A todo hombre le cabe tener una conciencia viva, que por no estar dentro de él no termine por ser su cómplice, sino en aprobación si en silencio; una conciencia externa, una amistad combatiba, violenta, un hambre exagerada de dignidad oponiéndose al instinto. La conciencia interior no mira a los ojos sino que actúa directamente en el entendimiento, como una carcoma que no cesa de morder, de roer, en un punto indeterminado de la parte superior de la cabeza. Roe y roe creando entre las neuronas un sendero tortuoso, de minúsculo diametro, reconocible porque se siente a primer pensamiento. Se la puede inmovilizar, basta coger un libro u ocuparse en otro menester más exigente de esfuerzo: caminar, semillar, mover tierra, cambiar una bombilla. Hay mil y un remedios para acallar la conciencia interior: recordar una pasión que atenuada, fué a dormirse en el fondo de la memoria hasta quedar convertida en una estampa del imaginario personal; tomarse una cerveza bien fría bajo el sol o relajarse en una butava tratando de adormilarse y por lo tanto de adormilarla a ella; repetirse mil veces "que bien se está aquí" cuando esté aquí no es sino un lugar accidental.
La conciencia exterior, digamos que es la amistad, puede dejarse de lado cerrando las puertas de la casa a todos. Le viene a la cabeza aquel hermoso verso fraile: "¿quien eres tú que mi amistad procuras"? ¿NO hay en esas palabras tan bien puestas una clara y sencilla altivez. Aunque sea cosa de Dios en quien la altivez no es sino la incomodidad que muestra a quien le encuentra. ¿No hemos quedado que los dioses no se preocupan de lo humano?
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