lunes, junio 11, 2007

Tres historias de armas. La segunda. Horacio

Dos escudos reposan en el prado y los ecos de dos batallas son el coro de una tragedia imaginada cuando entra un grupo de vacas lenta y cansinamente por el extremo sur, saliendo del bosque. El caminar de las vacas es un prodigio de indiferencia y saber estar: ignoran todo alrededor y parece que incluso ni están por ellas. Su gregarismo es disperso e individual y con saber que el resto del grupo pace en la cercanía parece bastarles; parecen un grupo de turistas al caer la tarde, con la última visita al museo, que en su dispersión más que mostrar interés por los detalles muestran ensimismamiento por el cansancio: caminan solos unidos al grupo. El caminante reposa libreta en mano y mira hacia esos escudos imaginarios que ahora los rumiantes rodean indiferentes, ahora los sobrepasan y al cabo quedan detenidos en la parte contraria del prado, en el norte, donde es probable que la hierba esté más tierna y jugosa.


Piensa en el campo de Filipos, donde Horacio arrojó su escudo y dió con la barbilla en la indigna tierra. También, días después, en ese campo de batalla, desnudos los cadáveres por el expolio, hechas las honras fúnebres que no puede negar un romano a otro, limpio el terreno, bebida la sangre por la tierra entrarían las ovejas del pastor y la gente de las cercanías. En aquellas guerras, los campos de batalla los visitaba la población local en busca de objetos olvidados, perdidos a la vista del pillaje de los supervivientes. En derredor al campo, en las colinas cercanas, en los bosquecillos, solían aparecer cadáveres de hombres que heridos y en huída habían buscado un refugio bajo matas para acabar muriendo desangrados o por causa de sus heridas. No es heróica la muerte aunque así la cante Homero y Virgilio le siga, en hexámetros de sonora expresión. Entre la muerte real y la del mito existe un amplio terreno de dolor y sufrimiento: el silencio de la soledad en la huída, la resignación al degüello del prisionero por el vencedor, el enfrentamiento al propio destino del vencido. "Vae victis" dijo el caudillo: "Ay de los vencidos". Nada más horroroso que ese anuncio.


Como en tantas batallas, Filipos fué una batalla de destino incierto. Ha pasado en ocasiones que ha ganado la lucha quien ha creído haberla perdido . Filipos fué una batalla no deseada por los combatientes, hartos de enfrentarse entre compañeros de armas, legión frente a legión. La victoria depende del primero que llevado por un gesto inadvertido, por una orden mal emprendida, abandona el campo, antes en orden y finalmente a la carrera. Acabada la lucha, apagada como se apaga el fuego de una tea, lentamente, queda flotando un gemido y empieza el pillaje: aquí un legionario, espada en mano, ha reconocido a un viejo amigo, del pueblo o de la comarca, o de otra legión en la que sirvió y no hunde la espada en la garganta sino que solícito le alcanza un poco de agua o le recuesta bien para que se acomoden el dolor y la angustia.

Los romanos enrolados durante más de veinte años en las legiones, sobreviviendo a luchas civiles, perdiendo de vista la identidad romana ante tanta sangre y odio civil, aspiraban a volver a la paz, a recibir el ahorro que se les guardaba en la caja de la legión correspondiente a los años servidos y a recibir como estipendio final un trozo de tierra, una res, un apero de labranza, en tierras a ser posible en la península. ¿Quien no sueñla un predio en la Campania? Entre romanos cunde el desaliento ante la inexistencia de Roma. Existe la soldada, la disciplinea y la lealtad a sus generales, viejos mandos de otras batallas, de otras campañas. ¿Como no van a estar los compañeros de Cesar con su sobrino nieto Octaviano? ¿Y que decir de Marco Antonio al frente de los suyos? Es la pura expresión del compañero de armas, bebedor, mujeriego, aventurero, valeroso, siempre con sus hombres a los que conoce por su nombre: si alguien quisiera ser otro, un mito, muerto César sería Marco Antonio.

