La primera edad, transcribe el Hombre del Prado, la del Padre (que en la ilustración es la de abajo de todo), la del Antiguo Testamento, se caracteriza por la observancia de la Ley y el temor de Dios. La segunda edad, la del Hijo, es la de la Iglesia y sus dogmas. La tercera edad, la del Espíritu Santo, cuya venida él veía próxima (Fiore), es la de la alegría y la libertad. Esta lleva aparejada una nueva compensión, intuitiva y simbólica, de las Escrituras, el fin de la "iglesia amurallada" y la fundación de nuevas órdenes contemplativas.
Le llama poderosamente la atención el concepto "la iglesia amurallada". A menudo las cosas que son obvias permanecen en su lugar de archivo y el que escribe es consciente de su incapacidad para ver de un solo vistazo la totalidad de su conocimiento. De inmediato y en el mismo libro salta a una serie de ilustraciones que muestran las ciudades alquímicas dedicadas a la sabiduría, amuralladas como fortalezas inexpugnables, que toman modelos de las fortalezas militares con sus baluartes estrellados y su centro dedicado al Templo. Tiene ante sí el grabado que muestra en la Arithmología, de Athanasius Kircher (1665, Roma), el Templo de Jerusalén encerrado en sus espléndidos muros sobre los doce niveles y de inmediato visita en su biblioteca los trabajos dedicados al mismo Templo por Villalpando y el Padre Martín, en los siglos XVI y XVII. Y naturalmente termina ese recorrido visionario en la explanada del Real Monasterio del Escorial, en el que los muros que forman los dos palacios, el convento y y las dependencias forman una sólida muralla, que inspirada en lo anterior y a la manera de la Ciudad de Dios, preservan la fe de la herejía exterior.
Ahora vuelve atrás, al tiempo espléndido de esa Ilustración desbordante que fueron los últimos años de la República en Roma. Lucrecio, tan admirado, escribe en los primeros párrafos de su De Res Natura, aquello con lo que se refiere a Epicuro:
... a él no le agobiaron ni lo que dicen de los dioses ni el rayo ni el cielo con su rugido amenazador, sino que más por ello estimulan la capacidad penetrante de su mente, de manera que se empeña en ser el primero en romper los apretados cerrojos de la naturaleza. Así pues, la vívida fuerza de su mente triunfó y avanzó lejos, "fuera de los muros llameantes del mundo..."
He ahí una expresión bella, las murallas del mundo que levantan los hombres. A lo largo del poema repetirá Lucrecio en varias partes de él como el hombre puede, con la fuerza de la mente, derribarlas, levantadas por la superstición y por la religión. No es cosa de maravillarse por el texto, no ahora, sino de constatar como el hombre sobre la tierra lleva siglos levantando murallas de defensa frente a enemigos hijos de la imaginación y cuan pocos son los hombres que consiguen derribarlas.
Pues dentro de los llameantes muros del mundo, y sin salirme ni un ápice de ellos (padre de familia numerosa, en fin); siempre me he estado refiriendo a la opción empíricamente posible de establecer un espacio contemplativo
ResponderEliminarAmigo plantas: Lucrecio hace referencia, no a las murallas de la vida cotidiana, sino a la superstición que levanta muros frente al conocimiento. Lee religión, ideología, etc. El se refiere al poder de la mente para drribar esos muros y yo muestro (a mi manera) como la cultura ha freado esta virtualidad de los muros defensivos, justamente por lo contrario. Es decir, que ambas posturas coinciden en la muralla.
ResponderEliminarLuis Rivera,
ResponderEliminarAl leer tu artículo me vino a la cabeza el tema de la moderidad y la Ilustración, el supuesto fin de toda mitología, la entrada avasalladora y triunfante de la Razón. Algo así como derribando murallas, como decías vos, cada muro caído conyevó la construcción de uno nuevo. Tantos ideales, fe en el progreso, fe en la razón, etc., que sabemos como terminaron. Sin embargo, el espíritu moderno nos dejó, creo yo, la semilla deconstructora, la llave (o el martillo) para ver a través de toda tiniebla que nuble el pensamiento. Me refiero a la crítica, a la sospecha, todo eso en lo que se basó el movimiento y que, sincrónicamente, construía las murallas que fueron voladas en pedazos por las guerras. La Modernidad, con sus limitaciones, nació para liberar la conciencia crítica, la permanente puesta en cuestión del mundo. Claro que construyó su propio muro, pero nos dejó ese espíritu deconstructivo, que, despierto, hace escuchar las "otras voces" en el mundo.
Si te interesa (y cualquiera es bienvenido, por supuesto) hace poco comenzé a escribir en mi blog. Te dejo la dirección: momentodialectico.blogspot.com
Todo por acá, muy bueno.
Guillermo.
Gracias por esta visita, Guillermo. he pasado por tu blog y le he dado una mirada, rápida ciertamente. Merece un poco más de reposo, y e so haé mañana seguramente.
ResponderEliminarLo que tal vez haya que tener en cuenta, a la luz de lo que escribes en tu comentario, es que no imagino a la modernidad tan liberadora ni tan linealmente instalada en el progreso histórico. Tampoco lo contrario.
Lo que sugiero, o creo sugerir, es que ya Epicuro veía que el conocimiento liberaba, mucho antes de que la ideología se convirtiera en lo contrario.
Lo que sobrecoge el ánimo es pensar que ahora se parcela,se especializa el pensamiento según su aplicación, rodeado de muros: por un lado los conocimiento científico,utilitaristas, y los espacios de las creencias, sagrados.
ResponderEliminarUn abrazo
¿Y no es todo ello una suerte de ideologías? ¿No requieren la misma o similares cantidades de fe? Lucrecio reclamaba el poder de la mente para derribar los muros, la observación que lleva al conocimiento. La libertad propcedía, no del conocimiento, sino de la actitud de búsqueda, de ejercer aquel poder.
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