viernes, octubre 19, 2007

De mentiras y verdades (1)

No es un nostálgico, nunca lo ha sido; melancólico si, en el sentido que se da a la palabra hoy en día, ligeramente triste, cayendo en una muelle depresión que debe ser pasajero; pero nostálgico. Nunca ha añorado nada del pasado y menos aún del ensoñador pasado inexistente, de aquello que se ha construido como un castillo en el aire. Probablemente tiene además la suerte de que vive en un país en el que el pasado fue peor a causa del marco general, y si el marco es feo la pintura queda desfavorecida.

Por otra parte, ¿de que podría tener nostalgia viviendo en el prado? Cuando, como hoy, sale un sol tan cálido y pleno que su luz lo llena todo con un alegre ímpetu, se impregna a si mismo de otra sensación de nostalgia: la del tiempo por venir. Habrán, como siempre, momentos mejores, pero ¿cómo reconocer los? La más propia sensación de plenitud de lo humano es el estar conscientemente en el momento en que se está sin dejar que el pensamiento vaya y venga: divagar es una pérdida de tiempo, un sinvivir, dicho en castizo.

La extensión del prado la cruza el hombre que mentía, mientras Goyerri desayuna junto al hombre del Prado en la cocina. Hoy desayunan solos, Ana no está. Goyerri, exquisito, toma porciones de tostada con una crema de queso ligeramente agrio, mojada en el café con leche; se planta junto a la silla y espera que de cada dos o tres bocados le llegue a él uno minúsculo: lo toma con la boca y lo mastica mirando al suelo. Si tarda en llegar el siguiente levanta la patita y con ella presiona la pierna de su amigo. "No hay más, se ha acabado", le dice este. Goyerri sale entonces al jardín y desaparece un rato mientras da vueltas por él y husmea.

La sombra del hombre que miente es una sombra de anécdota a contar en cenas entre amigos. Al Hombre del Prado nunca le fue simpático porque nunca le ha caído bien un tipo de gente que hace presunción de sus pequeñas bajezas tratando de mostrar a los demás que son ellos, los afortunados, los que hacen de su moral un sayo. Es cierto lo que dicen que "piensa el ladrón que todos son de su condición", pero a él le indigna sentirse pensado por una mente simple que considera que engañando al otro se siente feliz, y además lo explica públicamente.

Goyerri vuelve del jardín mientras el Hombre del Prado toma el sol junto a las puertas acristaladas del salón. Ana no está y su lugar frente a él, al otro lado del espacio, en ese pos desayuno matinal, es un vacío. Ha tenido que salir temprano para hacerse unos análisis y el espacio vacío es un hueco en el que, no estando en ella, aletean divagaciones. Cuando Goyerri vuelve del jardín, invariablemente, se pone dando el culito al Hombre del Prado para que este le masajee el lomo: el perrillo disfruta con ello y permanece así unos minutos mientras la mano frota vigorosamente su cuerpo; al cabo de un tiempo se dirige a Ana y se sitúa de la misma manera y es ella quien debe proceder al mismo ejercicio. Cuando considera que ha acabado con los dos, se va junto al hogar, sube de un salto ágil al sofá, se acurruca y se dispone a pasar allí una hora más o menos, hasta que le toque salir a su paseo diario.

La sombra del hombre que miente es solamente una sombra, que algunos llaman recuerdo. Le cuesta ver en él rasgos, que los tenía e incluso centrar las dimensiones de altura, peso. Ese tipo que miente se ha disipado en el aire y solo queda su acción, que recorre las carreteras que conducen de una real Barcelona y un hotel en la Gran Vía a la ciudad de Astorga, en la otra punta de la tierra.

Los ligeros ronquiditos de Goyerri ponen marco a la historia mínima que recuerda. El sol calienta leve y cariñosamente su piel y adorna en sus ojos el optimismo. El hombre que miente era un aventurero matrimonial. Recuerda que cuando la historia sucedió eran todos jóvenes, parejas jóvenes, con niños de poca edad y se reunían los finales de semana en excursiones al campo o en cenas en casas de uno de ellos. Eran la viva expresión de la vida en marcha. El Hombre que miente y su mujer eran una pareja bonita; a él no le recuerda bien, pero a ella si: era guapa, dulce, inteligente, moderna. "A las tontas, dijo alguien una vez, cuesta más engañarlas, porque solo piensan en protegerse. A las listas menos, porque cuando llegan a la conclusión de que no se las engaña, es para siempre" Quien dijo eso era el Hombre que Miente.

