Este pensamiento le lleva a Amadeo. Lo ha tenido in mente durante los tres últimos días, pendiente de escribir sobre él para situarlo detrás de Arquiloco y Horacio, pero un cierto respeto y la necesidad de saber sobre la historia que quiere contar, le hacen calmar el ánimo, llamar por teléfono a su hermana y pedirle sus recuerdos sobre aquel hecho, que considera trascendental. Ella le responde con la misma historia que él conserva en la memoria, y en ella están los mismos detalles, la misma gestualidad. Es evidente que recuerdan ambos un hecho que les contara su padre, Amadeo, muchos años atrás, y que este hecho mantiene simultaneidad en las memorias de ambos porque fue contado de la misma manera una y otra vez.
Al ponerse a escribir tiene una idea en la cabeza que es la idea clave de este artículo: en el proceso de construcción de la identidad de cada uno, las figuras de la mitología cotidiana, aparecen correspondientes a la apariencia que han querido dar de si mismos sus poseedores. No conoce a su padre, muerto ya hace muchos años, cuando era más joven incluso de la edad que el hombre del prado tiene ahora. No le conoía porque los padres muestran a los hijos la cara formal de la personalidad, el aspecto positivo con el que no solo quieren educar sino salvar su apariencia y su memoria. Los padres, cuando no quieren ser oídos, hablan en voz baja; cuando no quieren ser vistos cierran la puerta; cuando no quieren ser juzgados emprenden la caminata por el disimulo. Todos somos honrados a los ojos de los demás: los padres más; y amantes. Sin tacha ni mácula, los padres se promueven como ejemplo y los hijos, al cabo de l tiempo los critican, abominan de ellos, se rebelan, se liberan y al cabo vuelven a estimarles: con todo no les conocen.
Un día le contó a su hijo David, en un restaurante que está subiendo al Tibidabo, una historia propia de amor, una pasión vivida: el muchacho le escuchaba con los ojos como platos. Los padres no son apasionados y los chicos los creen. Parece como si la vida discurriera censurada, una lluvia a trechos que impregna aspectos de la relación y deja espacios secos, donde el agua no moja ni se forman recuerdos. No le estaba hablando al chico de su madre, sino de un amor apasionado y en cierta manera demoledor en el que hubo de todo, hasta el vacío y la disolución que son el desamor. Devastador, le decía al muchacho, eso es lo que es una pasión cuando arrasa y poco se puede hacer, no es suficiente cambiar de acera o subir a un autobús a toda prisa si la mujer que llega caminando hacia uno es la mujer que es, y así se sabe. Devastador, le repetía, y el muchacho quería saber si la había olvidado. No, nunca se puede olvidar, pero el tiempo vacuna contra la memoria. Si, dijo el muchacho de veinte años, eso más o menos me ha pasado a mi. Se sintió confortado: eso les había pasado a los dos.
La de Amadeo fue esa vida rota por una guerra civil que llamó un día a la puerta de los ciudadanos cuando aspiraban a pasar un domingo de sol y vacaciones. Bajaban, les contaba su madre, tropas por la calle Calabria y al cabo de un rato se oían tiros. Una guerra civil empieza siempre con un desfile al que le sigue una violencia demencial. Arquíloco de Paros escribe, con sabiduría reflexiva:
Siete cayeron muertos, que alcanzamos a la carrera,
éramos mil los asesinos.
Amadeo, hombre de gran miopía, aficionado apasionadamente de la fotografía, nunca fue al frente y quedó asignado a Intendencia, donde le dieron, por buen administrativo, los galones de cabo. Por estar en Intendencia podía desviar piezas de bacalao y puñados de patatas que llevaba a casa de una muchacha a la que conoció un domingo en un baile. Se gustaron y él proveyó de lo que pudo a una familia sin recursos. La vida era dura, pero había una ilusión carnal que transportaba una apariencia de paz: ella era una muchacha muy mona, poquita cosa, redondita, de padres murcianos, nacida en Cataluña; él era un chico alto y de porte elegante, delgado, con un bigotillo bajo unas gafas de concha que afinaban su mirada miope. Ni él ni ella hablaron mucho de aquellos tiempos a sus hijos, después, cuando acabada la contienda podían escuchar y entender. Sobre la guerra se corre un telón: representación acabada; empieza el neorrealismo del hambre, de la falta de trabajo, de la venta de las cosas superfluas, de las sombras. En los álbums de casa que resumen las vidas para nadie, hay fotografías de aquella juventud de Amadeo y Maruja paseando en Montjuich acabada la guerra, a la espera de casarse unos meses después. Ella lo hizo de luto, un terrible vestido negro de novia por la muerte de su padre, en uno de los bombardeos de los aviones que llegaban a Barcelona desde Mallorca. En su sombrero negro campaban uunas enormes margaritas blancas, flores de la inocencia.
