un día de haber renunciado a todo eso". François Mauriac tiene una hermosa frase que dejaré como colofón de este resumen: "Cada uno somos un desierto". Yo añado, en mi modestia litúrgica del pensar y escribir : "no estamos solos, somos solos."

Porque estar solo, ya lo dice el RAE, es a veces carencia voluntaria y otras involuntaria. Estar solo es cuando los demás nos abandonan, cuando nos desertizamos de gente, agotada nuestra posibilidad de compañía. Debe ser este el caso de mi amigo taciturno al que he aludido en el primer párrafo. La soledad es lo que queda, luego no siempre se sintió tan desolado, o asolado si se quiere. Pero pienso que la soledad es condición natural del ser humano y lo otro es sociabilidad, necesidad de los otros, empatía, simpatía. Deberíamos decir del hombre que es solo y que su condición natural es "ser solo", que no es estar, y que desde este "ser solo" busca mejor o peor diversas compañías en mayor o menor escala.

El paseante que soy yo, que lo hace con su perro al lado, al que a veces le habla, del que se deja guiar y con el que da vueltas a las cosas que de poco le han de servir, pero que tanto le placen, no hace un esfuerzo para "ser solo" sino que posiblemente lo haga cuando llega a la compañía, al abrirse a la vida común que realmente ha elegido. Reconoce que le gusta estar consigo y que, salvo arranques cortos de mal humor, es hombre alegre al que los demás le reconocen una cordialidad espontánea y abundante. Le gusta ser así y tratar con los demás, para conocerlos, disfruta con ello. Pero se sabe solitario y habla consigo mismo como mejor compañía. Es hombre solo.

La comunión de dos es pasión , abandono de la natural condición de "solos" y entrega desmesurada de esa condición al otro como la víctima entrega la vida al verdugo en el sacrificio ante los dioses; la amistad soledad acompañada. Ya no se trata de acudir al "nacer y morir solos" sino que debemos reconocer algo que no veo en las frases citadas ni en muchas otras que he recopilada y dejado en libros subrayadas: "pensamos solos" ¿Qué estás pensando? nos pregunta el otro cuando percibe que nos hemos ido muy lejos encerrados en nuestro pensar, en nuestro ensimismamiento, que es meterse en uno mismo, en sí mismo, en el yo. Tan lejos ven que nos alejamos que en vez de decirnos "no te vayas tan lejos" nos preguntan por los pensamientos, conscientes de que son los caballos que nos llevan a la lejanía.

Ensimismamiento es en el RAE "recogerse en la intimidad de uno mismo, desenténdiéndose del mundo exterior". Quien se ensimisma suele pensar, darle vueltas a las cosas. Pensar, que viene del latín pensare (pesar, calcular) es según el diccionario aludido "imaginar, considerar, discurrir". Para pensar uno debe abstraerse y ensimismarse, o probablemente uno pensando pensando acabe abstraído o ensimismado; sea cual sea el camino se suele llegar a uno solo, uno que es solo, porque es él, y piensa en soledad para su propio provecho o de los demás, o para nada. Ensoñar, que es manera de pensar, fluidez de los pensamientos. etereidad del objeto que se piensa, del mundo que se piensa, es forma de imaginar y también en soledad.

También se ama solo, uno al otro, o a los otros, desde uno, lo que refleja con mayor dramatismo, con extensión trágica, la soledad del individuo. Se ama a, quien sea, y se espera ser amado por quien sea. Una y otra cosa son patentes soledades que necesitan beber del otro, compartir con el otro goces y placeres que solamente proporciona la compañía, pero para satisfacer la fuente de necesidad del individuo solo, del que es solo y ama, del que es solo y quiere. Querer es también actividad del solitario que quiere para sí, sin compartir el tener, porque si el otro le quiere va a suceder lo mismo, cada cual quiere o se quieren para tener y no para ser tenido: imposible romper el aislamiento.

Por la noche, en el inmenso vacío del prado, rodeado por el bosque, escribiendo o leyendo en mi rincón de libros, con las ventanas que apagaron sus imágenes hace horas, me reconozco feliz en la soledad que soy. Desde mi soledad quiero a los de mi cercanía, porque me niego a escribir, a los míos; ninguna propiedad tengo de personas ni de afectos y lo que me dan lo recibo con gusto. Desde el solo que soy, pienso y escribo.

martes, marzo 13, 2007

Releer o no releer.

