sábado, marzo 31, 2007

Cezane y yo. 3,8º. Agua nieve.

No se trata del silencio natural de un lugar apartado, sino del silencio buscado como refugio: una caverna con las menos sombras posibles, sin un discurso común. Eso sería el silencio del bosque que, como si fuera cosa de místicos del siglo XVI le llamaremos el silencio interior. Y en eso estamos, en rebuscar en la mística un estado de ánimo que en lugar de conducirnos a dios, nos conduzca al claro entre brumas de uno mismo, adentro en vez de afuera.

Pero el bosque que existe es la vía de acceso: y con el bosque la niebla, la lluvia, la misma agua nieve de hoy, 31 de marzo, cuando en el jardín todo se ha detenido y permanece inmóvil la incertidumbre del que va a ser de tanto brote interrumpido. La vida cambia por un accidente del tiempo y no se necesita un discurso acerca del cambio climático, del que todos sabemos casi nada.

Lo cierto es que no buscaba yo al bosque, sino que lo que andaba buscando era otro lugar, por nada en especial sino por encontrar en el abandono de lo cotidiano una suerte de purificación. ¿Cómo puedo decir que me cansaba todo lo que a mi alrededor era la realidad? Fuí en su momento un hombre de acción y naufragué en las ideas más tarde. ¿A que venía entonces esa salida, que no huida, de un lugar que caverna al fin, confortable y digna, me guardaba y proporcionaba suficientes sombras para sentirme acompañado.



No fue así, sino que el bosque apareció repentinamente en un recodo de la carretera. Ya dije que fue el inicio de una historia de amor, pero no porque me permitiera esconderme; en estas circunstancias el único permiso para esconderse es el de la voluntad de cada uno, sino porque la magnificencia del paisaje, las cimas por sobre las laderas embosquecidas, el radiante cielo azul de junio y un, a modo de silencio, como música sorda que entraba por los ojos, intimidaron al espectador y le ofrecieron unirse a ellos, estar presente con ellos. Fue así de sencillo.

Por eso el bosque se convirtió en el camino de acceso y la realidad se transformó, porque la una quedó lejos y la otra penetró en mi. Fui un hombre de acción, ya lo he escrito, pero el camino emprendido obligaba a dejar la acción a un lado o detrás y a contemplarse uno; tratar de reconocerse no es sencillo; parece simple y basta un espejo o una caja de fotografías, pero lo verdadero del asunto es que no es sencillo cuando se piensa que no está todo claro en uno mismo. No se desconfía, sería grotesco, pero se pide la verdad al mismo sujeto que miente.



¿De que se escapa uno? Con todo el propósito no escribo huir que parece más retórico, sino escapar. Era factible vender el chalé, sobrevalorado, y construir una casa: ¿a quien no le gusta construirse una casa? Y plantar un jardín: ¿no es eso hermoso? Pero si todo fuera esto, una oportunidad de mejorar la decoración de la circunferencia que limita a cada uno, todos lo harían si tuvieran conocimiento de que la circunferencia limita. Pero hasta eso, según se mire es falso, porque la circunferencia es todo lo que llega hasta uno y le conmueve o le hace reír o le llena de indignación.

Pensé en ello mientras los muros de la casa se levantaban y no di con una respuesta. Mientras tanto el bosque me ofrecía pequeños paseos de tarde, alguna que otra nevada y un pueblo desconocido para pasear por sus aceras. Todavía éramos extranjeros y nos miraban, sobre todo los miércoles por la tarde, cuando casi todo cierra y oscurece temprano; que desolado lugar: una calle carretera mal iluminada y vacía por la que circulan camiones y frió, y sin embargo sentíamos que nos miraban: era, pienso ahora, el alma del pueblo, ese todo compacto que es un mundo.



Habitamos al fin el bosque, hecho presencia en caminos que se pierden en sus propios vericuetos. En el bosque ningún camino está claro, y eso es una lección que conviene aprender. En la medida en que frecuentas su boscaje este se abre a ti, se te ofrece, comprendes que está y que lo habitas y que de alguna manera él te habita. Sueñas con él con los ojos abiertos, cuando desde el jardín lo contemplas; aprendes a mantener la vista en un punto y a seguir, entre las copas de los árboles, con la mirada, una vereda. Ya es tuyo como tú eres de él, te dices y, extrañamente, ya no es tan urgente ir a pisarlo: en la distancia os perteneceis y su sonido de silencio desciende hasta ti. Allí arriba queda Cabeza Líjar, con los restos del baluarte de la guerra civil que ahora es mirador para excursionistas. Tienes un bosque, tienes una montaña, ¿que más quieres?

¿Porqué todo esto? me pregunto. ¿Que hago yo aquí? Este frió es demasiado fuerte y la lluvia torrencial. Un cine está a 30 kilómetros, igual que un centro comercial. Pues pensar, me contesto, redescubrir que pienso. Estoy aquí porque me fatiga una realidad intransformable. Lo he escrito dos veces, en otro tiempo fui un hombre de acción, no un héroe solitario, sino un hombre implicado en su tiempo y en su rebeldía. De repente, me digo, todo se circunscribe a que no quiero que el mundo sea mejor sino que lo que desearía es que no fuera a peor. Ese es el problema, de una simpleza apabullante, y por eso me vine aquí.