Era de esos tipos que están siempre coqueteando con una y con otra: si no lo intentas, decía, no pasa nunca. Y te aseguro que nunca se sabe. Las cosas de la vida tienen siempre una doble vertiente, aquella en que uno está y la otra, que es exactamente la contraria, aunque no se sepa cual es. Aquel hombre aventurero y conquistador, cuando tenía una aventura prometedora alquilaba una habitación en el Hotel Gran Vía de Barcelona y se iba allí un par de días con su amiga. ^¿Porqué al Hotel Gran Vía? le preguntó un día el del Prado. Estaba en Barcelona, ¿no te preocupa eso? No le preocupaba, era un tipo inteligente. El Hotel Gran Vía estaba en una zona céntrica y en una manzana de la Gran Vía prácticamente sin tiendas o comercios. Era improbable que su mujer, habitante de la Vía Augusta, mucho más hacia la montaña, cayera por allí.

¿Y que le dices para estar fuera dos días? Cabe tener en cuenta que en aquella época las comunicaciones por teléfono eran más complicadas que ahora en materia de tecnología y además eran fijas, de punto a punto. Si alguien te quería localizar tenía que hacerlo discando un número. El Hombre que Miente había pensado en ello. Realmente había pensado en dos cosas: las comunicaciones y en como disponer de un destino ilocalizable para sus aventuras. Era hombre que viajaba por trabajo, pero lo hacía a Madrid, Bilbao o Sevilla y esos destinos, le parecían a él de poca entidad para mentir.

Astorga fue la clave. No se sabe porqué, pero dio con el nombre, la ubicación y un cierto sentido provinciano que flotaba repentinamente al soltar el nombre. "Me voy a Astorga de nuevo, cielo" decía y repentinamente flotaba en la casa un ambiente aburrido, de notable poderío pueblerino. Pero, ¿que tienes tu en Astorga? Un cliente, un falso cliente, pero cliente al fin al que le dio figura, posición, presencia física, entidad y al que pobló de gente cuyas existencias iba relatando a menudo que se sucedían los viajes. El astorgano era un cliente que le obligaba a ir de vez en cuando a inventariar existencias siendo como era un distribuidor de zona muy importante. Él se alojaba en un hotel pequeño, cercano. Siempre llamaba a hora fija: es importante, decía, si la haces esperar quiere llamarte ella y te sorprende, así que tienes que dejarla segura de que solo le queda esperar a que llegue la hora de hablar, cada día.

Goyerri ha desaparecido de su lado y no lo ve en el jardín. Ahora está tratando de concretar los recuerdos con el objetivo de escribir estas líneas. El Hombre que Miente se instalaba en su hotel de la Gran Vía con su amiga y llamaba a su mujer a hora fija, cada noche. ¿Que haces? le preguntaba ella. Aburrirme, ¿que quieres que se haga en Astorga. He pensado en ir al cine, pero ya la hemos visto. Ella le compadecía, pensaba que dos días en Astorga, con sus noches, era un difícil castigo. A veces, en alguna cena, lo explicaba y lo miraba a él, con ojos tiernos, apoyaba la mano en su brazo: "pobre, decía, ¿lo imaginas? Si por lo menos fuera Madrid..."
El Hombre que Miente, que ha entrado en el salón y sigue siendo un tipo sin facciones, parece flotar por los rincones. En aquellos días de mediada juventud, consciente como era de la necesidad de que la historia de Astorga tuviera la entidad suficiente, empezó a aprender cosas de la ciudad: buscó guías, artículos y en una ocasión, esta vez solo, marchó a Astorga y la recorrió entera para conocerla: compró postales en el mostrador del hotelito en que se alojaba y volvió a Barcelona cargado de información astorgana. Cuando nos hablaba, del palacio del obispo o de la catedral, le preguntaba alguien siempre "pero, ¿es que tienes tiempo para pasear?" y ella, contestaba por él: si es que después de las siete tiene tiempo para todo.

