¿Es la nostalgia constatar la diferencia que hay entre el hoy y el ayer? El Hombre del Prado se lo pregunta ahora, cuando acabando este verano raro, sale a un jardín que no ha llegado a ser lo que debía, maltratado por un tiempo inconstante en el que las temperaturas han agotado la paciencia de lo plantado, que al cabo de todo se han abandonado a la pereza. Ni el huerto ha mostrado una voluntad de ser en plenitud, ni las flores su deseo de parecer más bellas. Una atonía morosa e intranscendente ha hecho olvidar el ser de aquello que debía. Se trata, antes que de una ruina del deseo insatisfecho, de un abandono en la decadencia como si la carrera a través del estío hacia el otoño estuviera ganada de antemano y todo tendiera a expirar antes que a mostrarse esplendoroso. Solamente lo pétreo y su arbolado, formando el circo inamovible del paisaje, permanecen bajo un sol débil.
El extraño verano que llega a su fin, rendido de antemano, ha pasado por Ibiza, donde Ana y el Hombre del Prado, han estado invitados en casa de unos amigos. La vida, según se cree, guarda recuerdos de sitios y lugares. Fue Henry Miller quien escribió algo así como que la retina guarda todo lo maravillosos que se vio, tal vez llevado por la nostalgia. Simone Signoret estableció un día una máxima de profunda veracidad: la nostalgia ya no es lo que era, dijo. Tiene uno la impresión de que las frases más relevantes y certeras son siempre de los otros, y le queda al oyente el contento de alimentarse de ellas, incapaz de esa contundencia. También puede ser que al no acceder el que escribe a los medios de comunicación, se pierda la oportunidad de la celebridad.
Ibiza, como la nostalgia, ya no es lo que era. No para quien estuvo allí y la recuerda con su encarnadura de hace cuarenta años, cuando pasó por allí camino de Formentera, isla entonces abandonada a su existencia mediterránea, en la que habitó cuarenta días. Roberto Rivera, buen amigo, decía ayer (el día de antes a este en que se escribe) que da cierto vértigo referirse a hechos que sucedieron hace más de esos años que se apilan en los huesos y en el cerebro. Tiene el Hombre del Prado, ahora que ha vuelto al jardín que tampoco es lo que era, la sensación de que este es un diálogo para supervivientes, pues aquellos que ahora en barcos cargados de veraneantes llegan a las islas, encuentran un paisaje que sí es lo que es, y así permanecerá en su memoria para el futuro y se convertirán en aquel verano del 2008 en Ibiza. El doctor Acedo, que operó a Ana hace algo más de dos años, les decía hace menos de una semana, que la única manera de ir a Ibiza, en estos tiempos, es con un barco propio para alojarse en el centro de una cala rodeado de un paisaje para acariciar con la vista, en el que la playa repleta de seres llegados de la manera más turística que cabe, permanecen ajenos: una masa anónima en la distancia, anónima en lo que quiere decir ese vocablo, desconocida e impropia para la naturaleza de uno mismo.
Un concejal del municipio de Santa Eularia, les decía una noche, después de la cena, con las copas, en su propio restaurante, que el futuro de la isla estaba en esa masificación gregaria que provocaban las luces del ayer. ¿Quien piensa ahora en otra Ibiza? Ana, que hace treinta años visitaba la isla con regularidad estival, no ha querido abrir los ojos a un San Antonio muy diferente a este de ahora en que el turismo inglés abarrota las calles equipado con litronas y botellas de tónica cargadas de ginebra. En la Vila, a los pies del Castillo, se produce cada noche uno de esos hechos mágicos que narran los cuentos infantiles: el público que abarrota tiendas y terrazas antes de las doce de la noche, después de esa hora se transforma en otro público que lleva en si el estilo guapo de la moda de ayer. Bromeando, decía el hombre del Prado que era el cambio de turno: los seguidores de los fantasmas solo aparecen después de la medianoche.