Y entonces, un día, llega Cezanne. No es una casualidad que sus cuadros se muestren en este artículo. Está muerto lo se, y desde luego no llega ni llegó a este bosque, pero en un viaje veo de nuevo sus cuadros, ¿quien no ha visto a Cezanne y ha concluido con sus amigos que es pintor magnífico? Yo los veo de nuevo por primera vez. Los ojos y el pensamiento tienen algo que ver en esta apertura a cosas que antes se han dejado de lado como evidentes. Pues Cezanne es magnífico, lo es para todos. Pero un día, fue en París en el Museo d'Orsay, vi a Cezanne y lo reconocí como si él y yo nos hubiéramos perdido en el mismo bosque y hubiéramos paseado la misma senda.




No se trata tan solo de la belleza del color que impregna la obra de arte y en su caso la impregna de tonos hermosos, cálidos, del paisaje mediterráneo que uno anhela poseer en el alma, el alma del paisaje en la propia alma del observador; tampoco se trata de esas pinceladas como de agua en las que los colores forman superficies que confluyen y se impregnan los unos de los otros. Se trata del ojo, de la mirada, de la manera de mirar y ver para pintar, pienso que despaciosamente, con sencillez no exenta de busca, incluso de impaciencia, pero con la sencillez de quien hace lo que hace como si tuviera que hacerlo y no le importara: esa es la expresión exacta de lo que quería decir: tienes que hacerlo y no te importa y lo haces.

Le comprendí, supe de él encerrado en su pueblo, sin salir de él recorriendo los senderos del bosque, mirando ese monte Saint Victoire que pintó decenas de veces con todas las luces posibles, en todas las estaciones, en todo su contorno. reconocí los senderos, los muros de la casa entre árboles, la silueta del monte, obsesivo a lo lejos, las rocas de la cantera; reconocí la atmósfera de aislamiento, que no soledad, que el pintor necesita para reconstruir en sus lienzos un paisaje vital. Se trata de un círculo que se hace arte: el bosque transformado, la obra transformada. del bosque a la obra, de la obra al bosque. Si hay un mensaje oculto lo recibo, emboscado también el autor en su lugar escogido; encerrado en su bosque, mirando a París de reojo, en la distancia, desconfiando de él, Cezanne alcanzó la sublimación de la pintura como pocos pintores lo consiguen. No se trata de pintar bien que eso está al alcance de muchos sino de pintarse uno mismo, temperamento a cuestas, emoción a emoción y silencio a silencio. El arte de pintar, como lo hace Cezanne, creo yo que requiere sacar a la luz un enorme desapego de todo, solo el lienzo, el color, la paleta, el paisaje en los ojos y la transformación en la mano y en el pensamiento. Pinceladas y color se ordenan. Sonrío al pensar que al final de su vida, miope y diabético, decía que perdía los contornos y dejaba los cuadros sin acabar: de él nace lo abstracto, lo realmente abstracto como una forma de ver. De su intuición, al pintar las bañistas saca Picasso su revolucionario Les demoiselles d'Avignon, no es que me lo hayan dicho, es que se ve con solo mirar. ¿Porque me parece que esos pintores son seres silenciosos? La revolución necesita silencio, concentración, sencillez, humildad; el sentido de la artesanía del maestro es el hacer día a día en su bosque, aunque sea este una cámara de palacio o una vivienda modesta en los Paises Bajos: pienso en Vermer también, y en Velázquez.



He aquí me dije, un hombre emboscado en su bosque, y me alegré de haberle conocido.



5 comentarios:

  1. "La circunferencia limita". Y por ello proporciona identidad. Límite es una palabra que en su origen es casi un sinónimo de "definición". Definir es poner "finis". Y a la hora de la verdad cuando contamos nuestra vida lo que hacemos es unir un límite con otro para construir un relato. A las personas las definimos contando su vida.

    ¡Cómo va el viaje a Alemania?

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  2. La circunferencia muestra el límite que uno no está dispuesto a cruzar hacia fuera o dentro del cual uno piensa empezar de nuevo. Es un claro en el tumulto: eso es la identidad también, ¿no?. Este sería el principio del emboscamiento.

    El viaje va, a mediados de mayo, el estar retyirado me alivía el viajar en fechas como estas. No olvido la libación.
    Realmente es a Berlín, donde ya estuve hace años. Ana no, y vale la pena repetir.

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  3. Un hermoso texto. Sobre el silencio de la naturaleza, nunca es total, siempre hay ruidos extraños, diversos, a veces inquietantes. A veces creo que el silencio se valora de forma excesiva, incluso. No sé si soportaría un silencio total, por falta de costumbre.

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  4. El silencio, según creo que Comte Sponville, es no es la ausencia de ruido sino el ruido sin sentido, ese que se asume como parte del mundo en que vivimos y que al no tener sentido no se oye: una carretera que suena cerca de manera continuada, el sonido del bosque o el del mar batiendo la playa o el acantilado, el ruido de los niños cerca. Creo que nunca he estado en el silencio total.

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