Las mentiras, decía el, deben ser grandes, enormes, casi imposibles. Es más fácil creer un disparate, por improbable, que una mentira sencilla por repetida. Nadie falta al trabajo con veracidad si dice que tiene anginas, pero si asegura que se ha quedado encerrado en el baño y que no podía cerrar el grifo de la bañera y estaba solo en casa, y puebla la situación de una disparatada plenitud, será veraz, enteramente veraz. ¿Como alguien, va a inventarse eso?

El mundo paralelo que estaba creando en Astorga crecía: los hijos de los empleados cumplían años, hacían la comunión, moría algún padre de vez en cuando, se casaba algún hijo. Aprendió de los equipos de fútbol de la zona y de las manifestaciones culturales; despidieron a alguien y otros se jubilaron. El Hombre del Prado llegó a creer que aquel mentiroso se había inventado un mundo imposible que en realidad le gustaba más que el propio y real y a base de fabular había construido un escenario de una sustancia que no era el pretexto sino la evidencia. ¿Evidencia de qué? le preguntaba el Hombre que Miente. No lo sabía, pero estaba allí, creciendo, una Astorga doble, una ciudad repetida de otra ciudad, sacada de unas guías turísticas, y unas postales que llevaba a casa y dosificaba la entrega: te traigo postales cielo, en vez de enviarlas, para que las guardes con las fotos.

Los dos Hombres, prado y mentira, trabajaban juntos y eran buenos amigos. Al primero le molestaba tremendamente tener que mentir en público, seguirle a él en su mentira como cómplice; no podía hacer otra cosa, no había elegido él su papel en la obra y lo que más le inquietaba era no conocer el desenlace. Se lo dio ella, una noche de cena en casa, tomando copas, cuando la gente dispersa había formado pequeños grupos. Le llamó o hizo para sentarse junto e él, no lo recuerda bien, pero lo cierto es que quedaron encajados juntos en un sofá y ella le miró y pidió una promesa: quería que le dijera la verdad. ¿Quien puede no prometer eso? Iba a mentir, el Hombre del Prado iba a mentir y le turbaba tanto como la presencia de ella, sus ojos mirándole directamente, su mano sobre su antebrazo, el leve perfume que la envolvía... Yo sé, le dijo, que me engaña, que tiene a otras. Son muchos viajes, muchas salidas a deshoras, y cuando me dice que se va a Bilbao o a Madrid, o a Valencia, pienso que se va con otra. ¿Tu sabes algo de eso? No sabía, le dijo, no sabía nada de eso. Tenía que viajar por su trabajo, eso era cierto, y sabía que iba a ciudades a resolver problemas de clientes. Te lo pregunto a ti, le dijo ella, porque tu y tu mujer me parecéis honrados, sinceros, se os ve que os queréis, y yo no sé, si él me quiere o está con otra. ¿Sabes? le dijo, lo unico que se que es verdad es que va Astorga y me quedo tranquila cuando va allí. Pero a Madrid o a Bilbao, no sé, las mujeres notamos esas cosas.

Un mes después de esa conversación en la que no había tenido que mentir en absoluto, el Hombre del Prado se separó de su pareja, cogió un avión y salió de su ciudad. No volvió a ver nunca más al Hombre que Miente.

Goyerri sale del invernadero, que ha quedado abierto extrañamente. ¿Que hacías ahí? le pregunta al perrillo y este gruñe evasivo: Nada. No me gusta que entres ahí dentro, no quiero que revuelvas... y mientras habla percibe un movimiento en el fondo del jardín, un vago flotar de color blanco que desaparece tras el seto. Goyerri insiste: ¿que revuelva qué? El Hombre que miente ya no está en el jardín, pero el movimiento de color que acaba de ver era blanco y aquel vestía de oscuro. Se vuelve a Goyerri: ¿quien estaba en el invernadero? El perrillo se aleja sin contestar, como ofendido...

17 comentarios:

  1. Cortazar podria firmar este artículo.Extraordinario, muchas gracias.

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  2. Yo no te dpoy las gracias, de ninguna manera, que me has dejado en el arcén de la aporía. No sé qué me miento al interpretar este texto.

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  3. de entrada no se que significa aporia, Gregorio, no sale en mi diccionario, però también me miento algo,solo que me cuesta mucho caer en la cosas.

