domingo, agosto 26, 2007

Título sin título.

El Hombre del Prado y el que esto escribe no son la misma persona, siéndolo. Como tampoco lo es cuando entra en el bosque y se ve en el bosque. O cuando se imagina con el diosecillo. Verse y escribirse es un ejercicio de desdoblamiento. El que ve y escribe se distancia manteniendo una postura silenciosa delante de la CPU, mirando el teclado, viéndose en el territorio inmaculado y sutil del pensamiento. Pocas veces como en esa es capaz de comprender uno, de localizar también, el espacio en que anidan los pensamientos: en la parte alta de la cabeza, detrás de la frente, un poco hacia delante. En ese lugar de dimensión desconocido, tal vez ni siquiera lugar o espacio, la pura sutileza de una descarga eléctrica de baja tensión, un chispazo, vive el Hombre del Prado, camina, evoluciona por un sendero que bordea el bosque. Puede ir por donde quiera, moverse a su antojo, sin una orden prefijada o una dirección establecida de antemano en una plantilla. Lo curioso es que en estos momentos, quien escribe le ve al borde del bosque en un campo de cereal ya recogido, donde el rastrojo amarillea: y sabe que es incierto (todo lo que el Hombre del Prado vive en la incerteza de que lo que se imagina no es), porque en este lugar, donde el bosque se extiende y es monte, físicamente monte arbolado con pino albar, robles y castaños, aquí pues, no hay cereal y en los prados crece el pasto para disfrute de los caballos.

El Hombre que escribe imagina al Hombre que escribe que imagina al Hombre del Prado. Como en los ascensores con espejos dobles o en los baños equipados de la misma manera, la imagen repite una imagen que a su vez repite otra, y otra y así hasta un infinito que es ya imperceptible, pero que está, siempre el mismo ámbito, siempre más lejano, siempre más pequeño. Imágenes como muñecas rusas crean un túnel imaginario que se ve en la realidad sobre una superficie de cristal, lisa, sólidamente cerrada en su fisicidad.

Los lugares que no existen no dejan de ser una quimera concretada en la propia realidad de mencionarlos. Basta afirmar la existencia de Eldorado para que exista y en la medida en que el soñador le añade espacios y ficciones al lugar, este va adoptando una fisicidad perfectamente definida en la mente del otro. Una ciudad toda ella construida de oro, o la construida de bronce en el Sur de España que se menciona en El Libro de Alexandre, de bronce de una sola fundición son sus murallas, ni una sola fisura, ni una rendija, muros de lisura extrema que guardan habitaciones y cámaras llenas de nada.

Cuando se escribe "El Hombre del Prado ha sentido a veces el estremecimiento de la angustia...", ¿lo ha sentido realmente? ¿O lo ha sentido el Hombre que escribe? ¿No será simplemente un flujo de la memoria recreada, algo así como de un chispazo surge un escenario y en él habita el actor al que se le da un papel en blanco y se le pide que improvise? De niño, el que escribe, al irse a dormir, metido entre sábanas, se decía ensimismándose: "voy a soñar en tal cosa, o en tal otra". Se alejaba de su cuerpo, metiendo la ensoñación que venía hacia dentro, o yendo a ella, y al cabo despertando por la mañana no estaba seguro de donde había estado. Lo cierto es que al decidir pensar en el lugar del sueño lo recreaba en la mente: una vasta pradera, un poblado de casas de madera. Una carreta entrando por la calle al trote. Ni siquiera el escenario recreado era el original, salía a retazos de una película o de una novela. Ford y Zane Grey se daban la mano para ayudar al niño a meterse en si mismo e ir al sueño. ¿Llegaba? Nunca pudo saberlo, ni afirmarlo.

Permanece el Hombre del Prado detenido en la linde del bosque, y el campo de cereal sigue a sus espaldas aún cuando quien escribe ha escrito que no hay campos de cereal aquí, en el lugar de la escritura. Hay, esta es una observación de la realidad, obtenida tras alzar los ojos y mirar por la ventana, una lluvia torrencial que azota el tejado (también se la oye) y azotando los cristales, llevada por un vendaval. Sabe quien escribe, y en este momento el Hombre del Prado sigue de pie, parado como dicen en América, mirando el bosque desde su linde, dando la espalda al campo de cereal hecho rastrojo, pues sabe quien escribe que la lluvia es una realidad de un presente narrado que en el momento en que se convierte en narración, palabras con sentido, deja de ser real. Podría ahora mismo dejar de llover y aquí, en la pantalla seguirían estando las palabras para que cualquiera que lea reconstruya la escena. Naturalmente que será otra escena. Desde que en estos textos no hay fotografías, que no consiguen otra cosa que atajar hacia el entendimiento, libertad absoluta para ver lo que se quiera ver, lo que lleva en si, en esa libertad, la interpretación según el buen saber y entender de cada cual. Cuantos más lectores más interpretaciones de una visión inexistente de un Hombre del Prado que siendo, no es el Hombre que escribe, que en el momento en que se escribe no es quien escribe sino que es otra imagen formada en un espacio mínimo, si es que es espacio, detrás de la frente, hacia dentro.