Uno lee sus sueños o es a la inversa; también es posible que ambas cosas sucedan en dos tiempos distintos: inicialmente, en el presente que fué uno lee y cree haber soñado lo que lee, se reencuentra con ello y se hace con lo que lee aprehendiéndolo y guardándolo en sí; después aquello que ha leído se convierte en el sueño, una vaga semblanza de lo que fue, ahora saliendo de dentro afuera como está hecho memoria.


El otro día alguien me decía que tras haber leído El Cuarteto de Alejandría hace veinte años, llevado por la remembranza intentó hacerlo de nuevo y no pasó de las veinte primeras páginas. No se debe volver a Alejandría así como así, le contestaría si lo tuviera delante, o esta Justine ya no es lo que era. He de reconocer que yo tuve una enorme simpatía por ese personaje hasta que Melina Mercouri lo interpretó en una película de Jules Dasin, interpretada junto a Dick Bogarde. En cualquier papel interpretado por la actriz griega (la recuerdo también en una Fedra, mismo director, con Tony Perkins como oponente con el mismo resultado) la imagen fíusica y la gestualidad de la actriz, desde su realidad, canilbalizaba al papel. La película de Dasin destrozó también la Alejandría imaginada durante la lectura hasta el extremo de desconcertarme: seguía fiel a mi recuerdo de El Cuarteto, pero las imágenes aportadas por el cine contradecían las que yo había construido durante la lectura, aunque prevalecía sobre aquellas.


Fuera como fuera, durante casi treinta años he guardado una frase de Purserwaden, que aparece, en Balthazar en la memoria y ha menudo la he usado como referente en mi conversación. La busqué el mismo día en que este amigo me confesó su desilusión ante el segundo intento de releer el texto y descubrí que, asombrosamente, a lo largo de esos años, la frase real escrita por Durrell se había convertido en otra adaptada para mi a otra realidad. No eran la misma frase las dos versiones, no referían la misma cosa ni acotaban realidades semejantes.


En el ínterin fui a Alejandría y también debo escribir que no era la misma que yo construí a partir del texto de Durrell. NO puedo describir las facetas de mi desolación, sus propiedades en concreto, porque no las recuerdo, pero si se que una sola coincidencia entre el recuerdo de lo leído e interpretado y la realidad, me satisfacía: el sol, la luz. En mi indagación de hace unos días busqué en el texto referencias a la luz y no encontré demasiadas: debía yo imaginar la luz que llevaba dentro por otras causas, por otros sueños.


Si, al cabo de los años, leí Miramar de Mafouz. Hace un año, no más, que leí reposadamente ese libro en la espera en el hospital en que convalecía Ana. Leí la novela junto a un ventanal que daba a las colinas que señalan los márgenes de la Autovía de La Coruña, la leí con las pausas de algunas visitas, en ocasiones a la escasa luz de la habitación de un hospital, cuando el silencio invadía la planta y yo encontraba un espacio de soledad y ensimismamiento. En la Alejandría de Mafouz sobrepuse la que había visitado yo y encajaba. Tenía escenario y luz, y texto: lo que Mafouz me brindaba yo lo tomé con delectación, supongo que con la misma delectación con que tomé treinta años atrás El Cuarteto de Durrell. Curiosamente los dos libros tienen una arquitectura similar: en ambos casos se trata de una historia narrada desde varios personajes , cada cual con su versión de la misma realidad, aunque debería escribir con la realidad propia de cada uno referida al mismo hecho. ¿Me pasaría de aquí diez o quince años el mismo desapego que he sentido ahora con El Cuarteto?


Leemos lo que leemos cuando corresponde, y este corresponder tiene que ver con nuestra realidad más cercana, más inmediata. Leer es una necesidad vital cuando nos hemos hecho a ella, pero esa vitalidad no se reduce al mecánico leer sino que es en realidad el nada mecánico acto de aprehender e interiorizar, a la par que construímos nuestra identidad con las palabras y las historias de otros. De ahú, supongo, que viene a suceder que abierto un libro descubramos en las primeras líneas que no debemos seguir, por exigencias cualitativas o por rehuir el aburrimiento. Ante un libro nos sucede lo que ante una persona con la que acabamos de trabar conocimiento, que si no sentimos empatía, nos despedimos con cordialidad para no vernos más. Nos atrae el libro que necesitamos, que es la manera más fácil de llegar a la lectura.