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  4. Extraña historia, muy bien contada.

    Creo que hay personas que para vivir necesitan un cierto grado de mentira, seguro que incluso quería a su mujer, la vida es tan complicada. Imagino que la clandestinidad debe ser excitante, según para quién. Una tía mía, que había soportado bastantes infidelidades, al hablar con una hermana -otra tía, eran muchos hermanos- sobre las sospechas de adulterio, le decía:
    -No te lo devuelven entero?

    Otra cosa era cuando las historias clandestinas generaban problemas económicos.

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  5. Luri, yo creo que siempre nos mentimos y cuando lo percibimos, no acabamos de localizar la mentira, la dejamos en un terreno vago.

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  6. Si, Julia. He conocido a personas que viven en la mentira tan ricamente. En este caso de la infidelidad, la ejercitan como una función natural. De ambos sexos.

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  7. Comentario un tanto bestia a partir de un chiste tonto (con la confianza que da la amistad):

    Y, ¿no le traía polvo-rones el señor de Astorga a su mujer?

    Me ha gustado mucho el texto. En serio.

    Lola

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  8. Lola: buen chiste. Gracias por la opinión. He de decirte que una de las cosas que en esto de las infidelidades me sorprendía (y conocí a buen número de personas que la practicaban (hombres sobre todo) que tenían a gala, al volver de la infidelidad escondida demostrar su enorme cariño amando a su pareja (lo que en un término horroroso se conocía por "cumplir") de manera apasionada. Con ello pretendían demostrar su fidelidad, seguramente, o cuando menos, su apasionada entrega, pese a las pequeñas aventuras.

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  9. Querido Luis, aquí sigo. No me he ido. Sigo leyéndote y sigues provocando lo de siempre.
    De esta historia, el penúltimo párrafo me pareció tremendo.
    Pienso en Goyerri, pienso entre eso de la melancolía y la nostalgia y en ese gran bosque que te habita junto a Ana.
    Siempre me imagino ahí.

    El domingo pasado saliste en el Laberinto. Omar te mandará el PDF.

    Recibe mi admiración y cariño.
    Beso a Ana y apapachos para Goyerri.

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  10. Estoy con Francesc, extraordinario el relato.

    Respecto a quienes mienten tanto y tan bien...huelen bastante mal, claro que el olfato reconoce el olor a la segunda, o la tercera...

    Un apunte a Lola...por vivir cerca de Astorga. Lo típico de allí son los hojaldres y las mantecadas.

    Un abrazo Luis, besos para Ana y guaus a Goyerri.

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  11. Clarice, sabes cuanto me gusta verte por aquí. Un abrazo.

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  12. Ana: mentir es un arte, requiere habilidad, imaginación y un enorme respeto por aquel al que se miente, porque no se puede minusvalorar su inteligencia. De hecho, mi amigo, el Hombre que Miente, siempre hablaba muy bien de la inteligencia de su mujer, y en verdad ella no era nada tonta; pero la habilidad de inventarse "Astorga" está para mi fuera de duda. Porque, ya sé que vives cerca, pero fué Astorga su elección. Sewgún él reunía todas las condiciones, hace ya más de 30 años, claro.

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  13. Luis, no dudo en ningún momento de la/s habilidad/es del hombre que miente, ni de la inteligencia de su mujer, que oía campanas pero en lugares equivocados. En cuanto al respeto del primero por la segunda...discrepo, en fin, las relaciones humanas son demasiado complicadas y con ser juez y parte en las mías ya tengo suficiente trabajo :-D

    Saludos nuevamente.

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  14. Ana: respetar no es palabra que haya usado en un sentido de respeto por la dignidad de sí mismo o de su mujer, sino que la respetaba en cuanto a que tenía una alta opinión de ella. Por eso se tomaba tanto trabajo en inventar una historia que finalmente le atrapó.

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  15. Hace tiempo que me enseñaron que deber un millón al banco era un gran problema para tí. En cambio deberle mil millones era un problema... para el banco

    (Lo digo por eso del tamaño crítico para conseguir que una mentira sea consistente, psssst, eso lo enseñan en el curso CCC para políticos)

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  16. Que bueno llegar y leerte...
    como darle un valor a un desvalor..
    y hasta podría enredarme si sigo.
    Genial relator!

    indianala.

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