Un día, a mi, para que el MI establezca una identidad de partida, me dijeron que la costumbre de escribir sobre hombres que imaginan hombres no era sino que que un comportamiento esquizoide, que es un concepto que se aplica a personas muy retraídas que no llegan a ser esquizofrénicos, y que en ese retraimiento imaginan al otro como no ajeno, no fuera, sino parte de una ajenidad que les involucra íntimamente. Es cierto que quien me lo dijo no era sino mi primera mujer y estábamos entonces en proceso de divorcio, lo que da a su diagnosis sobre mi comportamiento un sospechoso tendencismo. Entonces escribía yo sobre Julius, un hombre solitario, alto y delgado, de unos cincuenta años, con gafas (el modelo físico estaba sacado de Arthur Miller, el dramaturgo, aunque tenía un cierto parecido con la imagen del padre muerto muchos años antes)al que le solía visitar en la casa solitaria en que vivía, un chalet envejecido en una urbanización cercana a una capital en cuyas colinas cercanas habitaban los indios, de hostilidad amenazante e imaginada.

Julius vivía en soledad porque, y esto se piensa ahora, no necesitaba a nadie, aunque también podía ser que no tuviera a nadie; esto último podría ser lo más probable. Lo cierto es que Julius vive saliendo al jardín, tomando coñac de vez en cuando y leyendo libros que no tienen título ni contenido que signifique nada en la narración. No se trata de un mundo culto, el autor no necesita decir que está leyendo a Nietzsche para mantener una semejanza culta en el plano vacío de la irrealidad en que se escribe. En esa nada que es ahora lo que más tarde será irreal, Julius vuelve desde el jardín acompañado por un hombre pequeño, algo obeso, sin cabello, con un suéter de cuello redondo y de color claro, que aceptará el coñac que Julius le ofrecerá y empezará a contar como ha llegado caminando por la colina y ha creído ver a los indios allá arriba, entre los últimos árboles. Preocupado ha apretado el paso. Nadie puede explicar de que manera este hombrecillo que no tiene nombre entra en el jardín de Julius. Anochece y la situación permanece estática, sin que suceda nada aunque como en los sueños dormidos parezca que suceda un mundo.

Ahora tenemos a Julius y al hombrecillo en una situación de conversación que no se produce: están esperando su papel, pero el director de escena no lo ha escrito todavía. Tenemos también al Hombre del Prado que sigue detenido en la linde del bosque, también sin papel, sin destino, sin lugar donde ir ni pensamiento que ofrecer. Goyerri está cerca de él (esto es nuevo) y levanta una pata delantera esperando. Si el Hombre del Prado caminara, es decir, si el director de escena dijera imaginariamente la palabra "acción" y empezara a caminar hacia un lugar u otro, de no ser el que Goyerri espera, este se mantendría quieto (eso es lo que hace en la realidad) mostrando su disconformidad y si el hombre con la voz le obligara, Goyerri caminaría cojeando de manera clara y dolorida, mostrando los signos de una cojera terrible. Revisar su patita, mirar las almohadillas de sus pies no conducirá a nada. Cojea pero aparentemente no tiene nada. Cabe decidir volver a casa y entonces, de inmediato, magia de la mejor calidad, Goyerri deja de cojear y empieza a trotar con agilidad envidiable por el camino que les aleja del bosque.

El Hombre del Prado piensa que en su interior no hay nadie, pero Julius pensaría en los indios, que sabe, ciertamente sabe, que viven en las profundidades de la espesa floresta.

2 comentarios:

  1. Nuestra estúpida mente humana se mete en esos rollos cuando se sale de la grandiosidad (y simpleza) de la excelsa función que le es propia, a saber: Ayudarnos a pagar el "peaje" o "aquiler" por ocupar durante varios años las instalaciones de este mundo

    A ver, ¿lo sentí o no lo sentí?; eso es como, a ver, ¿he comido o no he comido hoy?

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  2. Reiki, todo papel exige un aprendizaje y todo rollo un escenario. Lo absoluto suele ser una migaja de pensamiento de uno o la voluntad de acertar, que es algo así como menos que nada. Por lo menos eso pasa en el bosque.

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