Los hombres de la República, las legiones de Bruto y Casio esperan la oportunidad de volver a confraternizar con sus compañeros de armas del otro bando: no más guerra. Es dura la derrota y el mañana incierto. Llegaron como Roma y Roma les ha derrotado y vertido su sangre. Tanto cansancio, tanta muerte de amigos, tanto riesgo, para acabar donde estaban al principio en geografías lejanas, en el territorio de Grecia. ¿Y quienes son esos tribunos jóvenes, inexpertos, a los que han colocado al frente de las cohortes? Son los chicos bien de las familias de los dos primeros órdenes de la República , que estudiando en Atenas, puestos a salvo de la guerra civil por sus padres, han sido encontrados allí por Bruto. Bruto es brillante, honrado, leal, de oratoria fácil, elegante y convincente, es difícil no caer en su seducción personal, y les encuentra en cualquiera de los centros de estudio de la ciudad, o con sus preceptores. Son la juventud dorada de Roma y Bruto les envuelve en ansias de legalidad republicana y alista en sus legiones. Salvarán a la República y volverán a Roma para desfilar en triunfo. Ellos sueñan decir al regreso triunfal a la urbe, a sus familias, que estando allí les llegó la ocasión para defender a la República.

Como tribunus militum, puesto militar que exigía el orden de caballero, Horacio arrojó el escudo y se tiró de bruces al suelo; podemos suponer que estaba aterrorizado. Las cohortes de Octaviano caminaban en formación, cubierto el centro y los flancos, con las tropas auxiliares en la retaguardia. El sueño del día anterior es ahora la realidad del presente y esta se concreta en líneas de legionarios que les cierran el paso. La juventud dorada de Roma no está hehcha para estos menesteres: huyen. Eso nos cuenta Horacio.


y la veloz fuga
y el mal dejado escudo cuando roto
quedó el valor y la barbilla
tocó del bravo la indigna tierra
Carm. II 7, 1 - 10


Dice que le salvó Mercurio, tan agil corrió.

Igual que Arquiloco, cuenta de su cobardía, de su espanto ante la apuesta de la heroicidad y narra en versos brillantes, ligeramente irónicos como salío despavorido huyendo, abandonando el escudo. No se trata de los versos del griego, de contenido cínico, tosco, propio del soldado embrutecido, sino del verso de un poeta que aspira a ser reconocido,poeta entre poetas, por la misma gloria. No se anda Horacio con chiquitas: se sabe llamado a vivir en la eternidad de la memoria. Y se nos muestra en sus versos, dentro de una constante proximidad de la vida cotidiana, de sus recomendaciones, de sus sermones a los demás, de sus consejos y de sus
invectivas. Leyendo a Horacio le vemos a él, siempre a él, un hombrecillo pequeño y risueño, tal vez neurasténico. Los verso de Horacio son la pasión de Horacio y podemos dar con su huella, sus gestos, sus palabras, su vivir, su amar, su reir. A la manera de Cicerón, Horacio nos cuenta su vida escondiéndola en sus versos, para que la encontremos, tan seguro está de que iremos a buscarle.

Destino es aquello que no se puede elegir, así la vida es destino en cuanto que hay que vivirla. No es el destino la muerte sino vivir la vida hasta sus últimos segundos, que para eso se viene. El destino de aquellos jóvenes era ser perdonados por Octavio, volver a Roma y reincorporarse a una época de paz, no exenta de violencia y humillación, pero al fin paz para Roma, que había de permitir cerrar las puertas del templo de Bellona, por vez primera en muchos años. No podía elegir pues su destino era volver a Roma: rehenes de Octavio, gustosos rehenes, encarrilaron su vida en actividades políticas o privadas, fueron los cónsules sin demasiado poder, los tribunos populares a las órdenes de Octavio, los censores, cuestores, ediles, los publicanos y los poetas: fueron la nueva generación de funcionarios romanos, de patricios obedientes, fueron los republicanos sin República.

