En diez días transcurridos, el otoño ha anunciado el invierno. Las dos últimas noches ha empezado a helar en el prado; tejados y hierbas se han cubierto de esa mancha de blanco desvaído que apaga los colores con una vaga y triste transparencia, visión que absorbe tristeza desde el mismo aire del pensamiento; se anticipa el frío del exterior. Este año se ha dejado llevar por una apatía que le ha alejado de escribir y ocupando el tiempo entre leer y nada, ha disfrutado de la segunda opción caminando por el jardín, paseando a Goyerri, hablando con Ana contemplando el sol, que cada vez más bajo, entre desde primeras horas en la casa arrastrando a su paso las sombras de los muebles. Se ha producido de nuevo el milagro del cambio de apariencia de las cosas al que el pensamiento estético clásico japonés ha sido siempre tan constante. Las cosas son siempre otras, diferentes cuando la luz les ocupa y las descubre.
Los caballos vagan por los cercados masticando las últimas hierbas que ya son ralas, restos del esplendor del verano. El camino del bosque, que lleva hasta el pueblo por la pista de tenis y la parte de atrás de l piscina, es sombrío y frío y el mismo territorio de la zona estival, inmensa pradera que se curva en pequeñas colinas habitadas por grupos de árboles, sosteniendo el frontón, la balsa de los niños, la instalación de tamaño olímpico,, los vestuarios y la cafetería, está ahora desierta, con las puertas cerradas y los carteles que anuncin el precio de entradas y servicios, envejecen en su inutilidad.
Los hielos han llegado de golpe, sin avisar; las temperaturas han bajado del 0º de la noche a la mañana y le han sorprendido a medio recoger las plantas que son susceptibles de helada. Llegó a tiempo de sacar de sus posiciones a los geranios, enmacetarlos y meterlos en el invernadero después de sacar de ellos las matas de tomates con los últimos frutos, todavía verdes, que ahora enrojecen con lentitud en la cocina, sobre el mármol, al sol; es casi milagroso percibir como la superficie verde y brillante va tomando un rubor rosado que día a día sube hacia un rojo brillante. Serán los últimos del año y en el invernadero han quedado, en macetas, algunas plantas de pimientos que siguen, en el cálido acogimiento de cristales y reforzada la temperatura por un calefactor, creciendo, dando flor y entregando esta sus frutos.
Las begonias han sufrido el hielo y después de tres años de floración continua parecen haber renunciado a seguir mostrando su modestia de tonos verdes, pardos y rosados. Espera el hombre del Prado que encerradas en el invernadero, puedan sentir la recuperación a través del tibio aliento del sol que cruza sobre ellas de este a oeste, respaldadas del norte por el seto vegetal. El jardín, ahora, aparece despoblado de flores: los tubérculos de las dalias ya están en sitio seco y fresco, cubiertos por el serrín mientras que en sus bandejas, los bulbos vuelvan a ser enterrados en conjuntos. Ha pasado la moto azada por los parterres y ha levantado la tierra que, rastrillada después, forma una superficie ligera que chupa la escarcha y brilla al sol. Los bulbos irán a ocupar allí su lugar y a partir de abril empezarán a aparecer, vigorosos y plenos, en busca del sol de la primavera.
El jardín es pues la ocupación de su apatía y el lugar en que trabajar con las manos y pensar forman el hogar más acogedor que se puede desear. Tocar la tierra suelta y ligera, profundizar en ella, deshacer entre los dedos un terrón que escapó a la herramienta, oler el olor último del verano que ofrece como despedida, es un placer sensual. Durante estos días ha ajustado las tuberías de riego para evitar pérdidas y ha cuidado que una buena capa de tierra las cubra, para en lo posible evitar la helada. Tendrá que volver a hacerlo en primavera, pero no importa por el placer que causa hacerlo. El martes llegarán plantas de brezo que cerrarán los parterres, ahora abiertos por el lado que se muestra a la casa. Aguantarán la flor hasta las nieves e incluso después asomarán sus diminutas manchas de color, rojas o blancas, por encima del nivel de aquella. El brezo, en su tosquedad, es de una belleza humilde y tímida, que solo se percibe por la cantidad de flor que ofrece, pinceladas puntillistas en un paisaje que muda hacia el invierno con la resignación de la tierra.
Piensa en una naturaleza sin estaciones en la que el hombre envejezca en continuidad, sin otra referencia que la del espejo; la Naturaleza ofrece un guión de variaciones que componen una sinfonía con la duración de un año; el cuerpo recibe la estación y a ella responde acomodando el ánimo y el calendario es uno para todo, y la naturaleza toda espera el cambio ilusionada. Piensa que caminar por el jardín resume el esplendor perdido que ha de volver y en ese retorno eterno, en esa combinación de variables que forman lo que es la vida plena se sintetiza toda la serenidad que es necesaria para seguir adelante. No es sabiduría lo que aportan el jardín, el prado, el bosque, sino serenidad.