En esta historia hay dos hechos, uno contado y el otro no. Del uno se habló hasta la saciedad porque era el de la heroicidad de encarar una vida condenada a la penuria; del otro nunca se habló y saltó a la luz años después, otra vez en los álbues y cajas de fotografía que aquel Amadeo, que llevaba en los ojos una mirada de fotógrafo y sabía resumir la realidad en un clic: no había, de los años de la guerra civil, entre los recuerdos del padre, sus despojos íntimos, ni una sola fotografía hecha entre los años 1936-1939. ¿No tenía cámara? Si la tuvo, él afirmaba haberla tenido desde sus dieciséis años. ¿Cómo un hombre que domingo tras domingo resumía su vida en fotografiar la ciudad y en revelar las imágenes de la mañana por la tarde en un mínimo laboratorio en el que prendida la luz roja, se veía como en fantasmales planos de cine de terror. Lo cierto era, que durante los tres años, aquel hombre que fotografiaba todo, no hizo fotos o perdió las hechas: no había en montones de cajas una sola fotografía de su ciudad y de su gente durante los tres años de guerra. El hombre del prado piensa que en las historias no contadas se suele esconder el miedo, o la prudencia, también la verdad. Después de todo estuvo castigado a no encontrar trabajo por haber sido cabo de intendencia de la República, destinado en la estación de Sants de Barcelona. Así la memoria se queda sin memoria pero se salva una cierta tranquilidad rodeada de incertidumbre. La pregunta no hecha ante el lo acaecido, descubierto cuando ya era tarde para preguntar, hubiera sido: de haber roto las fotos, ¿a quien temía mostrarlas? ¿A los unos? ¿A los otros?
La otra historia, esta si que contada, es la que le une a Arquiloco y a Horacio. Explicaba con lujo de detalles, como la mañana del 25 ó 26 de enero de 1939 entraban las tropas del General Solchaga en Barcelona, por la Diagonal; él había sido citado con armamento, correaje y todo el equipo en la misma Diagonal, para subir a los camiones en que su compañía emprendería la marcha hacia el norte, para atravesar los Pirineos y entrar en Francia. Su hermano, le dijo que convenía irse, que tenía miedo de los que entraban, que arrasarían la ciudad, y que no le importaba dejar a mujer e hijo, antes de enfrentarse a los franquistas: se fue. Quedó la familia sin él. Amadeo dudaba: no pensaba que fuera a ser tan terrible y una chica de la que andaba enamoraducho, más joven que él, siete años, que se quedaba en su casa de la calle Calabria esquina Diputación. Caminaba con armas e impedimenta en dirección a los camiones consciente de que aquella guerra, terminada ya, no iba con él si es que en alguna opcasión de los mil días terribles había ido; debía pensar en su inocencia de cabo de intendencia: había robado unas patatas, algo de aceite y unos lomos de bacalao salado que escondía entre la camisa y la piel, para llevarlos a la casa de la muchacha. Una mañana, en plena guerra, unos vecinos, al oler el guiso, bajaron a exigir su parte de la comida bajo la amenaza de denunciar: el hambre es de todos, democráticamente. Les dieron su ración.
