1983: El Nilo se desliza en Assuan. Estamos en un restaurante flotante al que hemos llegado caminando tranquilamente por la orilla, ajardinada. La carpa adobada es menos que regular, el pollo con especias está bien y la cerveza más caliente que fría. Anochece. Hemos venido solos. El sol crepuscular ilumina el mármol blanco del Mausoleo del Aga Kan en la otra orilla y unas dunas van fundiendo a añil. Los gatos corretean por entre nuestros pies. Se oye una canción de Um Kurtum, ruidos de madera que cruje. La superficie del río, oscura, henchida como un vientre fecundo, se desliza ante nuestros ojos. La luna, en lo alto, es un disco enorme, amarillento en el que se dibujan las evanescentes formas de sus volcanes y simas. Un trabajador del restaurante pasa por el comedor saludando cordial, obsequioso. Llega a la borda que a la corriente, pasa una pierna por ella e inicia el descenso por una escalera de cuerda y tablas que pende. Le vemos bajar, de hecho lo tenemos casi en la vertical, abajo. Llega a una falúa pequeña con el mástil y la vela recogidos. Abre un cajón de madera que sirve de asiento y saca una pequeña colchoneta que extiende en la cubierta. Casi no cabe nada´más en este. Saca después un cobertor y lo coloca encima. Se despoja de zapatos y de la vestidura blanca que le cubre desde los hombros s los pies. Viste pantalón y camisa. Mira hacia el este e inicia su última oración del día. Se inclina con las palmas de las manos vueltas hacia lo alto. Ana y yo le miramos, hemos dejado de hablar, incluso de tomar bocado. Imagino sus palabras iniciando la primera Sura: "En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso..." Termina la oración y se extiende sobre la colchoneta. Coloca la cabeza sobre el brazo y con la mano del otro se cubre la mejilla. El agua del río sigue henchida a punto de parir la noche. El hombre se cubre con la frazada. Ana y yo nos miramos, sorprendidos de haber sorprendido esa pública intimidad. Yo pienso en lo eterno, en las cosas, me digo, que siempre han sido así.
1990. Edimburgo: Septiembre soleado, ligeramente fresco. Bajo el Castillo, entre casas del XV y XVL se extiende un pequeño cementerio. Ana y yo paseamos por las calles. estamos en medio del Festival de Teatro. En cada esquina hay una compañía, un grupo, una pareja, una sola persona, actuando para el gentío que camina. Reina una alegría joven y fresca que contagia. Una muchacha embarazada nos detiene y empieza a llorar señalando a un muchacho que parece borracho. Padre y madre de la primera nos hablan ambos al tiempo igual que otra chica que debe ser la hermana. Un cura católico interviene y nos habla también. Se los lleva. Seguimos caminando. Comemos mejillones con nata y cilantro en una tabernita que, según aseguran, visitan Stevenson. Salimos de nuevo al gentío: la Pantera Rosa intenta bailar conmigo y Ana se azora: es tímida. Nos metemos en una calleja estrecha, algo apartado. Una muchacha, sola, en la esquina, bajo un farol, sostiene en su mano derecha el extremo metálico de un enorme serrucho de leñador. Con el pie sujeta el extremo de madera. Comba el metal con precisión y pasa un arco por el borde liso. Suena, espléndida, salvaje, con un sonido silvestre y preciso, la Primera Danza Húngara de Brahms. Frente a ella una pareja de jóvenes payasos se acarician distraidamente. Ella, grácil, sigue con su cuerpo el ritmo trepidante de la música zíngara y de tan ligera resulta encantadora. Pienso que lo irreal somos nosotros.
1991. Venecia: Llueve cuando salimos del Hotel Da Londra en la Vía Schiavolini, frente al embarcadero de las góndolas. Es domingo por la tarde: llegamos el jueves por la mañana. Aún estaremos unos días más. Durante los tres días pasados la ciudad ha sido una zumban te colmena de turistas desbocados en pos de un Eldorado inexistente. ¿Que pueden buscar con esa premura con la que entran en la Piazza de San marcos por un lado y salen por el otro? ¿Qué les queda en la retina de la emoción? Nosotros entre ellos parecemos perdidos. El domingo, cuando atardece, decidimos salir para ir a cenar a un Restaurante que está frente al Teatro de la Fenice. Los nombres italianos solamente suena bien y evocan ajustadamente lo que tienen que evocar si se pronuncian o escriben en italiano. A las ocho de la noche, bajo una lluvia fina, cruzamos Piazza San Marcos y repentinamente percibimos con extrañeza el silencio. Miramos alrededor: no hay nadie. En el Florian, un grupo de músicos, sobre una tarima, toca una melodía y oírla es la que nos hace comprender que nos hemos quedado solos en la ciudad. El café, al otro lado de la plaza es la única luz cálida, habitada y la música que suena es reconocible. Es casualidad, y debe ser cierto que nada sucede nunca por ella, pero suena un pasodoble, bien e cierto que el famoso "Que viva España". Llueve y nos estremece una sensación tierna de nostalgia ñoña. Tomo a Ana en brazos y damos unos pasos, solos, bajo la lluvia, de mal pasodoble. Pienso que somos los protagonistas del plano final de una película.
Unas bellas evocaciones viajeras. Por cierto, cada vez más cerca...
ResponderEliminarBuen domingo, Luis.
Magnífico, Luis, qué maravilla.
ResponderEliminarQué delicia de recuerdos!
ResponderEliminarBesos a los dos.
Conozco referencias de terceras personas:
ResponderEliminarUna situación similar a la del Nilo pero en las playas norteafricanas. El anciano al terminar su oración hacia la Meca se vuelve con los ojos llenos de lágrimas... y son lágrimas de alegría
Julia, Jesús, Clarice, Gracias por vuestros comentarios.
ResponderEliminarReikiaduo: si, es otro flash, o una continuación del mismo.
"Yo pienso en lo eterno, en las cosas, me digo, que siempre han sido así."
ResponderEliminarLuis, ¿existe eso? ;-)
Me he permitido infiltrarme aquí desde otra realidad blogosférica...
Un saludo afectuoso.
Jordi: en este caso lo eterno es aquello que viene desde hace mucho tiempo y pàrtece que va a seguir, el río lento, el hombre que reza...
ResponderEliminarAgradezco enormememente tu infiltración.