viernes, abril 20, 2007

Un país y un jardín




Desde un escondido rincón de su pensamiento, sabe que irá a Kyoto y visitar el Ryoanji y el Pabellón de Oro. A veces lo dice en alta voz esperando que le pregunten el porque de ese especial interés, pero no lo hacen. En una cena entre amigos, por ejemplo, dice aprovechando un silencio, "a ver si ya este otoño nos vamos a Kyoto" y le miran de soslayo, enarcan alguna ceja y siguen a lo suyo; será que no les importa donde quiera ir, o que les trae sin cuidado la ciudad de Kyoto, o que piensen que se trrata del capricho de un turista en cuyas manos ha caido un folleto de la ciudad imperial. Y para mayor exactitud, ¿quien sabe que Kyoto es la ciudad imperial?


No recuerda desde cuando siente esa secreta ansiedad que disfraza de mero interés.

Inicialmente, como hace tanta gente que trata de sacar a relucir temas de su interés, como por casualidad, él preguntaba en cuanto alguien hablaba de arquitectura o de jardines "sabéis, ¿no? lo que es el Ryoanji: porque vale la pena verlo" y alguien, finalmente, acudía en mi auxilio con una cortesía que realmente sonaba a "venga, si lo vas a decir de cualquier manera, ¿que eso del Ryan... lo que sea? No, no es nada, venía a contetstar, en cierta manera avergonzado: es un jardín zen. Y callaba. Sucedía que el Ryoanji no es cosa conocida por la generalidad de la gente con la que se relaciona.


Yo tenía, antes de tener el sueño del jardín de Kyoto, un país; después, en algún recoveco de la historia de la que nunca he tenido la convicción de haber vivido, lo perdí. Que nadie se sorprenda, uno puede perder un país de la misma manera que pierde un amor o su tiempo o incluso la cordura. Es fácil perder cosas en la misma medida en que vivimos, porque depositadas de manera simbólica en el recuerdo, queda la fotografía y la realidad se va a vivir su propia aventura. Noches de desamor en la soledad de un apartamento o de un hotel de la misma manera que horas de nostalgia irritada porque el hermoso país vivido se ha ido con otros.



Cuando perdí el país fué simplemente que me alejé un tiempo de él y en la distancia empezó a cambiar de tal manera que me extrañó de sí en lugar de extrañarlo yo de mi: me sentí en el vacío. Podía perfectamente, e incluso es probable que se me hubiera agradecido, haber buscado otro país: los hay de todos los colores, patrias entrañables que solo te piden que las ames. Amar a una patria es difícil salvo que uno decida amar desde un principio sin preguntar porqué, como a un amor de carne al que se ama dispuesto a la ceguera. Pero, debo reconocerlo, yo he sido siempre un amante suspicaz y un tanto desconfiado y en cuanto a países siempre, lo prometo, he tratado de saber a que venía tal demanda de amor; y de sacrificio; y de fe. Ante esas preguntas el país no contesta, te mira suspicaz y acaba diciéndoselo a los otros, hasta avergonzarte en público. Debes confesar algunas cosas que realmente te hacen diferente: la bandera no te emociona hasta el temblor, ni los himnos o las viejas canciones de las derrotas, descaradamente triunfales al cabo de los siglos, o la asunción de los slogans que el poder instala en los muros para que le comprendas. No es el país exactamente, sino que de repente tiene descubres que no estás solo con él.



Ya has confesado, amabas al país, pero no a la bandera o al himno o a la historia, a la derrota que ahora te anima y de la que no sabes nada o a la victoria de la que también cada día te habla la seductora voz de la concordia. Amaba, no solo a un país, sino a dos, uno dentro de otro, de la misma manera que me fascinan las muñecas rusas. El uno, pequeño, en la esquina del grande, te ofrecía el aroma del lugar, el mar inmenso de azul destellante, las cimas altas de nieve cubiertas, los bosques umbríos en los que convertirse, uno mismo a si mismo, en ánima gozosa, era posible. Sabía lo que era ese país, pero debía saber poco, porque de repente descubrí que ya era un extraño: y lo que antes era variopinto se convirtió de repente en uniforme.



Por el país pequeño sentía ternura y orgullo. ¿No nos decían siempre que en el país pequeño éramos mejores? Más modernos, trabajadores, inteligentes, intelectuales, artistas, profundos... Claro está que yo le era infiel aún sin saberlo. Se me dirá que esto es imposible, que quien engaña a la amada sabe que lo hace. El amor es una inevitabilidad, y a decir verdad, bastante desgracia es esa, tener que asumir lo inevitable cuando es desgarrador y doloroso. Por el país grande sentía el enorme influjo de una cultura que me entraba por los poros del cuerpo como el alma, conocía a sus poetas y recitaba sus versos (también los del país pequeño, pero menos) y de los tiempos pasados amaba la mezcolanza de hechos, lenguas, tribus, culturas, mares y palabras. De los bosques del país pequeño saltaba al cereal inmenso del grande y a lo lejos en el horizonte solía adivinar siluetas de fantasía.



Ya no, me dijo el país pequeño, ahora soy yo y no te quiero compartir, y si amas al otro, amas al otro. A fin de cuentas, (esto era sibilino, mal intencionado) tú te has ido y ya se sabe que uno no es de donde nace, sino de donde pace. Yo, en mis amores por mi país pequeño, nunca había pensado en el lugar en que pacía, es decir, me alimentaba. No comprendía el cambio y me lo dijo con cariñosa claridad: hay que estar aquí para vivir esto, desde allí no puedes. Entonces, le dije, ¿no...? No, me contesto. No amas lo suficiente, no te entregas lo suficiente, no te sacrificas lo suficiente. Pero... traté de articular, ¿porque debo amarte a tu manera? Fríamente me contestó: porque ahora somos nosotros; ya he dicho en alguna ocasión que la palabra nosotros me da miedo.



Un bosque y un prado es todo lo que necesito para lamer heridas de amor, y para pensar con nostalgia en el país pequeño en que viví y que ya no existe. Un día descubrí una estampa de un jardín de Kyoto, leí que llevaba cientos de años siendo el mismo, dejándose querer, pasear, acariciar con la mirada, respirando al unísono de las oraciones de los visitantes. Lo que perdura debe estar en reposo, dulcemente entregado.Debo ir, me digo, para comprender que entre cuatro paredes se construye el sueño de la paz interior. Si nunca te bañas dos veces en el mismo río y si el camino que sube es el mismo que baja, si todo fluye, mejor será no acelerar el movimiento para que los pies en el suelo mantengan el cuerpo en equilibrio.



Debo decir la verdad, sin embargo: sigo amando mi país pequeño con el sentimiento: le he quitado la bandera y no le prometo nada; no tiene que serme fiel porque los tiempos cambían, y yo le seguiré soñando en la distancia, en este lugar nuevo, sin límites, que es el hogar del hombre.

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