La nostalgia de cada uno dibuja el ayer con rasgos imprecisos que carga de tinta la emoción. La realidad se transforma en un hecho sentimental y la hilera de transbordadores que puede cargar cada uno setecientas personas, para salir con regularidad de hora en hora, hacia Formentera, donde pasarán el día comiendo en merenderos impensables. Cuando el Hombre del Prado llegó a la isla, solamente dos barcas hacía: La Joven Dolores, un bou de pesca en el que se viajaba en cubierta, no más de quince personas, y la Tanit, un pequeño transbordador con treinta plazas. En aquella isla del ayer la gasolinera cerraba los jueves porque agotaba el combustible y los coches que lo necesitaban procuraban aparcar cerca de ella, dejándolos durante unos días hasta que alguien decía que la gasolina había llegado al fin. ¿Que es lo mejor? Los tiempos son los que son y conviene parecerse a ellos para no quedar descolocado en la auténtica vejez, que es no reconocer el mundo que le rodea a uno.
El Hombre del Prado, al volver a su bosque, ha encontrado que el jardín se ha quedado a medias, y que incluso este paisaje se ha ido transformando. Cuando hace poco más de cinco años construyó su casa, solamente había dos más y ahora son treinta las edificaciones de piedra de estilo pirenaico que cumplen funciones de segunda vivienda para fines de semana. Conviene acomodarse, piensa, si se quiere con resignación; siempre con ironía.
la nostalgia significa que nos hemos hecho viejos, per no por ello qualquier tiempo pasado fué mejor, simplemente nosotros èramos mejores, porquè èramos jovenes y estàbamos como los jovenes de ahora àvidos de vida.
ResponderEliminarse me olvidó añadir que ahora estamos escépticos e indolentes ante la muerte.
ResponderEliminarFrancesc: es que esta experiencia ibicenca tiene mucho que ver con tu post penúltimo. Fue justamente él el que me dio la idea de hablar de este viajecito.
ResponderEliminarYo, que no soy nostálgico por convicción, creo que la realidad saca a la nostalgia de su sitio, igual que un clavo saca a otro clavo. Simplemente, no volveré a Ibiza porque ahora no me gusta.
¡Bien regresado, Luis!
ResponderEliminarLa nostalgia siempre me ha parecido un sentimiento tramposo. Dicen que es la alegría del triste. No lo sé. En cualquier caso me permito imaginarte lo suficientemente irónico como para no caer en los vicios de la tristeza.
No, Gregorio, tiendo poco a la tristeza y no soy nostálgico por convicción.
ResponderEliminarQuisiera no ser nostálgica ni triste pero a veces no puedo evitarlos, sobre todo viendo esos cambios inevitables en cualquier paisaje, desde el más urbano al de cualquier pueblecito al que regreso, nada permanece igual, pero lo peor, como dice Francesc, somos nosotros mismos, que ya no tenemos arreglo, ni pagando.
ResponderEliminarYa teníamos ganas de leerte, a pesar de lo que he escrito no suelo estar triste, más bien al contrario e intento ironizar sobre todas esas nostalgias inevitables.
No conviene perder de vista que, empujado por el movimiento de las placas tectónicas, el Mediterráneo, y con él Ibiza y Formentera, se alzará y dejará de ser un mar para convertirse en una agreste cordillera tan alta como el Himalaya. Etcétera.
ResponderEliminarUn abrazo, Luis.
Julia, es que pagando no hay arreglo que valga. Todo debe ser hijo de los tiempos o de la casualidad, o de los dioses.
ResponderEliminarJesús, y nosotros que lo veamos, aunque no sé. Te devuelvo el abrazo con cariño.
ResponderEliminarY aquí estoy, con una saudade al leerte. La mirada de Movie me desgarra.
ResponderEliminarLlueve, quizà sea por eso.
Buen efecto leerte.
Bienvenido, te extrañé.
Cariños a todos.
Graciela
Dale un beso a Movie de mi parte. Y otro para ti, amiga, Clarice.
ResponderEliminarUno es un hombre serio y siempre lo fui, no viví ni de broma las alegrías ibicenzas que comentas ni por supuesto las vivo ahora
ResponderEliminarUn primo (es verdad de la buena) trabajó alí un tiempo y tuvo la oportunidad de quedarse fijo, de hecho hasta pensó en hacerse con un barco para tales menesteres.
Luego se lo pensó mejor y pidió un destino en la península; nunca le he preguntado si se arrepintió