miércoles, agosto 23, 2006

Shakespeare y Velázquez. El Cristo (II)

Cuando veo en un museo una pintura de un pintor notable, suelo preguntarme mientras la contemplo, porque no se contemplar sin más, sin que fluyan pensamientos e ideas, por los materiales con los que se ha compuesto; puedo discernirlos, seguramente equivocándome mucho, pero puedo identificar personas, ropajes, ambiente, escenario, paleta, luz e incluso en ocasiones sitúo al pintor cerca, a mi lado. Diríase que desencajo las piezas una a una para comprender como se han situado en el estudio del pintor y en el proceso de elaboración han ido pasando al lienzo. Los colores, límites de la realidad, adjetivos de la mirada, me identifican contornos que están allí para ser reconocidos y las luces, encendidas para la composición como se hace en un escenario cuando se va a subir el telón e iluminan la escena. Al cabo, me digo, no hay secreto en este cuadro sino que una idea se ha convertido en geometría y forma, aquella por debajo para asegurar el equilibrio, la forma revoloteando por encima para taparnos los esqueletos de la obra. Hago todo eso mientras oigo el rumor del museo, ese eco sostenido y calmo que parece más música; me gusta ese sonido, ese eco me transmite una humanidad alrededor, el latido de seres vivos cuya individualidad se funde en un sonido. Ese sonido sostenido, esa reverberación de contornos suaves, es la síntesis de la humanidad alrededor que me hace compañía. No es el ruido sin sentido que yo digo que es el silencio, porque lo estoy percibiendo todo el tiempo que estoy allí; es el sentido del ruido del museo: la compañía.
Sin embargo, cuando me paro frente a una pintura de Velazquez, nada de lo ante escrito vale; intento identificar los materiales y no los encuentro; intento descomponer la geometría y no está; intento encontrar las formas y son huidizas, disueltas en un espacio mayor que las alberga como un seno materno; intento encontrar los colores y con consigo concretarlos, ni de lejos ni de cerca; no me sirven como adjetivos porque no hay nada que adjetivar; y lo mismo la luz, está ahí, pero no es la luz sino el propio espacio iluminado, Caravaggio encendió una lámpara y se acercó al expresionismo. Rivera usó de la luz para pelearse con la realidad y corregirla. Velazquez no tiene luz, es luminoso; no tiene formas: es espacio. Es, como dijo el Papa Barberini de su retrato, allí en la gallería romana que lo aloja, "troppo vero" sin que ese verismo sea otra cosa que fijar la realidad de soslayo. Y en cuanto al eco murmulloso, nada, en Velazquez silencio.
Entre Shakespeare y él, y diría que también un tercero reclama mi atención, es Cervantes, hay un punto en común que es la sencillez y todo lo que nos acerca a ella. La sencillez expositiva, la facilidad creativa, la sencillez en la elaboración, la facilidad en el trabajo. No escriben, no pintan, están y se deslizan por el medio abstraídos por la necesidad gozosa de hacer algo bien, excelente diría, y ellos lo saben.
Velazquez no quiere ser pintor, pinta. Lo que quiere ser es caballero, alojado en la corte, gozando de la amistad del rey, que casualmente ama la pintura y entiende la de Velazquez, que ni es española ni es italiana: es de él. Entre Velazquez y los pintores de corte que por allí andan, hay una diferencia escandalosa que no merece ni mención. No hay comparación, mal que les pese y quien tiene el poder lo sabe y esa amistad les halaga a ambos: al rey porque es el mejor pintor de su tiempo, de los tiempos se podría decir; al pintor porque quien le emplea y da confianza y aposento, su mejor valedor ante la corte, su más grande amigo, es el rey don Felipe.
Al llegar ante El Cristo que he visto siempre con los colores apagados por el tiempo y la suciedad, me detengo siempre y me digo: "descompón el cuadro, es sencillo hacerlo porque no hay nada". Olvido que en los cuadros de Velazquez no hay nada porque esa es la conclusión a la que llego al final de mi observación, pero es que en El Cristo no hay nada al detenerte allí: un fondo oscuro que elimina el espacio tan caro al pintor, una cruz, un cuerpo clavado a ella, un taparrabos, una cabellera cubriendo medio rostro, cuatro clavos, una herida en el torso, reguerosa de sangre, una corona de espinas, un halo en torno a la cabeza y un cartel en lo alto escrito en caligrafías.Si reúno las piezas me queda un fondo oscuro, casi sin matices, una cruz y un cuerpo clavado en ella; sobre todo ello un foco de luz que se concentra debilmente en la cara y el torso. Es pues un crucificado, un Cristo, sin duda destinado a un lugar religioso, acorde en su factura con los principios que deben regir la pintura religiosa. Y puedo ir más allá: parece inspirado en el Cristo en la Cruz de Francisco Pacheco que está en Granada.
Francisco Pacheco es el suegro de Velazquez, buen pintor, asistente para el Santo Oficio en funciones de hagiografía, él establece si es correcta o no la imagen de un santo por los elementos que contienen el cuadro. En su casa en Sevilla se reunía la Academia, humanistas, gente cultivada, y su aprendiz en el estudio de pintura era Diego Velazquez. A Pacheco se le considera poco por el papanatismo que impera en España, hablo de hoy. Es el autor de El Arte de la Pintura, uno de los tres canones sobre la pintura, el dibujo, los estilos y los autores de tiempo: el libro es impagable. De los pintores jóvenes, es decir, de las generaciones siguientes a la suya, Pacheco solo nombra a Velazquez, orgulloso, afirmando que no le importa que el aprendiz mejore al maestro. Había pintado un Cristo, que ya he dicho, está hoy en Granada a la manera clásica, canónica si se quiere: hierático, con los pies separados, cuatro clavos, fondo oscuro, cruz casi arquitectónica y la luz dibujando (la importancia del dibujo sobre el color era fundamental en la idea de la pintura de Pacheco) con reminiscencias flamencas.