Hoy, domingo, vendrán a comer unos buenos amigos y han preparada una fuente de embutidos, otra de quesos, y una carne asada que prepara Ana con una receta que se ha adaptado de otras, y que recomienda a cualquiera que lea estas líneas si quiere saber lo que es conjugar sabores, lo dulce y lo salado. La escribe en este texto por si fuera de utilidad a los amantes del otoño, dejando claro que puede utilizarse para chuletas de cordero, donde la grasa que acompaña la carne, al deshacerse le confiere un toque aún más silvestre, o para asados de buey. La receta es sencilla:
Se hace una mezcla de dos cucharadas de vinagre, dos de aceite, dos de miel y dos de soja, y se bate. Se pone la carne a macerar dándole vueltas a la pieza para que empape bien y al cabo de una hora se introduce en el horno, en fuente de barro, echando por encima la mezcla líquida. Cada veinte minutos se da vuelta a la carne y se riega con el líquido al que se va uniendo su jugo. Pasado el tiempo, según hornos o costumbres, se saca y deja enfriar para el corte. Puede tomarse fría o caliente, según se prefiera, regada con la salsa que en cualquier caso deberá estar cuando menos tibia para deshacer cualquier resto de grasa.
La regará con vino de Toro, que es uno de los vinos olvidados de nuestra geografía, recio, con sabor y cuerpo, de entrada suave y color carmesí. De postre, bocaditos de limón que hacen en la Pastelería La Española de San Rafael. La historia de estos bocaditos, de la pastelería y de la afición del General Franco a los mismos, merece una explicación aparte que se hará mañana, vencida finalmente la apatía que hoy, por decisión y voluntad del Hombre del Prado, termina.
Por cierto que ha reaparecido el dios menor, confabulado con Goyerri en una extraña aventura que no es oportuno narrar ahora. Mañana con los bocaditos se dará cuenta de todo.
Me alegra saber que sigues acordándote de nosotros, tus fieles teleemboscados.
ResponderEliminarRespecto al vino de Toro, tienes toda la razón. Aunque no sé si los paladares no se han vuelto demasiado líricos para el fondo épico de este vino.
Luri, cuanto más bebes más lírico te pones, y con el de Toro, summum... Toro y Priorato son para mi dos tintos dejados de lado.
ResponderEliminarAmbos son vinos fuertes, ero el del Priorat es, para mi, excesivo. Ahora se están haciendo prioratos más livianos, pero, a mi modo de ver, sin identidad.
ResponderEliminarRecuerdo un vino de Toro servido en jarra de barro en una comida sencilla. Qué bien que entonaba. Quizás a cada vino haya que beberlo acompañado con su clima y su paisaje. Yo el Priorato me lo imagino con avellanas y el del Toro con un pan ancho, de miga compacta.
No quisiera ponerte los dientes largos, pero el próximo sàbado me voy al Montsenty com mi Olimpia a inmortalizar el nuevo otoño.
ResponderEliminarEn cuanto aL VINO de Toro, si no ha cambiado era muy fuerte, prefiero un priorato.
El Priorato acompaña perfectamente a un pan con tomate, a unos embutidos sólidos y a la carne de caza. El Toro también, pero tiene un sabor menos agresivo. Yo creo que una bodega debe hacerse a base de crianzas, si un reserva o un gran reserva no están bien es para "cabrearse un poco". Unos buenos buenos crianzas sólidos, con sabor y con embocadura ayudan a digerir una copmida y una conversación. Cada año que pasa me doy más cuenta que prefiero, después de comer, seguir con vino, que pasar a licores.
ResponderEliminarFrancesc, al Toro se llega sin prejuicios, como al Priorato. Depende siempre de la compañía, claro, a solas, pocos vinos son buenos.
mmmm, vino de Toro, lo había olvidado. El priorato lo estan recuperando con éxito, incluso con demasiado éxito. Huelo vuestro asado desde Barcelona... Por cierto, no eran malos tiempos para la lírica? Pues volvamos al vino épico.
ResponderEliminarVolvamos al épico, Julia. Me limitaré a recoger, de Horacio, esta invitación, extensiva a todos:
ResponderEliminarTengo en mi huerto, amigo, una jarra
de Albano que nueve años cumplió,
apio para trenzar con él guirnaldas
y mucha yedra
que haga lucir el recogido pelo;
ríe en casa la plata; el ara, ornada,
con sacra fronda, ansía que un cordero
pronto la riegue;
no hay quien no se apresure; acá y allá
mozos y mozas corren, tiembla el fuego
y el humo gira en negros torbellinos...
Horacio: Odas, IV, 11
Con la nostalgia otoñal que me cargo ya me abriste el apetito, ufff...buen deleite a los ojos ese escenario que pintas del bosque y el paladar se pone exigente.
ResponderEliminarCopiaré la receta.
Apapachos a Goyerri.
Copio la receta, pero el vino será del Somontano...
ResponderEliminarAcabo de venir del cine (Conversaciones con mi jardinero), leer tu post ha sido el colofón de un día soleado y nostálgico.
Saludos cordiales.
Clarice: como me gusta verte por aquí. Un beso a todos los tuyos.
ResponderEliminarPetrusdom: bien por el Somontano, es también un buen tinto.
ResponderEliminarNo hay apatia en la bendita actividad del jardinero que reserva sus plantas y sus tierras para el invierno
ResponderEliminarCelebrador, la apatía es un estado del ánimo, y alguna había en esos días, si.
ResponderEliminarCon lo que me gusta la miel y sólo la utilizo para desayunos y postres...tomo nota de la receta. En cuanto al vino, ahora que estamos en época de castañas, comer unas cuantas asadas y beber un buen tinto (entre más oscuro, mejor) hace que se aguante mejor la helada.
ResponderEliminarUn abrazo.
Ana: este post se ha convertido en undecantador de las mejores esencias de la buena vida, que son los buenos ratos. Un beso.
ResponderEliminar