miércoles, marzo 21, 2007

El muelle en el bosque

De vuelta desde el pueblo, de comprar el pan, ha empezado a nevar. Luis, mi homónimo, dueño de la panadería es de esos tipos de pueblo, estupendo él, cordial, lleno de bonhomía, que de repente dice: "no va a nevar, hace demasiado frío" al tiempo que sonría y niega con la cabeza. Goyerri me espera fuera, en la acera, en el mismo quicio de la panadería, sin moverse de allí y al salir le he sorprendido mirando al cielo: empezaban a caer copos pequeños que el viento hacía cruzar la carretera en una danza alada; a Goyerri no le gusta la nieva. He mirado hacia dentro de la tienda y he visto que Luis seguía, con su cansino aspecto de payés, perorando con unas señoras, no se si todavía del tiempo. "Vamos, Goyerri, le he dicho a mi amigo perro, esto no es nieve: lo dice Luis". No se debe llevar la contraria a las certidumbres de la gente del campo, es más, debe respetárselas a pies juntillas y como dicen en Castilla, si hay que negar la mayor se niega, caramba.

Lo cierto es que llevamos dos días en que asoma la nieve y luego, al poco tiempo, desaparece dejando pequeños amontonamientos blancos en veredas y bordes. En mi jardín empiezan a brotar los bulbos y la forsythia, un arbusto que amarillea con un color pleno y rotundo de yema de huevo y anuncia la primavera con rotundidad: temo que los brotes acaben helando. Ahora mismo estamos a cero grados.

Mientras volvíamos Goyerri y yo, por el camino del bosque, entre árboles, bajo la ligera e intermitente nevada, miraba el camino frente a mi pero, sin saber porque, estaba abstraído teniendo en mi imaginación, en los ojos de dentro, un paseo por el Moll de la Fusta de Barcelona, hace ahora no menos de cincuenta años e incluso algunos más. Ha sido al llegar a casa cuando he reparado en que realmente, en ese paseo de la mañana, serían realmente poco más o menos las doce, he hecho dos caminos al unísono, siendo totalmente consciente de ambos. Del primero, el de la realidad, tengo memoria inmediata de haber ido parando siguiendo el ritmo del perrillo, su olisquear matas y troncos de árboles, levantar la patita, dejarme ir delante para pasar al cabo con el trote suave de esa alegría que le proporciona la buena vida; del segundo tengo la conciencia clara del revivirlo paso a paso, tal y como, acompañado de mi padre, lo hacíamos los domingos por la mañana, él con su cámara fotográfica colgada al hombro, mi hermana y yo, cada uno con un tebeo en las manos.

El Moll de la Fusta tenía esta mañana la arquitectura de mi infancia, de tinglados de color gris, enfoscado sucio por los años y el humo y el hollín, que cubrían totalmente la visión desde el muelle del Paseo de Colón. Los barcos de cabotaje, aún con casco de madera, con tres palos y un motor de gasóleo, en los que parte de la tripulación cocinaba paella o bacalao a la llauna, en latas de esas inmensas de atún o en paelleras enormes, que se ponían al fuego en cubierta, sobre un suelo de arenas encerrado en un perímetro de ladrillos.

Esta mañana hacía un sol radiante, no en el bosque, sino en el muelle, y por la bocana entraba un mercante negro, con bandera inglesa, de nombre Excalibur. Era un barco pequeño cuyo casco negro venía orlado por la parte de la cubierta por una franja blanca. El nombre claro en la proa, avanzaba como una espada. Tuve esa foto colgada en mi dormitorio de niño, dentro de un marco sencillo de caña, en blanco y negro y por alguna razón que ignoro, hoy el barco se ha colado en ese fragmento de mar que bordea el Moll de la Fusta y el antiguo Pósito de pescadores.

Tenía Barcelona, supongo que aún será así pero lo ignoro, con la lectura de los diarios de la mañana del domingo, el anuncio de los barcos que iban a entrar: recuerdo haber leído cosas así como "tiene anunciada su entrada en el puerto el Excalibur, procedente de Manchester, con carga de maderas y..." Vi entrar al Independence y al Constitution, que eran por aquellos tiempos los más grandes transatlánticos del mundo, y que en la Estación Marítima de entonces, ocupaban la totalidad del muelle de atraque y aún sobresalían la proa y la popa. También vi partir al Cabo de Hornos y al Cabo de Buena Esperanza, con emigrantes que iban a hacer las Américas, destino a Argentina, y cantaban en la cubierta L'Emigrant, el poema de Verdaguer.

Todo esto y algunos detalles los he vuelto a recorrer esta mañana en mi camino por el bosque, como si Goyerri hiciera un trayecto que yo pudiera ver desde otro trayecto que recorría yo, sacado de las alforjas del recuerdo.

No soy especialmente nostálgico, ni me refugio en la imaginación ni en el pasado. Creo haber escrito no hace mucho que la infancia es para mi un lugar del que se marcha uno, podría escribir del que se huye sin que la expresión me molestara, y que en ocasiones nos persigue aunque va quedando atrás, cada vez más lejos. No creo en mi infancia feliz hasta que el brote del paseo por el Moll de la Fusta me devuelve a la realidad del que soy, contemplado por el que fui. Atónito, me digo, estaría ese niño si me viera ahora, con el cabello blanco, la barba como siempre corta, la ropa de campo y el perrillo compañero. Le gustaría a lo mejor acariciar a Goyerri, pero a este los niños no le gustan, tampoco los otros perros. Es el perrillo una persona adulta, como yo. Pienso que ese niño que fui le diría a su padre que era el mío, "hay un señor viejo con un perrito pequeño, que no pega nada aquí". Puede que su padre, el mío, me hiciera una foto, tan amigo como era de retratar la realidad. Lo más que podría yo decir, sería, "niño, no soy viejo, tengo sesenta y tres años".

Mientras volvía a casa, por el camino del bosque, que tiene un repecho muy empinado, he echado mano de la punta crujiente de la barra de pan, caliente todavía y masticándola con delectación, he llegado a la casa de hoy, en el bosque.

2 comentarios:

  1. Ir al muelle, al moll de la fusta, era un paseo habitual, recuerdo yo misma pasar antes con mi padre a escuchar a los charlatanes de Atarazanas (Drassanes)que vendían de todo y que cultivaban un arte que no sé si existe ahora por el país. Todo ha cambiado mucho, demasiado quizá. Nos han convertido Barcelona en una ciudad de diseño y turismo, de escaparate. Sin embargo veo que muchísima gente pasea por el antigo muelle, hoy un bonito paseo, con centro comercial al otro lado del 'nuevo' puente. Muchas familias de immigrantes, también, sigue siendo un espacio querido por los humildes. Los niños de hoy también recordarán sus paseos, diferentes de los tuyos y de los míos.

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  2. Así es, Julia. Mi paseo empezaba cogiendo el 33 en la Gran Vía, pasando por la calle Pelayo (ahí también estaban los charlatanes), bajando por las Ramblas hasta la Puerta de la Paz.
    No, ahora yo no veo a los vendedores ambulantes con el micro colgando, salvo en algunas ferias de pueblo.
    Escribe Beckett en Residua una frase críptica que me viene a la cabeza al leer tu comentario: ·Todo lo que antecede a olvidar. Demasiado a la vez es demasiado".

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