lunes, junio 23, 2008

Un claro en el bosque

Hay que reposar, encontrar en un claro la sombra adecuada, el tronco robusto, el suelo nivelado, para aposentar allí el cuerpo y echando atrás la cabeza, cerrar los ojos y dejar que el tiempo transcurra de la luz a la sombra. Mil ideas parecen destinadas a ser transcritas en este bosque, pero falta el ánimo, que no es sino, que por el momento falta la necesidad. Hay cansancio: el que destila el esfuerzo por escribir una novela; el que destila el encuentro con el vacío lleno de sugerencias. Se dice el hombre del Prado que lleva ya muchos días pensando en que conviene anunciar este alto, decir a los habitantes del bosque que debe hacer un pequeño viaje al centro de sí mismo y que ninguna palabra de las que escriba, por el momento, le han de procurar la emoción necesaria. Escribir ahora su reflexión es buscar la estética, apenas el esbozo de un gesto.

Conviene llenar las horas ahora de nuevas palabras, de libros dejados a un lado, de frases y versos, y entre los párpados entrecerrados, ver un bosque nuevo en nueva perspectiva. Promete, lo dice en voz baja a Goyerri que está a su lado, serio y circunspecto, y a aquel medio olvidado dios menor que un día vino al bosque para habitar olvidos del principio de sus cosas, que cuando pueda volver, cosa de poco tiempo, piensa, avisará a todos aquellos que han ido viniendo al bosque en sus horas vacías. Sabe que les debe tanto...

miércoles, junio 11, 2008

Roda el mon i torna al born

Lucrecio. Comte-Sponville

En cielo encapotado vuelan altísimos los vencejos. El suyo es un vuelo asombroso. Lo hacen en grupos abiertos, en círculo, buscando las corrientes de aire, a velocidades enormes, que por su pequeñez lo parecen más. Eduardo S, vecino biólogo, le explicó un día al Hombre del Prado que los vencejos solo tocan tierra cuando anidan para dar de comer a sus polluelos, y que duermen en el aire creando una columna, a modo de tornado, que girando vertiginosamente producen una corriente de aire que les sustenta. También le explicó que las crías pueden aguantar hasta una semana sin probar bocado. Ahora, cuando se les mira desde la ventana de la biblioteca, habitando el espacio abierto por el que se mueven, le dotan de vida, movimiento que lleva a pensar que todo discurre y que la soledad es un estado del alma que se disipa cuando se abren los ojos para contemplar este lugar de la Naturaleza.

Sigue amenazando lluvia, la misma que ha venido cayendo sin parar y que con las temperaturas bajas detiene a la primavera en su proceso de germinación y floración. Todo está detenido a la espera de que pasen las lluvias. Centaúreas y Gallardas han asomado sus tallos valerosos y abierto hace días cuatro o seis hojas verdes, de una húmeda brillantez; ahí están en su quietud vital esperando que el sol, el calor vivificante y la humedad de la tierra les permitan seguir en su ciclo vital. Darán en los bordes del muro de piedra unas flores hermosas, apretadas, de colores variados; cuando ello suceda se podrá decir que ha llegado la primavera. Por lo mismo el huerto aparece detenido menos acelgas y lechugas, que se empeñan en hacer caso omiso, y tozudas crecen, más lentas las segundas, decididas las primeras. En el jardín, el zumaque, que se trasplantó en noviembre desde el jardín de Samuel N, ha abierto sus brotes y aparecen sus hojas apretadas, de color marrón, que acabarán cubriendo el leño y se llenarán de unos frutos rojos y espectaculares. Las ramas del zumaque, cuando llega el invierno, se cubren de un vello aterciopelado que asemeja el de la cornamenta de los ciervos; incluso por la forma, el zumaque las recuerda.

Los charcos de agua en la grava reflejan el cielo y sus nubes. No se les puede contemplar sin asomarse, desde su profundidad espejada al enorme cielo que allá arriba está, y que sin embargo parece que se abre en un pozo de enormes vacíos. En uno de sus hermosos fragmentos de La Naturaleza, Lucrecio escribe algo tan bello como:

Ahora bien, un charco de agua que, con un dedo de hondo apenas, se estanca entre losas por los empedrados de la calle, ofrece una visión bajo tierra que abarca tanto cuando desde tierra se abre la honda grieta del cielo, de manera que te parece contemplar allá abajo nubes y ver cuerpos de aves que, cosa extraña, bajo tierra se van perdiendo en su cielo.


El Abate Marchena, en su asombroso trabajo de traducir versificado el poema del autor romano, da esta versión del fragmento:

Más que una pulgada de profundo,
Estancada en las piedras de la calle
Debajo de los pies, hace veamos
El espacio tan vasto, que separa
El cielo de la tierra por encima
De nosotros: creyéramos que el globo,
De parte a parte atravesado, ofrece
Otros nuevos nublados a la vista,
Y a los ojos presenta un nuevo cielo,
Y otros cuerpos hundidos en las tierras
Vemos en este espacio prodigioso.


