miércoles, enero 30, 2008

Confidencias (II)

(Debe leerse a continuación del post anterior)

El Hombre del Prado camina ahora ligeramente detrás de S.Z. y le ve enorme, alto, más que grueso grande, ágil sin embargo como una bailarina, caminando con pasos cortos, algo femeninos. Ha cogido una rama del suelo y se apoya en ella como se apoyaría en un bastón, hasta que con un crujido se parte. ¿Que rama aguantaría ese peso, ese devastador apoyarse para, dándose impulso saltar de un pie a otro, de un paso a otro? Mira la rama rota y acaba de separar las dos partes.; se queda con una a modo de bastón de mariscal de campo o de varita mágica que agita en el aire. Tiene un cáncer, le ha explicado. Un cáncer primario, detectado a tiempo: los médicos le han dicho que debiendo preocuparse, debe de estar tranquilo; es curable, operable. El viaje a Madrid ha sido para hacerse unas pruebas, sin decir nada a nadie, ni a su mujer ni a sus hijos: la familia es una piña, piensa el Hombre del Prado. Nadie imagina que haya metástasis, que hayan nódulos secundarios: ha tenido suerte, le han dicho, no hay como mantener un buen control preventivo.

Se trata una vez más de mi fortuna, le dice caminando. El pino ese que hemos visto no sabe que el muérdago podría matarle, yo sé que el cáncer que tengo no me va a matar. ¿Que crees que es? ¿La mano de Dios? Ríen los dos. Cuando llamó por teléfono para anunciarle su visita a Madrid y decirle cuanto le apetecería verle, aunque fuera poco tiempo, volver a charlar como hacía años, tomar una copa, recordar nombres, personas, el Hombre del Prado le dijo que no vivía ya en la capital, que estaba a sesenta kilómetros, encerrado en un bosque, inmerso en su vida (no le dijo cuanto había tratado de despojarla de lo irrelevante para sentirla más cercana y propia) porque tal confidencia estaba fuera de lugar con S.Z. Pero recordó partidos de tenis, formando pareja, admirando a aquel enorme y ligero compañero que salvaba los partidos con subidas a las red que eran inimaginables, con una enorme y efectiva manera de jugar que, según confesaba, había aprendido solo. Es natural, decía a quienes se interesaban por su capacidad de juego sorprendente, nunca he dado una sola clase. ¿Porqué no vienes, le propuso, a mi casa del bosque y duermes aquí? Al día siguiente te llevaré al aeropuerto. Le debía esa hospitalidad a quien tanto había sufrido teniéndole a él por compañero de juego, y durante años no había proferido nunca la menor queja.

Durante el desayuno, les contó a Ana y al Hombre del Prado el asunto del cáncer, las pruebas que se había hecho, el agobio de su cuerpo enorme encajado en la máquina del Pet mientras la máquina zumbaba recorriendo su longitud de la cabeza a los pies. Me preguntaba que verían, y si queréis que os diga la verdad, pensaba que me iba a morir, que me estaban engañando. Ana le habla de la necesidad de creer aunque se dude y S.Z. le contesta sobre lo fácil que es dudar. Porque todo lo que le viene a la mente y al lenguaje surgió la noche anterior como un arroyo que empieza a manar, algo casi irrelevante y sin fuerza: no se trata de miedo, asegura, sino de un descubrimiento insólito: puede morirse, no de una manera genérica, sino ciertamente. Así es que uno puede morirse ahora, en unos meses, en menos de un año o dos. La vida, insiste, es repentinamente una certeza que expira a plazo fijo. He ahí una novedad.

Están entrando en el pueblo por el norte, que permanece solitario, un paisaje casi sin figuras, habitado por neblina ligera que humedece el aire y le confiere brillos acuosos. ¿No es lo deseable, dice volviendo a su tema, una vida sin altibajos, siempre un poco mejor, basada en la fortuna y el trabajo, en la suerte? Nunca ha tenido un problema cuando mirando a su alrededor eran evidentes; sus hijos fueron buenos estudiantes, cariñosos; su matrimonio no conoció altibajos, las discusiones eran siempre por nimiedades que acababan disolviéndose en nada; su trabajo fluía y le permitió conocer a gente interesante como el Hombre del Prado, al que confiesa haber admirado siempre por su manía de pensar, de dar la vuelta a todo: le gustaba escucharle y pensaba que aprendía de él aunque ninguna inquietud quedaba en su espíritu; su retiro en la casa de Santánder era un largo período de tiempo, repetitivo, hecho de costumbres agradables: embarcar de vez en cuando en el barquito, pescar de vez en cuando, sentarse en el jardín, en una tumbona o dormitar viendo la televisión. ¿He hecho algo mal para no ser, una vez por lo menos, desgraciado? El Hombre del Prado se ríe. Anda, vamos a comprar el pan, que se lo ha pedido Ana al salir a caminar con Goyerri.