Hay una fuente de piedra y bronce, donde la calle Roselló choca de lado con la Avenida Diagonal, que representa a un fauno mitológico o cosa similar. Muchas veces, acabada la guerra, pasó por allí paseando con sus hijos y siempre les señalaba la fuente y les contaba la historia. ¿Recontar una historia es un antídoto? piensa ahora el hombre del prado. Tal vez si, es probable. Lo cierto es que aquella mañana, cerca ya del lugar en que los camiones aguardaban, solo en medio de la Avenida en la que nadie caminaba, ciudad sumergida en el miedo de la retirada de una república demolida por ella misma y la llegada de unas tropas que en la distancia atemorizaban a unos y eran bienvenidas por otros, que había mucha gente que aspiraba a la calma y la tranquilidad perdidas, aquella mañana pues, inmerso en aquella soledad soleada, de invierno crudo, llegó junto a la fuente y tuvo la idea de pararse, mirar a derecha e izquierda, aflojarse el correaje, apoyar el fusil mosquetón en el hierro del cuerpo central y bajar el cuerpo para beber cuidando de mirar que nadie hubiera. Con un gesto rápido sacó de sus hombros las correas y las dejó caer junto al fusil oyendo el golpe sordo de las cartucheras de cuero, cargadas de inútil munición. De inmediato, deprisa pero sin correr, enfiló calle abajo, hacia el puerto, zigzagueando, en busca de la muchacha de la que se había despedido la noche anterior, sinrtiendo en la boca el frescor del agua de la fuente.
Como Arquiloco y Horacio, Amadeo abandonó sus armas y se encaró al destino para decirle no es por ahí, me quedo. Nunca fue un héroe y no quiso serlo el último día de guerra en Barcelona, aunque desertar fuera, en realidad, una pequeña y mezquina heroicidad. Si Horacio abandonó el escudo y corrió para escribir su inmensa obra poética, Amadeo dejó correaje y fusil apoyado en una fuente para ir en busca de su chica y de su máquina fotográfica. Llegaron años duros y en ellos contaba a menudo cosas de la guerra en Barcelona, pocas, muy pocas. De una nunca habló, nunca explicó a nadie que había pasado con sus fotos de la guerra. Él, como Horacio, tal vez, temiera a Augusto vencedor de Filipos.
He leído con mucho interés tu relato. Mi padre entró con el ejercito franquista en Barcelon, no nos hablaba mucho de la guerra creo que se avergonzaba un hermano suyo estaba huido por miedo a ser fusilado, pero el caso es que nos dijo que es la única vez que al entrar "victoriosos" los besaban y abrazaban...
ResponderEliminarUn saludo cordial.
Si, al día siguiente el General Solchaga programó una misa en la Plaza de Cataluña y estaba abarrotada de gente que había estado deseando que todo volviera a ser normal.
ResponderEliminarMe alegra que este relato haya sido de tu interés.
Los padres y madres, en general, y más los 'de antes', construían un personaje familiar interesado en no mostrar fisuras humanas, cosa que hace que hayan pasado por nuestras vidas siendo, efectivamente, unos desconocidos. La maldita guerra, sus contradicciones, miedos y miserias, también contribuyó a aumentar el misterio. No se si he hecho bien o mal, pero he tenido conversaciones con mi hijo y mi hija que nunca habría tenido con mis padres, quizá tampoco sea del todo positivo 'desmitificar' prematuramente, quien sabe. Recuerdo una frase de Pla, de una época aún más 'respetuosa' con la familia, en que comenta que las conversaciones con sus padres eran tan solo 'administrativas'.
ResponderEliminarJUlia: lo que creo es que es necesario no mitificar. Eso que llamo yo la deconstrucción, es al fin, demasiado costoso. Creo que hay que mostrar la apariencia de carne y debilidad propia a la par que aportar a los hijos cuando la necesitan la protección y seguridad necesaria. Esta no se consigue creando un misterio de uno.
ResponderEliminarLuis, de las tres historias la que más me ha "tocado" es la de Amadeo. Por proximidad en el tiempo y por conocimiento del lugar, puede ser, o porque en su caso seguramente hubiera hecho lo mismo. Además...quedarse en Barcelona entonces, habiendo tenido la oportunidad de huir, ya es una hazaña. Un abrazo y buen fin de semana (tendrás que explicarme mejor el tema del tiempo como vacuna...la devastación de la que hablas la comprendo bien)
ResponderEliminarAna: el tiempo es el tiempo y un día ya estás curado. Queda una cicatriz de la que puedes presumir ante ti mismo o ante los demás, cada vez más borrada. La piel se regenera, como la memoria. Me das pié para un post, un día de estos.