¿Cómo no volver con esta observación a través de la ventana, se pregunta el Hombre del Prado, a Lucrecio? Últimamente le sucede que se encuentra con el poeta a cada paso que da, no en él sino en aquello que va leyendo. Roda el mon i torna al born, se dice en catalán, que es decir que después de la vuelta al mundo se vuelve al hogar, al inicio del camino. Itaca está donde siempre estuvo, y los autores que escribieron mantienen en sus palabras el valor primigenio de las observaciones limpias, de las dudas más puras. Jesús Diez, amigo entrañable, contesta contestó con un texto al post Ocurrencias, del que el Hombre del Prado entresaca un fragmento que le parece atinado y hermoso, muy atinado y muy hermoso. ¿No hay en él mucho Lucrecio? ¿No será que Lucrecio somos todos? ¿O podríamos serlo? El texto dice así:

“Sentados frente al Universo, podemos estar seguros de que lo que vemos es; tan seguros como de que no es lo que vemos. Dices que dice Ortega que “el pensamiento humano no descubre el universo, sino que lo construye.” Entendamos por universo todos los universos posibles.
Quizás alguna sabiduría haya en coger, desde la insignificancia, una porción de átomos y volcar en ellos la atención; no con la presunción de que tal como puedes aprehenderlos puedes comprenderlos. A partir de ahí, la única seguridad es la duda; sin duda no hay dignidad."

Viene a cuento, es decir que llega al pensamiento del Hombre del Prado, la lectura de un libro de Comte-Sponville, filósofo por el que siente predilección. Sucede que a menudo se lee para aprender, pero también en un proceso de deslizamiento uno acaba leyendo para aprender que aquello que él andaba pensando lo piensan otros, y lo escriben mejor, con más claridad. Eso es lo que le pasa con el filósofo que se ha citado. Parece un amigo que camina al lado, lo mismo que le sucede conPascal, Spinoza, Camus, Cioran, incluso Levinas y en una incierta medida Strauss, por poner ejemplos diversos. En todos ellos la duda confiera dignidad.


El libro al que se refiere es El Alma del Ateismo, publicado por Paidos-Contexto. Este libro, corto y sencillo de lectura, muy personal, escrito desde el sentimiento y la razón de quien lo escribe, viene a engrosar un pensamiento que se va abriendo paso y que no es sino admitir sin reservas que desde el ateísmo se puede afirmar el cristianismo de uno, de la sociedad que nos alberga, de los valores que nos han formado. Convendrá hacerlo, de una vez por todas sin tapujos, disimulos ni verguenzas. El Hombre del Prado, que desde el izquierdismo juvenil, ha tratado de llegar a algún lugar cierto, lo ha hecho a su cristianimso megado tantas veces, dudado tantas otras. A la manera del humor judío, tan penetrante y sabio, se puede afirmar que Dios nada tiene que ver con ello, con la naturalidad de afirmarse cristiano en un mundo que, precisamente, disuelve sus valores cristianos en un relativismo informe. ¿Qué diferencia hay entre decir que alguien es un judio ateo o un cristiano ateo?, se pregunta.

Comte Sponville inicia su primer capítulo con una afirmación rotunda:

Comencemos por lo más fácil, escribe. Por definición Dios nos supera. Las religiones no. Estas son humanas, -demasiado humanas dirían algunos- y en cuanto tales accesibles al conocimiento y a la crítica.
Si Dios existe es trascendente. Las religiones forman parte de la historia de la sociedad y el mundo (son inmanentes)
A Dios se le considera perfecto. En cambio ninguna religión podría serlo.

Lucrecio, en su Libro I, 62-65, escribe:

Cuando en todo el mundo la vida humana permanecía ante nuestros ojos deshonrosamente postrada y aplastada bajo el peso de la religión, que desde las regiones del cielo mostraba su cabeza amenazando desde lo alto a los mortales con su visión espantosa...

Comte Sponville busca el alma cristiana que el hombre moderno ha olvidado o sustituido, hijo del cristianismo y de sus valores, partiendo desde la dignidad del conocimiento y de su propia afirmación de sí mismo. Lucrecio busca la libertad a través del conocimiento que facilita la observación de la Naturaleza.

Mirando al cielo encapotado y al vuelo de los vencejos, el Hombre del Prado sonríe por dentro. Bienvenido a Itaca se dice a sí mismo, a esta mi Itaca, nuestra Itaca perdida en el tiempo y rencontrada.

miércoles, junio 04, 2008

Tres cosas

Tres elementos de suma importancia invaden la mesa desde la que este que escribe traslada lo que piensa el Hombre del Prado: ha salido el sol, ayer caminó por el prado Gary Cooper y la noche pasada, a las 4 de la madrugada, se ha terminado la composición de la primera parte de esa novela que intenta escribir.