Una pintura hay que mirarla para verla, no basta estar ahí, y para mirarla, es mi opinión, tiene uno que meterse en la composición, tratar de entender que pinta el espectador, aclarar el porque de estar allí, y sobre todo, donde. Yo miro pinturas, no escribo sobre ellas, esta es, con la entrega del papa Inocencio, la segunda vez que pretendo acercarme a describir una sensación, un descubrimiento; no se trta del cuadro o del Macbeth del que he escrito la parte anterior de estas dos entregas, sino que se trata del asombro ante la genialidad sencilla. Pues bien, yo me sitúo ante el cuadro y descubro algo a lo que no estoy acostumbrado; me sobresalta y tardo en dar con ello. No hay espacio, no hay margen, no hay otro lugar que el mío; por vez primera veo a un Cristo a la altura de mis ojos, veo una cruz que tiene la altura de mis pies, no tengo que levantar la cabeza, no debo mirar a lo alto en busca de la divinidad, que esta vez sin subir a los cielos parece haber bajado a la tierra.Así pues, me dice el autor, míralo frente a frente. Es la cercanía lo que me ha sobresaltado, el nivel, el lugar. El de Pacheco, con ser antecesor de este, la cruz se eleva sobre la base del cuadro un tramo de por lo menos un metro, en términos relativos. En este de Velazquez, veinte centímetros. Y lo mismo que en la base, ahora ya voy viendo más cosas, a fuerza de mirar, veo que los brazos de la cruz no dejan sino milímetros de espacio oscuro hasta llegar al marco. Debo aceptar pues que estamos él y yo, a solas y comprendo el fondo oscuro, casi plano, sin hondura ni volumen. No hay lugar a jugar con otro espacio que el frontal, el que nos une a Cristo y a mi. estamos como en la cabina de un ascensor, el encuentro es inevitable, más vale que aceptemos que esta es la realidad: el autor nos obliga a mirar cara a cara.
Y la cara no vemos, no en su totalidad; una hermosa, casi femenina mata de pelo castaño, oscuro, con reflejos, cubre media, perfilada por el cuerpo y por la luz sobre la nariz larga y delgada, bien perfilada. Debe ser este hombre un hombre guapo, joven, de barba y cabello cuidados, de cuerpo bien proporcionado, seguramente fuerte, con brazos largos y con apostura. Porque nos sorprende la apostura; el cuerpo se apoya sobre los pies clavados y sin embargo tiene las piernas ligeramente flexionadas, los pies inclinados hacia delante, clavados y sin embargo el cuerpo con su peso parece mantener una levedad claramente perceptible, anestesiante del dolor: el cuerpo flota apoyado sobre la pierna derecha, mientras la izquierda, ligeramente flexionada, parece amagar el gesto imposible de dar un paso adelante. ¿No le duele pues? ¿O está ya muerto? Si no le duele, ¿cual es el secreto? Y si ya está muerto, ¿porque no se desploma y cuelga de las manos clavadas por las palmas? Ahora veo que tiene, alrededor de la hermosa cabeza, un halo de luz que además de significar la divinidad separa esa cabeza de la madera y el fondo. No vamos a comparar porque si, sino para acabar de entender esta mirada: el Cristo de Pacheco, de cuerpo musculado y nervudo, está rígido, clavado de igual manera, pero sujeto a la cruz por múltiples e invisibles ligaduras. Su realidad es académica y eso le diferencia años de luz del de Velazquez. Una vez más estamos ante una irrealidad en la que no habíamos caido; una vez más nos sitúa en el territorio del cómplice y nos viene a decir que está a punto de salir de la cruz y de marcharse, que ese es el momento inmediatamente anterior al milagro: me atrevería a decir que el de Velazquez es un Cristo resucitando, en el acto mismo, y en la misma cruz.
Me fijo en la cruz: dos tablones; madera ordinaria por los nudos, color de cerezo aproximadamente, un color cálido; pulida y posiblemente barbizada; dos grietas en ella abiertas por la acción de los clavos de las manos. No es una criz dramática, sino un soporte digno. En lo alto, una tabla con tres alfabetos, latín, griego y arameo; primorosa y ordenadamente caligrafiados por mano experta. En la mitad del cuerpo el taparrabos, de hilo, absorviendo laluz en sus pliegues, formando zonas de sombra y claroscuros, para que allí en el centro de la desnudez se fije la luz y establezca el vértice de la geometría en la que no hemos reparado hasta ahota: el cuadro es una T fijada a la base con un punto central iluminado dramáticamente para fijar las proporciones.
Ciertamente una vez más me asombra lo irreal tan a la vista y tan dificil de ver: es troppo vero, dijo el Barberini sin caer en la cuenta que ese realismo que él veía era realmente el irrealismo carente de psicología que todo ser humano trasluce pero que solamente perciben los elegidos.
Tenía 31 años al pintarlo y cuaquiera al verlo podía pensar que ya sabía todo de la pintura. Nada de eso. Aún le quedaba mucho por pintar.