Una libreta, que es como llaman aquí a la hogaza: y a la barra de pan, pistola; y a los pequeños panecillos para tostar y tomar en el desayuno con mantequilla, pulgas. Piden seis pulgas y la libreta y Luis, el panadero, socarrón, con su broma de siempre, que debería estar gastada, le dice: le daré entonces la mitad de media docena. Le devuelve el cambio y saliendo, ahora sí, reemprenden la marcha hacia la casa caminando por la acera que bordea la Nacional VI. ¿Qué puedes haber hecho mal? ¿Es que ser desgraciado es una obligación sin la cual no se debe vivir? S.Z. se ríe y hace girar la media rama desgajada en el aire, a su costado. Verás, y no quiero molestarte más, es que de repente, en el Pet, me dio por pensar en cuando era joven y me pregunté por mis inquietudes de entonces. No las encontré. Me dije que los jóvenes deben de tener inquietudes, que seguramente yo las habría tenido. No pude recordarlas. ¿Quise ser otra cosa? Imaginas que hubiera querido ser otra cosa y lo hubiera dejado atrás? Ahora me ha dado por leer libros de historia y disfruto mucho con ello, y como sé que no me voy a morir seguiré disfrutando. Pero, ¿quise ser algo más que un impresor? Porque ni siquiera lo fui, monté una imprenta como podía haber montado una peluquería. ¿Porqué me da ahora por la historia? ¿Entiendes lo que me agobia? ¿Le agobia realmente? El Hombre del Prado cree que no, que en realidad se ha abierto un agujero en su confianza en la vida real que ha tenido hasta este mismo momento en que vuelven a casa caminando. Si pudiera recordar alguna inquietud de juventud sabría, podría saber, en que me he equivocado, añade.

He aquí se dice el hombre del Prado, a alguien que necesita encontrar un tropiezo en su vida, una culpa que expiar. ¿De que podría acusarse en un juicio final? ¿De afortunado y feliz? Vamos, vamos, le dice, déjate de chorradas y opérate, sube al barco, pesca, lee historia y muérete cuando te toque. Pero nada de esto convence a S.Z. Seguirá buscando una culpa en pos de una expiación.

Mientras, después de comer, van al aeropuerto en coche, reparan en que no han hablado de nadie, ni de los viejos tiempos, ni de los partidos de tenis. Y empiezan entonces a hablar de la vida.

7 comentarios:

  1. :-/ qué ganas de buscar tres pies al gato... Es una gran suerte no haber tenido problemas y que todo en la vida haya transcurrido con alegrías, sin penas. Sinceramente, a mí me da mucha envidia, me estoy poniendo verde y todo.
    Besos, abrazos y guaus.

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  2. Ana: muchos besos, y no te preocupes por la envidia, que es sana muy a menudo.

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  3. ¿Manía de pensar?, ¿manía de darle la vuelta a todo?

    Ya me libraré como de mearme en la cama de mentar nada al respecto

    felizahora

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  4. Anónimo, la historia de SZ ni es ni deja de ser ejemplar: forma parte del bestiario humano, al que le tengo cariño. Es un hombre bueno, muy bueno.

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  5. La envidia es muy humana, aunque sea un pecado capital. O quizá por eso mismo.

    Se suelen buscar culpas (qué he hecho mal?) cuando en un contexto feliz surge la tragedia.

    El presente pesa mucho y el pasado feliz, evidentemente, no consuela demasiado.

    Mi tío el cura, a otra tía mía que se quedó ciega, ante sus lamentaciones, le decía que debía dar gracias a Dios por los años en qué había podido ver, cosa que a mi tía, como es natural, le hacía poquísima gracia.

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  6. Julia: El sentido de la felicidad, o mejor de la fortuna, hace languidecer cualquier impulso. S.Z. es un buen tipo, doy fe, que siempre ha ayudado a quien ha podido, pero en vidia una cierta agitación en su vida y busca la causa del porque no. No se si es la teoría de la balanza.

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  7. tenemos una cierta tendencia a la autoflagelación, nadie puede mirar hacia atràs sin ira.

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