Hace años me propuse leer a Proust de una vez por todas, sabedor de que es probablemente uno de los hitos de la literatura, más citado y menos leído. Es difícil entrar en él, lo reconozco, es complicado asomarse a esa corriente inabordable de palabras que describen la realidad de manera tan minuciosa y pausada, tan cercana a los gestos y a los pensamientos, que el lector ocasional (porque no ha decidido todavía quedarse en las páginas del libro, del primer libro) siente la necesidad inmediata de cerrar el volumen abierto, no sin antes asegurarse de que en páginas posteriores sigue lo mismo. No comprende ese lector ocasional, que esa realidad que le abruma es justamente el más irreal de los universos porque se trata del de la memoria, en la que los hechos no solamente suceden (ya lo han hecho) sino que son revisados y comprendidos. Esa es la misión del lector, ejercer la memoria del autor antes incluso de poder usar de la suya. Comprender que la irrealidad que es el pasado conduce a la construcción de un presente que se manifiesta en el último volumen, en las últimas páginas.

Yo tuve que hacer empeño de la lectura de "La Busca del Tiempo Perdido" hasta que sin percibirlo pasó del esfuerzo de seguir leyendo a la delectación de estar allí. Y en este caso, debo reconocerlo, la memoria mía, al cabo de los años (lo leí con cuarenta y tantos después de haberlo intentado dos veces) no me defrauda ni una letra, ni una coma, ni una palabra. Durante el verano y parte del otoño en que estuve leyendo los cuatro primeros volúmenes, los otros dos los dejé para el verano siguiente, comprendí que yo había entrado en el mundo de Swan y en el de Guermantes y era uno de ellos, voyeur de plaza fija que ahora me escondía tras el papel de un figurante en los salones de la baronesa, o en los hoteles de la playa, o en las casas de París, en los paseos por el bosque, en cualquier lugar y tiempo en que el tiempo se recrea, porque ya lo que fue no es. Me escondí tras camareros, porteros, caminantes, paseantes, la gente real y sin nombre que es necesaria para construir la irrealidad de Proust.


Acabada la lectura descubrí los dos tomos de Painter, el biógrafo de Proust que ha muerto recientemente y entonces, de la mano magistral del autor, me sumergí en la realidad de la irrealidad que acababa de leer, de tal manera que en momentos no sabía bien en cual de los dos escenarios me encontraba, salvo que en el real era el propio Proust el que me abría las puertas de su realidad. George D. Painter afirma en el prólogo que está convencido de que la lectura de la obra de Proust, la obra de su vida, su vida realmente narrada por el habitante de la misma, no puede ser comprendida sin el conocimiento exhaustivo de la biografía de aquel. Contra la tesis de que "La busca del tiempo perdido" es una en si un universo cerrado y autosuficiente para la lectura, Painter afirma que no es así: coincido con él porque he leído ambas y del constante ir y venir entre realidad e irrealidad realista, emerge el lector enriquecido.


Leer es una necesidad vital, una aportación de material para los sueños, un constructor de la identidad y si se ejecuta con esfuerzo, es la misma vida que se va convirtiendo en irreal a medida que los libros y los años pasan y los olvidamos o transformamos. Dice Heráclito que nadie se baña dos veces en el mismo río ya que este y aquel cambían de manera continua, permanentemente. Creo que nadie debe bañarse dos veces en el mismo libro, a no ser que esté dispuesto a salir del elemento enseguida, comprendiendo que ya nada es lo que fué y que el baño no apetece.

lunes, marzo 12, 2007

Siete Picos

El otro día, al volver a casa desde El Escorial, bajo la desapacible tormenta de viento y ligera llovizna, eran poco antes de las dos de la tarde, sonaba en la radio del coche la Novena de Mahler. Ir en coche, con la música sonando, equivale a vivir con banda musical incorporado, lo más cercano a ser el personaje de una secuencia de cine y emocionarse con ello. Yo oía ese oleaje de notas en las que el compositor suprime los silencios, esa onda continua que fluye como la emoción, sin pausas que la dramaticen. Esa música expulsa al silencio de la partitura y antecede a la música del cine.