  • Visita al Papa Inocencio
  • 4 comentarios:

    1. ¿Cómo no rumiar y rumiar estos comentarios sobre Velazquez?.
      Siempre he pensado que el gran artista (como el gran filósofo) es fundamentalmente el que sabe ver. En realidad son grandes no porque nos lleven a empíreos sublimes (que es lo que pretende el pedante) sino por mostrarnos con la mayor naturalidad facetas de lo cotidiano que estaban ahí, ante nuestros ojos, pero que no veíamos por llevar la mirada cargada de prejuicios.
      Tengo amigos profesores de arte que suelen enzarzarse en discusiones técnicas en cuanto se ponen a hablar de una pintura. Es interesante escucharlos. Pero me parece que, en el caso de los grandes-grandes, la discusión técnica es una discusión epidérmica.
      Gracias, Luis, por hacerme partícipe de tu amor por Velazques. Es contagioso.

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    2. Pues no tengo antídoto, Luri, contra ese contagio. No es por Velázquez en si, sino por un arte visto a la luz de la sencillez y de un profundo arraigo en lo humano. Como crítico uno puede decir cualquier cosa, pero mi intención es mostrar la capacidad de ver lo que está expuesto. Solos, frente a Macbeth o frente al Cristo (y por extensión al resto de la obra) nos reconocemos.

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    3. A riesgo de repetirme, porque creo que siempre acabo diciendo lo mismo sobre el arte o el artista( ya sea en pintura o en cualquier otra cosa), yo pienso que la técnica es algo a lo que se la demasiada importancia, como si aprendiendo las técnicas se pudiera llegar a crear. Yo creo que no se trata de técnicas, en todo caso la única técnica que me vale es aquella que no salta a la vista en la obra, que es invisible, que está desaparecida felizmente para que podamos gozar de la obra sin que nada ajeno a ella nos perturbe.
      Velázquez, es verdad Luis, que parece que pinte la nada, el aire que es materia invisible, eso parece estar en muchos de sus cuadros, y eso lo notamos sin saber que lo notamos. Velázquez pinta restando, sustrayendo, eliminando, dejando el cuadro en ese "momento" perfecto en el que ya no es necesario restar más, y nos deja a solas con la atmósfera, por cierto, una atmósfera donde reina un silencio paralizante, es como un imán que nos fija la mirada y nos paraliza. Cuesta mucho esfuerzo desprender la mirada de un cuadro de Velázquez.

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    4. Roma: me gusta mucho tu comentario y sobre todo ese concepto de restar que me recuerda a Miguel Angel cuando dice que la obra es quitarle a la piedra lo que sobra. Pero habla de pioedra y el restar que tu dices es otra cosa más sutil, porque es restar sumando, dejar fuera del lienzo aquello que en otros pintores pugnaría por aparecer y que Velazquez desestima. A mi me maravilla su juego de fondos para las figuras de los bufones o de este Cristo, por ejemplo. Hace del fondo lo que le da la gana, lo pinta en función de la intención, es un atrezzo puro y duro, porque lo que le interesa es el sujeto central.
      Gracias, me gusta mucho verte por aquí.

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