Horacio vivió después de la jornada del escudo una vida nueva que tuvo que elegir en Roma; no tuvo que ver con su situación personal, la leyenda de su pobreza, los regalos de Mecenas, su pobre aspecto, su retiro casi permanente en el predio sabino, no tan pequeño como pretende cuando tiene ocho esclavos para el servicio de la casa y tres aparceros que pagan puntualmente una renta por las tierras. Horacio, después de la jornada del escudo, olvida toda veleidad militar en defensa de la república y guarda silencio por ella. Accede a la cercanía del poder, Octavio Augusto le propone ser su secretario para la correspondencia y se niegA; tal vez nace aquí la leyenda de su retiro en el campo, que se encarga él de acrecentar en sus Odas. Tiene propiedades en Roma y un cargo magníficamente remunerado en el Tabularium; no es un pobre hombre más que, probablemente, en apariencia. No, arrojar el escudo es para Horacio el inicio probable de una mistificación de si mismo de tal manera que su vida escapa a su destino y pasa a la posteridad como él ha querido verse. Tal vez nos engaña, más a nosotros hoy que a sus contemporáneos y tuvo una vida más regalada, que para un poeta le pareciera probablemente excesiva. Y se inventó otra añadiendo a la suya ligeras modificaciuones, a la baja diríamos hoy.

Pero el destino es aquello que no se elige, que es inevitable y Horacio se sabe, se conoce. Lo dice Spinozza en su Ética, Proposición LXIII, "Quien tiene una idea verdadera sabe al mismo tiempo que tiene una idea verdadera, y no puede dudar de la verdad de eso que conoce" y Horacio, escondido detrás de su apariencia inventada habla a los suyos desde su posteridad y así escribe la última Oda del Libro III


He hecho una obra más perenne que el bronce,
más alta que el túmulo real de las pirámides;
no la destruirán ni la voraz lluvia
ni el fuerte Aquilón ni la inmutables
serie de los años en que escapa el tiempo.
No moriré entero: gran parte de mi
rehuirá a Libitina; crecerá sin pausa
con prez siempre nueva, mientras el pontífice
suba al Capitolio con la virgen tácita.
Se dirá allí donde resuena el violento
Áufido y reinó Dauno, pobre en agua,
sobre agrestes pueblos que yo, siendo humilde
me torné en maestro y el primero fui
que unió a ritmos ítalos los cantos eolios.

Mis sienes, Melpómene, con el laurel délfico
ciña de buen grado tu orgullo legítimo.
Carm.III 30.

4 comentarios:

  1. Recorrí, no hace mucho, el paisaje de Austerlitz. Hay habilitado una especie de depósito para que los campesinos que cultivan esos campos echen los restos humanos que las rejas de los arados continúan sacando a la luz. El paisaje es muy hermoso, aunque los ruidos de una autopista próxima rompen la paz del lugar como un sacrilegio. Es imposible no pensar en los soldados anónimos.

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  2. Luri: Recorrí el de Culloden en Escocia, que han convertido en un museo. Los campos de batalla anónimos como el de Las Navas de Tolosa son mejores, porque se han disuelto los hechos en el tiempo.

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  3. Los habitantes de, las hasta ahora bastante olvidadas, tierras de la Terra Alta, han vivido durante mucho tiempo de recoger restos de la batalla del Ebro y es frecuente, todavía, y lo será, creo, durante mucho tiempo, encontrar de todo, restos humanos incluídos. Lástima que, como sucede ahora, ese paisaje esté en vías de convertirse en parque temàtico. Aunque, quizá ha pasado siempre, creo que Víctor Hugo tiene una espléndida reflexión sobre el paisaje de Waterloo, convertido ya en turístico por aquel entonces.

    Tengo poca formació clásica y siempre aprendo en tu blog. Sobre la juventud dorada y cobarde, sólo hace falta ver, en el presente, el desprestigio de la milicia -nacional o internacional- y como la van ocupando los 'nuevos bárbaros', nadie quiere oficios peligrosos si no es por necesidad.

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  4. El último poárrafo de tu comentario, Julia, es desolador y totalmente cierto. Pagamos a los pobres para que nos defiendan.

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