Un paisaje entrevisto bajo la lluvia, entre los grises ambientales que nos dicen del frío de afuera, es un paisaje del que el hombre huye aunque se acerque a su destino. Todo cuanto pasa por las ventanillas laterales o todo cuanto se mueve a impulsos de las curvas de la carretera por el parabrisas delantera, es huidizo, escenario imposible si no se produce la intención de parar el coche y descender de él, y así, fijándolo en la mirada, el espectador puede sentirlo suyo hasta que, despreocupándose, vuelve a subir al coche y lo abandona.


Las montañas desconocidas, de perfiles salvajes, son el lugar del que la imaginación produce el sueño, o es a la inversa. Hay cumbres que nunca se han de pisar, ni interesa el hacerlo, para guardarlas vírgenes para las intenciones personales. Siete Picos, que es como su nombre indica una cumbre de perfil horizontal en la que destacan siete protuberancias o picos, unos más picos que otros, como si se tratara de una pequeña sierra de carpintero de las viejas, tensada con cuerdas que ligan los dos mástiles separados. En una ocasión empecé a escribir para mi hija la historia de los Timids, una gentecilla que vivía en su cumbre y laderas y en los bosques que trepan hasta media altura. Recuerdo que uno de ellos se había empeñado en contar cuantas estrellas veía en las magníficas noches serranas, más magníficas aún y en el empeño, tras muchos años de intentar llegar a un fin imposible, perdía la vista. A mi hija Ariadna la puso triste. La historia de los Timids quedó inacabada, pero no he subido nunca a la cumbre, ascensión nada difícil por cierto. Me quedo a medio camino, en el puerto que coronaba el Marqués de Santillana y desde el que según fuera o volviera veía el llano de Segovia o el llano de Madrid. Ese Siete Picos es para mi desconocido, no lo es sin embargo el habitado por los Timids, de los cuales, si me pongo a ello, puedo recrear cabañas y senderos, y un apacible quehacer.


Mi contemplación del paisaje montañoso la vinculo siempre a una mirada germánica que se manifiesta en Goethe o en Holderlin, y que ultimamente he encontrado en El Camino de Campo de Martin Heidegger. La lectura del filósofo me reta duramente y en ocasiones me desazona descubrir que soy tan limitado como para no entender, aunque insisto. Pero no este Camino de Campo, que es de apacible singularidad y su música (leído en traducción) me resulta de sonido propio, de mi sonido interior, el que he aprehendido a lo largo de mi vida. Creo que las lecturas que más nos emocionan son aquellas para los que nos hemos ido preparando a base de desbrozar, como caminos, otras lecturas y muchas experiencias. Toda la belleza que recogemos tiene que ver con la verdad, que intuimos nuestra, que sabemos corrijo, nuestra, porque ha ido penetrando con otros conocimientos y se ha ido guardando presta a salir, compuesta sinfonía de palabra, imagen y sonido. La belleza es la verdad que se nos revela. Escribe Heidegger "lo sencillo encierra el enigma de lo que permanece y es grande. Entra de improviso en el hombre y requiere una larga maduración. En lo imperceptible de lo que es siempre lo mismo oculta su bendición." Claro, me digo, claro, así es...


Debería acudir en socorro del timid que perdió la vista tratando de medir la inmensidad del número de estrellas. Subiría a la cumbre llevando del remedio milagroso que devolvería a los ojos de la criatura condenada por mi, de manera irresponsable, a la ceguera; cuando menos me sentaría a su lado y le susurraría al oído la verdad que a él, en su inocencia, nunca se le alcanzó: no hay número, no hay cuenta posible, ni mirada capaz, nunca sabremos cuantas son ni que son muchas de ellas, ni siquiera si son ahora mismo, cuando los años luz se las llevan a velocidad inalcanzable.


Mientras el coche empieza a ascender el puerto descubro que lo árboreo en las cumbres más altas, está nevado a causa de la que ha caído durante la noche. Esas pinceladas de nieve sobre el verde desvaído ofrecen al paisaje una belleza que yo poseo y le ofrezco, que el paisaje en si no puede darme nada sino su placidez a que yo le vea y le comprenda. Es lo sencillo, me digo, lo que está ahí y permanece. Holderlin escribe en Retorno al Pais, a los míos:


Pues las cimas plateadas brillan con calmo destello
y la nieve deslumbrante se llena de rosas.