ResponderEliminarLO que pasa en las tres historias es que he intentado juntar dos líneas: 1/ el abandono de las armas para seguir la vida. 2/ la creación del mito a partir de la narración. Ayer como hoy.
Gracias por tu comentario.
Ana: te lo diré mejor, que en mi comentario anterior no está biene xpresado:
ResponderEliminarEl tiempo eres tú y con tu proceso de vivir, cictriza todo, absolutamente todo, recluyendo en la memoría lo mejor vivido y olvidando aquello que más duele. La memoria es selectiva.
Para los fastos del 92 hice el guión de una historia de Barcelona en cómic que editó Grijalbo. En una viñeta recogía una frase del general Miaja respecto a Barcelona: "Estamos dejando caer la ciudad sin gloria". Me la censuraron, a pesar de la evidencia histórica de la nula resistencia de la capital de Cataluña a las tropas franquistas. Después de mucho discutir pude salvar un "Estamos dejando caer la ciudad sin lucha". A las autoridades municipales del momento les pareció más noble esto último.
ResponderEliminarLuri, peor hubiera sido con lucha y con gloria. Connviene recordar que una opinión extendida en el bando de Franco era que convenía bomberdear (o arrasar) Barcelona y Bilbao. Miaja, a fin de cuentas, general, podía añorar una defensa numantina, pero eso, después de Girona y Zaraghoza frente a los franceses, ha quedado felizmente arrumbado.
ResponderEliminarUna tía mía que vivía en la Gran Vía, atocando Glorias, decía quen muy pocas horas dejaron de pasar camiones republicanos y llegaron los nacionalistas.
Un hecho que no se comenta demasiado también es el hastío, el cansancio de una enorme cantidad de población atrapada en un conflicto guerra - revolución que ni les iba ni les venía. Al día siguiente, en la plaza de Cataluña, había un enorme gentío en una misa de campaña.
Vi ese comic en casa de mis hijos, o de alguien vinculado con ellos, pero lo recuerdo muy poco.
Sigo aquí, en un rincón atentamente a escucharte.
ResponderEliminarMe ha impresionado todo lo que dices sobre los padres.
Abrazos muchos.
Sobre ese final de la guerra, efectivamente, Luis, el cansancio era inmenso y la mayoría de gente quería que acabase como fuera. No hay 'gloria' en ese final y fue mejor así que no la temida destrucción de Barcelona. Recuerdo vecinas de mi madre explicando con que alegría fueron a esa misa, y no eran exactamente 'de derechas'. Otros aprovecharon para ir a ver si podían coger algo de comida de los almacenes de abastos, cosa que originó heridos y peleas. A veces tampoco se incide en el hecho de la duración de la guerra en Cataluña, donde la gente tuvo mucho tiempo de ver y padecer el poder republicano, dividido y bastante descontrolado en muchas ocasiones. Había muchos jóvenes abandonado escudo o 'emboscándose' cosa que fue habitual en la zona donde vivía mi padre, con los bosques y las casas llenas de desertores sin ganas de luchar. Una cosa son las ideas republicanas y la otra como fue todo en realidad. Y una cosa es la realidad, compleja, subjectiva, poco gloriosa, y otra las lecturas que se hicieron, se hacen y se harán, des de ideologías e intereses diversos, sobre el tema.
ResponderEliminarJulia, tu comentario es el que debiera hacerse sobre aquellos tiempos, en lugar de la glorificación mítica de una República destyrozada por las ambiciones revolucionanrias y nacionalistas de sus partes. Los civiles sufrieron mucho, mucho, pero la propaganda los convirtió en "el pueblo unido".
ResponderEliminarClarice: creo que el de los padres es uno de los grandes mitos de nuestra cultura. Y una de las grandes mentiras.
ResponderEliminarGracias Luis, por tus enseñanzas, la vacuna es cuestión de tiempo. Para las cicatrices me han recomendado aceite de rosa mosqueta...cuando veo el bote en el cuarto de baño me pregunto dónde debo aplicarla, así que pongo un poco en la mano frotando las cejas y la frente, ya te contaré si es efectivo el tratamiento. Besos
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