El tema del sol es importante. Después de dos meses de lluvia continua, torrencial, granizadas permanentes, barrizales en los caminos y cielos encapotados, una inmensa sonrisa lo ha invadido todo cubriendo cada rincón del paisaje. Las nubes, algodonosas y redondas que se mueven por el cielo, reflejan una intensa luminosidad en sus bordes y las partes en sombra, bordeadas de refulgentes brillos ofrecen una belleza instantánea y alegre que da protagonismo a un azul suave y pálido de la mañana. El sol es una bendición de la naturaleza desde que, en palabras de Lucrecio "en el preciso instante de su nacimiento derrama su luz y con ella reviste todas las cosas, eso vemos que para todos es claro y manifiesto" (II, 146). Es tal esa bendición, tan de efectos instantáneos, que el alma se llena de júbilo y canta.

Lo de Gary Cooper es otra cosa, pintoresca y no menos importante. Fué hace dos días, cuando todavía la lluvia transformaba todo en un estado de ánimo melancólico. Paseando con Goyerri por la calle que parte el prado en dos, se encontró con Goyerri siguiendo los pasos de una figura alta y espigada, que vista de espaldas parecía un hombre. Caminaba con paso lento y elástico, los brazos sin balancear, las manos a la altura de las caderas, descubierta la cabeza. Goterri se acercó trotando a la figura, como siempre hace, en demanda de amistad. Movía el muñón de la cola en un signo de cordialidad: al animalillo le encantan los encuentros fortuitos que permiten hacer amigos, entablar conocimientos, intercambiar saludos, una caricia, sonrisas de reconocimiento. El Hombre del Prado seguía a su paso, manteniendo la distancia. El caminante, al sentir la presencia del perrito, detuvo su andar y giró todo el cuerpo en un gesto armonioso y quedaron ambos a unos cortos pasos de distancia, enfrentados. Movía Goyerri la cola, le miraba áquel con todo el gesto detenido y así transcurrieron unos segundos hasta que Gary Cooper, ahora lo era ya, sin duda alguna, salido de la película de Fred Zinneman Sólo ante el Peligro, elevó su mano derecha desde la cadera y empuñaba en ella un revolver Colt 45, dos largos dedos índice y corazón extendidos, pulgar o percutor elevado en ángulo, y apuntó lentamente al animal que le miraba sorprendido. El tiempo se detuvo, seguía cayendo el agua, la calle estaba desierta salvo el observador a distancia de los dos protagonistas del encuentro y los segundos se detuvieron en la eternidad del instante, en que reconocido el adversario y de él lo inofensivo, el pulgar percutor, bajó lentamente desamartillándose y volvió el revolver de dedos a la invisible funda de la cadera. Dio media vuelta el caminante y siguió su andar hacia el sendero del bosque que cruza junto a las pistas de tenis. Alcanzó el Hombre del Prado a Goyerri y ambos se miraron. ¿Te has asustado? le preguntó al perrillo. "No, contestó, que va. Hay gente para todo". Siguieron su camino sin más palabras.

Y la tercera cosa que sobre la mesa reclama ser escrita, es que tras una larga andadura, angustiada, tensa, los primeros noventa y nueve folios que son la primera parte de la novela, se cerraron con un párrafo que compendia el inicio de la experiencia vital que deberá seguir en dos partes más, tal vez tres, que andan ya escritas parcialmente y esperan a ser ordenadas y fundidas con nuevos ingredientes. Repentinamente, durante la tarde y tras una conversación con un amigo fiel, la idea final que cerraba el ciclo de esa parte, se le apareció súbitamente. Lo súbito es aquello que sorprende y fulmina, muy habitualmente, por su sencillez; aquello que obliga a reflexionar en lo difícil que es dar con lo más sencillo y natural, reconstruir la metáfora del actor Hílaro en la propia vida del protagonista. Algo de tal sencillez había estado oculto, y no fue sino el imperativo "ponte a escribir, acaba de una vez" que le dijo su amigo lo que desencadenó el proceso del desocultamiento. Desde las 12 de la noche, hasta las 4,00 de la madrugada, repasó, buscó y dio fin a seis folios que contenían el cierre deseado, la puerta para la continuidad. Ana se había dormido y desde el dormitorio llegaba atenuada la voz del televisor que vela en la noche el sueño de los mortales del siglo XXI. El último párrafo salió del teclado, letras letra, y el hombre del Prado se mantuvo quieto, apagada la pipa entre los dientes, envuelto por la tenue luz de la lámpara de mesa. Lo leyó sabiendo que esta vez si:

Su reflejo en el espejo del estanque le revelaba una verdad que no había tenido en cuenta y sabedor de que todo aquello no era sino pensar y pensar en sí mismo abismado en una fatiga que habíase convertido en su naturaleza, sintió que podría suceder que nada de cuanto se auguraba fuera cierto y alcanzara la edad de su madre, noventa y dos en el momento de morir; se dijo que estaba, cuando menos, más cerca de la ignorancia que debería sustituir a su conocimiento. Hablar de la vejez y de la muerte ante los otros era una cosa: reflexionar para sí, otra. Se sintió satisfecho.


Mientras se encaminaba al dormitorio, pensó que el título que tenía hasta entonces por definitivo, Los Jardines Sombríos, debería cambiar por otro, extraído de una oda de Píndaro, que le parecía más ajustado: La Sombre de un Sueño.