Mientras volvía a casa en el coche y Siete Picos desfilaba junto a mi, sonaba la Novena de Mahler, y bailaban en mi cabeza las palabras escasas de un poema que escribí hace años:


"meteorología es
incertidumbre
del estado de ser
que languidece"
Que suerte, me digo, que esté sonando esta sinfonía.

domingo, marzo 11, 2007

Diario. Llueve. / A mi, a mi.!


Algunos fragmentos de un libro, como alguna secuencia de una película, han quedado en mi, interiorizados, es decir en mi interior y como cosa mía: son hitos de lo que se absorbe del exterior que además de expandir su contenido como modelo, quedan en su más absoluta literalidad, en la total cadencia de las imágenes; nunca se va a olvidar la frase o las palabras, o la mirada en la pantalla que nos ha prendido. Pienso a menudo que debe ser así, porque de no serlo, ¿a que esa permanencia presencia constante inserta entre los pensamientos?
Son generalmente como deslumbrantes destellos de luz, los flashes que acompañan al acto de producir una fotografía y que parecen ser secuestradores de algo ajeno para convertirlo en propio. Y sirven, creo yo, como lección moral a partir de la cual las cosas, al verlas, son vistas ya de otra manera.
Me refiero a un fragmento de "Esperando a Godot" de Samuel Beckett: los dos personajes de la obra, en su espera angustiada de un Godot del que nunca sabremos quien es o que es, (dios o los bárbaros de Kavafis, o la misma expiación de cada uno, culpable) en un momento de vacío en el diálogo, se enfrentan al silencio y uno de ellos, repentinamente, se dirige a Dios: Dios mío, grita, ayúdame. El otro, vuelto a la realidad reacciona ante la llamada de su compañero, y anteponiendo el cuerpo al del otro, grita más, con más fuerza "a él, no, a mi, a mi".
Acepto esa frase como patrón de la unicidad de cada uno, que es su cualidad de único. Otros podrán llamarlo insolidaridad o egoísmo: no lo creo. Prefiero unicidad que es reconocerse único y nada más, y nadie más. Que absurdo cerrar el paso a Dios a quien también cree necesitarlo, pero esa confianza en que él pueda creer en la posibilidad de anteponer uno a otro por el hecho de gritar más, de ser más perentorio, más rotundo, me atrevería incluso a decir de parecer más desesperado.
Desde que comprendí la frase, aceptando que sacada del contexto de la obra de Beckett la hace aún más terrible, he perdido en los hombres algo que no se que es exactamente: no se si es la fe o la confianza, que no son lo mismo aunque semejantes, las distancian matices. Tener fe es confiar ciegamente. Confiar sin fe procede de acto de razón o de un impulso irracional. El amor y la pasión generan confianza en el otro. La traición y los celos puede resultar el desenlace. O el aburrimiento. Una frase de Sócrates me llamó la atención al leer el Gorgias: ¿no resulta ridículo que un hombre sea valiente por miedo? En los comportamientos origen y resultados pueden perfectamente pertenecer a planos diferentes e incluso contradictorios. Se me antoja que los dos personajes de Beckett sienten miedo, soledad escénica, vació el mundo que les vomita, están espantosamente solos, esperando... Todos su valor, el de uno, es pedir ayuda a Dios, el otro por seguirle le niega, le traiciona. Digamos la verdad, le mataría con tal de anticiparse en el reconocimiento y ayuda de Dios.
Quien de repente recuerda a Dios olvida a su prójimo hasta reducirlo a nada. No le mires, no repares en él, no le tengas en cuenta: a mi, solamente a mi es lo que cuenta. Cuando el hombre acude a Dios para pedirle que se tuerza el hilo natural de las cosas, está mostrando su impotencia humana, la suya, la del único. Cuando se acude a Dios se muestra la propia incapacidad: si es por angustia ante la angustia, si es por miedo ante el miedo. Ser valiente por miedo, además de ridículo, puede ser un acto de desesperación humana en el que Dios no tiene cabida. Pero pedir valor a Dios es reconocer una verdad que brota a gritos: uno es uno y nada. No reconocer a nadie no es nada del otro mundo, antes bien, es de este.
Alguien escribió "los hombres mueren y no son felices". Es una cuestión profunda, sin duda. Podía haber escrito "los hombres nacen y no son felices". El patio de butacas hubiera estado de inmediato de acuerdo, de rotundo acuerdo con él. A la gente le encanta estar de acuerdo en las dificultades de esta vida: las comparte y le angustian, dicen. Pero escribió "mueren" y eso lleva a hacerse una pregunta: ¿que quiere decir? Claro está que el personaje que cita la frase es Calígula y representa la expresión absoluta del nihilismo asesino, el del poderoso para él que todo está permitido. Y el público, cuando está de acuerdo, ¿comprende la paradoja? Mueren y no son felices, no es no son felices y mueren, sino al contrario: primero morir, después la infelicidad.
"Si Dios no existe todo está permitido" exclama un Karamazov. La eternidad y Dios se confunden en los actos de los hombres que acuden a ellos en busca de consuelo. El problema es que es saber que es todo, el todo que ahora ya está permitido. Cabría decirle al personaje que los hombres que no existen, de uno para afuera, le van a permitir aún menos que Dios.
Cuando en la soledad animada del bosque, contemplo pensativo el camino que no voy a emprender porque ya es tarde por hoy, trato de descifrar que es lo que me es tan ajeno, empezando por la necesidad de Dios... Este bosque es real y anochece, conviene volver a casa.

