lunes, mayo 29, 2006

Una razón personal



Tengo la sensación de haber estado ya aquí, no en cualquier sitio, aquí, en mi silla giratoria, en mi mesa de cerezo, en mi biblioteca junto a mi ventana. Yo se donde estoy aunque no estoy donde yo se que estoy. Habitar el bosque y despertar en el mar, sobre la arena de la playa. Eso es todo. No es un mal sueño, no una pesadilla, es la sensación de torpeza del que sale de la anestesia en la cama de un hospital. ¿Porqué están hablando todas esas personas? ¿Quien grita? Los corzos no gritan, ni los zorros; las cornejas si y desagradablemente; no están hechas de armonía. El sol no grita, tampoco, ni la luz de la mañana. Me siento donde siempre y no estoy en ningún lugar. Hay que centrar el vértice desde el cual se ven las cosas que nos rodean. Y hasta esas mismas cosas parecen inanimadas, cuando por lo común me hablan: los prismáticos para ver las aves, el limpiador de la pipa, un abrecartas, el estuche de las gafas, el reloj de sobremesa; no puedo seguir haciendo inventario que se me antoja función inacabable. Ocasionalmente, cuando busco algo me pierdo por los vericuetos de otros objetos que me salen al paso y termino perdido yo en medio de mis cosas. Desde la pared frontera me mira socarrón un busto de Julio Cesar al que en un rapto de buen humor le puse gafas de sol. La escayola marmoleada forma sobre los hombros muñón un amplio y elegante pliegue de la tela. No aprecio a Julio Cesar, no especialmente, por lo que fué: aristócrata, militar y golpista. Aunque tampoco me gusta lo que sin él podía ser: salvo Cicerón, nadie tenía la menor idea de como evitar la destrucción del estado. Cuando algo se descompone tiende a la putrefacción. Tengo anotada una frase sin mención del autor, puede que la Arendt, puede que Camus, no lo se. La frase dice: "Nada que el totalitarismo pretenda corregir será peor que el totalitarismo". Me doy cuenta de que la mención al romano ha sido un subterfugio para encontrar un asidero que impida que los pensamientos me lleven de aquí, pero me llevan. Mientras las dos figuras se alejan corriendo por la playa en mi memoria y yo, sentado, tecleo palabras, me ambarga un sentimiento de historia buscando una razón personal. Anochece en el espectacular crepúsculo de una luz que se niega a perderse por el oesta y va lenta, lenta, desobediente, sin ganas de dejarnos. Una razón personal sin saber para qué ni porqué. Se trata de algo sin precedentes en mi vida: tengo la absoluta necesidad de encontrar una razón personal y no la tengo. Por asociación incontralada de ideas viene a mi memoria el perro de Nápoles, preferiría que no fuera así porque no llegamos a ser amigos, pese a que él me lo pidió. Y tampoco es el día adecuado, porque ha sido un día feliz. Los días felices no son como las cerezas, unos tiran de las otras; los días felices pasan muy a menudo desapercibidos; dejado el éxtasis como paradigma de la felicidad, a un lado o detrás, los días felices son los días calmos, en los que la tragedia la pone la televisión y manteniendo el sonido bajo y una cortés indiferencia, no llega a molestar. Vuelvo a la razón personal que no tengo porque no se con que finalidad me la estoy pidiendo, pero el recuerdo del perro de Napolés vuelve a mi, y eso me afecta penosamente. Preferiría que no fuera así para no tener que contarlo.
Tengo claro que no estoy en la playa y que no he estado en ella durante los últimos seis meses, en contra de lo que ha venido siendo en los últimos años mi costumbre. Allí no voy nunca en verano, hago visitas esporádicas en invierno, primavera y otoño. Desde mi terraza veo el mar y los barcos que esperan entrada en el puerto. Vivo en lo alto de un cabo y a la derecha del paisaje veo el otro, largo como una flecha de tierra de color pardo. Enfrente mismo, porque estoy mirando verticalmente al sur, está África. La humedad del Mediterráneo es pegajosa, pero me gusta sentirla en la piel mientras dejo vagar la mirada por el horizonte. Ellos están muy cerca, me digo y entonces recuerdo un cuento de Ballard del que no recuerdo el título. Tampoco tengo el libro, lo debí prestar a un desaprensivo que no me lo ha devuelto. El cuento de Ballard es sencillo: una pareja vive en un paisaje estepario, en una casa lujosa rodeada por un hermoso jardín lleno de rosales. Cada noche se visten para cenar, los dos amantes: smoking, vestido largo. Son felices. Cada noche, antes de la cena, salen al jardín y miran la inmensidad desierta que les rodea: generalmente nadie, pero en ocasiones un rumor a lo lejos antecede a la presencia de una inmensa multitud de caminar lento, tenaz, que llegarán a la casa. Esa masa compacta y rumorosa es amenazante. El hombre, cuando los ve, coge una rosa y pasa la mano por sus pétalos arrancándolos. Tiene el gesto un efecto analgésico, si se quiere: la masa que se acerca desaparece. Así día tras día en un larga y feliz vida. Ambos se aman y quieren envejecer juntos. Pasan los días y los años y los rosales van quedándose sin rosas que no vuelven a brotar. Cada vez la masa avanza y está más cercana; ya se distinguen las caras, los rostros. No recuerdo si Ballard humaniza el cortejo que yo veo miserables y obstinados. El cuento termina cuando esa noche, la del último capítulo, el hombre, elegante en su smoking, unido a su compañera por la mano de ella que reposa suave y ligera en el antebrazo de él, coge la última rosa para detener a la masa que está ya en el mismo seto que rodea el jardín. FIN. En cierta ocasión leí una frase de José Luis Gómez que viene ahora, con la entera libertad que tienen mis recuerdos para saltar de neurona en neurona, al teclado desde mi bloc negro de apuntes MOLESKINE que me regalaron mis hijos para mi cumpleaños: "La única parcela de libertad que puede conseguir una persona que vive en sociedad, es un desapego profundo hacia las cosas materiales y emocionales." Estas dos figueas que corrían por la playa ya se han ido y al sol le quedan minutos para llegar de verdad a su ocaso. Al nombrar la marca de los cuadernos en los que escribo notas y recordar que son regalos de mis dos hijos por mi cumpleaños, vuelve a llegar silenciosamente a mi lado el perro de Napoles. No es a mi lado, sino a mi pensamiento en un eterno retorno. Se ha quedado habitando en mi, yo estoy habitado por él. Lo contaré mañana.

3 comentarios:

  1. Son las 7:30 am, he vuelto de mi ejercicio rutinario. Hoy le tocó a la bicicleta que la llevara a pasear debajo de la lluvia.

    Te leo.

    Te digo...a tus letras:

    Te voy a demandar por hacerme llorar.

    ResponderEliminar
  2. "La única parcela de libertad que puede conseguir una persona que vive en sociedad, es un desapego profundo hacia las cosas materiales y emocionales."...
    Me quedo con esa frase, porque me describe, muchas veces me siento así, fuera del mundo, asi, de esa misma forma descrita y siento que soy tan dificil de querer justo por eso.
    Volveré porque si no descubro que pasa (o pasó) con el perro de Napoles no voy a poder dormir tranquila.
    Un beso chileno, hasta pronto.-

    ResponderEliminar
  3. Gracias, Pilar. Y no te quedes sin dormir, de ninguna manera

    ResponderEliminar