viernes, marzo 09, 2007

Los 1.000

Hice mención hace unos días a mi voluntad de reducir mi biblioteca a 1.000 libros. No es un capricho. Tampoco se trata de un esfuerzo masoquista o de la expiación de un pecado auto impuesta. Ninguna de esas actitudes habita en mi. Se trata antes bien de una intención intencionada, es decir de algo que trataré de hacer queriendo hacerlo: por razón.

A lo largo de la vida, me parece, vamos acumulando residuos queridos a nuestro alrededor; se trata de nuestra particular mitomanía de la que cuesta desprenderse. Es material en la medida en que se trata de cosas físicas cuyo interés radica en su relación con nosotros, e inmaterial cuando se trata de ideas convertidas en principios y de principios convertidos en dogmas. Contra esta última acumulación he estado disponiendo hace algunos años de una intención deconstructora (la palabra la uso en un sentido propio que nada tiene que ver con el filósofo francés Derrida) cuya finalidad ha sido sacar del trastero toda la acumulación de ideas dadas y enteramente asimiladas en el proceso de construcción de la personalidad del individuo y hacer espacio; al fin lo que se busca es la libertad posible para encontrar al yo que se desea tras largos años de haber sido un yo sedimental.

Por esta razón, porque considero que se llega al principio de un camino de construcción o remodelación cuyo tránsito va a ser saludable, y doy por cercano el fin deconstructivo (ahora solamente restará el mantenimiento) he cambiado ayer el subtitular de este blog, desde el anterior "deconstruir, desaprender, desolvidar" por el nuevo de "los caminos de la deconstrucción" y que son los que se abren a partir del momento en que considero que he terminado la primera fase: creo haber arrumbado principios, inquietudes, angustias y hasta agobios y en el desván de la cabeza queda espacio libre.

Todo esto es tremendamente subjetivo, se me dirá, y no me queda más remedio que aceptarlo. Cuan difícil resulta ser objetivo con uno mismo, cuando no se es objeto sino sujeto (y la frase que no recuerdo de quien es, no es obviamente mía) pero en esta ocupación personal en que se transforma el vivir, no queda sino escoger el juego a partir de las propias convicciones que impone el espejo en que nos reflejamos: la propia conciencia, la visión de uno mismo, la catalogación de lo que está bien y lo que está mal, el bosquejo del proyecto que resta de vida, el quehacer que hay que hacer, antes que la inmovilidad aposentado en el quehacer ya hecho.

Abuso de la estadística cuando acudo a ella y digo que me restan entre 12 y 15 años de vida y que los quiero ocupar en mi proyecto personal: ser lo que siempre creía que quería haber sido. Sucede demasiado a menudo que se piensa que uno es lo que piensa cuando lo cierto es que uno no piensa en lo que es y en este no pensar se va alejando del trazo original. NO me refiero a las cuestiones prácticas de ser médico cuando se quería ser soldado, sino a la capacidad de ser junto a los acontecimientos que nos acompañan o en los que estamos inmersos, queramos o no. Somos hoy, por ejemplo, a la par que Al Qaeda como hace mil años se era parejo a la secta de los assassins, por ejemplo, y de lo que se trata es de mantener en ese ser parejo en el mismo espacio temporal, las convicciones en libertad. Ello obliga a no enjuiciar desde el principio de grupo sino desde la desnudez singular. Conviene volver permanentemente al principio, al origen de cada hecho o acto para no perderse en el patrón establecido, que no es perderse realmente sino encontrar la calma por prescripción exterior.

Conviene pues volver a la deconstrucción, pero esta vez a la parte material de la misma. Es obvio que la parte fundamental de lo que he pensado ha sido a partir de la lectura y de la aprensión de los hechos desde los aluviones que ha dejado en mi tal actividad. He sido un lector voraz, no solamente por desear pensar sino por desear huir, también esto cuenta, de la sordidez del momento en que se vive. Un libro es una puerta de escape y cuando se cierra, al acabarlo, la situación final difiere de la inicial y la angustia ha desaparecido. En los lectores compulsivos, creo, se da una especie de enfermedad como en toda compulsividad, en la que la repetición del hecho conduce al olvido de uno mismo. Conozco a quien lee sin reparar en las frases o en las palabras, quien lee filosofía como quien recita el Corán en una escuela coránica: desgranando palabras como cuentas de rosario.

Me conviene pues desmitificar a los libros de mi entorno y esforzarme por leer por algo más objetivo e intencionado que por el doble esfuerzo de acumular libros para justificar mi cultura y leerlos a medias para justificar el haberlos leído. Sostengo que yo lo he hecho y creo saber que otros muchos también, pero al importarme yo en este detalle nimio que interesa a mi formación, debo recuperar aquellos que es el festín de leer para caer en el festín de ser a través del pensamiento y la acción. Y entiendo que acción es pensar y pensar es actuar, ambos por separado, ambos al unisono.

Así pues, ahora, inicio el proyecto de los 1.000. Debo reducir mi biblioteca en los próximos años, tres a cuatro a lo sumo, hasta un número limitado a 1.000 que es tanto como limitarlo a un espacio de pared asignado previamente. Y así es. En el futuro, no se cuando, me trasladaré desde el bosque a la playa y allí el espacio es menor y compagino esa realidad con la imagen de mi cabeza en la que debo dejar también el espacio ganado. Así pues, descontando los libros de arte, que son otra realidad sobre la que aún no he tomado decisión alguna, deberé reducir mis libros a 1.000 leídos o por leer.

El proyecto no es funcional ni decorativo, sino que es formativo, ya que debo entrar en los libros que tengo, en los autores que conozco de la misma manera que en los autores que desconozco yen los libros que no tengo. Lo que necesito es tiempo para poder construir esa lista y decisión para ser como el cura y el barbero en el Quijote, lo bastante decidido o lo menos compasivo posible. A mi fuego particular deberé condenar a mucha cosa querida de la misma manera que debo traer a mi compañía autores en los que no reparé en su importancia y ahora si me es necesaria: de fuera vendrán que de casa te echarán, dirán muchos de los volúmenes que me acompaña, pero ellos saben que hace ya muchos años que no nos hacemos ni caso.

jueves, marzo 08, 2007

Un bosque: dos cosas

Hace frío, frío de verdad que se dice, una frío mañanero de 2º, sin sol, nublado y gris, con una brisa que incrementa la sensación térmica, amenazando nieve. Una enorme tristeza parece volcarse en el paisaje, que desprevenido había apuntado ya, en el benigno febrero, brotes primaverales. Ahora todo puede morir sin haber llegado a gozar de la vida, cabe esperar que no hiele por la noche o que en una de estas, caiga una nevada tardía de las que todo lo toman al asalto, desprevenido el resto.

He escrito que la tristeza parece volcarse en el paisaje y pienso que será en nosotros, que hace solamente cuarenta y ocho horas disfrutábamos de una primavera mediterránea. Será, casi con seguridad, que habíamos abierto alborozados el corazón a un tiempo nuevo, que es lo que representa la primavera todas sus metáforas posibles: nadie, arrebatado por la verdad, escribiría "se puso triste como la primavera" y supongo que ello se debe a que la naturaleza encuentra en nuestros cuerpos enteros y vivos la llamada a la primavera después del renqueante invierno en que decaemos.

Me quedo junto a la mesa de trabajo, superficie de cerezo que lleva desgastándose algún tiempo, porque me gusta pasar la mano por ella acariciando su deslucido brillo. Miro por la ventana y veo la linde del bosque engrisedida más como una cosa de naturaleza amenazante que como el grupo de árboles que me hacen compañía. He aquí que puedo discernir de un solo bosque dos caracteres o mejor decir, dos cosificaciones: la primera producida por el sol sobre el bosque, que lo convierte en algo atractivo y vibrante que invita a visitarlo, abriendo sus espacios a las sombras umbrías que apenas apuntan, aquí y allá, entre la gama de verdes iluminados; la otra la que conforma el bloque de grises que devorando al verde roban la luz, la luminosidad, el brillo y lo vibrante de su acogida: es este bosque ahora una cosa hostil, de hosca fisonomía; nada invita a ir a él y justamente por eso, porque recuerdo a la otra cosa que es el bosque, al que yo transformo en cosa cuando en realidad es algo vivo y mudable, que me llama cada día para que vaya a pasear por sus caminos.

Comprendo al fin que el bosque es más que una cosa, son muchas cosas que dependen del efecto del sol, de la hora del día, del viento que le mueve y del frío o la nieve o el agua que baja torrencial por sus arroyos. Al fin, me digo, he interiorizado de todas estas cosas que he podido ver a lo largo de cerca de mil días de habitar en su linde, en una sola que es bosque de luz, intemporal, el que llama en el paisaje a la visita. Como los paisajistas orientales que antes de pintar miraban y remiraban un paisaje para poderlo pintar, alejados de él, sacando del interior (no de la memoria exactamente, sino de la interiorización) el lugar exacto sintetizado en trazos.

Interiorizar es hacerlo uno, no de uno, sino parte de uno mismo ampliándose, no se si escribir su esencia o su ser, no lo se y trataré de saberlo, pero ahora lo que he descubierto al mirar al bosque inhóspito de hoy sobre el que, más amenazante aún se levanta Cueva Valiente, es que el bosque que soy yo es de naturaleza solar, de luz poderosa, de verdes infinitos en número y tonalidad. Así pues, me digo, esa cosa que ahí fuera me acobarda, ya no es la parte de mi que he interiorizado tras días de convivencia. Si es el mismo bosque, pero en mi, no es la misma cosa.

Interiorizar es añadir algo a uno y conviene, creo, por lo que pienso ahora, que procedamos con celo a impedir interiorizar las cosas que infundan, no la tristeza que tiene su belleza y no es siempre mal acogida, sino las cosas cuya naturaleza hosca y agresiva, puedan conducir a la hosquedad y a la agresión. Añadir a lo que se ha ido construyendo en uno mismo unas gotas de naturaleza de odio, nos harán más proclives al odio y a la destemplanza. Creo que después de todo voy llegando a concluir cosas que todos saben, pero yo las aprendo de nuevo y ya no es un catecismo el que me lleva con su memoria, sino la aprehensión de la naturaleza que me crea permanentemente.

Me acuerdo de un cuento que escribiera en la primera década del siglo pasado Algernoon Blackwood y cuyo nombre era El Wendigo. Es un cuento de terror, de un terror basado en la inquietud y en pánico atroz: El Wendigo es un viento ululante que en los bosques (entre las tribus indias del Norte de Canadá) siembra con su llamada el terror; solamente algunos de los que lo oyen lo reconocen porque claramente el ulular sobre las copas de los árboles altísimos pronuncia su nombre. Quien le oye entendiendo que se trata de una llamada de un dios terrible que le conoce por su nombre, corre despavorido no se sabe si huyendo o en busca del origen de la llamada, y es tan veloz su carrera que los pies se le queman y sangran hasta que en su lugar aparecen garras que le convierten en fiera, totem que se une al conjunto de criaturas totemizadas en el virtual santuario del Wendigo. Hoy, al ver el bosque tan sombrío, he recordado el cuento, que se encuentra en el extraordinario volumen de cuantos de terror que publicara Alianza Editorial hace muchos años, en torno a la literatura sorprendente de Lovecraft. No, el Wendigo no habita en este bosque por mucho que con su aire sombrio parezca llamarle para ocultarle en su frondosidad. Probablemente se trate, no tanto de la certeza de que ela historia es una leyenda, sino por la convicción de que en mi interiorización del bosque, en mi aprensión, de su verdad, solo cabe la luz más bella.

Al acabar el párrafo anterior he levantado la cabeza y un rastro de sol trata de abrirse camino entre las sombras, y ahora mi bosque empieza a ser otra cosa.